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Amor, locura y violencia en el siglo XXI

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Amor, locura y violencia en el siglo XXI Silvia Ons

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Índice de contenido Portadilla Legales Prólogo. Gustavo Dessal Introducción 1. Casting amoroso 2. Pasiones 3. Sobre la llamada “violencia de género” 4. Videos procaces 5. Cortes en el cuerpo 6. Adicciones posmodernas 7. De la perversión trágica a la perversión “líquida” 8. El travestismo y la época 9. Forclusiones 10. Intersecciones filosóficas 11. Vida y muerte para el psicoanálisis

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Ons, Silvia Amor, locura y violencia en el siglo XXI / Silvia Ons. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Paidós, 2016. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-950-12-9350-0 1. Psicología. 2. Psicoanálisis. I. Título. CDD 150.195

Diseño de cubierta: Gustavo Macri Ilustración de cubierta: fragmento y adaptación de Gustavo Macri sobre Pandemonium (1914), de George Grosz

Todos los derechos reservados

© 2016, Silvia Ons

© 2016, de todas las ediciones: Editorial Paidós SAICF Publicado bajo su sello PAIDÓS® Independencia 1682/1686, Buenos Aires – Argentina E-mail: [email protected] www.paidosargentina.com.ar

Primera edición en formato digital: mayo de 2016 Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite ISBN edición digital (ePub): 978-950-12-9350-0

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A la memoria de Lucía Blanco, amiga entrañable con quien recorrí la mayor parte de mi camino por la vida y por el psicoanálisis.

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Prólogo Varios autores del campo de la reflexión filosófica, sociológica y política han trazado en las últimas décadas el panorama del mundo que asoma tras la retirada de los grandes mitos. Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, (1) entre otros, señalaron que uno de los efectos más notables del capitalismo es su facultad para generar identificaciones inconsistentes que, combinadas con la indiferencia política y la desaparición de la conciencia de clase, han creado un fenómeno inédito en la historia: el ocaso de los referentes que permitieron trazar una frontera entre lo normal y lo patológico. Por una parte, los ideólogos de las sucesivas ediciones del DSM han establecido una serie de principios clasificatorios que atribuyen un carácter mórbido a todos los aspectos de la vida humana, proponiendo así su medicalización. En el otro extremo, observamos la capacidad del sistema social para reabsorber cualquier manifestación sintomática volviéndola “normal”. La locura pierde su valor de extrañeza, su anatema de marginalidad, para devenir en muchos casos un modo de ser y de lazo social perfectamente compatible con otros. Tal vez convenga aquí hablar de “locuras”, en plural, caracterizadas cada una de ellas por una formación sintomática que reúne dos condiciones. La primera es la posibilidad de establecer un lazo social a partir de la singularidad de un goce, como es el caso de los foros internacionales de “escuchadores de voces”, que han logrado transformar el valor patógeno de las alucinaciones verbales en formas de vida alternativa. La segunda es el carácter funcional de esas nuevas locuras, que no solo no afectan el sistema, sino que, por el contrario, se integran a él y contribuyen a consolidarlo. Las “nuevas locuras” son perfectamente admitidas en tanto sean sinérgicas con la dinámica del mercado, que se vale de ellas para aumentar la puesta en marcha de motores económicos. Fue una marca sueca de cocinas la primera en descubrir la potencialidad de consumo que existe en el colectivo gay y, a partir de entonces, toda conducta que antaño era considerada fuera de la norma será bienvenida siempre y cuando su plus de goce rinda beneficios en la cuenta de la plusvalía. La extraordinaria plasticidad del discurso contemporáneo ofrece una 7

generosa cobertura a todas las variaciones del goce. Se muestra hospitalaria y desprejuiciada respecto del síntoma, puesto que ya no supone una amenaza al orden del mercado, única ley que conserva una consistencia sólida. La tolerancia al síntoma contribuye a reforzar la liberalidad que conviene a una sociedad regida por esa ideología triunfante. Desde las primeras páginas de este libro, escrito con las virtudes reunidas de la doctrina analítica y un estilo al mismo tiempo bello y riguroso, su autora nos invita a seguirla en el apasionante recorrido por el paisaje de la modernidad contemporánea, tal como podemos apreciarlo desde la ventana de la experiencia analítica. Silvia Ons asume la posición de “secretario del alienado”, en el sentido que Lacan le atribuyó a esta expresión: la del testigo que se deja enseñar por la singularidad de la locura y deja constancia de los acontecimientos del cuerpo y la palabra que la afectan. Entre la patologización generalizada y la normalización universal de todo goce, la subjetividad actual ya no puede acomodarse fácilmente a las estructuras que la clínica analítica ha conservado a lo largo de su experiencia. No porque dichas estructuras hayan alcanzado su fecha de caducidad, sino porque exigen ser moduladas con el aporte de otros instrumentos clínicos capaces de intervenir en los “fenómenos de franja”, si le damos a esta vieja noción lacaniana un nuevo empleo: el de permitirnos nombrar las formaciones sintomáticas que responden a Otro inconsciente. Si seguimos a la autora a lo largo de estas páginas veremos cómo en ellas se traza con precisión las coordenadas de un psicoanálisis que debe abordar lo que resumimos como Otro inconsciente, el inconsciente que se sustrae a la operación analítica clásica de la interpretación. La clínica freudiana, aquella que Lacan rescató a partir de su política del “retorno”, se corresponde con la configuración de un mundo que podía iluminarse con el gran concepto de metáfora. El síntoma, tal como Freud supo diseccionarlo, es la expresión simbólica de una verdad que ha visto interrumpido el camino del decir. El mundo contemporáneo que Lacan anticipó posee una dinámica de red: un hipertexto que obedece al movimiento acelerado de la metonimia y en el que ya no resulta sencillo orientarse ni encontrar asideros. El inconsciente de la significación sexual convive con el Otro inconsciente, al que debemos remitirnos para analizar los síntomas que no se refieren a la verdad, sino a lo real de un goce que no solo no divide sino que sostiene la “identifijación” de los hablanteseres de la modernidad líquida. El Otro inconsciente nos permite penetrar, gracias a la lúcida escritura de Silvia Ons, en los mecanismos secretos de la violencia, sin duda uno de los temas más apasionantes de este 8

libro. La violencia es intrínseca a la civilización. No solo no se opone a ella, sino que es consustancial al acto que la funda, tal como Freud lo formuló en su mito de Tótem y tabú. Sin embargo, su carácter históricamente atemporal no impide reconocer la especificidad de la época actual, en la que la violencia asume formas extremas y se extiende de manera capilar por la totalidad de la vida social. La “democracia universal” promovida por el neocapitalismo es en sí misma un régimen de violencia que se ejerce en múltiples direcciones, dando lugar a conflictos de baja, media o alta intensidad (para decirlo en términos militares) que afectan a los cuerpos. Basta con hacer un listado de los fenómenos clínicos que se abordan en esta obra para advertir de inmediato que frente al conflicto moral freudiano postulado como causa de los síntomas, encontramos el hilo conductor de la “sustancia gozante” de la que está hecho el Otro inconsciente. “La caída del discurso amo signa nuestra contemporaneidad –escribe la autora– y tal descenso tiene estrecha vinculación con la violencia.” La mercantilización de los sujetos los arrastra hacia la deriva de la proletarización de sus cuerpos, objetos cuyo valor de cambio sufre las fluctuaciones de la bolsa de valores del goce, en la que el superyó invierte desenfrenadamente. Silvia Ons transita con gran minuciosidad los síntomas de nuestro tiempo y cuenta con la virtud polifónica de hacer sonar todos los “lacanes” al unísono, sin privilegiar ninguno, para que resuene lo real de un mundo encaminado a la orfandad de las figuras tradicionales del padre. Si la pasión de algunos cuerpos femeninos enredados en la violencia de un amor loco destaca en ciertos pasajes de este libro, el lector acordará con nosotros que las observaciones sobre las “virilidades” de suplencia iluminan de manera inédita la decadencia masculina. Amor, locura y violencia en el siglo XXI es la metáfora que Silvia Ons ha elegido para hablarnos de nuestra vida. A lo largo de los distintos capítulos, el cuerpo y sus goces forman el escenario donde se representa el teatro del mundo. No es este un libro dedicado a ilustrarnos sobre lo que les sucede a los otros, sino que nos interpela a todos. Ningún lector dejará de encontrarse, al menos por un instante, en el exhaustivo relevamiento que la autora ha hecho de la locura moderna. Y aunque su título lo exprese en singular, su obra es en verdad un tratado de anatomía subjetiva que, siguiendo la lógica de la pluralización de los Nombres del Padre, descompone la unidad del malestar contemporáneo en la multiplicidad de locuras de las que nadie está 9

exento. Si usted es psicoanalista, analizante o sencillamente proletario desunido, dispóngase a reencontrarse en este magnífico retrato de la perplejidad globalizada. GUSTAVO DESSAL

1- Lacoue-Labarthe, Ph. y Nancy, J.-L., Le mythe nazi, París, Éditions de l’Aube, 1991 [ed. cast.: El mito nazi, Barcelona, Anthropos, 2002].

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Introducción Este libro obedece al intento de conceptualizar fenómenos nuevos que aparecen en la clínica psicoanalítica y que la interrogan: el carácter estragante que pueden adquirir las decepciones amorosas en tiempos donde reina la “evaluación” y las personas son sometidas a una suerte de “casting”, o el destello fulgurante que manifiesta una pasión para apagarse rápidamente. Esos vínculos tan “livianos” son contemporáneos de otros en los que, por ejemplo, la densidad de la violencia llega a sus máximos extremos. Particularmente me referiré aquí a la violencia del hombre contra la mujer, aunque sabemos que hay otras variedades, tal como lo desarrollé en Violencia-s. (1) Me aboco en particular a este tema de tanta actualidad y por lo general mal considerado en los enfoques sociológicos, para interesarme especialmente por la adherencia libidinal que existe en las parejas conformadas con este vínculo. (2) No todo en este mundo tiene la liquidez que pregona Zygmunt Bauman; hoy convive lo liviano con lo más pesado, la mayor indiferencia con la brutalidad más cruda, el nihilismo más puro con el fundamentalismo más desaforado. Desplegaré la manera en que la tecnología incide en los cuerpos, afectándolos de manera insospechada, y la forma en que la vidriera informática propicia perversiones y adicciones pornográficas. En este ámbito encontramos las “nuevas” perversiones alejadas del recinto oculto de Sade y expandidas por doquier, ofrecidas sin trabas en el mercado virtual. Sin descartar las clásicas, lo que se observa en la actualidad es que algunas ocultan profundas inhibiciones en el campo amoroso, y no responden a lo que tradicionalmente fue definido como “estructura perversa”. Otras encubren psicosis y se revelan como intentos de producir un anudamiento. Tal repercusión nos conduce a pensar si los síntomas tienen el mismo carácter que el descripto por Sigmund Freud, quien, por otra parte, advirtió acerca de la impronta cultural en sus manifestaciones. También es bastante habitual la presencia de psicosis, sin los clásicos trastornos en el lenguaje que se revelan tanto en los delirios de la paranoia como en los enigmáticos neologismos esquizofrénicos, pero que indican su condición de tales por una 11

relación particular con el cuerpo. Tal como lo demuestra Michel Foucault en Historia de la locura en la época clásica, (3) cada período tiene una concepción particular de la locura; lo que se considera patológico no es igual en distintos momentos. La mirada social tiene una enorme repercusión en las manifestaciones sintomáticas. El síntoma es definido por Jacques Lacan como aquello que se pone en cruz ante la carretera, como lo que no puede ser asimilado a su corriente, como lo que no deja de repetirse para obstaculizar el andar; (4) pero, si es acogido en esa senda, si ya no es obstáculo en su camino sino elemento de su paisaje, si ya no interpela al amo sino que va al unísono con su corriente, ¿pierde así lo más peculiar de su carácter? Además, si el amo declina y su lugar es ocupado por el discurso capitalista que se caracteriza por la absorción de todos los signos, ¿no terminará ese discurso aspirando al mismo síntoma? (5) Me explico: es claro observar que los fantasmas, que se muestran sin mediaciones, y los sujetos, que se tornan idénticos a sus supuestas inclinaciones pulsionales hasta llegar a tener el nombre de esas inclinaciones (“los caníbales”, “los sádicos”, “los masoquistas”, “los fetichistas”, “los bisexuales”, “las bulímicas”, “las anoréxicas”, “los drogadictos”, “los homosexuales”, etc.), pierden singularidad para formar parte de una clase. Resulta notable que los sujetos ya no están representados por significantes rectores que los nominan en el espacio público, y que clásicamente señalan su lugar en lo social, sino por maneras de gozar que inusitadamente se confiesan. Muchos síntomas pierden peso propio y llegan a adquirir el estatuto de estilos de vida, aspectos que inmediatamente ocupan un lugar en el mercado. Una paciente, que solía hacerse cortes en los brazos que le dejaban largas cicatrices verticales, fue abordada en el subte por un joven que le preguntó en qué lugar hacían esas “rayas”. Es claro que lo que otrora podía considerarse una locura era tomado por el muchacho como una interesante extravagancia que podía obtenerse en un local. Seguramente, este fenómeno permite la inserción social de quien antes era tomado como extraviado, aunque tal inclusión conlleve un lazo mínimo. Y así los cortes pasan a adquirir valor de cambio, y su sentido singular y privado, no subsumible en clasificaciones, queda atrás. Ya no podemos sostener que la locura se separe abiertamente del campo social, como pensaba Foucault cuando vio que en el siglo XVII se la confinaba al espacio aislado del internado. Es cierto que los loqueros siguen 12

existiendo, pero muchos sujetos, cuyo destino habría sido quedar recluidos allí, se desplazan por doquier sin alterar a nadie. Si, por un lado, este es el gran beneficio de nuestra época, por otro, esto trae aparejada una gran indiferencia respecto del mensaje que puede portar la locura y del sentido velado del síntoma, en especial, para su propio portador. El Renacimiento puso a los “extraviados” en la famosa nave de los locos, extraño barco ebrio que navega por los ríos tranquilos de Renania y los canales flamencos, flota imaginaria que representa una existencia errante. Mas tal exclusión no los separa del todo, están en un umbral, se los retiene en los lugares de paso, son puestos en el interior del exterior e inversamente y ello será muy diferente del internamiento del siglo XVII. Tal topografía hace también al lugar del loco, quien era considerado como poseedor de un saber inaccesible, temible, borde amenazante y fascinante. Los cuadros del Bosco – entre otros– muestran las imágenes fantásticas de los alienados, secretos recónditos en las entrañas del mundo. La Edad Moderna aisló a los locos y los confinó al hospicio, sepultando allí los mensajes ocultos que otrora podían portar. Los que antes eran considerados extraviados pululan hoy en día por las calles como estilos de ser sin misterio; seguramente los avances en el campo farmacológico evitan –salvo en casos extremos o en el de los locos pobres– las antiguas internaciones y moderan el estallido de los brotes. Cuando acuden al consultorio, el cuerpo de la hipermodernidad incide en la forma en que se presentan, ya no con la prosa florida y el despliegue del lenguaje en que se apoyaban los fenómenos elementales en el caso Schreber, alegato de referencias literarias, florido en juego de palabras e ingenio fantasioso. Se trata más bien de ausencia de elocuencia delirante, de vidas mutantes sin anclaje, que han hecho a Jacques-Alain Miller considerarlas “psicosis ordinarias”, (6) a diferencia de las clásicas llamadas “extraordinarias”. (7) Si bien estos fenómenos no son del todo nuevos y las viejas psicosis coexisten con las actuales, su predomino es evidente.

1- Ons, S., Violencia-s, Buenos Aires, Paidós, 2009. 2- Vale aclarar que no tomo los casos en los que la víctima no mantenía relación amorosa con el agresor y resultó violentada sorpresivamente. 3- Foucault, M., Historia de la locura en le época clásica, México, FCE, 1967. 4- “El sentido del síntoma es lo real, lo real en tanto se pone en cruz para impedir que las cosas anden,

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que anden en el sentido de dar cuenta de sí mismas de manera satisfactoria, satisfactoria al menos para el amo” (Lacan, J., “La tercera”, en Intervenciones y textos 2, Buenos Aires, Manantial, 1988, p. 86). 5- “El poder del capital –dice Silvio Maresca– es de naturaleza nihilista, es la pura repetición potenciada negativamente de un signo que en su creciente vacuidad remite a la totalidad de los signos solo para expropiar exponencialmente su sentido” (Maresca, S., “El poder político en la sociedad posmoderna”, en S. Kovadloff y otros, El poder en la sociedad posmoderna, Buenos Aires, Prometeo, 2001, p. 257). 6- Miller, J.-A. y otros, La psicosis ordinaria, Buenos Aires, Paidós, 2003. 7- El término “ordinario” tiene el mismo significado que el francés ordinaire y alude a lo habitual, a lo corriente, a lo común, incluso a lo normal, opuesto a lo “extraordinario”; ello vale para lo que estamos tratando respecto al psicótico “suelto”.

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Capítulo 1 Casting amoroso LA ERA NUMÉRICA Luego de haber concretado diversas citas por Internet, una mujer define esas experiencias en términos de “casting amoroso”. Se había sentido examinada, comparada con lo que se esperaba de ella, sometida a una prueba de evaluación. Esta palabra, utilizada clásicamente para la elección de modelos o de actores para participar de una producción, hoy extiende su empleo para otro tipo de situaciones, indicando de qué modo los sujetos son evaluados, mucho más allá de lo laboral. Escuché hace poco a alguien decir, luego de una pronta decepción tras el casamiento, que se había equivocado en el casting. El vocablo es inglés y en esa lengua se refiere a la fundición, el molde, la forma, el elenco, el enyesado y también el vaciamiento. Alguien podría decir que siempre buscamos al otro de acuerdo a un molde previo, que tenemos patrones, que nos interesan determinadas características, que preferimos ciertas cualidades, aceptando de manera muy natural esta forma de elección. ¿No nos dice acaso el psicoanálisis que existen rasgos de fijación que dirigen la orientación hacia determinada persona y no otra? Sin embargo, tales adhesiones son inconscientes, y se distancian de las del mentado casting en el que, por el contrario, intentan ser calculadas y sometidas al control. Por otra parte, Lacan dice que el amor es contingente, no planeado y si hay siempre un misterio, este se enraíza en que en la atracción hacia el objeto amado hay algo inexplicable que trasciende en mucho lo evaluable de sus atributos. Al respecto, expresa Roland Barthes: En ¡Adorable! ninguna cualidad cabe, sino solamente el todo del afecto. 15

Sin embargo, al mismo tiempo que “adorable” dice todo, dice también lo que le falta al todo, quiere designar ese lugar del otro al que quiere aferrarse especialmente mi deseo, pero tal lugar no es designable, de él no sabré jamás nada, mi lenguaje tanteará, balbucirá siempre en un intento de decirlo, pero no podré nunca producir más que una palabra vacía, que es como el grado cero de todos los lugares donde se forma el deseo muy especial que yo tengo por ese otro. (1)

EL AMOR Y LA POESÍA Lacan diferencia entre el acto de amor y hacer el amor: (2) el primero es la perversión polimorfa del macho, pero hacer el amor es poesía: un abismo separa ambos términos. Por ello, del lado de la perversión, no podemos aprender nada de la lírica amorosa ya que “escapa a la observación que cae bajo los sentidos”; (3) quizás por eso cuando el enamorado quiere aludir a la parte corporal conmovida por ese encuentro no le resulta localizable, como podría serlo la excitación genital: “Como hace un momento lo manifesté, es más bien de la sexología de la cual no hay que esperar nada. No se puede, por la observación de lo que cae bajo nuestros sentidos, es decir la perversión, construir nada nuevo en el amor”. (4) El “casting amoroso” rechazaría esta verdad del amor que hizo que Søren Kierkegaard dijese que era tan difícil definir lo que es su esencia como lo es definir la esencia de una persona. (5) Es por ello que Lacan afirma que en el amor se apunta al sujeto: “Un sujeto, como tal, no tiene mucho que ver con el goce. Pero, en cambio, su signo puede provocar el deseo. Es el principio del amor”. (6) Es que el amor bordea ese núcleo innombrable e inexplicable en la lógica de la evaluación. (7) Cuando se trata de convencer a un enamorado de la no conveniencia del objeto amado, se comprueba que es tan inútil como argumentar en el desierto, ya que la atracción no contempla razones. Y quizás en tal “inutilidad” se revela el corazón del amor, incomprensible en términos de costo/beneficio. No ocurre lo mismo cuando se tasa un producto; sin embargo, en el casting se buscan determinados atributos y los sujetos se ofrecen cual mercancías, por lo que el valor de cambio que estas implican se transfiere a los propios sujetos. De ahí la depresión cuando advierten su lugar como objetos desechables: no son el producto buscado. Karl Marx describió que uno de los rasgos fundamentales del capitalismo 16

es la sustitución del valor de uso por el valor de cambio y ello se extiende al campo de las relaciones personales. (8) En el capitalismo tardío, “consumir” equivale a pertenecer a la sociedad y así ser “vendible”, es decir, adquirir las cualidades que el mercado demanda. El consumo, en una sociedad de consumidores, no apunta a satisfacer necesidades, deseos o apetitos sino a elevar el estatus de los consumidores al de bienes de cambio vendibles. Por ello, dice Bauman, (9) los miembros de una sociedad de consumidores son ellos mismos bienes de consumo, su desvelo consiste en convertirse en productos vendibles, valorados en la sociedad. Así, el atractivo de los productos se evalúa según su capacidad de aumentar el valor de mercado de quien los consume. Por lo tanto, consumir significa invertir en la propia pertenencia a la sociedad, adquirir valor como objeto vendible. Jacques Lacan afirma que el discurso capitalista excluye el amor, no solo por el aspecto romántico que hace que los enamorados se basten a sí mismos y en esto se alejen del consumo, sino porque en el amor el otro no es una moneda de cambio: se revela insustituible. (10) Pensemos en la nostalgia que surge del recuerdo de un amor que se ha perdido; seguramente se hará presente el lenguaje privado compartido con el que fue amado, un lenguaje que fue ese, único, no intercambiable con el de ningún otro. Decía Borges que uno está enamorado cuando se da cuenta de que la otra persona es única. (11) En el lenguaje privado, los epítetos indican la manera en que lo nombrábamos, queriendo de ese modo intentar expresar su unicidad, y el tiempo que demanda el duelo amoroso testimonia, en última instancia, que los seres no pueden sustituirse tan fácilmente por otros, que no son descartables, que lleva tiempo el proceso de desasimiento, que hay apego, viscosidad libidinal. Y a la inversa, Marx descubrió que en el capitalismo el valor de uso, subjetivo, es sustituido por el valor de cambio: las cosas no valen por sí mismas sino por el valor de mercado. El detalle que se agrega en el capitalismo tardío es que lo mismo vale para los sujetos, y de ahí el drama de devenir obsoleto como los objetos. Claro que la palabra casting también remite a “vaciamiento”, y ello nos introduce en la temática de la evaluación. Es que cuando medimos al otro de acuerdo a requisitos previos, lo despojamos de su singularidad. Jacques-Alain Miller la presenta como el fenómeno central de nuestra época y define su operación como el pasaje de un ser de su condición de único al estado de ser 17

uno entre los demás. (12) Así, los sujetos se prestan a ser comparados, accediendo al estado estadístico, proceso idéntico al descripto por Marx cuando se refiere a la pérdida del valor de uso, subjetivo, por el valor de cambio. En su célebre obra El capital, aborda los dos valores de la mercancía: el de uso y el de cambio. El tema del valor tiene una importancia fundamental: ya en el prólogo a la primera edición alemana señala que la forma de valor que reviste la mercancía es la célula económica de la sociedad burguesa. Podríamos resumir diciendo que el valor de uso es subjetivo, es el valor de la cosa en sí misma en su relación al hombre; mientras que el de cambio es el valor de las cosas respecto de otras y será otorgado por el mercado: Lo que se confirma aquí es la extraña circunstancia de que el valor de uso de las cosas se realiza para el hombre sin el intercambio, o sea, en la relación directa entre cosa y hombre, y que, al contrario, su valor solo se realiza en el intercambio, es decir, en un proceso social. (13) El quid consiste en entender que el trabajo mismo se convierte en mercancía y ello ocurre cuando grandes masas son despojadas súbitamente de sus bienes de subsistencia y lanzadas al mercado de trabajo. Entonces, el valor de uso de la fuerza de trabajo, el trabajo mismo, deja de pertenecer al vendedor. De manera que el valor de uso de la fuerza de trabajo ya no es del obrero. Marx da el ejemplo de una fuerza de trabajo que se paga como media jornada laboral, aunque su valor de uso corresponda al doble de su valor de cambio. Así, Karl Marx y Martin Heidegger se dan la mano, ya que el proceso analizado por Marx se entrama con lo que Heidegger describió en términos de dominio de la cifra y de la técnica. Cuando se habla de “recursos humanos”, no nos engañemos creyendo que son “humanos”, pues en verdad son numéricos. Por ello, Miller sostiene que el siglo XXI es el siglo de las listas, de la evaluación cuantitativa, y considera que esto, de modo profético, fue muy bien captado por el escritor Robert Musil en su gran novela El hombre sin atributos. El hombre sin atributos es aquel cuyo destino es ya no tener ninguna cualidad. En esta obra, el “hombre sin cualidades” es Ulrich, alguien muy parecido al autor, un matemático escéptico e idealista, que medita incansablemente, sistemático y extremo. Tiene 32 años; detrás de él solo ve ruinas y adelante, un precipicio: la crisis de una civilización desbocada. Ulrich se convence de ser un hombre sin atributos cuando 18

reconoce que su época, no muy distinta de la actual, es capaz de considerar “genial” a un caballo de carreras: “Un campeón de boxeo y un caballo superan a un gran intelectual en que su trabajo puede ser medido sin discusión, y el mejor entre ellos es reconocido como tal por todos”. En definitiva, el hombre sin atributos es el hombre numérico. Cuando el ser se cifra, lo que no reacomoda a la cifra se elimina, de ahí el dramatismo de no valer lo suficiente. El “casting amoroso” obedece a este principio; sin embargo, puede darse en esas citas por Internet un encuentro con el “adorable” descripto por Barthes. Seguramente allí el casting ha fallado, ya que ese encuentro habría dado lugar a lo que excede toda forma de evaluación. Surge, entonces, lo contingente del amor como lo no calculado, lo no computable.

1- Barthes, R., Fragmentos de un discurso amoroso, Buenos Aires, Siglo XXI, 1985, p. 27. 2- Lacan, J., El seminario, libro 20: Aun, Buenos Aires, Paidós, 1981, p. 88. 3- Lacan, J., “Televisión”, en Radiofonía y televisión, Barcelona, Anagrama, 1977, p. 118. 4- Ibíd. 5- Kierkegaard, S., Las obras del amor, Salamanca, Ediciones Sígueme, 2006. 6- Lacan, J., El seminario, libro 20: Aun, ob. cit., p. 64. 7- En la misma línea, Juan José Saer relata: “‘Un día, a mediados del siglo IX, en el noreste de la China, en el monasterio que dirigía Lin Tsi, el maestro de la secta budista T chang (en japonés zen, ambas pronunciaciones locales del sánscrito Dhyâna, «meditación»), subió a la cátedra y dictó la más célebre de sus lecciones: «Sobre vuestro conglomerado de carne roja hay un hombre verdadero sin situación, que sin cesar entra y sale por las puertas de la casa. ¡A ver qué opina de esto alguno que no haya hablado todavía!». Uno de los monjes salió del grupo y preguntó cómo era el hombre verdadero sin situación. El maestro bajó de su banco de meditación y atrapando al monje e inmovilizándolo, le ordenó: «¡Dilo tú mismo, dilo!». El monje vaciló. El maestro lo soltó y dijo: «El hombre verdadero sin situación es un montoncito cualquiera de excremento». Y se volvió a su celda.’ La expresión ‘un montoncito cualquiera de excremento’ es en el original mucho más cruda y, para su publicación en este diario, ha sido sustituida por la presente, que aparece en otra versión de esta misma escena. El eminente sinólogo francés Paul Demiéville, traductor en 1977 de las Lecciones de Lin Tsi, comenta así la brutal comparación, que resulta todavía más sorprendente cuando sabemos que también se la utiliza a menudo para designar a Buda: ‘Toda definición del hombre verdadero solo puede ser impropia, vil, sucia, puesto que por definición es lo que escapa a toda definición’” (Saer, J. J., “Genealogía del hombre sin atributos”, El País, 1º de enero de 2005). 8- En la sección “Tercer manuscrito” de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 consagrada al dinero (“El poder del dinero”) –si se quiere, prehistoria de El capital–, Marx describe en forma expresiva la trascendencia del dinero: “El dinero, en cuanto posee la propiedad de comprarlo todo, en cuanto posee la propiedad de apropiarse de todos los objetos es, pues, el objeto por excelencia. La universalidad de su cualidad es la omnipotencia de su esencia; vale pues como ser omnipotente. […] Lo que mediante el dinero es para mí, lo que puedo pagar, es decir, lo que el dinero puede comprar, eso

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soy yo, el poseedor del dinero mismo. […] Lo que soy y lo que puedo no están determinados en modo alguno por mi individualidad. Soy feo pero puedo comprarme la mujer más bella. Luego no soy feo, pues el efecto de la fealdad, su fuerza ahuyentadora, es aniquilada por el dinero. Según mi individualidad soy tullido, pero el dinero me procura veinticuatro pies, luego, no soy tullido; soy un hombre malo, sin honor, sin conciencia y sin ingenio, pero se honra al dinero, luego, también a su poseedor. El dinero es el bien supremo, luego, es bueno su poseedor; el dinero me evita, además, la molestia de ser honesto, luego, se presume que soy honesto; soy estúpido, pero el dinero es el verdadero espíritu de todas las cosas, ¿cómo podría carecer de ingenio su poseedor? […] El dinero en cuanto medio y poder universales […] para hacer de la representación realidad y de la realidad pura, representación, transforma igualmente las reales fuerzas esenciales humanas y naturales en puras representaciones abstractas y por ello en imperfecciones, en dolorosas quimeras, así como, por otra parte, transforma las imperfecciones y quimeras reales, las fuerzas esenciales realmente impotentes, que solo existen en la imaginación del individuo, en fuerzas esenciales reales y poder real” (Marx, K., Manuscritos: economía y filosofía, Madrid, Alianza, 1984, 11ª ed., pp. 177-180). Sin duda el dinero (o el capital) no solamente se limitan a “invertir” lo inmediatamente dado, lo natural, como sostiene Marx, sino que lo alteran de todos los modos posibles, subvirtiéndolo, trastrocándolo y determinándolo absolutamente desde su “abstracción”, y esto es lo que importa. Lo más interesante del texto del joven Marx es su reconocimiento azorado de la potencia ilimitada de la subjetividad absoluta; aquí, el dinero. 9- Bauman, Z., Vida de consumo, Buenos Aires, FCE, 2007. 10- Lacan, J., “El saber del psicoanalista”, en Hablo a las paredes, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 106. 11- Por ello, remata Barthes, “querer escribir el amor es afrontar el embrollo del lenguaje y sus confines: esa región donde el lenguaje es a la vez excesivo y al mismo tiempo escaso, excesivo por el ímpetu emotivo, escaso para dar cuenta adecuadamente de tal desborde” (Barthes, R., ob. cit.) “Todo lo que se escribe –le dice Søren Kierkegaard a Regina Olsen– no es sin embargo más que un débil murmullo” (Borges, J. y Ferrari, O., En diálogo, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005). 12- Miller, J.-A., “Piezas sueltas”, en Los cursos psicoanalíticos de J.-A. Miller, Buenos Aires, Paidós, 2013, caps. XI y XII. 13- Marx, K., “Mercancía y dinero”, en El capital, t. I, Madrid, Akal, 2000, libro 1, sec. I, p. 117.

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Capítulo 2 Pasiones Hay una afirmación de Lacan –muy conocida por los psicoanalistas– y comprobaba en la clínica: el hombre puede ser un estrago para una mujer. La no equivalencia entre los sexos se revela en esta diferencia: una mujer es un síntoma para un hombre, mientras que un hombre para una mujer es algo peor que un síntoma; es una aflicción, incluso un estrago. (1) Pero, ante todo: ¿en qué sentido una mujer puede ser un síntoma y cuál sería la diferencia con el estrago? Hace mucho tiempo escuché a un lego cuestionar la frase popular “Lo conozco como si lo hubiese parido”, alegando que no es la madre quien mejor conoce a un hombre sino su mujer. Pensé en la aguda intuición de esta observación al recordar que Lacan afirma que una mujer es la verdad de un hombre, y dice con ello “mujer” y no “madre”: Pero que la mujer sea la verdad del hombre, esa vieja historia proverbial cuando se trata de comprender algo, el busquen a la mujer [cherchez la femme], a la que se le da naturalmente una interpretación policial, podría ser algo muy distinto, a saber, que para obtener la verdad de un hombre, se haría bien sabiendo cuál es su mujer. Quiero decir su esposa, llegado el caso, ¿y por qué no? Solo en este lugar tiene sentido lo que un día alguien de mi entorno llamó la pesa-persona. Para pesar a una persona, nada como pesar a su mujer. Cuando se trata de una mujer, no es lo mismo, porque la mujer tiene una gran libertad con respecto al semblante. Ella llegará a dar peso incluso a un hombre que no tiene ninguno. (2) Analicemos tales afirmaciones. Respecto del hombre, algo de su verdad se expresa en la mujer, que pasa a ocupar el lugar extraterritorial del síntoma en 21

su carácter íntimo y ajeno. Respecto de la mujer, cabe la pregunta acerca de la razón que da Lacan para explicar la diferencia: ¿es que su libertad respecto del semblante hace que este pueda cambiar según el hombre elegido como partenaire? De manera muy despreciativa se dice “Como la mujer varía, loco está el que se fía”; quizás tal variabilidad hace menos localizable el síntoma y, en este sentido, que un hombre pueda serlo para ella; es posible que la repetición competa más al lado macho. Es que la repetición consuena con la mismidad y esta no es afín a una mujer en la medida en que ella siempre encarna la diferencia, (3) aun con ella misma. En sintonía con Lacan, dice Friedrich Nietzsche: Lo que en la mujer infunde respeto y, con bastante frecuencia temor, es su naturaleza, la cual es más natural que la del hombre, su elasticidad genuina y astuta, como de animal de presa, su garra de tigre bajo el guante, su ingenuidad en el egoísmo, su ineducabilidad y su interno salvajismo, el carácter inaprensible, amplio, errabundo de sus apetitos y virtudes… Lo que pese a todo el miedo hace tener compasión de ese peligroso y bello gato que es la mujer es el hecho de que aparezca más doliente, más vulnerable, más necesitada de amor y más condenada al desengaño que ningún otro animal. (4) La evocación a la naturaleza, cuando se intenta definir al ser femenino, nos recuerda el célebre Fragmento 123 de Heráclito: “La naturaleza suele ocultarse” (5) y, en este sentido, que ella sea “más natural” la hace afín al semblante y a lo que con él se escabulle. Remitiéndose a la célebre interrogación de Nietzsche –“¿Es tal vez la verdad una mujer que tiene razones para no dejar ver sus razones?”–, Silvio Maresca afirma que el pudor es la esencia de la verdad, de la verdad-mujer, es decir, de la auténtica verdad. (6) Y que ese pudor es la forma de ser de la verdad, su proceder. La verdad está imbuida de aidós y exige –ya que es pudorosa– que también la relación con ella lo sea. La verdad, pues, demanda ser tratada como una mujer noble.

EL HOMBRE COMO ESTRAGO Si advertimos que el estrago tiene un carácter de destrucción, devastación, 22

ruina, entendemos la razón por la cual sería peor que un síntoma, en la medida en que el síntoma está localizado, acotado a diferencia de lo vasto de aquel. (7) Y aunque hay síntomas que pueden arruinar una vida, no todos tienen el carácter demoledor del estrago. Los hechos de violencia dirigidos al ser femenino actualizan día a día esta fórmula, pero aun sin llegar a tales casos extremos, la devastación que puede provocar en ellas el amor basta para ejemplificarla. Claro que conviene distinguir la aflicción del estrago. Si la aflicción remite a pesar, pena, dolor, pesadumbre, tristeza, congoja, amargura, desazón, cuita, duelo, consternación, tribulación, abatimiento, desolación, desconsuelo, desesperación, sufrimiento, mortificación, tormento, tortura, quebranto, agonía, ahogo, sinsabor, carga, contrariedad, el estrago es mucho más extenso, ya que habla de ruina, de destrucción e incluso es usado en ocasión de delitos. Fue Lacan, mucho más que Freud, quien, adentrándose en la singularidad del goce femenino, advirtió los efectos que puede llegar a tener el partenaire en sus vidas. Hay distintas figuras de la aflicción, hay distintas modalidades del estrago y hay también posibles maneras de atravesarlos. Sabemos de los profundos cambios vinculados con el lugar de las mujeres en el mundo, que marcan, entre la mitad del siglo pasado y el actual, un desarrollo sin precedentes en la historia: su inserción en el mundo laboral, la separación de la sexualidad de la maternidad con la aparición de los anticonceptivos, su participación en ámbitos públicos y universitarios, y ni qué decir de su acceso a la investidura presidencial, inimaginable otrora. Sin embargo, la condición femenina padece desde siempre una segregación a veces discreta y otras, abiertamente declarada, como reflejo de la imposible integración de la feminidad en el espíritu humano. Las mujeres se destacan, no hay duda, pero cabe pensar si en su goce son en realidad tan modernas; de hecho, la necesidad de amor sigue vigente y difícilmente algún lugar en lo social alcance para suplirlo. Cabe analizar la razón por la que ese anhelo puede conducir a la aflicción y, en los casos más severos, al estrago. Cabe también indagar en la culpa por acceder a lugares antes vedados y a la búsqueda del consecuente castigo. (8)

AMOR Y AFLICCIÓN Freud hizo recaer en la maternidad el desenlace de una feminidad normal que acepta la sustitución del niño por el pene. El descubrimiento de la 23

castración es un punto de viraje en el desarrollo de la niña: “Se siente gravemente perjudicada, a menudo expresa que le gustaría ‘tener también algo así’, y entonces cae presa de la envidia del pene, que deja huellas imborrables en su desarrollo”. (9) Desde aquí se dibujan los desenlaces posibles: la inhibición sexual o neurosis, la alteración del carácter en el sentido de un complejo de masculinidad y la feminidad normal. Las tres orientaciones propuestas por Freud plantean la hegemonía inevitable de la libido masculina: en el primer caso, la niña renuncia a su sexualidad fálica al compararse con el varón (mejor dotado); en el segundo, esa sexualidad se afirma empecinadamente; en el tercero, será el niño quien herede el lugar del pene. (10) Así, la maternidad se dibuja como el camino normal compensatorio de la castración. Si transformarse en madre es la mejor solución que encontraría la posición femenina, es porque Freud pensó dicha solución en términos de tener… el falo. El hombre, en este sentido, sería el portador sobre quien recae la envidia, quien le daría a ella el ansiado niño, sustituto del pene faltante. Sin embargo, si nos detenemos en la conferencia “La feminidad”, notamos que, antes de describir esta “solución”, se refiere al enigma de lo femenino que ha hecho cavilar a los hombres de todos los tiempos. (11) Dicho de otro modo: si el ser madre fuera la respuesta capaz de obturar aquello que la mujer desea, la feminidad no aparecería como enigma. Sabido es, por otra parte, que Freud se preguntó por el deseo de una mujer a pesar de las orientaciones fálicas dibujadas. A fines de 1924, tratando de resolver algunos enigmas planteados por Abraham sobre la sensibilidad del clítoris y de la vagina, confesó que sobre el tema no sabía absolutamente nada. (12) En 1928 reiteró este desconocimiento cuando le confesó a Jones que “todo lo que sabemos del desarrollo temprano femenino me parece insatisfactorio e inseguro”. (13) Finalmente, a Marie Bonaparte le dirigió la famosa pregunta Was will das weib? [¿Qué quiere la mujer?]. (14) La maternidad se presenta, entonces, como la solución por el sesgo del “tener”, mientras que el enigma femenino es lo que resta de ese tener. Por un lado, afirmó que el deseo del pene sería quizás el deseo femenino por excelencia pero, por el otro, la vida sexual de la mujer tenía para él algo de “continente negro” como sitio misterioso y hierático afín con lo oculto y con el misterio. Lacan vio allí lo que no se deja apresar en términos del goce masculino, y ubicó el goce femenino como nunca había sido descripto en la literatura psicoanalítica. La literatura psicoanalítica clásica se centró en la temática de la envidia 24

fálica, siguiendo el lugar prevalente que Freud le otorga en sus escritos sobre la feminidad. Fue Lacan quien profundizó en la temática del amor yendo más allá de la angustia de castración. (15) Menos se ha hablado acerca de su relevancia en Freud, imposible de circunscribir al deseo de pene, aun en su derivación en deseo de un hijo. Sin embargo, fue él quien ubicó el temor a su pérdida como equivalente a la angustia de castración en la mujer y así trazó el límite entre el complejo de castración, que se equipara en ella a la envidia fálica, y la angustia de castración, que se corresponde con la falta de amor. Importa destacar la diferencia, pues en un caso se trata de un objeto, ya que Freud siempre marcó la “objetalidad” del pene y del niño, mientras que el otro concierne al amor: Y precisamente, en el caso de la mujer, parece que la situación de peligro de la pérdida de objeto siguiera siendo la más eficaz. Respecto de la condición de angustia válida para ella, tenemos derecho a introducir esta pequeña modificación: más que de la ausencia o de la pérdida real del objeto, se trata de la pérdida del amor de parte del objeto. (16) Tal distinción se manifiesta como esencial: la pendiente fálica se orienta hacia el objeto; la femenina, hacia el amor. Las equivalencias simbólicas descritas por Freud –“pene, niño, excremento, regalo, dinero”–, funcionan como objetos cuyo símbolo, “el pequeño”, representa el valor fálico de cada uno de ellos. (17) Así, la maternidad se encamina hacia esa línea sustitutiva en la lógica del tener; quizás por ello antes se decía que una mujer embarazada estaba “de compras”. Si el fetichismo es típico del varón, y no de la mujer, cuya característica es más bien la erotomanía, para muchos autores es el hijo quien puede ocupar el lugar del fetiche erotizado. Sin embargo, el “tener” no llega a recubrir la angustia ante la pérdida de amor, ya que en este caso Freud plantea que no se trata de un objeto sino, en términos lacanianos, de un “signo de un sujeto”. ¿Qué es el amor? Vale aquí remitirnos a las palabras de Kierkegaard (18) antes mencionadas, cuando afirma que es tan difícil definir su esencia como definir el ser, y entonces podemos advertir que el amor y lo femenino se aproximan, en tanto cercanos a un irrepresentable. En sus primeros trabajos sobre las neurosis actuales, Freud plantea cuestiones interesantes relativas al tema de la angustia en la mujer, pero bajo un sesgo diferente al del amor. Es importante recordar que en la neurosis de 25

angustia, la excitación somática acumulada no se elabora psíquicamente; de ahí la angustia. Cuando esa excitación se tramita psíquicamente, se convierte en libido. Así como la pulsión sexual se sitúa en el límite entre lo psíquico y lo somático, la libido designa su aspecto psíquico, por ello la libido es “la manifestación dinámica, en la vida psíquica, de la pulsión sexual”. Una insuficiencia de “libido psíquica” hace que la tensión se mantenga en el plano somático donde se traduce como angustia. (19) Freud dirá: “En la mujer se establece más rápido y es más difícil de eliminar la enajenación [Entfremdung] entre lo somático y lo psíquico en el decurso de la excitación sexual”. (20) La angustia femenina abrevaría así en esa hiancia que no se sutura, brecha siempre abierta, consecuencia de lo que el creador del psicoanálisis denomina “déficit de afecto sexual de libido psíquica”. (21) Si para Freud la libido es siempre masculina, el extrañamiento femenino indica que la fuente de angustia abreva en el no todo fálico. Se infiere que el amor intentaría suplir esa hendidura, y que la enajenación amorosa en la mujer recubre otra más primordial. Siempre recuerdo a una paciente que atendí en mis primeros años como analista: una señora humilde pero conocedora de textos de divulgación del psicoanálisis que me dijo con absoluta convicción que Freud se había equivocado al decir que las mujeres se angustiaban por no tener relaciones sexuales, ya que ella se angustiaba… luego de consumarlas. Es el vacío que se abre y que requiere de esas palabras de amor montadas sobre el silencio de un goce que no las identifica. Seguramente por ello, Freud equiparó la hondura femenina con un desierto imposible de ser poblado, (22) y Lacan afirmó que en ellas el amor no puede darse sin el decir, ya que ese decir bordea lo que no tiene nombre. (23) Vayamos ahora a lo que Lacan considera acerca del goce genital masculino. La tumescencia y detumescencia peneana signan ese placer que se consuma al llegar al límite. Petite mort [pequeña muerte] dicen los franceses para aludir al momento refractario posterior a tal culminación. Esa función evanescente, en la que el máximo goce coincide con su fin, se revela mucho más directamente en el orgasmo del varón. En efecto, se trata de un momento en el que sale a la luz la distancia entre el goce masculino y el femenino, de ahí el lamento de muchas mujeres acerca del dormir de algunos compañeros luego del coito. En el acto sexual, los cuerpos se abrazan al unísono, para luego separarse, revelándose heterogéneos. Lacan ubica el desfallecimiento fálico como esencial en la experiencia masculina y como aquello que hace 26

comparar ese goce con la pequeña muerte, localizando en esa deflación la castración presente en el encuentro entre los cuerpos: La subjetividad se focaliza en la caída del falo. Esta caída existe también en el orgasmo que se realiza normalmente. La detumescencia en la copulación merece nuestra atención porque pone de relieve una de las dimensiones de la castración. El hecho de que el falo sea más significativo en la vivencia humana por su posibilidad de ser objeto caído que por su presencia, he aquí lo que designa la posibilidad del lugar de la castración en la historia del deseo. (24) La castración no será pensada al modo freudiano como una amenaza de parte del padre; lejos de ser algo temido como posibilidad, se localiza a nivel del cuerpo en tanto caída de la turgencia fálica. El verbo “acabar” expresa la cercanía del orgasmo con el fin que, al igual que el “consumar”, indica que algo se realiza encontrando un límite. Si un hombre eventualmente puede llegar a ser un estrago es por tener ella –a diferencia de él– un goce que no se consuma al modo de una caída. Así, su demanda de amor tiende al infinito, por ser demanda de palabra que nombre aquello sin nombre que la atraviesa. En definitiva: su goce no la identifica y su pretensión por lograrlo puede ser inagotable por lo imposible de dar representación a lo irrepresentable; de manera que ya no se trata del hombre mismo como estrago sino de esperar demasiado de él. Si bien esa espera podría compararse con lo que la hija espera de su madre –la analogía se justificaría en la medida en que Lacan también habla del “estrago materno”–, cabe de todos modos precisar una diferencia. Se sabe que la demanda de falo recae tanto en la madre como en el hombre y que el hijo puede a veces calmar tal insistencia. Decía hace tiempo Oscar Masotta que todo hijo que camina es “el salame de su madre”. Y, si bien es cierto que esa petición puede hacer de una relación una aflicción, antes nos referimos a otra dimensión que no pasa por el “tener” sino por el “ser hablada” y que se aleja, en este sentido, del plano de la simple reivindicación. Claro que este “ser hablada” puede adquirir, en determinados casos, un grosor que no podría asimilarse a la palabra de amor; tal configuración es la que permite entender la razón por la cual ciertas mujeres no se separan del hombre golpeador tan fácilmente como cabría esperar. Se dirá que es una locura, ya que los golpes son opuestos al amor, pero algunas mujeres 27

experimentan en ellos la prueba de ser únicas para él. El hombre violento es, en general, aquel que les habla, que las nombra, que las separa de la familia, quien se presenta, en suma, como el Otro absoluto en la época del Otro que no existe. Generalmente paranoicos, avizoran como tales el inconsciente del otro y sus raíces culpables; tal captación es la que genera dependencia: él sabe algo sobre mí. En un mundo en el que las mujeres han logrado tanta independencia, el hecho de que algunas se sometan al golpeador invita a una reflexión. Si bien los casos descriptos por Freud tienen aún vigencia, encontramos en la clínica cuadros inéditos que reflejan el malestar actual en una cultura que no es la de principios del siglo pasado, en la que se descubrió el psicoanálisis. La decadencia de antiguos valores, los cambios vinculados con las constelaciones familiares, la declinación del padre, el estado actual del capitalismo, los avances tecnológicos, etc. inciden en las estructuras clínicas. Muchas veces se presentan sujetos que han perdido la brújula, esa que daban los ideales, el padre y los caminos que parecían certeros. Algunas mujeres encuentran en el golpeador su relevo.

1- Lacan, J., El seminario, libro 23: El sinthome, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 99. 2- Lacan, J., El seminario, libro 18: De un discurso que no fuera del semblante, Buenos Aires, Paidós, 2009, p. 34. 3- “El hombre sirve de relevo para que la mujer se convierta en ese Otro para sí misma, como lo es para él” (Lacan, J., “Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina”, en Escritos 2, México, Siglo XXI, 1984, p. 711). 4- Nietzsche, F., Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 1980, §239. 5- Mondolfo, R., Heráclito. Textos y problemas de su interpretación, México, Siglo XXI, 1966. 6- Maresca, S., “Aidós”, en J. Yunis (comp.), Actualidad de la desvergüenza, Santa Fe, UNL, 2005, pp. 42-65; disponible en , última consulta: 08/09/2015. 7- Miller, J.-A., “El partenaire síntoma”, en Los cursos psicoanalíticos de J.-A. Miller, Buenos Aires, Paidós, 2008, caps. XIII y XVI. 8- En este sentido, no es casual que Freud encuentre la fantasía “pegan a un niño” en mujeres con un fuerte complejo de masculinidad. Véase Freud, S., “Pegan a un niño”, en Obras completas, t. XVII, Buenos Aires, Amorrortu, 1976. 9- Freud, S., “Conferencia 33. La feminidad”, en Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, Obras completas, t. XXII, Buenos Aires, Amorrortu, 1989, p. 116. 10- Ibíd., p. 117. 11- Ibíd., p. 105. 12- Citado por Gay, P., Freud. Una vida de nuestro tiempo, Buenos Aires, Paidós, 1996, p. 558.

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13- Ibíd. 14- Jones, E., Vida y obra de Sigmund Freud, t. II, Buenos Aires, Horné, 1976, p. 439. 15- Lacan, J., El seminario, libro 10: La angustia, Buenos Aires, Paidós, 2006, pp. 53-65. 16- Freud, S., “Inhibición, síntoma y angustia”, en Obras completas, t. XX, Buenos Aires, Amorrortu, 1987, p. 135. 17- Freud, S., “Sobre las trasposiciones de la pulsión, en particular del erotismo anal”, en Obras completas, t. XVII, Buenos Aires, Amorrortu, 1976. 18- Kierkegaard, S., Las obras del amor, ob. cit. 19- Freud, S., “Fragmentos de la correspondencia con Fliess”, en “Manuscrito E”, Obras completas, t. I, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, pp. 233 y 236. 20- Freud, S., “Sobre la justificación de separar de la neurastenia un determinado síndrome en calidad de ‘neurosis de angustia’”, en Obras completas, t. III, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 110. 21- Freud, S., “Fragmentos de la correspondencia con Fliess”, ob. cit., p. 232. 22- “En ningún momento del trabajo psicoanalítico se sufre más de un sentimiento opresivo, de que los repetidos esfuerzos han sido vanos y se sospecha que se ha estado ‘predicando en el desierto’ que cuando se intenta persuadir a una mujer de que abandone su deseo de un pene porque es irrealizable” (Freud, S., “Análisis terminable e interminable”, en Obras completas, t. XXIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1989). 23- Lacan, J., “Les non-dupes errent”, clase del 1º de febrero de 1974, inédita. 24- Lacan, J., “La lógica del fantasma”, El seminario, 14, clase del 1º de marzo de 1967, inédita.

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Capítulo 3 Sobre la llamada “violencia de género” GÉNERO Y SEXO Por desgracia, la violencia contra las mujeres está a la orden del día y, si bien no es nueva, cabe considerarla desde la perspectiva de ciertas características de esta época. La expresión usual se emplea fundamentalmente en relación con la que el hombre ejerce hacia la mujer pero no se suele distinguir “sexo” de “género”. Así, muchas veces, encontramos indiferenciados estos términos, o bien usos en los que el vocablo “género” sustituye el término “sexo”. En efecto, el término “género” aparece en la denominación de la Comisión Nacional Coordinadora de Acciones para la Elaboración de Sanciones de la Violencia de Género (CONSAVIG). (1) Desde el psicoanálisis, no podemos homologar género con sexo y, al referirnos a este tipo de violencia, diremos “violencia contra el sexo femenino” más que “violencia de género”, ya que este último no recubre el sexo. Es que las construcciones sociales no alcanzan para circunscribir los goces diferentes que se juegan del lado hombre y del lado mujer. Hay una estrecha vinculación entre el culturalismo y las teorías de género, que plantean que la orientación sexual de una persona y su identidad o género son el producto de una construcción social y que, por lo tanto, los lugares que se ocupan no dependen de un dato biológico sino de la función que se desempeña. A partir de la inclusión del género en la lectura de la realidad, se reservó el término “sexo” para designar las diferencias anatómicas y fisiológicas entre machos y hembras, y “género”, para denominar la elaboración de valores y roles impuesto por la cultura sobre la diferencia sexual. Así, por ejemplo, se dice que la mujer que aparece en las teorías es el producto de una 30

construcción social específica de lo femenino y que la dominación sexista trabaja en el interior de las disciplinas supuestamente científicas racionalizando lo que no es más que relación violenta de poderes; nada determinante hay en la condición biológica femenina. Tal desconocimiento de la anatomía en pos de un funcionalismo abre un debate entre un conservadurismo reaccionario que entroniza la naturaleza y un funcionalismo “optimista” (2) en el que lo que importa son las funciones y no quien las ocupe, fundado en el culturalismo significante de la primera enseñanza de Lacan. Pero Lacan no redujo al padre a una función; la herencia paterna (3) excede el nombre y es su pecado, término que tomó de Kierkegaard en el momento en que abandonó el optimismo hegeliano, porque el pecado es el resto no subsumible en la dialéctica y objeta la ilusión de un universal que pudiese reabsorber lo singular. Para el psicoanálisis, el cuerpo tiene una dimensión real que lo hace éxtimo al yo, el sexo jamás puede identificarse con lo que percibe la conciencia. (4) La afirmación freudiana “la anatomía es el destino”, que fue tantas veces criticada, merece una adecuada atención. ¿Cómo pudo el creador del psicoanálisis –aquel que consideró la importancia de las identificaciones en la conformación de la sexualidad como lo que hace que el sexo no sea un dato primero– hacer suya la sentencia de Napoleón tan repudiada por los estudios de género? Muchos psicoanalistas dirán que ello respondería a los resabios biologicistas en el pensamiento de Freud, que Lacan habría superado. Sin embargo, la intervención de Lacan dirigida a un transexual psicótico no va en la línea de la elisión de la anatomía: Sr. Primeau: Tenía la impresión de que mi sexo se iba encogiendo, y de que me iba a convertir en una mujer. Dr. Lacan: Sí. Sr. Primeau: Tenía la impresión de que me iba a convertir en un transexual. Dr. Lacan: ¿Un transexual? Sr. Primeau: Es decir, a sufrir una mutación desde el punto de vista sexual. Dr. Lacan: ¿Y eso qué quiere decir? ¿Ha tenido la sensación de que iba a convertirse en una mujer? Sr. Primeau: Sí. Tenía determinados hábitos, me maquillaba, tenía esa impresión angustiante de encogimiento de sexo, y al mismo tiempo la 31

voluntad de saber qué es una mujer, para intentar entrar en el mundo de una mujer, en la psicología de una mujer, y en la expresión intelectual, psicológica, de una mujer. Dr. Lacan: Usted esperó… Es, con todo, una especie de esperanza. Sr. Primeau: Era una esperanza y una experiencia. Dr. Lacan: Es una experiencia… de que, no obstante, usted tiene un órgano masculino. ¿Sí o no? Sr. Primeau: Sí. (5) El psicoanálisis demostró con Freud la existencia del polimorfismo de la sexualidad infantil y se afanó por considerar la homosexualidad como un destino posible, así como el de la heterosexualidad. ¿La anatomía, entonces, como destino? Quizás con esto quiso decir que, pese a las diversas orientaciones sexuales, pese a la constitución del objeto sexual que no puede afirmarse como ya dado, el cuerpo es marca insoslayable. En cuanto a Lacan, con las fórmulas de la sexuación indicó que todo ser que habla puede inscribirse del lado masculino o del lado femenino. En el masculino encontramos la función fálica como universalidad, mientras que en el femenino, aquello que la veta como no todo. Dice Lacan que “a todo ser que habla, sea cual fuere […], le está permitido inscribirse”. ¿Es que el “ser que habla” precede a la inscripción? En este sentido, nunca será lo mismo una mujer que se inscribe del lado hombre que un hombre que se inscribe en ese sitio, como tampoco será lo mismo un hombre inscripto del lado femenino que una mujer. (6) Cabe también mencionar que, en su última enseñanza, Lacan plantea que en materia de histeria masculina el hombre es superior a una mujer. (7) Si se habla de histeria femenina y de histeria masculina, en lugar de histeria a secas, es porque las diferencias sexuales no se suprimen: no será lo mismo la histeria en las mujeres que en los hombres.

LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES Y EL SÍNTOMA SOCIAL Tanto Freud como Lacan aludieron a las manifestaciones sociales de su época, Freud se refirió a la “angustia social” y Lacan al “síntoma social”. La guerra atravesó la vida del creador del psicoanálisis, dejando su impronta 32

también en su escritura. En su célebre trabajo “Psicología de las masas y análisis del yo” describe el fenómeno de masas que se encuentra en la base de la conformación de los grupos sociales. (8) La cohesión de estas formaciones proviene de una identificación entre los individuos que la integran, cuya base reposa en que todos ellos comparten el mismo ideal personificado por el líder. De manera que los sujetos identifican entre sí su “yo”, en tanto todos ellos tienen idéntico ideal del yo encarnado en quien dirige el grupo; esos lazos otorgan fuerzas a estas formaciones y las preservan de su disolución. Freud dice que cuando declina la figura del líder también caen las identificaciones de los integrantes y este quiebre da lugar al pánico, ya que al desaparecer los lazos recíprocos se libera una gran angustia desencadenada por sentimientos de indefensión: “Lo caracteriza el hecho de que ya no se presta oídos a orden alguna del jefe, y cada uno cuida por sí sin miramiento por los otros. Los lazos recíprocos han cesado y se libera una angustia enorme, sin sentido”. (9) Lo social es así ubicado como regulador, como amortiguador, y la rotura de su tejido deja al sujeto a la intemperie. En esta época, la actualidad de la “angustia social” puede pensarse a la luz de esas coordenadas: la caída de los ideales comunes produce un estado de fragmentación similar al descripto por el creador del psicoanálisis. Es que no habrá que pensar que el ideal solo esté representado por el conductor: bien puede encarnarlo una idea capaz de nuclear a un conjunto. El desfallecimiento de la autoridad actual corre paralelo a la ausencia de ideas rectoras capaces de orientar. Deviene entonces un estado de fragmentación en el que la rotura de los lazos deja a los sujetos más permeables a sus pulsiones en ausencia de las ligaduras afectivas entre ellos. Es decir que el peligro no es solo el que emerge de afuera, sino el que tiene por causa impulsos desenfrenados, que brotan de manera inédita. Lacan aludió al síntoma social y dijo de él: “Solo hay un síntoma social, cada individuo es realmente un proletario, es decir, no posee ningún discurso con el que hacer vínculo social, dicho de otro modo, semblante”. (10) Tal síntoma guarda una estrecha relación con la violencia, ya que esta aumenta allí donde falta la palabra. Ya en 1954 Lacan esbozó tal definición bajo la forma de una pregunta: “¿No sabemos acaso que en los confines donde la palabra dimite empieza el dominio de la violencia, y que reina ya allí, incluso sin que se la provoque?”. (11) Luego, en 1958, planteó esta relación en forma contundente, al decir de la violencia: “No es la palabra; incluso es exactamente lo contrario. Lo que 33

puede producirse en una relación interhumana es o la violencia o la palabra”. (12) Notablemente, Lacan vincula este síntoma con el capitalismo, ya que ser proletario se liga con no poseer ningún discurso con el que hacer lazo. Ser un proletario equivale a valer en el mercado exclusivamente como valor de cambio, carecer en definitiva de otro valor que no sea el fijado por el intercambio. Interesar, en suma, como una moneda que aún está en circulación, lograr estima por ese precio, obtener buena cotización por la taza de beneficios. Para Lacan no es solo proletario aquel clásicamente considerado como tal, sino cada individuo y no cada sujeto. Esta afirmación se comprende si pensamos que el proletario, por su inserción en el mercado, ha perdido el valor de uso, que constituye justamente el valor subjetivo. Ya en la primera parte de El capital, Marx muestra que la relación entre los hombres mismos adopta “la forma fantasmagórica de una relación entre cosas”. (13) Tal inserción anula la capacidad discursiva, la que posibilita los lazos; entonces, las relaciones entre los hombres estarán determinadas por los lugares que ocupen en el intercambio. La caída del discurso amo signa nuestra contemporaneidad y tal descenso tiene estrecha vinculación con la violencia: “Si el discurso del amo constituye el lecho, la estructura, el punto fuerte en torno del cual se ordenan varias civilizaciones, es porque el resorte es allí, pese a todo, de un orden distinto que la violencia”. (14) De este modo, vemos que aquello que Lacan considera como síntoma social se corresponde con lo que Freud llama “angustia social”, en el sentido de que ambos conciernen a la ruptura del lazo social. (15) Pero también se imponen las diferencias. En Freud, tal quiebre estaría producido por la pérdida del líder: en la medida en que él favorecería las identificaciones recíprocas, su disolución deja a la intemperie a los sujetos. En Lacan, es la inclusión en el mercado como proletario la que hace que las relaciones se encuentren determinadas por los valores de cambio, por lo que se asemejan a las mercancías que –podríamos agregar– son desechadas no bien se vuelven obsoletas. Muchas veces la violencia contra el cuerpo de una mujer implica transformarlo en un objeto (16) cuyo destino será la bolsa de basura, como en tantos casos de femicidio. Freud anticipa el desfallecimiento del discurso amo y Lacan ubica el discurso capitalista, tomando su relevo. Así, la violencia salvaje guarda una estrecha relación con el capitalismo salvaje, pero también el “salvajismo” se vincula con un tipo especial de violencia que atraviesa nuestros días, tal como 34

desarrollé en Violencia-s. (17) Nadie podría dudar acerca de que uno de los síntomas más destacados del mundo actual es la violencia. Se incrementa cada vez más, prolifera, se multiplica, bulle en el aire que respiramos, y aun sin realizarse, está presente como una amenaza que tiñe nuestra existencia. Su poder omnímodo se manifiesta no solo en las terribles tragedias cotidianas que, por lo repetidas, ya parecen moneda corriente, sino en la manera en la que es interpretado el mundo. Todo gesto puede llevar su germen; los otros se transforman en enemigos potenciales. Parafraseando a Heidegger, podríamos hablar de “el mundo como violencia”, porque quizás esta sea la forma contemporánea de la imagen del mundo. Pero vayamos ahora a lo más específico de las relaciones constituidas bajo su égida.

EL GOLPEADOR Y SU PARTENAIRE En la actualidad, lo más notable de la violencia del varón contra el sexo femenino es que corre paralela con el cambio de posición de las mujeres en el escenario social. Considerar a las féminas como seres en pie de igualdad con el hombre, tanto en lo civil como en lo intelectual y en diversas esferas es algo verdaderamente inédito y reciente. Hasta el siglo XX, las diferencias – anatómicas, psicológicas, etc.– entre hombres y mujeres servían para justificar la no paridad en sus derechos cívicos, políticos, laborales. Y ahora, que se aboga y se sigue luchando –por lo menos en los países occidentales avanzados– por esa igualdad, se está corriendo el riesgo de suprimir las disparidades. Posiciones tanto progresistas como conservadoras en este sistema capitalista promueven una homogeneización de los sujetos tendiente a borrar el carácter singular de la existencia de cada uno y también la diferencia de su posición sexuada. (18) Lo homogéneo, lo idéntico no llevan –como creería el sentido común– a la armonía, sino que generan un aumento de tensión agresiva y violencia en los vínculos. Ya en 1950, Lacan advierte, en su ensayo sobre criminología: En una civilización en la que el ideal individualista ha sido elevado a un grado de afirmación hasta ese momento desconocido, los individuos resultan tender hacia ese estado en que pensarán, sentirán, harán y amarán exactamente las cosas a las mismas horas en porciones del espacio estrictamente equivalentes. Ahora bien, la noción fundamental de la 35

agresividad correlativa a toda la identificación alienante permite advertir que en los fenómenos de alienación social debe haber […] un límite en el que las tensiones agresivas uniformadas se deben precipitar en puntos donde la masa se rompe y polariza. (19) Es uno de los primeros descubrimientos de Lacan: la agresividad como correlato de la identificación narcisista. El hombre violento es el hombre impotente que solo puede hacer aparecer su “virilidad” mediante la fuerza. Cuando se apela a la fuerza es porque ya no se tiene autoridad. La violencia no pertenece bajo este sesgo a un régimen patriarcal, sino a su ocaso, es decir, a la declinación del padre. No hay que olvidar que el vocablo “autoridad” (auctoritas) proviene del verbo augere, que significa “aumentar”. En este primer significado, se considera que los que tienen autoridad hacen cumplir, confirman o sancionan una línea de acción o de pensamiento que engrandece. En La noción de autoridad, dice Alexandre Kojève: “Si para hacer salir a alguien de mi habitación, debo emplear la fuerza, debo cambiar mi propio comportamiento para realizar el acto en cuestión y de esa manera demuestro que no tengo autoridad”. (20) La autoridad, entonces, excluye la fuerza y exceptúa la violencia, pero para operar debe ser reconocida, debe tener una causa, una justificación, una razón de ser. Y esta no está engendrada por el ser que la posee sino por sus actos. El argumento esgrimido por este filósofo nos lleva a concluir que el aumento de violencia en la época actual es coetáneo con la declinación de la autoridad. La primera se acrecienta a medida que la segunda se debilita: “Solo cuando un sistema de autoridad se desmorona, o un individuo dado pierde su autoridad, debe recurrirse al poder para asegurar su conformidad”. (21) Pero ¿qué hace que muchas mujeres permanezcan junto al hombre violento a pesar de que el acto agresivo sea usual, repetido, esperado y hasta corriente? Gustavo Dessal describe que, cuando la violencia de ETA castigaba a España, un policía encargado de dar protección por orden judicial a mujeres amenazadas por sus parejas confesaba que su labor le causaba mucha más ansiedad que la de ocuparse de la custodia de personas amenazadas por el terrorismo. (22) Basaba su llamativa observación en el hecho de que estas últimas cumplían a rajatabla con todos los protocolos de seguridad que se les indicaba, mientras que muchas mujeres escapaban de su guardaespaldas para mantener encuentros clandestinos con aquellos hombres 36

a los que los jueces habían aplicado una orden de alejamiento. Hace unos años, una jueza se vio enfrentada a un problema ético: una mujer le pidió permiso para casarse con su agresor, encarcelado por acciones violentas dirigidas hacia ella misma. La jueza se lo negó y esa mujer la acusó de no respetar la libertad de elección. (23) En nuestro país, fue famoso el caso del hombre que mató a una de las hermanas gemelas y la otra se casó con él cuando estaba en la cárcel. ¿Por qué tantas mujeres persisten de este modo al lado del golpeador? La igualdad da lugar a la pérdida de la singularidad; por ello, cuando Lacan se refiere al síntoma social dice: “todo individuo es un proletario” y en ese “todo” permanece indistinto varón y mujer. Considero, por lo tanto, que algunas mujeres tratan de suplir la singularidad faltante bajo la forma de ser “únicas” para él, ya que el hombre violento las entroniza como irreemplazables, excepcionales, insustituibles. Gustavo Dessal ubica el “Tú eres la que me seguirá” como esa voz irresistible y letal con que el hombre encarna al superyó más feroz, según el cual ella será la elegida. (24) Es la razón por la que existen casos de “vuelta atrás” luego de que estas mujeres hacen la denuncia, debido a la atracción hacia esos partenaires que le otorgan sentido a su vida, hacia quienes se entrelazan un embeleso cautivo y un terror fascinado. ¿Cómo entender tal necesidad de ser única aun al precio de morir? Es que la igualdad es un caro reto a la singularidad (25) y cuando la mujer no puede encontrarla, el “ser única para él”, intenta restituirla.

LA VIOLENCIA “VIRIL” En una nota aparecida en el diario La Nación, Sergio Sinay sostiene que el paradigma de la masculinidad sigue vigente, pese a las apariencias, debajo de los ropajes de una masculinidad más ligera, posmoderna, vestida por modas superficiales inconsistentes como la metrosexualidad, la ubersexualidad o la vitalsexualidad. (26) Entre los diversos ejemplos que se cuentan en el artículo, podemos citar los de la violencia juvenil en que unos jóvenes entrenados en boxeo exhiben las marcas de su “coraje viril” cometiendo asesinatos, las barras bravas que alardean agresividad y aguante como signos de atributos de macho, la cruda vigencia de las guerras pautadas por los hombres y sus códigos, los negocios encarados con estrategias bélicas, los autos conducidos cual balas fálicas, etc. Podríamos agregar otros, como la violencia contra las mujeres y toda aquella 37

que se ejerce como demostración de “poder”. ¿Cómo se concilian tales observaciones con la mentada caída de la virilidad, anunciada por los discursos contemporáneos? Al respecto, cabe señalar que no fue solo el psicoanálisis el que señaló tal descenso, sino que, además de la sociología, fue la filosofía la que por boca de Georg Hegel (27) preanunció la progresiva desvirilización del mundo. En correspondencia con Kojève, Lacan acentúa la desvirilización epocal y Miller (28) afirma que la idea del descenso viril, incluso su desaparición del mundo contemporáneo, no es pensable sin el declive del padre. ¿Van entonces al unísono padre y virilidad, al punto de que la caída de uno se identifique con la caída del otro? Freud considera que el niño deja el complejo de Edipo a partir de la amenaza de castración proveniente del padre, o de un sustituto capaz de portar esa autoridad para la madre. (29) El infante es presa de una elección forzada: debe optar entre el enlace libidinal con la madre y el interés narcisista por conservar su pene y la amenaza de castración hace que venza este último poder. En una suerte de disyunción entre “la bolsa o la vida”, el pequeño aprende que optar por la bolsa, que representa el incesto, implica perder la vida (cabe recordar que Lacan habla del falo real en términos de turgencia vital). La masculinidad está, pues, necesariamente marcada por el padre, bajo la forma de esa amenaza que no es otra que la de la instauración de la disyunción lógica, en la que algo se perderá inevitablemente. Dijimos que la virilidad se afirma como consecuencia de una delimitación operada por el padre, pero debemos agregar que el triunfo del pene sobre el incesto lleva también el sesgo de algo que trasciende al pene mismo, en el que se prefigura la paternidad futura del ahora niño. Es que el pene, para Freud, debe su investidura narcisista extraordinariamente alta a su significación orgánica para la supervivencia de la especie; entonces: “se puede concebir la catástrofe del complejo de Edipo –el extrañamiento del incesto, la institución de la conciencia moral y de la moral misma– como un triunfo de la generación sobre el individuo”. (30) El énfasis puesto en la procreación indica la acentuación de un interés narcisista que paradójicamente excede al yo mismo al servicio, entonces, de un orden que lo traspasa. Se trata aquí de una virilidad que lleva la impronta de lo que la rebasa, y que en una suerte de trascendencia inmanente conjuga dos polos, en general inconciliables: el individuo y la especie. El individuo lleva realmente una existencia doble, en cuanto fin para sí 38

mismo y eslabón dentro de una cadena de la cual es tributario contra su voluntad o, al menos, sin que medie esta. Él tiene a la sexualidad por uno de sus propósitos, mientras que otra consideración lo muestra como mero apéndice de su plasma germinal, a cuya disposición pone sus fuerzas a cambio de un premio de placer; es el portador mortal de una sustancia – quizás inmortal, como un mayorazgo no es sino el derechohabiente temporario de una institución que lo sobrevive–. La separación de las pulsiones sexuales respecto de las yoicas no haría sino reflejar esta doble función del individuo. (31) Lo masculino aúna esa dualidad, portando la semilla de “una institución que lo sobrevive”. ¿Más allá de la fecundación de un hijo, no se llama acaso “gran hombre” al que ha sido padre? Padre de la patria, padre de una doctrina, padre de un movimiento, padre de una fórmula, padre, en fin, de una idea. Lacan considera la castración como un hecho de estructura que depende de la incidencia del significante en el viviente; el padre es su agente, no su autor, empero ello no desmerece su lugar en la operación. Las enunciaciones del Seminario 17 así lo indican: “La castración es la operación real introducida por la incidencia del significante, sea el que sea, en la relación del sexo […]. El padre, el padre real, no es otra cosa que el agente de la castración”. (32) Se infiere, entonces, que es el discurso amo el que determina la castración: el padre es agente de ese discurso, como portavoz del S1 en su calidad de significante rector. Los significantes no tienen el mismo valor; ya en los comienzos de su enseñanza, Lacan delimitó la importancia del decir fundante y luego en “Subversión del sujeto” (33) expresó, a manera de adagio: “Lo dicho primero decreta, legisla, aforiza, es oráculo, confiere al otro real su oscura autoridad”. Ese dicho se recorta de los otros y adquiere relevancia. Se separa así del conjunto y traza lo real del padre en el sitial donde se yergue lo enigmático de su poder. Si esa autoridad conferida tiene algo de oscuro es porque nunca podrá ser asimilada al registro transitivo de lo fraterno; si luego del asesinato y el acto canibalístico el padre sigue existiendo en la figura del tótem, es porque de él queda un resto imposible de incorporar por la fratría. Si en las fórmulas de la sexuación Lacan consideró el mito de Tótem y tabú y no tanto el edípico, es porque se trata de un mito que, al mostrar el fracaso del crimen 39

perfecto, ilustra en esa falla la real extimidad del padre. En el Seminario 20, con las fórmulas de la sexuación, el padre real halla su localización específica a nivel de la excepción que posibilita la constitución del todo. (34) Así, el hombre se inscribe mediante la función fálica gracias a un límite en la existencia de una x que niega la función, y ello no es otra cosa que la función paterna. La castración, como operación real, se ubica en torno a ese “algo que dice no a la función fálica”, que comporta para el hombre la “posibilidad de que goce del cuerpo de la mujer, en otras palabras, de que haga el amor”. (35) El padre, entonces, instaura un universo masculino que no se cierra en sí mismo, ya que la existencia de la excepción, que niega la esencia fálica, abre en ese universo la apertura hacia una mujer. Tanto Freud como Lacan pensaron la posición masculina en términos de una cesión; por ello, en el saber popular, “caballero” es quien cede un lugar a una mujer. Si nos remitimos al texto “Introducción del narcisismo”, comprenderemos que Lacan formalizó aquello que Freud afirma cuando establece que el pleno amor de objeto según el tipo de apuntalamiento es característico del hombre: “Exhibe esa llamativa sobrestimación sexual que sin duda proviene del narcisismo originario del niño y, así, corresponde a la transferencia de ese narcisismo sobre el objeto sexual”. (36) El “empobrecimiento libidinal del yo en beneficio del objeto” supone en Freud la operación paterna que, al conmover el narcisismo originario, da lugar a que este se desplace al objeto. Nótese la correspondencia: lo que en Freud es pérdida del narcisismo, en Lacan es negación de la esencia fálica. En concordancia con lo anterior, cabe recordar la manera en que en el Seminario 10 describe la particularidad del deseo macho: “El primer nudo del deseo macho con la castración solo puede producirse a partir del narcisismo secundario, o sea, en el momento en que a se separa, cae de i(a), la imagen narcisista”. (37) La declinación paterna puede pensarse, entonces, como desaparición de la excepción, en un mundo en el que se suprimen las diferencias y se borran las singularidades. ¿Cuál es su consecuencia a nivel de la masculinidad? Si no hay universo masculino sin un padre que, al constituirse como excepción, lo afirme al negarlo como conjunto cerrado, ¿podemos pensar una virilidad sin padre? Esta adoptaría distintas formas en las que leeríamos las consecuencias de la ausencia del “al menos uno que dice que no”. Podríamos localizar sus efectos en esa “virilidad” que intenta ser restituida en el ejercicio de la 40

violencia. Ser el “macho”, ser “la única”, nombres que hablan de la disolución de la singularidad.

INCONSCIENTE Y RELIGIÓN Por un lado, la culpa fue un tema central para teólogos y pensadores cristianos; por otro, la insistencia con que emergía en los análisis hizo que Freud ahondase en su teoría. Cabría, pues, preguntarse por la relación entre el inconsciente y la religión, conexión que explica la razón por la cual Lacan dice que la realidad psíquica es religiosa y considera que anuda lo simbólico, lo imaginario y lo real en Freud. (38) Al mismo tiempo, diferencia su nudo del freudiano, ya que quiere un anudamiento en el que lo real pase por encima [surmonter] de lo simbólico. (39) Sin embargo, esto no implica un imaginario dominio de lo real sino –creo– que el impasse que engendra lo real impide que proliferen los delirios psíquicos. Traspasar la realidad psíquica como realidad religiosa consuena con el rechazo de Lacan a la identificación en el fin del análisis como identificación con el inconsciente. Nuestro psiquismo es, pues, religioso, católico incluso, si pensamos que para Lacan la verdadera religión es la romana. (40) ¿No apela acaso a las epístolas de San Pablo, cuando quiere ilustrar la inseparable relación del deseo con la ley? (41) En El concepto de la angustia, Kierkegaard parte de la idea de pecado y afirma que, con su inclusión, se produce la separación entre el cristianismo y el paganismo. (42) Ciertamente, en los griegos no existe la idea de pecado; por ello, este concepto funciona como marca divisoria de aguas entre esos mundos. En principio, no hay en los griegos ese sentido de responsabilidad moral individual, tal como hoy la entenderíamos: “Tú no eres causa de nada. Solo los dioses son causa de todo”, le dice Príamo a Helena en La Ilíada. (43) Progresivamente fueron desplegando el sentido de responsabilidad moral. Por ejemplo, al incurrir en hybris (orgullo), en ciertos casos consideraban que tenían que morir. Sin embargo, en los crímenes hay algo irracional que no procede de ellos sino de una fatalidad atribuible a Ate, el error, la hija mayor de Zeus. Pero para el griego no había concepción de interioridad, ya que la subjetividad es fundamentalmente cristiana y nace como conflicto. Para el pagano, en cambio, si alguien se encolerizaba era porque un dios se había posado sobre su cabeza y entorpecía su entendimiento. Aquello que emerge con el cristianismo –y esto es en parte una herencia 41

judía– es la interioridad, que ni siquiera estaba demasiado presente en los estoicos, los epicúreos y los escépticos. El estoicismo ha sido claro antecesor del cristianismo, pero en él la pasión no era vivida como algo propiamente interior, subjetivo, intransferible, estrictamente personal, sino como un obstáculo a la razón. Por ello Hegel define el cristianismo como una religión privada en la que se despunta una subjetividad infinita. Esto equivale a una relación inconmensurable consigo mismo, de la que carecía el griego, ya que la vida interior no tenía para él tal relevancia. Jesús ha renunciado a salvar a un pueblo, entonces, solo se dirige a los individuos. (44) Si nos remitimos a las epístolas de San Pablo a los romanos y a los gálatas, notamos la densidad que adquieren términos como “ley”, “pecado”, “deseo” y “culpa”. Si para el judío se trata de la ley en su más puro formalismo, aquí es la ley como conflicto interiorizado, una ley que crea el pecado mismo y que induce a la tentación. En el pasaje más famoso de sus escritos, el versículo 7 del capítulo 7 de la “Epístola a los romanos”, San Pablo sostiene que no hay pecado anterior o independiente de la ley; la ley, pues, crea el pecado, o mejor, la ley crea el pecado al prohibir el deseo: Pero el pecado, aprovechando la oportunidad del mandamiento, produce en mí todo tipo de codicias. Sin la ley, el pecado está muerto. Alguna vez yo viví sin la ley, pero cuando llegó el mandamiento, el pecado revivió y yo morí, y el mismo mandamiento que prometía vida demostró ser muerte para mí. Pablo de Tarso ilustra, de manera ejemplar, en esta frase el circuito de la morbosidad mortificante de la prohibición y el deseo. La interdicción crea el pecado, constituyendo el goce como ilícito y culpable. Paradójicamente, transgredir la ley, no quiere decir otra cosa que ser obediente a sus designios, verse compelido irremediablemente a desear lo prohibido, alienarse inexorablemente en el deseo del Otro. Lacan ubica en el fin de análisis un amor fuera de los límites de la ley, (45) amor que podemos pensar como no amarrado a este circuito, más allá, pues, del deseo transgresor generado por la ley, más allá entonces del complejo de Edipo. En “Muerte y transfiguración”, Silvio Maresca dice que el hombre se configura como subjetividad a partir de la desesperación y, más aún, de la 42

angustia, forma como opera la nada en él, y se pregunta si ello ocurre a partir del pecado o si lo precede. (46) Aventura que la nada que subyace a lo creado denuncia su falta de fundamento y que si la existencia brota a partir de la nada, tal vez el origen de la culpa sea inevitable, pues la existencia aparece como exceso, transgresión inexplicable. Remarquemos: una culpa ya no ligada al inevitable conflicto entre la ley y el deseo, una transgresión que no surge por violar una interdicción, un exceso anterior incluso a la idea de pecado. Así, la culpa forma parte de los restos incurables de la existencia humana. En este sentido, cabe preguntarse si, en un análisis, puede tener destinos diferentes a la de los delirios fantasmáticos y transformarse en responsabilidad.

LAS MUJERES Y LA CULPA Tomaré ahora una arista no tan explorada y más insondable: la culpa femenina. Poco se ha indagado acerca de la temática de la culpa en las mujeres y, como dice Omar Mosquera, la cuestión del superyó en ellas es un problema escasamente valorado en las investigaciones psicoanalíticas. (47) Cuando se aborda este tópico, se lo hace de manera general, sin distinguir su función en hombres o en mujeres; en consecuencia, no se toman en cuenta los efectos psíquicos de la diferencia anatómica de los sexos. La problemática de la culpa desveló a Freud, ya que, al no poder remitir sus razones a la historia del neurótico capaz de justificarla, tuvo que construir el mito del parricidio, fundador de la humanidad. Pero el asesinato del padre fue cometido por los hijos varones y la necesidad de castigo consecuente tendrá efectos sobre ellos. Respecto de las mujeres, señalará que el superyó nunca devendrá tan implacable, tan impersonal y tan independiente de sus fuentes afectivas como se lo exige en los hombres. Al estar excluida la angustia de castración, también está ausente un poderoso motivo para instaurar el superyó; en cambio, es la amenaza por la pérdida de amor lo que en las mujeres funciona como motivo para la instauración de esa instancia. La perspectiva freudiana plantea que el superyó de la niña sufre un menoscabo y no puede alcanzar independencia porque permanece un tiempo indefinido en el Edipo. Notemos –como afirma Mosquera– que, cuando Freud se refiere al superyó femenino, (48) lo compara con las características que supone propias del superyó en los varones y, de algún modo, traza un paradigma, una especie de modelo ideal del superyó que se les exige a los hombres, sin que por ello, 43

claro está, se cumpla en toda su dimensión: Excluida la angustia de castración, está ausente también un poderoso motivo para instituir el superyó e interrumpir la organización genital infantil. Mucho más que en el varón, estas alteraciones parecen ser resultado de la educación, del amedrentamiento externo, que amenaza con la pérdida de ser-amado. (49) Surge entonces la siguiente pregunta acerca de si esa dependencia de las fuentes afectivas produce en las mujeres una conformación de un superyó menos implacable. Diremos que no. De ahí que la severidad no esté reñida con la dependencia de razones afectivas, ya que estas pueden ser intransigentes. Fue el mismo Freud quien señaló los marcados adelantos de la niñita en sus progresos educativos respecto del niño: ella es más obediente a las normas tempranas por el temor a la pérdida del amor. Si el superyó masculino se basa mucho más en una causa interna, ya que por temor a perder su genital el niño abandona el Edipo, en la niña la causa “externa” –es decir, el temor a la pérdida del amor– no menoscaba el imperativo. Es así que, en una relación amorosa, el partenaire puede eventualmente ser su portador y transformarse potencialmente en un agente devastador. Las cuestiones señaladas no agotan el problema de la culpa en las mujeres y aquí me refiero a aquellas cuya vida no consiste en la obediencia al partenaire, es decir, las mujeres modernas. Marcelo Barros sostiene una hipótesis sumamente interesante: considera que la “víctima” se siente culpable porque el fondo de su deseo contraría la demanda del Otro traicionando lo que él espera. En lugar de confrontarse con el acto que la llevase a una separación posible, asume la culpabilidad que la instala en el marco fantasmático del atormentador. (50) Hubo un caso en la literatura psicoanalítica, precursor de la temática de la mujer moderna, tratado por Joan Riviere. (51) En su texto “La feminidad como máscara”, sostiene, a partir de varios ejemplos, que las mujeres que aspiran a cierta masculinidad pueden adoptar la máscara de la feminidad para alejar la angustia y, así, evitar la venganza que temen de parte del hombre. (52) Se refiere al caso concreto de una mujer, conferencista exitosa, también ama de casa y buena esposa, que no correspondía al modelo clásico de aquellas mujeres que, hasta entonces, obedecían al tipo intelectual marcadamente masculino. Lo que llamó la atención de la analista fue el 44

comportamiento que manifestaba luego de sus brillantes oratorias ante un público que la consagraba, ya que inmediatamente después necesitaba seducir a determinados hombres con insinuaciones sexuales. Joan Riviere infiere que tal feminidad es en verdad una máscara, producto de la ambición por alcanzar un lugar destinado al hombre; la fantasía de haberle arrebatado el pene daba lugar a actos serviciales por temor a la represalia y para conservar lo que había sustraído. Sueños de violación y de sometimiento frente a intensos deseos de posesión con la culpa correspondiente marcaron su vida. En consonancia con lo anterior, cabe citar que Freud encuentra la fantasía “pegan a un niño” en mujeres donde está presente el complejo de masculinidad. (53) El caso de Riviere nos muestra que, para una mujer, ocupar un lugar en el discurso amo –lo que ella llama “masculinidad”– nunca la hará “toda” y que el “no todo” se afirma en esa exacerbación de lo femenino que ella llama “mascarada”. Tal dualidad puede explicar la actual situación de la mujer, que en lo social posee un sitio cada vez más relevante y, al mismo tiempo, se ve reducida a un lugar de objeto del fantasma masculino. Colette Soler se aleja de la interpretación de Joan Riviere al considerar la secuencia éxito-angustia-seducción del siguiente modo: en el logro profesional, se ubica en la representación del discurso amo, pero ello no recubre su lugar como causa del deseo del Otro al que apela para garantizarlo. Así, la culpa y el anhelo de posesión del pene quedarían en lo remoto de las conjeturas de los primeros discípulos de Freud. Sin embargo, considero que no habrá que contraponer los dos análisis y menos dejar de lado el primero. Es que la interpretación de Joan Riviere arroja nueva luz a partir de la última enseñanza de Lacan, que, como veremos en el apartado “Lacan y Schopenhauer” del capítulo “Intersecciones filosóficas”, privilegia la satisfacción y el goce más que un deseo que no tenga esta apoyatura. Así, en el Seminario 23, Lacan menciona la película franco-japonesa El imperio de los sentidos, de 1976, dirigida por Nagisa Oshima, que narra de manera sexualmente explícita un hecho real ocurrido en Japón en la década de 1930. (54) Señala que en este filme el erotismo femenino parece llevado al extremo y que ese extremo es nada menos que el de matar a un hombre y, luego de consumar este hecho, cortar su miembro. Afirma que la castración no es un fantasma, pero que puede estar fantasmatizada, como en este caso; así, si nos remitimos a Freud, en los hombres se trata del fantasma de haber matado al padre, mientras que en las mujeres el eje gira sobre la envidia del pene. (55) Quizás allí se asienta la 45

culpa fantasmática en cada sexo y la necesidad de castigo consecuente frente a tal satisfacción. Pero antes dijimos que habría en un análisis otro destino para la culpa más allá del fantasma. Inevitablemente, las mujeres tienen que extraer el significante fálico que figura en el lado masculino, y esto mismo se liga en su fantasma con el goce del hurto y todo lo que sigue: culpa, castigo, mascarada, masoquismo para adaptarse al supuesto deseo del varón. Por ello, en el mismo seminario Lacan dice que el Φ puede ser la primera letra de la palabra “fantasma”, mas la flecha que va del lado femenino a Φ y que hace que las mujeres se ubiquen respecto del falo trasciende la imaginería fantasmática. Y así, despojadas estas coordenadas, la extracción puede transformarse en un saber hacer con ese significante, iluminado por la singularidad que le dará el no-todo. Tal vez sea esta la verdadera separación de la que habla Marcelo Barros, la que implica abandonar no al hombre, sino al masoquismo, que para Lacan es siempre un fantasma masculino.

EL MASOQUISMO, FANTASMA MASCULINO En el Seminario 23, Lacan introduce el síntoma bajo la forma del “pero no eso”, y articula esta modalidad con la no existencia de la mujer como toda y con la posición de Sócrates ante la muerte. (56) Al respecto, recordemos que 46

podría haberse salvado de morir, que la muerte fue una elección… para seguir existiendo. Dice Lacan que Aristóteles se ha equivocado con el famoso silogismo: “Todos los hombres son mortales. Sócrates es un hombre. Sócrates es mortal”. La elección de tomar la cicuta no deriva de su condición de hombre, y tiene el carácter de un acto singular, no reductible al de la particularidad de una generalidad que, en todo caso, la ilustraría. Así “pero no eso” alude a lo singular, que, lejos de demostrar la regla, la objeta. Sócrates es acusado de introducir kainà daimónia, (57) es decir, de no venerar a los mismos dioses que la ciudad sino practicar una extraña religión. Aunque lo absolverían si abandonara su prédica, dice: “Obedeceré al dios antes que a ustedes”. Por ello prefiere morir para no ceder, ya que vivir implicaría ajustarse al ordenamiento colectivo, deponiendo su daimónion, esto es, su tarea de mantener alerta a la comunidad tal como “un tábano sobre un caballo grande y perezoso. […] Pero no eso” es la voz que se levanta frente a toda prescripción de uniformidad, y conlleva una ética. Recordemos que Lacan habla del “pero no eso” a propósito de la mujer como no toda y del síntoma articulados con la posición socrática. Podemos pensar que, en cambio, el fantasma reposa en el “es eso”, en el sentido de que su lógica se liga con la obturación del no todo. Lacan dice que el fantasma masoquista es masculino y Freud, en “Pegan a un niño”, (58) menciona la importancia de este fantasma en mujeres con un fuerte complejo de masculinidad. Analicemos la manera en la que “pegan a un niño” obtura el no todo. Freud considera que, en la escena de fustigación, la mujer se identifica con el falo bajo el modo de su igualación con el niño varón pegado, mientras que el hombre, basándose en la equivalencia pasivo = femenino, equipara lo femenino con la sumisión frente al padre. Podemos entonces decir con Lacan que el fantasma masoquista es masculino porque, tanto en uno como en otro caso, el no todo femenino queda elidido. Pero, si Freud se siguió preguntando “¿qué quiere una mujer?”, fue porque la respuesta fantasmática que pretende igualar lo pasivo a lo femenino no le resultaba suficiente y, al “es eso” del fantasma, el síntoma, como una mujer, replicaba: “Pero no eso”. Por soslayar el no todo, los fantasmas, aun en su variabilidad, pueden tipificarse, como lo muestra la profusión de su oferta en la sociedad actual. En “Las fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad”, (59) dice Freud: “Las fantasías delirantes de los paranoicos que tienen por contenido la grandeza y los padecimientos del yo propio y afloran en forma totalmente 47

típica, casi monótona, son universalmente conocidas”. Agrega que formaciones análogas se presentan de manera regular en todas las psiconeurosis. Lacan establece que el lazo entre el fantasma y el imperativo categórico es que el fantasma intenta hacer valer como respuesta el deseo del Otro… ¡en todos los casos! Aunque su vacilación indique la imposibilidad de tal pretensión. Así, toda prescripción de la conducta sexual es fantasmática, ligada a su cálculo. En el Marqués de Sade, las escenificaciones están programadas, pautadas de antemano, el libreto prefija lo que habrá de realizarse; no hay lugar, pues, para el azar, o sea, para el encuentro. El carácter masculino del fantasma masoquista, paradigma de todo fantasma, se entronca con que elide el no todo, velando así la diferenciación sexuada. Podemos concluir diciendo que, si la mujer es síntoma de un hombre, lo es como lo imposible de reducir a la generalización apuntando, en esa resistencia, a lo singular.

1- La comisión fue creada con el objetivo de implementar en conjunto con organismos nacionales, provinciales y municipales y organizaciones sociales las tareas vinculadas con la elaboración de sanciones a la violencia de género establecidas por la Ley 26485 de “Protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en todos los ámbitos que desarrollen sus relaciones interpersonales”, en sus diferentes tipos y modalidades. 2- Cottet, S., “El padre pulverizado”, Virtualia, Revista digital de la Escuela de la Orientación Lacaniana, V(15), julio-agosto, 2006. 3- Lacan, J., El seminario, libro 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 2005, p. 42. 4- Por ello el psicoanálisis cuestiona el punto de la Ley de Identidad de Género en el que se homologa el sexo con lo “autopercibido”. 5- Lacan, J., “Una psicosis lacaniana”, en El Analiticón, Barcelona, Paradiso, 1986, p. 30. 6- Debo esta atinada observación a Fabián Schejtman. 7- Lacan, J., “Joyce, el síntoma II”, Uno por Uno. Revista Mundial de Psicoanálisis, n° 45, 1997, p. 13. 8- Freud, S., “Psicología de las masas y análisis del yo”, en Obras completas, t. XVIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1976. 9- Ibíd., p. 91. 10- Lacan, J. “La tercera”, ob. cit., p. 86. 11- Lacan, J., “Introducción al comentario de Jean Hyppolite…”, en Escritos 1, Buenos Aires, Siglo XXI, 1985. 12- Lacan, J., El seminario, libro 5: Las formaciones del inconsciente, Buenos Aires, Paidós, 1999, p. 468. 13- Marx, K., “Mercancía y dinero”, ob. cit., p. 103.

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14- Lacan, J., De un discurso que no fuera del semblante, ob. cit. 15- Como muy bien explica Marcelo Marotta, cabe distinguir “síntoma social” de lo “social” ya que el primero es “asocial”, mientras que el segundo se basa en el establecimiento de lazos. Dicho de otra manera, el “síntoma social” destruye lo “social”. Véase Marotta, M., “Violencia: ¿síntoma social de la época?”, en P. Sawicke y B. Stillo (comps.), Relaciones violentas: entre el amor y la tragedia, Buenos Aires, Grama, 2014. 16- Morao, M., “Violencia contra el cuerpo de una mujer y la era del consumo masificado”, en P. Sawicke y B. Stillo (comps.), Relaciones violentas: entre el amor y la tragedia, ob. cit. 17- Ons, S., ob. cit. 18- De Francisco, M., “La violencia contra la mujer”, en P. Sawicke y B. Stillo (comps.), Relaciones violentas: entre el amor y la tragedia, ob. cit. 19- Lacan, J. (en colaboración con M. Cenac), “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología”, comunicación presentada en la XIII Conferencia de Psicoanalistas de Lengua Francesa, 29 de mayo de 1950, p. 15; disponible en , última consulta: 09/09/2015. 20- Kojève, A., La noción de autoridad, Buenos Aires, Nueva Visión, 2004. 21- Weber, M., Historia económica general, México, FCE, 1978. 22- Dessal, G., “Tú eres la que me seguirá”, en P. Sawicke y B. Stillo (comps.), Relaciones violentas: entre el amor y la tragedia, ob. cit. 23- De Francisco, M., ob. cit. 24- Dessal, G., ob. cit. 25- Para un estudio acerca del amor y de la singularidad, véase Arenas, G., La flecha de Eros, Buenos Aires, Grama, 2012. 26- Sinay, S., “Nadar entre peces machos”, La Nación, 22/02/2006; disponible también como “El costo de nadar entre peces machos” en , última consulta: 09/09/2015. 27- Kojève, A., “Françoise Sagan: El último mundo nuevo”, Descartes, n° 14, 1996, pp. 124-131. 28- Miller, J.-A., “Buenos días sabiduría”, Referencias, Colofón, nº 14, 1996. 29- Freud, S., “El sepultamiento del complejo de Edipo”, en Obras completas, t. XIX, Buenos Aires, Amorrortu, 1990, p. 76. 30- Freud, S., “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos”, en Obras completas, t. XIX, Buenos Aires, Amorrortu, 1996, p. 275. 31- Freud, S., “Introducción del narcisismo”, en Obras completas, t. XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 76. 32- Lacan, J., El seminario, libro 17: El reverso del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1992, p. 136. 33- Lacan, J., “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”, en Escritos 2, ob. cit., p. 787. 34- Lacan, J., El seminario, libro 20: Aun, ob. cit., pp. 95-98. 35- Ibíd., p. 88. 36- Freud, S., “Introducción del narcisismo”, ob. cit., pp. 85-86. 37- Lacan, J., El seminario, libro 10: La angustia, ob. cit., p. 222. 38- Lacan, J., “RSI”, Seminario 22, clase del 11/02/1975, inédita. 39- Lacan, J., “RSI”, Seminario 22, clase del 13/01/1975, inédita.

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40- Lacan, J., “El triunfo de la religión”, en De los nombres del padre, Buenos Aires, Paidós, 2005, p. 80. 41- Lacan, J., “Discurso a los católicos”, en De los nombres del padre, ob. cit. 42- Kierkegaard, S., El concepto de la angustia, Buenos Aires, Orbis, 1984, pp. 31-47. 43- Homero, La Ilíada, Madrid, Alianza, 2010. 44- Hyppolite, J., Introducción a la filosofía de Hegel, Buenos Aires, Caldén, 1970. 45- Lacan, J., El seminario, libro 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, ob. cit., p. 284. 46- Maresca, S., “Muerte y transfiguración”, Dispar, nº 7, Versiones de la angustia, 2008, pp. 67-76. 47- Mosquera, O., “El superyó en las mujeres”, tesis de doctorado, Universidad del Salvador, 2015, inédita. 48- Freud, S., “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos”, ob. cit. 49- Freud, S., “El sepultamiento del complejo de Edipo”, ob. cit. 50- Barros, M., “Cuando se ama para eludir la culpa”, en P. Sawicke y B. Stillo (comps.), Relaciones violentas: entre el amor y la tragedia, ob. cit. 51- Psicoanalista inglesa nacida en 1883, perteneció a la generación de los discípulos de Freud que participó en la constitución y ampliación de la primera comunidad psicoanalítica. 52- Riviere, J., “Womanliness as a mascarade”, International Journal of Psycho-Analysis, X, 303-313, 1929 [ed. cast.: “La feminidad como máscara”, Athenea Digital, nº 11, 219-226, primavera de 2007; disponible en , última consulta: 09/09/2015]. 53- Freud, S., “Pegan a un niño”, ob. cit., p. 188. 54- Lacan, J., El seminario, libro 23: El sinthome, ob. cit., p. 124. 55- Ya Lacan en 1960 había dicho: “Es un amante castrado o un hombre muerto (o incluso los dos en uno) el que se oculta para la mujer detrás del velo para solicitar allí su adoración”. 56- Lacan, J., El seminario, libro 23: El sinthome, ob. cit., p. 14. 57- Platón, Apología de Sócrates, Buenos Aires, Eudeba, 1986. 58- Freud, S., “Pegan a un niño”, ob. cit. 59- Freud, S., “Las fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad”, en Obras completas, t. IX, Buenos Aires, Amorrortu, 1976.

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Capítulo 4 Videos procaces Hace poco se difundió la noticia de una mujer que mató a su amiga –no todo es violencia del hombre contra la mujer– porque temía que le arruinase la fiesta de casamiento al exhibir un video erótico que la comprometía. En un programa televisivo, un conductor mostraba con picardía un pendrive donde guardaba el material secreto de algún “famoso”, para así despertar la curiosidad de la audiencia. Prometía que lo haría público después del corte publicitario, excitando el goce voyeurista del televidente. El hackeo de los videos almacenados en las computadoras o en el celular está a la orden del día y, a menudo, estas imágenes devienen “pruebas del delito”; otras veces, lejos de los hackeos, son los propios protagonistas quienes los filtran para publicitarse. Tal como lo desarrollé en Violencia-s, el gran goce de la época consiste en develar todo aquello que está “por detrás”, la fascinación por los backstages, la complacencia voyeurista por Gran hermano, la impulsión por exhibir fotos con procacidades sexuales, los chismes artísticos (proliferan los programas “especializados” en ese rubro) y todo aquello que muestre lo que hay detrás de bambalinas. (1) En otro orden, lo mismo se revela en el deleite por sondear qué hay detrás de la vida de un gran hombre –y no me refiero a un “famoso” sino a alguien destacado en el campo cultural–, qué secreto guarda, cuáles son sus debilidades, sus aventuras libidinales, etc. Con el pretendido lema de hacer aparecer los aspectos más humanos de las figuras relevantes, subyace el placer mórbido de rebajar la imagen, metafóricamente, “mostrar su trasero”, igualarlo al de todos. Al goce por develar los “traseros” se le suma la tecnología que permitirá verlos y, en este sentido, cabe preguntarse si no es esta misma la que lo causa. Tradicionalmente se consideró que el sujeto dirige su intencionalidad 51

al campo de los objetos, en una suerte de direccionalidad que va desde el interior al exterior. El mundo permanece en su lugar como un afuera y es la conciencia la que se orienta a lo que habita en el mundo. Así, Jean-Paul Sartre recuerda las palabras de Edmund Husserl: “La conciencia es conciencia de algo”. (2) Lacan combate la concepción de que un sujeto tenga por delante un objeto al que apunta, ya que tal idea oculta que es el objeto mismo el que puede causar tal orientación allí donde el sujeto se cree dueño de la percepción. (3) Así, las imágenes televisivas, el celular, la computadora captan nuestra mirada y, si en algunos casos producen adicción, es porque allí el sujeto queda tomado, al modo de lo que le ocurría a Charles Baudelaire con el opio: “Soy fumado por la pipa”. Las cámaras y aparatos que pueblan nuestro mundo virtual y que están tan incorporados a la cotidianidad, carecían antaño de la liviandad con la que hoy son tomados. Basta considerar todo el tiempo que llevó incorporar las lentes en su utilidad para corregir los defectos oculares. (4) Seguramente inventadas por algún vidriero que las construyó por azar, fueron rechazadas por los ámbitos cultos. El nombre “lentes” significa “legumbre”, “lenteja”; es vulgar y bastaba por sí solo para colocar fuera de los círculos elevados el origen del objeto indicado. Nacieron en entornos diferentes y fueron rechazadas, juzgadas indignas; no se habló de ellas por más de tres siglos y aún a comienzos del siglo XVII la ignorancia de los científicos era casi completa, como su desconfianza respecto de los primeros anteojos construidos por simples artesanos. Fue necesario el genio de Galileo (5) para sacudir este prejuicio, pero es posible encontrar en él la extrañeza respecto de un cristal que es considerado engañoso respecto de la verdad.

EL CUERPO Y LA MÁQUINA Esos prejuicios precientíficos captaban, a su manera, el carácter foráneo del aparato creado por el hombre. Pensemos en el poder que se le atribuía inicialmente a la cámara de fotos como arrebatadora del alma. Un discípulo de Freud, el psicoanalista Viktor Tausk, se refirió a la importancia de la “máquina de influencia” en las psicosis. (6) Es que en estos cuadros, los aparatos tecnológicos pueden ser vividos como capaces de alterar el cuerpo de los sujetos. Dice Tausk:

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A medida que la difusión de las ciencias técnicas progresa se comprueba que todas las fuerzas naturales domesticadas por la técnica contribuyen a explicar el funcionamiento de este aparato, pero todas las invenciones humanas no alcanzan para explicar las notables acciones de esta máquina por la que los enfermos se sienten perseguidos. El aparato de influir –afirma Tausk– provoca los si- guientes efectos: presenta imágenes a los enfermos; produce y roba los pensamientos y los sentimientos, gracias a ondas o rayos; genera actos motrices en el cuerpo del enfermo, como erecciones o poluciones, también sensaciones, y es responsable de otros fenómenos somáticos. Una paciente paranoica sentía que el televisor emitía imágenes y voces sarcásticas dirigidas a ella. Otro paciente decía que de la radio emanaban mensajes destinados a él y que Internet irradiaba luces que lo penetraban. Se dirá que se trata de una locura, y es cierto, pero esa locura habla de la influencia que, sin llegar a este plano delirante, tiene el mundo virtual sobre nosotros y que es desapercibida. ¿No son hoy las páginas pornográficas de Internet las que estimulan los actos onanistas? Freud utiliza la metáfora del cristal para explicar la diferencia entre neurosis y psicosis, ya que cuando el cristal se rompe –la psicosis– lo hace siguiendo sus articulaciones normales. Su idea es que desde las desfiguraciones y exageraciones de lo patológico se puede colegir la simplicidad aparente de lo normal. Tausk advierte que, en la psicosis, los aparatos que ejercen influencia están íntimamente relacionados con el cuerpo del paciente, y que la dimensión exterior-interior se esfuma. Sin ir a estos extremos patológicos, cabe reflexionar sobre la manera en que nombramos los cuerpos: cuando se quiere dar cuenta de un gran estado de excitabilidad, se dice que alguien está “eléctrico”, aludiendo así a un cuerpo que ya no semeja lo humano. Asimismo, cuando se habla de un máximo rendimiento, se dice de alguien que es “una máquina”, “un avión” o “un motor”. Ponerse en carrera es tener “pilas”, y se demanda que se las ponga a quien “se cuelga”, como se dice de la computadora. “Bajar un cambio” es un dicho corriente de alguien que está muy acelerado, como un motor; “desacelerá” va en la misma dirección. “Reponé el motor” es una frase empleada como consejo de descanso y “es hora de que arranques” cuando se descansa demasiado. Los alimentos de consumo y los medicamentos vitamínicos no acentúan tanto el bienestar sino la potencia en términos de energía. Detengámonos en los mensajes 53

publicitarios, en las ofertas de consumo, en el marketing de nuestros días, para observar de qué manera todo está orientado no tanto a vivir mejor sino a hacerlo más intensamente. Paul Virilio muestra que ello equivale a tratar lo viviente como motor, máquina de acelerar constantemente. (7) El poder tecnológico afecta la manera de vivir, el cuerpo y la psicosis, bajo la forma delirante, así como los prejuicios precientíficos hablan de esa afectación. Pero sin profundizar en esos prejuicios, ubiquemos algunas de las formas en las que inciden en nuestras vidas, vidas sin secretos y sin silencio.

EL VALOR DEL SECRETO Cuando yo era adolescente, en ocasión de algún desborde verbal, una tía querida me decía que contase hasta diez antes de hablar. Este consejo de la sabiduría popular tiene sin duda su raigambre en la virtud de la prudencia, tan destacada por Aristóteles, que entra en contraste con los imperativos del mundo actual, que nos compelen a dar rienda suelta a los impulsos sin tregua y sin la necesaria pausa que implica el callar. Detengámonos en la rapidez con la que se insta a dar una respuesta inmediata a lo que se pregunta en temas imposibles de explicar en un minuto. Observemos la secreta atracción que impulsa al zapping, que reemplaza incluso el deseo de ver una buena película. Notemos de qué modo la velocidad se revela en la prontitud con la que se nombran ciertas situaciones. Por otro lado, contar absolutamente todo se ha transformado en un deber: los programas televisivos muestran que los confesionarios han devenido lugares públicos. La tecnología anula los espacios que estaban confinados al silencio; lejos ha quedado la muchedumbre silenciosa, que hoy transcurre acompañada por los infaltables celulares, hablando o enviando mensajes de texto insustanciales. Recuerdo un viaje en tren de Roma a Florencia que hice hace ya algunos años. Subí al andén con un joven que acababa de despedirse de su compañera; no bien nos acomodamos en los asientos, tomó su celular para decirle a la chica que estaba ubicado frente a la señora con pantalón verde que había estado cerca de ellos en la estación. Al escucharlo me inquieté: viajaba sola y temí por mi seguridad. Pero mi paranoia se disipó cuando advertí que el mensaje no contenía ninguna intención, era una pura descripción de detalles triviales, algo mecánico para proseguir el contacto con la joven. Heidegger destacó que el hombre hundido en la temporalidad moderna no puede detenerse, es ávido de novedades, propenso a las habladurías y a 54

comprender todo sin previa apropiación de las cosas. La consecuencia es su falta de paradero como nombre del desarraigo. Cuando lo privado deviene público, los sujetos pierden su morada. Ya lo dice el proverbio: “El hombre es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras”. Entonces, se debe hacer un elogio del callar, pero no oponiendo ese silencio a la palabra. Por el contrario, es necesario callar para bien decir y para que el habla no sea esa catarata verbal en la que el hombre se extravía. O, en palabras de Lacan: “Un discurso no es solo una materia, una textura, sino que requiere tiempo, tiene una dimensión en el tiempo, un espesor. No podemos conformarnos en absoluto con un presente instantáneo”. (8)

LA INFIDELIDAD CONTROLADA El tema del hackeo de videos nos lleva a una pregunta que trasciende este acto delictivo: ¿existen acaso videos privados? Ya el ojo de la cámara quiebra la ilusión de espacios íntimos: hay algo que se muestra, la reserva desaparece. Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, dijo: “Hay que romper el lazo entre el secreto y lo íntimo, porque ese lazo es una herencia obsoleta del pasado”. Por su parte, Eric Schmidt, gerente general de Google, señaló: “La preocupación por preservar su vida privada ya no era de todos modos una realidad más que para los criminales”. Julian Assange, creador de Wikileaks, dijo que había terminado el tiempo de los secretos de Estado. Los amos de la Web no tienen escrúpulos a la hora de profetizar el devenir de nuestros tiempos como el de la era de la transparencia. Analizaremos algunos de los efectos que esto tiene sobre los sujetos, y en los lazos amorosos y sociales. Cada vez parece más difícil la convivencia de las parejas: resulta menos prolongada y la relación amorosa se deshace más rápidamente. Siempre se supo que la excesiva proximidad era enemiga del amor, pero quizás lo nuevo sea la fugacidad con la que tal vecindad afecta el vínculo, al extremo de romperlo prematuramente. ¿No es acaso el valor otorgado a lo “nuevo” lo que lleva a que los sujetos no soporten la inevitable caída del enamoramiento dado por la convivencia? El culto por lo nuevo es la nueva forma sintomática del malestar en la cultura; claro que cada día algo nuevo se mantiene menos nuevo y menos tiempo: los objetos se reemplazan por los últimos modelos. Tal devoción incide notablemente en los lazos amorosos: ante la menor decepción, lo “nuevo” será siempre visto como mejor. Así, esta época como ninguna predispone a la infidelidad. Detengámonos en los mensajes 55

publicitarios, en las ofertas de consumo, en el marketing de nuestros días, para observar de qué manera todo está orientado no tanto a vivir mejor sino a hacerlo más intensamente. Resulta interesante observar cómo nos asechan las exigencias de felicidad, las imposiciones de dicha. Son esos imperativos los que propician la búsqueda de “nuevas aventuras” con la ilusión de encontrar el goce que falta. Al mismo tiempo, podemos decir que si esta época predispone como ninguna a la infidelidad, es quizás la época en que menos se la tolera y en la que más se la controla. Facebook y el celular quiebran los espacios antes secretos, provocando infinidad de separaciones.

EL OJO QUE NOS MIRA El voyeurismo está siempre presente en nuestra época. Ya Guy Debord decía que en la sociedad del espectáculo aparece un nuevo valor, que no es el del ser ni del tener, sino el de aparecer. (9) La importancia de la imagen también había sido pensada por Heidegger, cuando en la década de 1930 escribió su conocido ensayo “La época de la imagen del mundo”, en el que afirma, luego de explicar cómo cada época se basa en una interpretación distinta de lo ente, que lo que caracteriza a la modernidad es el mundo como imagen. Heidegger dirá que toda la metafísica moderna se mantiene en la interpretación del ente iniciada por Descartes. (10) Se trata de una metafísica donde el hombre se convierte en el centro de referencia del ente en cuanto tal, y esto es posible en tanto el mundo ha devenido imagen. Imagen del mundo significa no tanto calco, sino “estar al tanto de algo”, situar a lo ente mismo ante sí para ver qué ocurre con él y mantenerlo siempre ante sí en esa posición. Imagen del mundo significa concebir el mundo como imagen. Considero que actualmente a ello se le agrega el mundo como “ojo” y que Lacan se anticipó sabiamente cuando diferenció la visión de la mirada. Una mirada está presente más allá de lo que podemos ver, una mirada a la que se le entregan los videos, las fotos, lo que antes era privado; una mirada que ejerce un control sobre las existencias y que llama a los impulsos convocándolos. En este sentido, en esta época de supuesto libertinaje hay muy poco espacio para la libertad, pese a que se crea lo contrario, puesto que la libertad del secreto ha desaparecido. Hay un momento en la vida del niño que tiene suma importancia y es aquel en el que puede mentir, ya que en esa mentira comprueba que sus padres no lo conocen integralmente, que es distinto, otro. En el siglo de la transparencia, se pierde 56

esta dimensión de opacidad necesaria, margen para nuestra libertad. Así, cuando la misma pareja filma un video erótico, las puertas que preservaban su intimidad se han abierto, el ojo de la cámara ha entrado en el recinto privado para captar el secreto del goce. Las cámaras que pueblan el mundo, esos dispositivos que Foucault pensó como el panóptico en las cárceles y la vigilancia al servicio del poder (11) que están ahora presentes en torno a la sexualidad, que ha perdido su carácter velado, ¿no son acaso nuevos dispositivos de control? Una magnífica serie llamada Black mirror muestra, en su tercer episodio, la influencia de un invento revolucionario que cambia la forma de vida de los ciudadanos: un miniordenador implantado bajo la piel tras la oreja que graba absolutamente todo lo que una persona ve durante el día. Basta activar un botón para acceder a las imágenes. Se puede proyectar en cualquier pantalla, todos pueden verlo o su portador revisarlo sin la presencia de otros. Es tan común como lo es hoy el celular y se implanta desde el nacimiento. En ese aparato se centrará la crisis de pareja de Liam y Ffion. A partir de una reunión de amigos, Liam empieza a analizar cada escena grabada entre su mujer, Ffion, y su ex novio, Jonas: cada gesto, cada intención, cada insinuación oculta, una y mil veces, hasta la resolución final. Las imágenes confirman una y otra vez que ella lo engaña con Jonas; son gestos que nada probarían con certeza, pero Liam no ha borrado las filmaciones eróticas de la relación. Liam llega a pensar que el padre de su hijo es en realidad el ex amante, y cae en una suerte de locura en la que las palabras de ella ya no alcanzan: lo que cuenta son las grabaciones. El aparato comanda la vida de los sujetos; cuando se presiona el botón, los ojos de los protagonistas se tornan blancos y vidriosos sin parpadeo, como si perdiesen la dimensión humana y adquiriesen el carácter de una cámara. Finalmente, de manera sangrienta y frente al espejo, Liam se extirpa el aparato cortándose la cara. La serie invita a variadas reflexiones; el miniordenador es llamado “grano” y no tiene exterioridad respecto del cuerpo, para ser entonces el mismo cuerpo tan virtual como las imágenes. Se sabe que Vicent van Gogh perdió parte de la oreja izquierda, pero hay diferentes versiones sobre el hecho: se dice que fue Paul Gauguin quien lo agredió luego de un altercado y que él mismo se mutiló. No importa cuál sea la verdadera; lo cierto es que en su Autorretrato con oreja vendada, Van Gogh se representa fumando una pipa, transmitiendo una sensación de sosiego, en una composición en la que predomina tanto el equilibrio 57

cromático como el de los elementos iconográficos. ¿Acaso las voces que escuchaba no actuaban como si formaran parte de su cuerpo y la manera de hacerlas callar transitoriamente fue hacerse corte? Si, para Lacan, la realidad se constituye gracias a la extracción del objeto, que adquiere de este modo su marco, en la psicosis tal operación no se produce. Entonces, lo que esta serie indica es la manera en la que la tecnología puede funcionar como un objeto enquistado en el sujeto. Ya no como el objeto transicional descripto por Donald Winnicott ubicado en el “entre” el sujeto y el Otro, del que el niño se separa eyectándolo, sino como pieza adosada al cuerpo, cuya extracción lleva al corte.

1- Ons, S., Violencia-s, ob. cit. 2- Sartre, J.-P., “Une idée fondamentale de la phénoménologie de Husserl: l’intentionnalité”, en Situations I, París, Gallimard, 1947. 3- Lacan, J., El seminario, libro 10: La angustia, ob. cit. 4- Ronchi, V., Storia della luce. Da Euclide a Einstein, Bari, Laterza, 1983. 5- Galileo fue el primero en el mundo de la cultura y de la filosofía que llegó a la conclusión de que se debía creer en lo que veía el anteojo. Con esta premisa lo dirigió al cielo haciendo descubrimientos asombrosos. Se inaugura entonces el tiempo de un ojo exterior al sujeto. 6- Tausk, V., “De la génesis del aparato de influencia durante la esquizofrenia”, en Obras psicoanalíticas, Buenos Aires, Morel, 1977. 7- Virilio, P., El arte del motor, Buenos Aires, Manantial, 1996. 8- Lacan, J., El seminario, libro 5: Las formaciones del inconsciente, ob. cit. 9- Debord, G., La sociedad del espectáculo, Buenos Aires, La Marca, 1995. 10- Heidegger, M., “La época de la imagen del mundo”, en Caminos de bosque, Buenos Aires, Alianza, 2005, pp. 63-78. 11- Foucault, M., Vigilar y castigar, Buenos Aires, Siglo XXI, 2012.

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Capítulo 5 Cortes en el cuerpo SÍNTOMAS CLÁSICOS Y ACTUALES El síntoma prínceps del albor del psicoanálisis fue el histérico, que puso en el escenario un cuerpo desconocido por la medicina. La operación cartesiana había separado la res extensa de la res cogitans, permitiendo así que se desarrollaran descubrimientos sin precedentes, ya que se podía operar sobre el soma en la medida en que estaba distanciado del alma. Otro cuerpo es el que revela el síntoma, ya que es un cuerpo libidinal; de todas las formaciones del inconsciente, el síntoma se destaca por una perdurabilidad en el tiempo que no tienen las otras. Acompaña nuestro vivir, insiste en hacerse escuchar, irrumpe intempestivamente con una fuerza que no cesa, pervive y no se olvida. No tiene el carácter evanescente de un sueño, ni puede olvidarse como un lapsus. Pero hay síntomas y síntomas; algunos no sobreviven y son levantados en un análisis, otros parecen operar como marcas indelebles. Es así que “el síntoma” caracteriza nuestra singularidad; por ello, Lacan propone saber hacer con ella, una vez que el síntoma se ha reducido, transformado y es para el fin de un análisis funcional al sujeto. Los grandes avances del psicoanálisis se vinculan con la pregunta por el sentido de los síntomas, por la razón de su insistencia y por el estatuto perenne de algunos de ellos. La cura analítica diseñada por Freud alivia; su finalidad es hacer la vida más simple, pero siempre deja un resto, el síntoma ineliminable que lo hará avanzar en su descubrimiento. En un comienzo, Freud pensó que bastaba con la interpretación y que el síntoma era equiparable a otras formaciones del inconsciente. Prontamente descubrió que no se trataba solo de una formación sustitutiva sino que conllevaba una satisfacción sustitutiva y libidinal que lo hacía rebelde al cambio. Como 59

formación sustitutiva es interpretable al modo de una metáfora: pensemos en la histérica de antaño, que luego de un acercamiento sexual no consumado tiene dificultad para caminar: su temor a dar “un mal paso” explica el síntoma conversivo. Como satisfacción sustitutiva no se levanta tan fácilmente, ya que no expresa solo un mensaje sino que atesora un goce que indica el carácter inercial de la libido. Si para Freud los síntomas se articulan con la verdad, esta estará irremediablemente ligada al polo pulsional: el síntoma no es solo una formación sustitutiva; es además una satisfacción sustitutiva. Mientras que en el sueño el deseo apunta a su cumplimiento, en el síntoma la pulsión apunta a la satisfacción. Fuerzo esta diferencia para poner de relieve que, si bien se trata de dos formaciones del inconsciente, cuando Freud se refiere al síntoma, pone el acento en su carácter de “práctica de la vida sexual del enfermo” y no tanto en el carácter evanescente del deseo de las otras formaciones sustitutivas. Freud plantea que en los neuróticos “los síntomas han de comprenderse como una satisfacción sustitutiva de lo que se echó de menos en la vida”, (1) idea que bien puede articularse con la de Lacan acerca del lugar del síntoma como suplencia de la ausencia de relación sexual. Así, el síntoma freudiano quiere la satisfacción más que la comunicación. Dicho de otra manera, en Freud no es únicamente metáfora, ya que no se trata solo de una formación sustitutiva; es también una satisfacción sustitutiva, por lo que resulta difícil separar en su obra la verdad del síntoma de la “carga” que conlleva. En el comienzo de un análisis, se produce la pregunta por el significado del síntoma, ya que la angustia ha acudido a la cita. Ocurre que, para plantearse, el síntoma la ha necesitado como motor; por esa razón, Lacan recomienda no aceptar en análisis a aquellos que asisten para “conocerse mejor”: el análisis, propone, no es un mero descubrimiento epistémico; lo que lo causa es un sufrimiento, un embrollo que pone en juego lo patético de una existencia. Ni el descubrimiento de la existencia de la represión sobre la sexualidad, ni el del inconsciente lograrían por sí mismos hacer caer los postulados metafísicos. Solo el síntoma derruye las antítesis: lo que se quiere condenar aparece disfrazado en la condena misma. En consecuencia, ya no se puede hablar de dos polos separados por una línea divisoria; se necesita otra topología. El hombre virtuoso, para Freud, lleva en su carácter el trazo de las pulsiones que trata de impugnar: el síntoma, como satisfacción sustitutiva, muestra el fracaso de la defensa metafísica que divide las áreas queriendo 60

colocarlas en compartimentos estancos. Así, no se dejará apresar en los términos estructuralistas del carácter diacrítico del significante del primer Lacan, pero tampoco en la geometría euclidiana, a la que recurre para configurar su topología, aunque Freud no apele a ella. Es que el síntoma no tiene ni derecho ni revés, es una formación transaccional en la que sus compuestos se ubican en una misma cara. Es al mismo tiempo exterior e interior: Freud lo llama “tierra extranjera interior”, (2) con lo que da cuenta de su carácter éxtimo. Nótese que en los bosquejos geométricos que Freud utiliza, el síntoma no aparece en ningún lugar, como si su topos se resistiese a la inclusión en un sitio excluyente de los otros. La sola existencia del síntoma no basta para desencadenar el pedido de análisis. En efecto, este puede ocasionar sufrimiento, malestar y desdicha, pero si no hay pregunta sobre el síntoma, la puerta al dispositivo analítico estará cerrada. En el Seminario 10, dice Lacan que el síntoma se basta a sí mismo y no necesita del Otro. (3) El paso hacia el análisis implica una transformación, ya que supone la creencia de que el síntoma quiere decir algo, que habrá que descifrar. Dimensión, pues, que ya incluye al Otro.

ANGUSTIA Y DOLOR En la clínica actual se presentan ciertos síntomas en los que no encontramos esa estructuración; por ejemplo, los cortes en su cuerpo que ejecutan por lo general algunas mujeres. Es difícil hallar allí una expresión metafórica, tampoco necesariamente un goce masoquista; sí un alivio y una liberación de un sufrimiento aún mayor. Por otro lado, si la característica del síntoma histérico es su emergencia egodistónica, es decir, su carácter ajeno al yo, tal rasgo no se encuentra. Me explico: los cortes son buscados, los sujetos se reconocen como sus agentes y a veces no son objeto de padecimiento sino que evitan padecimientos. Por lo general, la automutilación es el sucedáneo de una decepción amorosa que da lugar a un quantum de angustia que no cesa y la imposibilidad de desprenderse de ella lleva a trasladar esa operación al cuerpo. Las heridas confirman que hay un cuerpo, el dolor prueba su existencia, las marcas sellan que no se ha perdido. Si para Freud los síntomas evitan el desarrollo de angustia, se tratará de pensar en estos casos de qué tipo de angustia se trata y de la manera en la que los cortes funcionan como suplencias sintomáticas. Si tales incisiones tienen el valor de ser un comprobante de que hay un cuerpo, es que este parece perderse en las 61

situaciones que las desencadenan. Y así, como en las psicosis clásicas, la forclusión del Nombre del Padre desata la deriva significante con todos los trastornos a nivel del lenguaje; aquí es el cuerpo el que se escapa, extraviado en el abismo de la decepción amorosa, engullido en el sin límite de su pozo. Una paciente se refiere a una desolación indescriptible que la asalta luego de comprobar que los hombres que conoce por chat no responden a sus llamados luego de haber tenido relaciones sexuales con ella. Al no poder soportar la angustia que irrumpe, apela al cuchillo: sus brazos llevan los trazos de cada desencanto vivido como derrumbe. De niña, tenía un sueño recurrente: “Soy un salame al que están a punto de cortar”. Le digo: “Todas las mujeres nos sentimos un salame cuando el hombre esperado no llama”. Mi intervención apunta, por un lado, a ubicarla como una mujer en una serie en la que me incluyo, invistiendo así a su cuerpo como tal y dándole al salame un estatuto metafórico que estaba ausente. Solo se tiene un cuerpo en la medida en que el significante está apresado, lugar libidinal en el que los significantes se localizan, y es ese tener el que está ausente y debe ser restituido. Lacan dice que el cuerpo siempre puede levantar campamento; en estos casos, las heridas son las que marcan su territorio. (4) Sin dejar de considerar la singularidad de cada caso, podemos preguntarnos acerca del porqué de su frecuencia en esta época, ya que el llamado cutting era prácticamente inexistente en otros tiempos. Cuando Freud se refirió a las neurosis de guerra producidas por situaciones traumáticas que luego se repiten en sueños, descubrió que no las padecen aquellos sujetos que sufrieron heridas en los combates. (5) La repetición onírica obedece a la necesidad de elaborar y de ligar lo que el trauma quiebra en el psiquismo y ella está ausente allí donde ya la lesión operó como marca. Como si hubiese una suerte de oposición entre la incisión y el trabajo inconsciente, así la primera evita el segundo. ¿Será por eso que tales síntomas no tienen la estructura de los clásicos? Para Freud, en lo relativo al psiquismo, la antigua teoría del shock es ingenua en tanto sitúa su esencia en el deterioro directo de la estructura molecular o histológica de los elementos nerviosos, mientras que el psicoanálisis pone el acento del choque en “la ruptura de la protección antiestímulo del órgano anímico y las tareas que ello plantea”. (6) La guerra brinda un modelo de lo que es un trauma como un incremento de excitación externa que posee fuerza suficiente para perforar esa barrera que existe en 62

nosotros como protección necesaria. Tal incremento anula los recursos simbólicos que poseen los sujetos para significar la realidad y tramitarla psíquicamente, dándole así sentido. Dice Freud: Para el organismo vivo, la tarea de protegerse contra los estímulos es casi más importante que la de recibirlos, está dotado de una reserva energética propia, y en su interior se despliegan formas particulares de transformación de la energía: su principal afán tiene que ser, pues, preservarlas del influjo nivelador, y por lo tanto destructivo, de las energías hipergrandes que laboran fuera. (7) La guerra lo llevó a reflexionar acerca de las neurosis que se desencadenan a partir de sus estragos. La gran originalidad de Freud no consistió en leer tal devastación como localizada solamente en el trauma proveniente del exterior, sino en advertir que dicho trauma libera en los sujetos un quantum pulsional interno indomeñable. Dicho esto, es posible retomar la cuestión de los cortes en el cuerpo, pues parecen operar como límites; de ahí que produzcan alivio frente a la angustia. Cabe aquí recordar que tal angustia es aquella que desata el trauma como afluencia de excitaciones de origen interno y externo que el sujeto no puede dominar, por ello se opone a la angustia señal en la que, como su nombre lo indica, existe un recurso simbólico. Si Freud tomaba el ejemplo de la guerra para ilustrar el fenómeno del pánico, casi un siglo después el arquitecto Paul Virilio considera que el atentado y el accidente en las ciudades desplazan hoy lo que antes era la guerra, dando lugar a un estado de alarma permanente como matriz del pánico urbano. Ya incluso las mismas guerras apuntan a los civiles como víctimas, haciendo que se acreciente el terror en las ciudades. La ausencia de un enemigo declarado y esta concentración espacial del miedo constituyen, para Virilio, el signo distintivo de una era en la que el pánico urbano desplaza la forma militar de la guerra y el carácter político de lo que antes era la ciudad. El repliegue sobre las metrópolis corre paralelo al momento de la declinación del Estado-nación y, a la hiperconcentración megalopolítica, se agrega no solo el hiperterrorismo sino la delincuencia creciente, que convierte a la ciudad en un blanco para todos los pavores, cambio que solo es posible merced al desarrollo de las nuevas tecnologías, en particular las de la información, que redefinen la percepción de las dimensiones de tiempo y 63

espacio. Claro que no se trata de un desenlace apocalíptico. En relación con ello, hay que tener presente la teoría del shock acuñada por Naomi Klein (8) para explicar de qué modo el capitalismo se nutre y se perpetúa con los desastres. Es que su triunfo no nace de la libertad, sino de un brutal parto cuyas comadronas han sido la violencia y la coerción. En la historia del libre mercado contemporáneo –remata la autora–, el auge del corporativismo ha sido escrito con letras de shock, ya que en esos momentos las sociedades a menudo renuncian a valores que de otro modo defenderían con entereza, y esto mismo posibilita la introducción de impopulares medidas de choque económico. Atentado y accidente confluyen como amenazas siempre presentes en las metrópolis. A ellos se les añade, en países como el nuestro, una inseguridad cada vez más ubicua, menos localizable, que se difunde en todos lados. La ciudad ya no semeja un lugar; lejos de ello, arroja todos los lugares a una suerte de cuarta dimensión. Y esta, en nuestro mundo, se consume y corroe en la instantaneidad de la información. Al miedo callejero se le suma el que generan los medios. El pasado es erosionado y el futuro, anulado. Solo subsisten accidentes (nunca sustancias ni sujetos). Una incesante sucesión de instantáneas penden en el agujero negro del horror. Y el ícono dominante en la actualidad informativa parece festejar su propia autoinmolación; la realidad comulga con el poder mediático en la generación del terror. El mundo de la pantalla informática tiene el monopolio de los afectos, pautando el ritmo sincopado de los corazones de los oyentes.

EL TRAUMA Y LO REAL SIN LEY La idea que da título a este apartado corresponde a la formulación lacaniana de lo real sin ley, (9) cercana en cierto sentido a la conceptualización freudiana del trauma como ruptura de ligaduras. Pero pronto hallamos las diferencias: el trauma freudiano se localiza –de ahí que los sueños que lo conmemoran muestren en su repetición que se vuelve al mismo lugar–, mientras que el real sin ley está deslocalizado. Las estimulaciones desbordan en todo sentido y ocasionan así la emergencia de sujetos desbordados, sin la brújula de los caminos rectores, empujados al sin límite del mundo en el que vivimos. Pero no podemos reducir la angustia frente a un peligro que surge ante una cartografía inhóspita, plagada de violencia y de conmoción. Se trata de pensar 64

lo que ese mundo desata en el interior; por ello, Freud resalta su efecto de choque en la ruptura de la protección antiestímulo. Es que la grieta abierta deja al sujeto sin guarida respecto de sus propias pulsiones liberadas. Si volvemos a los cortes en el cuerpo como respuestas a situaciones traumáticas, podemos seguir la orientación de Freud cuando dice que en ellas falta el apronte angustiado, definido como la última trinchera de la protección antiestímulo. Es decir que se trata de un tipo de angustia que no tiene carácter de señal, es decir, de advertencia que salvaguarda. La barrera de protección antiestímulo es, como su nombre lo indica, una valla entre el interior y el exterior, perforación que equivale a una “violencia mecánica” en la que tal diferenciación se pierde. Entonces, podemos pensar que la inmensa cantidad de estímulos a los que nos vemos expuestos hoy en día atenta contra esa barrera e incide en el cuerpo y en sus defensas. Para Freud, la operación de ligazón de la energía tiene un papel fundamental en el psiquismo. Esta consiste en “un transporte desde el estado de libre fluir hasta el estado quiescente”. (10) Podemos entender este proceso en términos lacanianos como un anudamiento, costura frente a lo que se ha liberado, tramitación que atenúa el impacto sobre el cuerpo de ese exceso de energía, nombre en Freud de lo real. Desde aquí, podemos ubicar una de las razones que hacen que los cortes en el cuerpo se den fundamentalmente en las mujeres y sean prácticamente inexistentes en los varones. La diferencia sexual anatómica –tan negada en nuestra época– fue considerada no solo por Freud sino también por Lacan, ya que si bien no la imprimió como destino, pues las identificaciones son marcas insoslayables y no dadas por la anatomía, dijo, por ejemplo, que el falo no es solo simbólico y se puede decir que “es por su turgencia la imagen del flujo vital en cuanto pasa a la generación”. (11) Cuando se refiere a las mujeres, señala que “el significante de su deseo propio lo encuentra en el cuerpo de aquel a quien se dirige la demanda de amor”. (12) La masturbación en el varón es prueba de que él tiene a su disposición el órgano del cual “agarrarse”, aunque este no siempre responda a sus anhelos. En las mujeres, la barrera de protección es mucho más laxa, quizás por tener ellas un goce más allá del falo que no las identifica, afín con el conjunto abierto, vecino a la apertura. (13) La eterna sensibilidad femenina encontraría allí su raíz junto con su dependencia al amor del otro: la mujer debe construir recursos para no quedar tan expuesta a su ausencia. Mientras tales medios no se hallen conformados, los excesos actuales, junto con los amores “líquidos” 65

e inconstantes dejan a muchas jóvenes expuestas a esa angustia, aliviada con el corte. Si volvemos a la constitución de la barrera de protección antiestímulo, podemos aventurarnos a establecer sus relaciones con la castración. Freud observa algo bastante enigmático respecto de su estructuración, pero que puede hallar una luz en la comparación mencionada. Primero, vayamos al texto: Esta partícula de sustancia viva flota en medio de un mundo exterior cargado con las energías más potentes, y sería aniquilada por la acción de estímulos que parten de él si no estuviera provista de una protección antiestímulo. La obtiene del siguiente modo: su superficie más externa deja de tener la estructura propia de la materia viva, se vuelve inorgánica, por así decir, y en lo sucesivo opera apartando los estímulos, como un envoltorio especial o membrana, vale decir, hace que ahora las energías del mundo exterior puedan propagarse solo con una fracción de su intensidad a los estratos contiguos que permanecieron vivos. Y estos, escudados tras la protección antiestímulo, pueden dedicarse a recibir los volúmenes de estímulo filtrados. Ahora bien, el estrato externo al morir preservó a todos los otros, más profundos, de sufrir igual destino, al menos hasta el momento en que sobrevengan estímulos tan fuertes que perforen la protección antiestímulo. (14) Articulemos tal operación con la castración. Freud afirma que el niño abandona el complejo de Edipo a partir de la amenaza de castración proveniente del padre, o de un sustituto capaz de portar esa autoridad para la madre. (15) Sometido a una elección forzada, debe decidir entre el enlace libidinal con la madre y el interés narcisista por conservar su pene; por la amenaza de castración vence este último poder. El pene, entonces, está excluido en el circuito sexual edípico; elegir a la madre es elegir esa omisión. La fantasía de coito en el impotente señalada por Sándor Ferenczi y tomada por Freud (16) es la fantasía del regreso al útero materno, donde el miembro viril entra en equivalencia con el cuerpo entero y esta nos enseña que en el Edipo se trata de la totalidad del cuerpo identificado al falo, y que la prevalencia del pene implica mantener esa parte renunciando al todo. La masculinidad, pues, está necesariamente marcada por el padre, bajo la forma de esa amenaza que no es otra que la de la instauración de la disyunción 66

lógica, en la que algo se perderá inevitablemente, pérdida que bien puede asociarse a esa muerte de la sustancia viva de la que habla Freud a propósito de la protección antiestímulo: por interés en la vida que implica el pene… se renuncia a la bolsa. Si bien esta acción depende del significante, Lacan jamás desconoció la importancia del agente. Si nos remitimos a la niña, falta en ella una razón interna para abandonar el Edipo, con lo cual ese corte no se realiza de la misma manera y su lógica no será bivalente. La coraza varonil dada por la mortificación necesaria de la sustancia viva no tiene en las mujeres el mismo filtro, razón por la cual se las describe como más sensibles. Desmadeja por la que quedan más expuestas, pero que también puede llevarlas a ser más sabedoras de los tejidos necesarios con que cubrirse. (17) Pero esa tela que resguarda puede faltar, y tanto el cutting como la anorexia hablan también del lugar del cuerpo de las jóvenes en la hipermodernidad. Dice Freud en el “Manuscrito G”: “La famosa anorexia nerviosa de las niñas jóvenes me parece una melancolía en presencia de una sexualidad no desarrollada. […] Pérdida de apetito en lo sexual, pérdida de libido”. (18) Freud no acentúa tanto la oralidad en sí misma, sino la melancolía ante la sexualidad incipiente. Lo perturbador es el sexo. El factor desencadenante puede aislarse con bastante precisión y se recorta en torno a una frase, proveniente en general de un hombre que exalta el nuevo cuerpo de la púber. Tal exclamación pone en evidencia el valor de goce de las pletóricas carnes, hiere el pudor, quiebra los velos. A diferencia del piropo, que viste al cuerpo de metáforas, las denominadas “groserías” lo desnudan. El epíteto resalta el lugar de la joven como objeto sin la mediación del “verso amoroso”. El desenlace sigue una secuencia regular: en lo sucesivo, la muchacha intentará hacer desaparecer las turgencias del cuerpo que provocaron esa manifestación de goce. Si Freud dice que para la mujer el temor a la pérdida de amor equivale a la castración, es porque su falta hace desfallecer a los semblantes que la velaban. Estos, en su carácter de aquello que se inscribe en lo real, allí donde no hay saber, fracasan en la anorexia. Esta función del amor no opera en la anorexia y ante la emergencia de goce, a falta de responder como causa del deseo del Otro, hará aflorar la negatividad del deseo. El piropo viste, la grosería desnuda, la anorexia guarda estrecha relación con la decadencia del piropo amoroso. Anorexia, cortes en el cuerpo cuando los velos se desgarran… Vale recordar que cuando Freud sitúa el trenzado y el tejido como las invenciones 67

femeninas en la historia de la humanidad, (19) señala que la naturaleza les ha brindado como arquetipo el vello pubiano que encubre sus genitales. Actualmente se lo elimina…

1- Freud, S., “Conferencia 19”, en Conferencias de introducción al psicoanálisis, Obras completas, t. XV y XVI, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 274. 2- Freud, S., “Conferencia 31. La descomposición de la personalidad psíquica”, en Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis y otras obras, Obras completas, t. XXII, Buenos Aires, Amorrortu, 1976. 3- Lacan, J., El seminario, libro 10: La angustia, ob. cit., p. 139. 4- Lacan, J., El seminario, libro 23: El sinthome, ob. cit., p. 64. 5- Freud, S., “Más allá del principio de placer”, en Obras completas, t. XVIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 33. 6- Ibíd., p. 31. 7- Ibíd., p. 27. 8- Klein, N., La doctrina shock. El auge del capitalismo del desastre, Buenos Aires, Paidós, 2008. 9- Lacan, J., El seminario, libro 23: El sinthome, ob. cit., p. 135. 10- Freud, S., Más allá del principio de placer, ob. cit., p. 31. 11- Lacan, J., “La significación del falo”, en Escritos 2, ob. cit., p. 672. 12- Ibíd., p. 674. 13- Véase González Táboas, C., Mujeres, Buenos Aires, Tres Haches, 2010. 14- Freud, S., Más allá del principio de placer, ob. cit., p. 27. 15- Freud, S., “El sepultamiento del complejo de Edipo”, ob. cit., p. 76. 16- Freud, S., “Inhibición, síntoma y angustia”, ob. cit., p. 131. 17- Freud, S., “Conferencia 33”, ob. cit., p. 123. 18- Freud, S., “Manuscrito G. Melancolía”, en Obras completas, t. I, Buenos Aires, Amorrortu, 1976. 19- Freud, S., “Conferencia 33”, ob. cit., p. 123.

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Capítulo 6 Adicciones posmodernas “A identificaciones líquidas, adicciones sólidas” fue el título que el psicoanalista Ernesto Sinatra eligió para un trabajo muy representativo de esta época. (1) Nada más acertado para sintetizar aquello que más la define. En tiempos donde nada parece perdurar y en los que es corriente, ante una adherencia al pasado, escuchar el consejo de “dar vuelta la página”, en tiempos en los que gobierna la demanda de reinventarse cada día dejando atrás antiguas marcas, en tiempos tan bien caracterizados por Heidegger como ávidos de novedades y ansias por lo nuevo, las adicciones no siguen tal orientación. Ellas son difíciles de remover, se fijan y no cambian. Es que los lazos resultan muchas veces muy efímeros en contraste con la pregnancia, adherencia y fijación que presentan las drogas para muchos sujetos. Lo “líquido” devino ya una denominación conocida a partir de la serie de los famosos trabajos en los que Bauman calificó así a nuestros días. En su famoso libro Amor líquido, (2) este autor analiza la extrema fragilidad de los lazos humanos en la sociedad actual, en que la gente tiene una gran avidez por estrechar vínculos, pero, al mismo tiempo, desconfía de una relación duradera por el compromiso subyacente. La moderna racionalidad líquida recomienda los abrigos livianos; el amor enraizado al “hasta que la muerte nos separe” con el anhelo de construir puentes hacia la eternidad es vivido como opresivo y limitante. El homo faber ha sido sustituido por el homo consumens: el otro deviene objeto consumible y prontamente desechable, evaluado según la cantidad de placer que pueda ofrecer, de acuerdo al índice costo/beneficio. Bauman entonces concluye que el amor en esta modernidad líquida llevará esa carga y será, en consecuencia, un amor líquido. Llamativamente, no liga su hallazgo con lo pensado por Nietzsche cuando 69

describió la decadencia de la civilización occidental con el nombre de “nihilismo”. La muerte de Dios, la devaluación de los valores reverenciados históricamente, genera necesariamente un estado fluido, donde lo sólido no puede ya sostenerse. El nihilismo nombra la caída profunda, el errar de la falta de fundamentos en que se apoyaban los sistemas especulativos y morales. ¿No había ya augurado que la evaporación de un cimiento sólido impele al sujeto a lo breve, lo efímero, lo fugaz? Y fue también Lacan, antes que Bauman, quien anticipó los tiempos líquidos cuando comenzó a implementar las sesiones breves, ya que su fundamento era el de un tiempo suficiente más que técnica de sesión breve, tiempo suficiente para que el decir no quede olvidado en el dicho. Así, el corte en la sesión se inscribe en esta dirección: que el decir devenga sólido, que no se licúe en el blablablá sin consecuencias.

AUTOEROTISMO Y ADICCIÓN Para adentrarnos en el tema del amor, es interesante destacar que Freud, sin referirse a lo “líquido”, contrapuso el amor a la adicción. Primeramente, tengamos en cuenta que, desde el comienzo de su obra, planteó una relación entre adicción y masturbación. (3) Definió la masturbación como el gran hábito que designa como “adicción primordial”, mientras que las otras (alcoholismo, morfinismo, cocainismo, etc.) serían sustitutos y relevos de aquella. Así, la matriz autoerótica de la drogadicción indica la permanencia de un goce en el propio cuerpo que prescinde del Otro y que se diferencia del síntoma, ya que no llama a la interpretación. La búsqueda del narcótico para alcanzar el éxtasis seguramente supera el simple onanismo, pero ambos tienen en común privilegiar el autoerotismo antes que la relación con el otro sexo. Es innecesario explicar la relación entre solipsismo y autoerotismo, pues su parentesco íntimo salta a la vista. El “goce en el propio cuerpo” se vuelve tanto más perentorio cuando el solipsismo moderno es acompañado por las tecnologías de la “comunicación”, que prescinden por completo del cuerpo, al elidirlo. En su texto “Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa”, Freud establece un contraste entre el narcótico y otros “consuelos”. (4) Así, marca una diferenciación entre las elecciones libidinales y la relación del bebedor con el alcohol. Las primeras pecan siempre de un defecto: el objeto nunca es el esperado, y esto puede dar lugar a una larga cadena de 70

sustituciones. Ello explica la inconstancia de muchos neuróticos respecto de sus elecciones de objeto, lo que Freud llama “el hambre de estímulos” de ciertos sujetos. Discrepa esta sustitución con la relación del alcohólico con la bebida: su fidelidad inquebrantable con la droga, elixir fatídico, pero compañero. Tal vez porque la mujer es siempre otra y el alcohol es siempre uno; es decir, una mujer encierra un goce disímil al del hombre con el que él no puede hacer “uno”. (5) Y así describe Freud esa “diversidad” entre el goce Uno y el partenaire sexual: ¿Y se ha sabido de algún bebedor que se viera constreñido a variar de continuo su bebida porque al ser siempre la misma pronto le resultaba insípida? Al contrario, el hábito estrecha cada vez más el lazo entre el hombre y el tipo de vino que bebe. […] Prestemos oídos a las manifestaciones de nuestros grandes alcohólicos, Böcklin (6) por ejemplo, acerca de su relación con el vino: suenan a la más pura armonía, el arquetipo de un matrimonio dichoso. ¿Por qué es tan diversa la relación del amante con el objeto sexual? (7) Freud se refiere al bebedor macho: si bien la adicción no es exclusiva de este sexo, tiene en este mayor prevalencia y, en general, la mujer se hace adicta siguiendo al varón. Quizás en ella predomine una adicción al amor que, como la droga, puede llegar a hacer estragos. “Hambre de estímulos” es el nombre que se le da a esa inconstancia amorosa de la que habla Freud; que esa inconstancia sea más evidente en el mundo de hoy que en el de Freud se debe a que todo el tiempo somos impelidos por la exigencia de gozar cada día más. Así, los imperativos sociales ligados a gozar intensamente predisponen a la búsqueda de sustancias tóxicas para alcanzar la satisfacción. Al mismo tiempo, esa exigencia pone en jaque la convivencia entre los sexos, ya que cuando el otro no responde al anhelo de satisfacción permanente, el vínculo es puesto en cuestión. Así, tales imperativos atentan contra los lazos y los tornan cada vez más frágiles. Hoy en día nos conminan las exigencias de felicidad, las imposiciones de la dicha, el deber de ser felices. Lacan supo predecir con acierto la modalidad del superyó contemporáneo bajo la forma del imperativo de gozar. Necesariamente estos imperativos inciden en la relación amorosa, fundamentalmente en el tiempo en que se acaba su primavera, ya que tales 71

exigencias tornan inaceptable la disminución de la intensidad del ímpetu libidinal. Los imperativos de goce están ligados indisociablemente con una temporalidad unida a la velocidad que, paradójicamente, produce un agotamiento del tiempo. Es que no dan tiempo; impelen, suprimiendo la espera y la duración.

EL INFIERNO DE LO ILIMITADO La publicidad de una compañía de celulares transmite el gran beneficio de “hablar ilimitadamente” pero eso que se señala como una “maravillosa ventaja”, ¿no sería en verdad un tormento? Tal vez resulte exagerada la comparación, pero si nos remitimos a La divina comedia, el Averno es el lugar de las penas eternas. Quiso Dante, en la Alta Edad Media, representar el infierno –entre otras cosas– no solo por el castigo sino por el carácter ilimitado de ese castigo. Alguien dirá que hablar no es un castigo pero, si se lo piensa como un hecho interminable, pronto se verá la relación. Ya los griegos sabían del carácter tormentoso de los excesos. En Gorgias y en La república, Platón describe una intemperancia, a la que se podría llamar “plétora” o “relleno”, que consiste en suministrar al cuerpo todos los placeres posibles, antes incluso de que se haya experimentado la necesidad. Intemperancia que exacerba una y otra vez al vacío mismo, en su pretensión por saciarlo. En el Timeo, la parte deseante del alma es situada entre el diafragma y el ombligo, es decir, en el vientre. Allí se encuentra la sede de un comedero apetitivo en el que se nutre el cuerpo entero. El alma sedienta es representada generalmente como un animal hambriento, que podemos imaginar como Quimera, Escila o Cerbero. Sea cual fuere la forma que adopte, es siempre ingobernable, insaciable e indomesticable. Darle de comer y de beber significa alimentar al monstruo, a costa de nuestra humanidad. La oralidad es la elegida para hablar de las desgracias de los excesos, de ese fondo sobre el que se abre la boca como un agujero que engulle lo que entra. Si el deseo no es el de bebida sino el de llenarse de ella, esto introduce un movimiento incesante que evoca el tonel de las Danaides, esas jóvenes condenadas a llenar eternamente un barril sin fondo. Michel Foucault afirma que es el saber acerca de este exceso el que guió las reflexiones morales en la Antigüedad griega. (8) Ellas se orientan hacia prácticas vinculadas con el cuidado de sí y con el uso de los placeres según la 72

ocasión y se diferencian de las codificaciones de las conductas y la definición estricta de lo permitido y de lo prohibido, preconizadas por el cristianismo. Es que, para el griego, el acento se colocaba sobre la relación consigo mismo, que permite no dejarse llevar por los apetitos intemperantes, conservar el dominio y la superioridad respecto de estos, y permanecer libre de la esclavitud interior que imponen las pasiones. Saber hacer con el exceso no consiste en rechazarlo, sino en adaptarlo a las necesidades, a los momentos, a la oportunidad. Pienso, siguiendo el planteo de Miller, (9) que teología y universidad hicieron que el arte de modular el goce según la ocasión fuera trocado por legislaciones universales, prescripciones normativas que, al imponerse como necesarias, disuelven los recursos creativos para tratar los excesos. Dimisión así del saber hacer de la Antigüedad, que aumentará progresivamente con el correr de los siglos. La novedad de la época actual es que lo que se prescribe como normativo es el imperativo de gozar intensamente y ese mandamiento favorece el consumo de drogas. El reclamo de ciertos comportamientos genera sujetos inhibidos que se retraen ante tamaña exigencia, apelando al tóxico para satisfacerla. El par inhibición-adicción se retroalimenta así de manera repetitiva; desde este ángulo, ya no sorprende tanto que los jóvenes consuman Viagra®, dado que son los imperativos de potencia mismos los que terminan aplastando el vigor natural de esa edad. Así, notamos en la clínica que, en una época tan permisiva (?), las dificultades de los jóvenes para abordar a una muchacha son corrientes y esto los lleva a usar distintas drogas. De ahí que las adicciones encubran inhibiciones muy profundas. En “El malestar en la cultura”, dice Freud: Es simplemente, como bien se nota, el programa del principio de placer el que fija su fin a la vida. Este principio gobierna la operación del aparato anímico desde el comienzo mismo; sobre su carácter acorde a fines no caben dudas, no obstante lo cual su programa entra en querella con el mundo entero, con el macrocosmos tanto como con el microcosmos. Es absolutamente irrealizable, las disposiciones del Todo –sin excepción– lo contrarían; se diría que el propósito de que el hombre sea “dichoso” no está contenido en el plan de la “Creación”. (10) Freud remarca que nuestra constitución limita nuestras posibilidades de dicha, idea que se engarza con lo que ya le había enunciado a Fliess y 73

reafirmado en 1912 acerca de la posibilidad de que “haya algo en la naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorable al logro de la satisfacción plena”. Le atribuimos a nuestra vida, a nuestra suerte, a nuestro destino, a nuestro partenaire esa insatisfacción, que en verdad proviene de lo que Freud llama nuestra constitución. Como conclusión: nuestra existencia resulta gravosa, nos trae dolores, desengaños, tareas insolubles. “Para soportarla – afirma Freud– no podemos prescindir de calmantes” y los ubica en tres clases: poderosas distracciones que nos hagan valuar un poco nuestra miseria, satisfacciones sustitutivas que la reduzcan y sustancias embriagadoras que nos vuelvan insensibles a ellas. Recuerda que a las distracciones apunta Voltaire cuando, en su Cándido, deja resonar el consejo de cultivar su casa como su jardín; la distracción es también la actividad científica y del pensamiento. Las satisfacciones sustitutivas, como las que ofrece el arte, son ilusiones respecto de la realidad, pero efectivas por su relación con la fantasía. Lo que es importante de destacar es que el tercer grupo se diferencia de los dos primeros, ya que si en estos se trata de reducir el dolor de existir, en aquel no se trata de una mera atenuación sino de volverse “insensible”. Allí Freud ubica el narcótico que, distinto de los anteriores, influye sobre su cuerpo alterando su quimismo. Sabiamente, Freud decía que la felicidad es episódica y parcial, amante de los contrastes y de las diferencias, intempestiva y nunca continua. La felicidad freudiana no es contraria al altibajo, ya que más bien lo supone; emerge cual ave Fénix, siempre entre cenizas. ¿No se eliminaría ella misma al intentar hacer desaparecer la disparidad de las tonalidades? Paradójicamente, el hombre siempre eufórico sería el hombre infeliz, ya que cuando la felicidad se transforma en el deber superyoico del ¡siempre! esta deja de ser felicidad. Así, hacer de la ventura un deber consiste en obedecer la exigencia de goce superyoica: “¡Goza!”. Y, entonces, no se juega tanto lo que el sujeto consume sino la manera en la que en esa ingesta es consumido por la voz que lo impele, por el tóxico que lo arrastra. Repitamos las palabras de Baudelaire: “Soy fumado por la pipa”. Sin llegar necesariamente a las drogas pesadas, y para ilustrar la manera en la que los jóvenes son arrastrados al consumo, baste pensar en la llamada “previa” de los adolescentes a la que me referí en otra oportunidad. (11) Es sabido que hoy en día la “previa” ocupa un lugar cada vez mayor en sus salidas. Patrón fundamental, ese momento anterior a la fiesta se ha transformado en un requisito sin el cual no hay plan posible. De hecho, allí se 74

registran los mayores índices del consumo de alcohol y, en muchas ocasiones, no antecede a nada y pasa a ser un fin en sí mismo. Los ejemplos de los jóvenes que se desvanecen consumiendo ilimitadamente y que no pasan de la previa bastan para indicarlo. También –en el extremo– hubo casos con desenlaces fatales, y otros que han terminado en violencia. Una pregunta se impone: ¿“previa” con relación a qué? ¿Cuáles son las implicancias de que un momento devenga, en ocasiones, fin en sí mismo? El argumento aducido por los adolescentes es que al boliche hay que ir “entonado” para divertirse más y encarar sin inhibiciones a las chicas. La previa sería entonces una suerte de preparativo para un supuesto encuentro erótico; de hecho, este ritual se desarrolla con amigos, dividiéndose así dos ámbitos: el conocido y el no tan conocido del boliche o de la fiesta. El conocido puede desarrollarse en la casa, pero también en la calle misma, donde se elige algún lugar particular. Un imperativo subyace en este carnaval: hay que divertirse, hay que desinhibirse, hay que intoxicarse para pasarla mejor. Así, el supuesto libertinaje está regido por mandatos que impelen al exceso ligado al abuso en la ingesta. Dicha sujeción a lo que “se debe hacer previamente” pone en cuestión la ilusión de libertad que acompaña la falta de límites. La declinación del padre y de los ideales ha hecho que muchos identificaran a esta época como posmoralista. Así, Gilles Lipovetsky la denomina la “era del posdeber”. (12) Al igual que Omar Mosquera, no estoy de acuerdo con tal dirección. (13) Claro que para esto hay que precisar que el superyó contemporáneo comanda los imperativos del “deber gozar” al servicio de una pulsión [Trieb] sin regulación, como poder sin tregua. Se podría considerar que el de nuestro siglo, anticipado muy bien por Lacan, es un superyó desligado de los ideales de antaño; el deber, entonces, no se liga con la realización de esos ideales. El imperativo se vuelca hacia un presente sin espera: debes… gozar. Freud siempre vinculó el ideal y el superyó, a veces los homologó, y finalmente pensó el ideal como una de las funciones del superyó. Es importante recordar que el ideal del yo atesora valores familiares, sociales y el narcisismo primitivo ligado al cumplimiento de esos valores. Se infiere, por tanto, que la devaluación de los valores signa el ocaso de esta instancia, lo que nos permite pensar con Lacan en un superyó desamarrado de los valores tradicionales.

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1- Sinatra, E., ¿Todo sobre las drogas?, Buenos Aires, Grama, 2010, pp. 167-171. 2- Bauman, Z., Amor líquido, Buenos Aires, FCE, 2003. 3- Freud, S., “Carta 79”, en “Fragmentos de la correspondencia con Fliess”, ob. cit., p. 314. 4- Freud, S., “Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa”, en Obras completas, t. XI, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 181. 5- Tal como dice la letra del famoso tango “Nostalgias”, de Enrique Cadícamo: “Si las copas traen consuelo/aquí estoy con mi desvelo/para ahogarlo de una vez…/Quiero emborrachar mi corazón para después/ poder brindar/por los fracasos del amor”. 6- Arnold Böcklin fue un pintor suizo encuadrado en el movimiento artístico del simbolismo, de gran influencia en el posterior movimiento surrealista. 7- Freud, S., “Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa”, ob. cit., p. 182. 8- Foucault, M., “El uso de los placeres”, en Historia de la sexualidad, Buenos Aires, Siglo XXI, 1986. 9- Miller, J.-A. y otros, Filosofía/Psicoanálisis, Buenos Aires, Tres Haches, 2005. 10- Freud, S., “El malestar en la cultura”, en Obras completas, t. XXI, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 76. 11- Ons, S., Comunismo sexual, Buenos Aires, Paidós, 2012. 12- Lipovetsky, G., El crepúsculo del deber. La ética indolora en los nuevos tiempos democráticos, Barcelona, Anagrama, 1996. 13- Mosquera, O., El superyó. La elaboración freudiana, Buenos Aires, Letra Viva, 2011.

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Capítulo 7 De la perversión trágica a la perversión “líquida” En 1886 Richard von Krafft-Ebing publicó su famoso tratado Psicopatología sexual, que constituyó la inspiración del desarrollo freudiano sobre las perversiones. (1) Freud define la perversión como una práctica sexual con alto grado de fijeza que sustituye el acto sexual genital y que, lejos de ser su prolegómeno, es un fin en sí mismo. Clasificadas antaño dentro de la psicopatología, han devenido en la actualidad meros “gustos” personales que se confiesan sin pudor. (2) Zygmunt Bauman considera que la sexualidad ha entrado también en el famoso mundo líquido descripto en sus libros. (3) Los líquidos son informes y se transforman constantemente: fluyen. Por eso la metáfora de la liquidez es para él la adecuada para aprehender la naturaleza de la fase actual de la modernidad. No hay pautas estables ni predeterminadas en esta versión privatizada del mundo. Tal estado influye en que toda forma de actividad sexual sea no solo tolerada, sino, con frecuencia, recomendada por los sexólogos como terapia útil y eficiente. Las actividades sexuales son cada vez más aceptadas como vías legítimas del logro de la felicidad individual, y se exhorta a exhibirlas en público. Lejos ha quedado el recinto privado del Marqués de Sade, cuyo aislamiento era pieza esencial para el montaje de la escena perversa. Sin embargo, hay algo en común con la consigna del famoso libertino: el derecho al goce elevado al estatuto de precepto universal. El Marqués, inspirándose en la naciente república francesa, (4) así lo reclamaba pues consideraba los derechos sexuales como parte de los derechos humanos. Sabemos que tales reivindicaciones están a la orden del día y, junto con la modernidad líquida, ayuda a que muchas de las perversiones clásicas sean asimiladas, pierdan el peso que tenían y terminen siendo, según la feliz 77

expresión de Fabián Schejtman, (5) no solo “perversiones líquidas” sino además “en liquidación” en la medida en que se ofrecen como bagatelas en el mercado, para el consumidor. En Violencia-s destaqué que cuando alguien enuncia sus preferencias sexuales por Internet, está toman un valor agregado, que no tenían antes, ya que se transforman en mercancías. (6) Tal valor tiene su analogía con el valor de cambio descripto por Marx, en la medida en que ingresa al mercado lo que antes se caracterizaba solo por su valor de uso. Aquí hay que entender el mercado no solo desde el punto de vista financiero, sino como una vidriera en la que algo se exhibe para ser elegido según “el gusto”. Y de la misma manera en la que cualquier experto en economía sabe que la oferta genera demanda, habría que preguntarse si el gran abanico de perversiones en la actualidad no está favorecido por las mismas ofertas. Lo privado sufre una transformación haciéndose público y apto para el consumo. En tal transmutación los “apetitos” adquieren una consistencia insospechada, como si la posibilidad de confesión y de concreción les insuflase un peso suplementario. El tema excede lo clásicamente considerado como sexual; para el caso, baste evocar los suicidios colectivos de jóvenes japoneses pactados por Internet y que por ese medio también encontraron la manera más viable para ejecutarse. ¿No fue acaso esa red la que coadyuvó al pasaje al acto? Parece que encontrar a otros que tienen impulsos análogos hace que los propios tomen más fuerzas. Vemos surgir entonces un nuevo fenómeno de masas, en el que los sujetos se identifican ya no por tener un ideal común, sino ciertas inclinaciones que –insisto– toman mayor fuerza al ser confesadas y colectivizadas. O, reflexiónese, para ilustrar, en las frecuentes cavilaciones de algunos adolescentes acerca de la identidad sexual; esas dudas son prontamente sofocadas cuando lo que antes era una fantasía es considerado como indicador de una certera preferencia sexual. Más allá de Internet, en nuestra época todo lo que le ocurre a un sujeto de inmediato es subsumido en una supuesta identidad del ser. Para dar algunos dentro de los múltiples ejemplos posibles, si una chica piensa demasiado en una amiga, es lesbiana; si come mucho dulce, bulímica; si experimenta cambios anímicos, bipolar. Al eclipsar los matices de las cosas, tales denominaciones borran su misterio y hacen que, muchas veces, lo que antes podía ser para un sujeto un pensamiento, una conducta esporádica o una fantasía se torne instantáneamente en una clave que responde a lo que sería la real identidad. Y cuando un sujeto está 78

desorientado –algo muy habitual en estos momentos–, se aferrará tanto más a aquello que le daría un supuesto ser.

LOS PLACERES REGLAMENTADOS Esta época tan “libre” parece no poder soportar ni la ambigüedad típica de la adolescencia ni una sexualidad sin etiqueta. La “implosión” del género basta para demostrarlo y, en un punto –aunque no son equivalentes– nos acerca a la perversión sadiana, en la que todo placer debe ser antes nominado, como si se renegara del azar y de lo imprevisto. Los esquemas de Sade son apriorísticos, la lujuria no debe confundirnos acerca de su naturaleza, inéditamente formal. (7) En Juliette, por ejemplo, varios pasajes ilustran a las claras esta dimensión. Cuando las jóvenes alumnas quieren saciar sus placeres y están a punto de revolcarse, la monja Delbéne las detiene diciéndoles que hay que demorarse, que el orden es necesario, que solo se goza al precisar los placeres con anterioridad. (8) Esta “maestra” en los placeres perversos insiste en la necesidad de fijar los cuadros, organizar las acciones, montar las escenas. El perverso pretende eliminar el acontecimiento imprevisto que hace conmover un supuesto previo; su gusto por ultrajar la ley encubre su más profundo anhelo: sustituirla. La sadiana es una sociedad codificada, pautada, reglada y carente de erotismo, si entendemos por erotismo el lenguaje alusivo, ambiguo, sugestivo, que aloja lo inesperado. La contingencia ha sido desterrada. Y en esto hay algo en común con la perversión clásica y la actual; ello explica que muchos sujetos inhibidos en el campo amoroso ingresen a las prácticas perversas a partir de páginas de Internet. Es que la pornografía “facilita” el acto sexual ya que suprime la dimensión de lo inesperado del deseo del Otro; en definitiva, se sabe con lo que se va a encontrar. Pero, a diferencia de la perversión sadiana, la captación se produce a nivel de la imagen, cuando para el Marqués el predominio de la voz es fundamental en el montaje escénico. Dice Lacan que allí donde Immanuel Kant cree haber visto eliminado el objeto en el campo fenomenal, este objeto se hace de todos modos presente y es Sade quien lo demuestra. En el imperativo se devela el objeto como voz, y esta se perfila en su mismo fondo matador. La ley se impone como una orden autónoma e independiente de la materialidad del objeto de deseo; empero, en esta operación hay otro objeto como agente que intimida. Sabemos cuántas veces lo que se impone, lo que obliga, lo que coarta, toma la forma de una 79

voz en la conciencia que surge como exterior al sujeto. Lacan considera que Sade desenmascara ese objeto cuando enuncia el derecho al goce bajo la forma de una regla universal: “‘Tengo derecho a gozar de tu cuerpo’, puede decirme quienquiera y ese derecho lo ejerceré, sin que ningún límite me detenga en el capricho de las exacciones que me venga en gana saciar en él”. Lacan desbroza esta frase recortando la voz, en la boca del Otro, en el “puede decirme quienquiera” como un objeto diferente a aquellos que aparecen en el campo fenomenal. (9) En Sade no hay lujuria sin narrativa – por ello es el gran teórico de la perversión–, mientras que la pornografía no existe sin imagen.

FUENTES PULSIONALES Freud se refirió a ciertas fantasías que circulan sin demasiada intensidad hasta recibirlas de determinadas fuentes. (10) Internet funciona como una fuente adicional que les ofrece la oportunidad de brindarse como ávidas prendas en un escaparate en el que encontrarán respuesta sin demora. Recuerdo la feliz expresión de Lacan, acerca del fantasma como prêt-àporter, “listo para usar”: listo para ser llevado por la vía facilitada de la vidriera informática. Como ya mencioné, los fantasmas se muestran sin mediaciones y los sujetos se tornan idénticos a sus supuestas inclinaciones pulsionales hasta llegar a tener el nombre de esas inclinaciones (“los caníbales”, “los sádicos”, “los masoquistas”,” los fetichistas”, “los bisexuales”, “las bulímicas”, “las anoréxicas”, “los drogadictos”, “los homosexuales”, etc.), perdiendo singularidad para formar parte de una clase. Notablemente, los sujetos ya no están representados por significantes rectores que los nominan en el espacio público, y que clásicamente señalan su lugar en lo social, sino por maneras de gozar que inusitadamente se confiesan. La pedofilia y la pornografía infantil son los únicos actos denunciados como perversos. La sanción proviene del hecho de que se entra al campo del delito, ya que el menor no es responsable; pero en los otros casos, si hay consenso… todo vale. Gianni Vattimo considera que la sexualidad se encuentra implicada en el proceso de secularización que atraviesa nuestros días. (11) Como Max Weber y Norbert Elias, Vattimo estima que la secularización es la esencia de la modernidad; su característica consiste en una transformación del poder en 80

una formalización que lo priva progresivamente del carácter absoluto ligado a la soberanía de la persona “sagrada”. La modernidad laica sería así un proceso de desacralización y la ontología débil su transcripción más adecuada. “Secularización” proviene del latín saeculum, que significa “siglo” pero también “mundo” y es una manera de hablar de la decadencia de las prácticas y creencias religiosas que se observa en las sociedades modernas. Vattimo conjetura que la sexualidad misma se encuentra implicada en tal proceso, ya que, con el debilitamiento de la moral religiosa tradicional, deviene más libre, pierde el aura sagrada del siglo XIX, que –según este autor– conserva en el psicoanálisis. En sus palabras, este sería un fenómeno superado, creado en una época de moralismo xenófobo. Cabe cuestionar la idea de un sexo más libre sostenida por el filósofo italiano, ya que, si la sexualidad de antaño no era libre por estar prohibida, la actual no es más libre cuando está sujeta a los imperativos de goce que la rigen. El padre que ejercía interdicción ha sido sustituido por nuevos deberes: los de experimentar placeres inéditos cada vez más intensos. La exhibición de fotos con procacidades sexuales está dirigida a ese ojo que demanda las muestras de cómo se ha gozado. Tal “libertad” es en realidad obediencia. Así, muchos homosexuales dicen que lo que otrora era transgresión y denuncia, hoy es mera adaptación al sistema. Pier Paolo Pasolini –homosexual declarado en una época en la que tal confesión constituía un escándalo– prefería un estado represivo a otro falsamente tolerante, y no apoyaba las batallas de los derechos civiles de los homosexuales, ya que estimaba que eran batallas del consumismo que favorecían el mercado y el poder, declaraciones notables en alguien que siempre se sublevó frente a los regímenes represivos, pero que vio que se avecinaban los tiempos en los que la diferencia iba a ser reabsorbida en el sistema. Ajeno a la cultura gay, Pasolini cultivaba su singularidad, exaltando incluso el dramatismo del conflicto sin pretender liberarse ni de la culpa ni de la contradicción. Una de las características de la hipermodernidad es sustituir la ruptura por la hiperadaptación, la disidencia por la contaminación. Así encontramos –entre otras cosas– las perversiones de ayer asimiladas e incluso propiciadas; también esto permite que muchos psicóticos enmarquen allí su goce sin medida.

LA PERVERSIÓN CLÁSICA Y SU DIOS 81

Con acierto dice Schejtman que las perversiones prosperan por doquier como transgresión allí donde el religioso indica con precisión la localización del pecado, el moralista lo que es censurable o el médico lo que debe ser curado. (12) Pero ¿qué pasa con las perversiones en tiempos de declive, quebranto, desbaratamiento de la función rectora del padre y de estos sucedáneos? Si hablamos de las perversiones clásicas, ellas no son sin padre. Sade evoca siempre a Dios, ya sea para maldecirlo o para mostrar su inutilidad; es el convidado de toda fiesta, el testigo necesario. Por ello Lacan dice que el perverso es un cruzado, (13) creyente, en definitiva; el relato de Dolmacé en La filosofía en el tocador basta para ilustrarlo. (14) En ese discurso Sade se rebela contra la inconsistencia de Dios, le reprocha carecer de extensión, quiere en verdad un culto del que nadie dude: Nos hace falta un culto y un culto hecho para el carácter de un republicano. […] Hace falta una religión que convenga a las costumbres, que sea como el desarrollo de estas, como su consecuencia necesaria, y que pueda, elevando el alma, mantenerla perpetuamente a la altura de esa preciosa libertad en la que hoy tiene su único ídolo. Sade denuncia una moral que se olvida, no acepta la futilidad de sus principios, no soporta la amnesia en el plano ético: “Vuestro teísmo ha hecho cometer muchos delitos pero jamás impidió uno solo”. De este modo, la ética sadiana no puede estar fundada en principios que no se cumplan. Más rigurosa que la tradicional, se basa en un acuerdo entre la conducta y la ley. Tal concordancia elimina en el alumno la duda y esto hace que no exista desconfianza en la razón. Las leyes son las determinadas por la naturaleza como nuevo Dios. (15) Así se entiende que Lacan sostenga: “El perverso se dedica a tapar el agujero en el Otro. […] Es partidario de que el Otro existe. Es un defensor de la fe”. (16) E incluso agrega que es “un singular auxiliar de Dios”. (17) Esta fórmula introduce un elemento nuevo y sorprendente a lo hasta aquí planteado: nada más y nada menos que Dios. ¿Qué implica entonces ser un “auxiliar de Dios”? El “auxilio” al Dios de la perversión consiste en hacerlo existir como un Otro que goza. Implica tratar de demostrar que no es un mero orden simbólico inerte, sin vida; que no es una simple deriva significante inconsistente sino que un plus de goce podría otorgarle la consistencia de la 82

que carece. Pero es importante destacar que no se trata de un Otro que goza del sujeto como en la psicosis –en donde este sufre pasivamente dicha intrusión–; aquí, es el sujeto, devenido instrumento, el que le restituirá el goce faltante, es él quien hará gozar al Otro. Esa será la particular cruzada a la que se consagra el perverso como “defensor de la fe”. (18) Aquí encontramos en francés una homofonía insistente entre “cruzado” [croisé], “creer” [croire] y “cruz” [croix]. Se presenta entonces una homología –irónica– entre la posición perversa y la historia de las cruzadas: “Las cruzadas existieron. Eran también por la vida de un dios muerto”. (19) Vemos así una diferencia fundamental entre el simple creyente de una religión y un cruzado. Mientras que el primero permanece en el plano meramente significante de su creencia (lo cual siempre conlleva un margen de increencia como insalvable consecuencia de la inconsistencia del orden simbólico), el segundo va en busca del objeto perdido para restituírselo al Otro divino y hacerlo existir así en su potencia salvadora. Va en su auxilio, se consagra, demuestra su existencia. “Devolver el a a ese del que proviene, el Otro, es la esencia de la perversión.” (20) Será por ello que el cruzado busca darle a Dios su “verdadera plenitud”. La esencia de la perversión es, por lo tanto, restitutiva: reniega de que en la constitución del sujeto en el campo del Otro se haya perdido un objeto. Por el contrario, él lo va a devolver, forzadamente, para otorgarle su plenitud gozante, su consistencia. No es lo mismo entonces “creer” en Dios que ser un “auxiliar de Dios”, volverse un “cruzado”, tornarse instrumento de su goce y sostén de su existencia. No es casual que el gran teórico de la perversión haya surgido luego del siglo XVII –más precisamente, un siglo después–, en el que Dios fue sustituido por la geometralización del espacio que hizo a Pascal estremecerse ante el silencio eterno de los espacios celestes. Sade le restituye una voz a ese silencio. Pero hoy esa dimensión está ausente y las perversiones no siguen la línea del libreto teórico demostrativo, sino el de la imagen pornográfica captativa.

LA DIRECCIÓN MASOQUISTA Para abordar el masoquismo, primero hay que tener en cuenta que, cuando la azotada es la mujer, es usualmente el fantasma del varón el que lleva el fuste, mientras que cuando el varón es objeto del maltrato, es él mismo quien 83

lo ha solicitado. El masoquismo es un ejemplo clásico para distinguir entre placer y goce, ya que la excitación en el dolor nos habla de una voluptuosidad que excede los marcos del placer. En todo caso, ese placer en el dolor puede llamarse goce y, más allá del masoquismo, denominamos “goce” a lo que traspasa los límites del placer. Por ello, aquellas filosofías, como el epicureísmo, que incluyen el placer dentro de su ética, consideran que su misión consiste en liberar al espíritu humano de las turbaciones que lo agitan. Para lograr ese estado, debe excluirse el sufrimiento, el temor y el ansia que, cual enemigos del alma, atentan contra la búsqueda de armonía. La serenidad consiste en un placer concebido como ausencia de alteración, muy distinto del que busca el masoquista; en este caso se trata de una satisfacción en el padecimiento, de un goce en el aumento de tensión. Detengámonos ahora en pensar el masoquismo, particularmente el caso de aquellas mujeres que trabajan para satisfacer a sus clientes en estas prácticas. Nos centraremos en los ejemplos en los que ellas deben oficiar de “sádicas”, ya que estas situaciones abundan e invitan a la reflexión. Destacaré un caso típico. Ella trabaja como ama sadomasoquista prestándose a representar el papel de mujer cruel, impiadosa y feroz requerido por sus clientes. Ella golpea con severidad implacable las nalgas de los caballeros, debe ofrecer un servicio: identificarse con un personaje despótico que ordena a los esclavos adecuarse a todos sus caprichos, aun aquellos que rozan los confines de lo inhumano. Ella cree hacer en ese rato lo que quiere, pero la angustia la invade al no saber quién es cuando está sola. Comencemos con una pregunta. ¿Quién dirige la sesión masoquista? Conviene aclarar que nos estamos refiriendo al masoquismo como práctica sexual, en la que generalmente está suprimida la relación genital. Es importante distinguir este masoquismo de otras variantes, ya que el uso general del término hace que se pierda la estricta particularidad que tiene como práctica perversa. No estamos aludiendo, entonces, a aquellas personas que en la vida parecen buscar el dolor, ni tampoco a aquellos que gustan de torturarse con sus pensamientos, ni siquiera a aquellas mujeres que suelen elegir parejas con rasgos sádicos. Estamos hablando de sujetos que requieren de un montaje escénico como condición absoluta para alcanzar el goce. Ella debe vestirse de “ama”: con sus botas de cuero, anteojos negros, látigo en mano… la sesión comienza. Y la teatralidad alcanza el extremo de la irrisión. Volvamos a la pregunta quién dirige la escena. No tardamos en 84

comprender que quien verdaderamente tiene el poder de gobernarla no es precisamente el que oficia de sádico, sino de masoquista. El poder no se confunde con la fuerza de los golpes, ni con lo ilimitado de los caprichos, ni con las ocurrencias atroces del que está en el lugar de sádico. Quien dirige es el masoquista, haciendo que se realice el libreto predeterminado de su fantasma. El término “masoquismo” fue acuñado por Richard von KrafftEbing, quien define esta práctica como “una curiosa perversión de la vida sexual que consiste en desear verse completamente dominado por una persona del sexo opuesto, soportando de esta un trato autoritario y humillante, y que puede alcanzar incluso el castigo efectivo”. La denominación de esta pauta de conducta fue suscitada por el apellido de un novelista austríaco, Leopold von Sacher-Masoch (21) (1836-1895), cuya obra literaria se inspira, sobre todo, en su propia experiencia erótica. La Venus de las pieles es la novela más célebre de una literatura inscripta en la decadencia posromántica; en ella se describen los contratos que el protagonista firma con su amada y que reproducen los que Sacher-Masoch mantuvo con sus mujeres en la vida real. En estos convenios se pautan, a modo de reglamento, las obligaciones y compromisos de la relación y nada queda fuera de lo previsiblemente determinado. Fue Gilles Deleuze quien indicó la importancia del contrato en la relación masoquista; (22) este se establece con la mujer verdugo, renovando la idea de los antiguos juristas según los cuales la propia esclavitud se basa en un pacto. Los contratos duran un tiempo acotado, en el que los participantes pactan ser amos y esclavos. No deja de ser interesante que en el contrato que SacherMasoch firmó en su vida real con Madame Fanny Pistor, él se compromete a ejecutar absolutamente todos sus deseos y órdenes, mas ella nunca mirará sus cartas y escritos. Es que, sin duda, la escritura le pertenece y es esa escritura – como vimos– la que comanda la escena. ¿A qué obedece esta necesidad de reglamentar la pasión y de transformar a la mujer en una dama altiva, impenetrable, actriz de mármol? Considero que –pese a las apariencias– se debe a un intento por dominarla. Freud se refirió al enigma de la feminidad, que ha hecho cavilar a los hombres de todos los tiempos, y hasta el final de su vida se preguntó por el querer de una mujer. Pero en ninguna etapa de la historia la mujer ha sido vista con mayor inquietud que en la Edad Media, porque es entonces cuando se capta lo indomesticable del goce femenino, vivenciado como sin límites y errante. 85

La literatura pastoral describe a la mujer como inquieta y caprichosa, inconstante como la cera líquida que está siempre lista para cambiar de forma de acuerdo con el sello que la imprima, inestable y mudable como la copa de un árbol agitada por el viento. En esta literatura, la ventana es un elemento recurrente del escenario en el que actúan las mujeres demasiado curiosas e incautas. Su peligro radica en la posibilidad de inspirar el deseo de salir y pasear por el mundo, estimulando un apetito nunca saciado, conducente a buscar siempre algo nuevo. Lo inquietante del goce femenino radica en su capacidad para trascender los límites, por lo que el vagabundeo intelectual y moral es invocado para justificar las normas de control. En la Edad Media la mujer es custodiada, confinada a la casa o al claustro como espacios de vigilancia. (23) Podemos decir que el masoquista opera de un modo similar, ya que su fantasma enclaustra a la mujer en un lugar fijo, ella debe ser siempre cruel, no ocurrirá nada inesperado, el contrato limitará sus acciones y determinará su querer… siempre sádico. El masoquista pretende haber dado una respuesta segura a aquello que inquietó a Freud toda la vida. Pero vayamos a la pregunta por las perversiones actuales que, alejadas de las teorías del Marqués de Sade y de los contratos de Sacher-Masoch, habitan en un mundo donde la decadencia del padre debilita el goce por la transgresión. Menos encuadradas y ya no bañadas por el sentimiento trágico de la vida (24) que acompañó siempre al divino Marqués y que cortejó la pluma de Jean Genet, rasgo que hizo que Sartre llamara a este último “comediante” y “mártir”, (25) se han asimilado al mercado que, además, es el que se encarga de promover su consumo. Lacan transformó la célebre frase de Fiodor Dostoievski, “Si Dios no existe, todo está permitido”, en “Si Dios no existe, ya nada está permitido”. (26) La expresión del escritor ruso proferida por el padre de Los hermanos Karamazov se personifica en Kirilov, el personaje de la novela Los demonios, que expresa: “Si no hay Dios, yo soy Dios”. Y, como demostración de tal autonomía, se suicida, de manera que esa muerte constituye el desenlace lógico de la manifestación de su libre albedrío. Kirilov afirma que quien aspire a la libertad suprema no temerá quitarse la vida, quien tenga coraje para matarse habrá taladrado el secreto del miedo. Acabar con el temor es convertirse en Dios. (27) Este texto del autor que fue una de las fuentes inspiradoras de Nietzsche en su último período contiene claves notables para entrever cuál es la situación del ser humano en una época en la que “todo está permitido”, entre otras cosas, la cara letal de tal “libertad”. Pero Lacan da un 86

paso más, cuando advierte que la muerte de Dios deja al hombre expuesto a la orden de otro poder, revelado en los imperativos que lo sujetan. ¿Un imperativo de gozar… sin transgresión?

1- Von Krafft-Ebing, R., Psicopatología sexual, Buenos Aires, El Ateneo, 1955. 2- Freud, S., “Tres ensayos para una teoría sexual”, en Obras completas, t. VII, Buenos Aires, Amorrortu, 1976. 3- Bauman, Z., Amor líquido, ob. cit., pp. 80-81. 4- “¡Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos!” es el título del famoso texto que Dolmacé, prototipo del libertino sádico, hace leer ante sus compañeros de orgía en el curso de La filosofía en el tocador. 5- Schejtman, F., “La liquidación de las perversiones”, Ancla. Psicoanálisis y psicopatología, n° 1, 2007, pp. 13-34. 6- Ons, S., Violencia-s, ob. cit. 7- Klossowski, P., “Sade ou le philosophe scélérat”, Tel Quel, nº 28, 1967. 8- Sade, Donatien Alphonse François de, Juliette, Buenos Aires, AC, 2003. 9- Lacan, J., “Kant con Sade”, en Escritos 2, ob. cit., p. 147. 10- Freud, S., “El comercio entre los dos sistemas”, en “Lo inconsciente”, Obras completas, t. XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1986, p. 188. 11- Vattimo, G., Creer que se cree, Buenos Aires, Paidós, 1996, p. 66. 12- Schejtman, F., ob. cit. 13- Lacan, J., El seminario, libro 16: De un Otro al otro, Buenos Aires, Paidós, 2008. 14- Sade, Donatien Alphonse François de, Antología, Córdoba, Ediciones Nagelkop, 1966. 15- De ahí el respeto de Sade hacia Baruch Spinoza, para quien amar a Dios es amar a la naturaleza, claro que en un sentido distinto al del libertino. 16- Lacan, J., El seminario, libro 16: De un Otro al otro, ob. cit., p. 230. 17- Ibíd., p. 231 18- Ibíd., p. 233. 19- Íd. 20- Ibíd., p. 275. 21- Von Sacher-Masoch, L., La Venus de las pieles, Madrid, Alianza, 1983. 22- Deleuze, G., Presentación de Sacher-Masoch, Madrid, Editora Nacional, 2002. 23- Deleuze destaca que las heroínas de Masoch tienen frío: “cuerpos de mármol”, “mujer de piedra”, “Venus de hielo”, son las fórmulas favoritas de Sacher-Masoch. 24- Debo a Eric Laurent la precisa observación relativa a la pérdida del sentimiento trágico de la vida que habita en el hombre contemporáneo: “Se puede pasar por las tragedias sin el sentimiento trágico de la vida, especialmente cuando se tiene el sentimiento delirante de la vida. Las tragedias del Nombre del Padre son de otra época” (Laurent, E., El sentimiento delirante de la vida, Buenos Aires, Diva, 2011).

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25- Así tituló el filósofo francés un estudio sobre este autor (San Genet, comediante y mártir). Hecha en buena parte de intensas singularidades (Proust, Céline, Artaud, Bataille, Ponge, etc.), la literatura francesa de la primera mitad del siglo XX parece entroncar con la gran revolución poética del XIX, encarnada por Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud y Lautréamont, aunque a primera vista la separen de ella fuertes diferencias. La más notoria similitud reside, sin embargo, en el programa ininterrumpido de ruptura y transgresión que es posible reconocer retrospectivamente en todos esos autores. Entre 1940 y 1952, los nombres de Jean-Paul Sartre y de Jean Genet se inscriben de manera eminente en esa lista, introduciendo en ella una acentuada atipicidad. 26- Lacan, J., El seminario, libro 2: El Yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Buenos Aires, Paidós, 1983, p. 196. 27- Dostoievski, F., Los demonios, Barcelona, Bruguera, 1980.

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Capítulo 8 El travestismo y la época El sexo de Flor de la V (1) parece inquietar a muchos hombres: es un varón, dicen ellos (varios periodistas); soy una mujer, retruca ella. Freud no se pronunciaría por ninguna de estas posiciones, sino que ubicaría la identificación de Flor con la fantasía infantil del niño acerca de la mujer con pene. Pero antes de detenernos en esta temática, observemos que, más allá del travestismo definido clásicamente como perversión, el siglo XXI conoce lo que podría llamarse un “travestismo ordinario” que contribuye al desconcierto de las identidades sexuadas. Paul Smith, en la presentación de su última colección para hombre, hizo desfilar a sus modelos sobre zapatos de taco alto; Yves Saint Laurent enaltecía a las mujeres de tipo andrógino, longilíneas, sin exceso de carne ni de caracteres sexuales secundarios. Andreja Pejic´ ha tenido total éxito tanto en la industria de la moda masculina como en la femenina. Ha protagonizado grandes campañas de marcas reconocidas y se identifica por ser una persona camaleónica a la hora de modelar. En enero de 2011 modeló como hombre y como mujer la ropa del reconocido diseñador Jean-Paul Gaultier. Andreja ha confesado en más de una ocasión que no le importa con cuál de los dos géneros lo relaciona la gente. Sin embargo, muchos travestis reniegan de tal ambigüedad: la defensa de Flor de su condición de mujer rechaza justamente esa imprecisión. La proliferación de travestis y la atracción que ejercen, que supera la de las prostitutas en el campo del trabajo sexual, lleva a una pregunta acerca de su lugar en nuestro mundo contemporáneo: ¿se puede pensar que el travestismo es una de las encarnaciones de lo que Hegel llama el fin de la historia? Aclaremos: la idea de Hegel no debe entenderse de un modo simple. El fin es el de un tiempo en el que se acaba la sucesión, finaliza la refutación 89

de una tesis por una antítesis, se vive ya en el reino del saber absoluto, como el de la consumación de la síntesis más alta que se pueda concebir. El fin de la historia es, en suma, la instauración de la contemporaneidad como coexistencia simultánea de todas las determinaciones. Así, las oposiciones se desvanecen y los antagonismos se apagan. De esta manera, comprobamos que lo que se define como posmodernidad, en cuanto tiempo en el que desaparecen las fronteras, no es más que la culminación de la modernidad preanunciada por Hegel. Es que para él, las postrimerías de la historia equivalen a la relativización de todas las diferencias, al advenimiento de un tiempo signado por la coexistencia de todas las configuraciones, reemplazo de lo que antes era sucesión de particularidades excluyentes por contemporaneidad de opuestos, y ya nunca oposición. Hegel no pensaba de modo simplista que en su época y con su filosofía terminaba la historia, pero sí captó que la lógica que había presidido el desarrollo de los acontecimientos perdía su vigencia. (2) La actualidad del travesti podría situarse en el horizonte de la evaporización de las antítesis, del desfallecimiento de los contrarios, de la disolución de los opuestos. Sin embargo, no por ello debemos considerar que el travesti guste de nadar en la ambigüedad; su defensa es más bien resaltar aquello que parece extinguirse exaltando lo femenino con afán. Y no solo se ensalza a la mujer como objeto sexual, sino también como madre. Se sabe de casos de total entrega al cuidado de niños víctimas de maltrato: “Más que una mujer, más que una madre”, pero siempre el signo de la adición, el agregado, el complemento: “más”. No por nada la palabra “travestismo” fue incorporada recién a principios del siglo pasado como una alteración o adaptación hispana de la palabra transvestite. El vocablo fue creado por el médico, sexólogo y activista alemán Magnus Hirschfeld, quien la incluyó por primera vez en su obra de principios del siglo XX. (3)

MÁS MUJER QUE UNA MUJER, MÁS MADRE QUE UNA MADRE Etimológicamente, la palabra “travesti” proviene del latín trans, “cruzar” o “sobrepasar”, y vestire. El término sirvió para describir a personas que en forma voluntaria utilizaban vestimentas socialmente asignadas al género 90

opuesto. Lacan ubica en el travestismo el placer por la mascarada entre candilejas, (4) una suerte de camuflaje en el que se despliegan señuelos para engañar el ojo. Caricatura de lo femenino, la sobreactuación tiende a ensalzar sus rasgos: busca ser “más mujer que una mujer”. Paradójicamente, en un mundo donde se debilitan los semblantes tradicionales con respecto al hombre y la mujer, la empresa del travesti es heroica: se distingue del conjunto de la población al defender, contra viento y marea, algo que está en vías de desaparecer. El gesto que encarna se vuelve nostálgico, restaurador, “retro”. Al enfatizar lo más mujer de la mujer, al crear mascarones de uno u otro polo, contrasta con la evidencia de que estos polos van borrándose a partir de otras tendencias minoritarias. Y es justamente en tal exceso que otra cara sale a la luz, insinuando el mimetismo: “No puede ser una mujer”. Mediante un ensamblaje artificial crean un cuerpo de mujer o supermujer. Son las vestales de un fuego casi extinguido, perfeccionistas en un arte que, como el cultivo de una pura esencia, ya está siendo olvidado por las mujeres mismas. Por ello se inmolan. En el filme Todo sobre mi madre, de Pedro Almodóvar, Agrado dice: “Me llaman ‘La Agrado’, porque toda mi vida solo he pretendido hacerle la vida agradable a los demás. […] ¡Miren qué cuerpo!”. El travesti exagera las señales de lo reconocible según la moda. Es la contrafigura de un estilo que confunde los atributos. Si un estilo en fuga lleva hacia lo desconocido, el travesti, al contrario, regresa hacia lo obvio, al diseño completo de la supermujer. (5) Sigue una hipermoda, un estilo secundario que mima y satiriza la moda. Amantes de lo retro, es notable la manera de evocar un pasado en que estos gestos tenían vigencia, remitiéndose a una generación anterior como pretérito recreado y exagerado al extremo. Anhelan así las canciones inactuales: en los años setenta, canciones de los cincuenta; en los noventa, canciones de los setenta. En la actualidad el “cruzar”, el “sobrepasar”, no se liga solo al vestido, ya que la ciencia, mediante diferentes cirugías, se encarga de realizar en el cuerpo implantes que sobrepasan las formas femeninas.

LA NOSTALGIA DEL TRAVESTI Para Freud, el descubrimiento de la castración en la madre pone fin en el varón al complejo de Edipo. El padre porta una amenaza que afecta la pervivencia del vínculo entre el niño y la madre, y esa amenaza se hace presente en el momento en que el pequeño descubre en ella la falta de pene. 91

Temiendo igual destino, abandona el Edipo, cuyos restos permanecen en el inconsciente. (6) El detalle, que no ha sido suficientemente considerado por los comentadores, es que el lazo edípico del niño con la madre es previo al descubrimiento de la castración, es decir que es con la madre fálica y no mujer. El travestismo habla de una desmentida en ese pasaje: la mujer es la mujer fálica con la que se identifica. Así, la nostalgia que anima al travesti y que hace a un estilo inclinado a retrotraerse a otro tiempo sería también, para Freud, la añoranza por ese tiempo infantil en el que se suponía que la mujer tenía pene. Lacan (7) también afirma que, en el travestismo, “el sujeto se identifica con una mujer pero con una mujer que tiene el falo”. El goce del travesti consiste en dejar pasmado al partenaire ante la visión de lo que hay detrás de los trajes y de la mascarada: el miembro viril. En este juego, la reducción de la diferencia sexual a la dimensión del semblante apunta a engañar la mirada magnetizándola al mismo tiempo. Se trata de invocarla, una y otra vez, mediante un exhibicionismo que incita al voyeurismo y a la sorpresa consiguiente. El travesti se identifica entonces con una mujer con falo, pero portándolo como escondido; así entra en escena un juego de mostración y sustracción. Desde estas coordenadas, es claro que el travestismo es típicamente masculino: cuando la mujer quiere identificarse con un hombre, su ropaje es austero, no convoca a la mirada ni conlleva esa exaltación sexual de la que hablamos y que hace decir a muchos que el travesti parece más mujer… que la mujer.

1- Flor de la V es un travesti célebre en Argentina que trabaja en teatro y televisión. 2- Maresca, S., “El fin de la historia”, en Ética y poder en el fin de la historia, Buenos Aires, Catálogos, 1992, pp. 141-169. 3- Hirschfeld, M., Die Transvestiten; ein Untersuchung über den erotischen Verkleidungstrieb [Los travestidos: una investigación del deseo erótico por disfrazarse], Berlín, Pulvermacher, 1910. 4- Lacan, J., El seminario, libro 4: La relación de objeto, Buenos Aires, Paidós, 1994, p. 196. 5- Echavarren, R., Arte andrógino: estilo versus moda, Montevideo, Los libros de Brecha, 1997. 6- Freud, S., “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos”, ob. cit. 7- Lacan, J., El seminario, libro 4: La relación de objeto, ob. cit.

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Capítulo 9 Forclusiones LA MIXTURA EN LA CLÍNICA Si el síntoma histérico es, en palabras de Freud, “tierra extranjera interior”, es decir, algo a la vez íntimo y ajeno, los trastornos en el cuerpo que hoy se presentan carecen de tal “extimidad”: por ser puramente ajenos, carecen del suelo sobre el que tradicionalmente se asentaban. En un mundo donde la virtualidad se hace omnipresente, el cuerpo llega a veces a tener ese carácter y a desvanecer sus límites. ¿Nuevas forclusiones? “Psicosis ordinarias” o “inclasificables”, según la denominación de Jacques-Alain Miller; “fenómenos mixtos entre neurosis y psicosis” e “histerias rígidas”, según Juan Carlos Indart y otros, y “forclusiones parciales”, al decir –hace tiempo– de Juan David Nasio, muestran que la clínica no se dirime tan fácilmente según las clasificaciones de otrora. Puesto que Lacan habló de otras posibles forclusiones, me propongo distinguir algunos tipos según los casos, extendiendo la conocida forclusión del Nombre del Padre, concepto –a diferencia de otros– que, aun con los desarrollos de la clínica nodal, no solo no desapareció, sino que su uso se extendió más allá de la psicosis. Hoy en día la clínica ofrece casos en los que resulta difícil la delimitación diagnóstica. En un libro que lleva por título Entre neurosis y psicosis. Fenómenos mixtos en la clínica psicoanalítica actual, (1) sus autores describen patologías que van de la gama de aquellos más próximos al Nombre del Padre-neurosis a su forclusión-psicoherejía, cuya delimitación debería ser clara y precisa: neurosis, psicosis y perversión. Sin embargo, ya al comienzo de su obra Freud utilizó la denominación “neurosis mixta” (2) para dar cuenta de una forma de neurosis caracterizada por la coexistencia de 93

síntomas que provendrían de neurosis etimológicamente distintas. En principio, el término fue utilizado para explicar el hecho de que los síntomas psiconeuróticos se asocian a menudo a síntomas actuales, o también que los síntomas de una determinada psiconeurosis se vinculan con los de otra distinta. Para el creador del psicoanálisis, las neurosis raramente se presentan en estado puro. Así, por ejemplo, insiste en la existencia de rasgos histéricos en la raíz de toda neurosis obsesiva (3) y de un núcleo actual en toda psiconeurosis. No es casual que se haya referido detalladamente a este problema en un caso de difícil diagnóstico como fue el hombre de los lobos. Por otra parte, cuando abordó la psicosis, ubicó a los residuales neuróticos que coexisten en esa estructura. (4) Pero –insisto– el lacanismo desechó tales consideraciones, optando por términos binarios: Nombre del Padre o su ausencia. Esta lógica, superada en el último Lacan, tiene su linaje en el estructuralismo, con el que quiso, en la primera parte de su enseñanza, liberar al psicoanálisis del oscurantismo al que lo habían confinado los posfreudianos. Celebro entonces la aparición del libro de Indart y sus colegas, que retoma tales cuestiones bajo una nueva luz, dilucidando una perspectiva que no se reduce al régimen discontinuo, sino que indaga sobre una clínica vinculada a la gradación. Miller gusta de remitirse a Gottfried Leibniz cuando se refiere a la gradación; (5) este filósofo, por ejemplo, no piensa el reposo solo como ausencia de movimiento –lo que respondería a la lógica del “hay o no hay”– sino que, lejos de considerarlo su opuesto polar, lo toma como una atenuación de lo continuo del movimiento o su expresión mínima. La ley de continuidad demanda que no haya diferencias abruptas entre las mónadas y conduce a un enfoque perspectivista (6) en la clínica. El perspectivismo leibniziano dice que jamás pueden juzgarse las cosas bajo un solo aspecto y es fiel –en este sentido– a la mirada aristotélica que indica que “el ente puede decirse de diferentes maneras”. Se entiende que el tratamiento estructuralista del lenguaje se distancie de tal enfoque, al que, sin embargo, Lacan se aproxima cuando expresa su preferencia por el barroco, que define como “la regulación del alma por la escopia corporal”. (7) Lejos ya de Descartes, quien separaba la representación del cuerpo, en su última enseñanza Lacan opta por referirse a las representaciones como mártires del cuerpo gozado. Cabe recordar que la objeción que Leibniz hace a Descartes es la de señalar el error de haber creído que la distinción entre las partes entrañaba su separabilidad. 94

(8) Interesarse por los mixtos y por las mezclas es soportar no disponer del cierre del diagnóstico. Una mezcla justamente no totalizable, más inestable posiblemente, que tiene que ver con lo real de la clínica hoy y no con nuestras categorías. Y aquí vale pensar –a partir de los casos que presenta la clínica actual– si en verdad los fenómenos mixtos son del mismo orden de los localizados por Freud. Creo que se impone una diferencia: la compleja mixtura que se nos presenta en la clínica de todos los días ¿no responde acaso a nuestra actualidad? Llámese para algunos posmodernidad, o para otros consumación de la modernidad, el mundo actual se caracteriza por la desaparición de las fronteras, por la falta de delimitación, por la mixtura misma.

FORCLUSIÓN ΦO Durante mucho tiempo, los lacanianos estuvimos habituados a asociar únicamente la forclusión con la concerniente al Nombre del Padre. Miller nos acostumbró a incluir el concepto de “forclusión generalizada” como la que se define por una transferencia de lo simbólico a lo real: (9) todo el mundo delira, todo el mundo está loco. Esta idea es cuestionada por determinados autores, quienes consideran que extendería ampliamente el campo de la psicosis, perdiéndose de esta manera la delimitación diagnóstica. Así, como otrora –y debido a la influencia de Jean-Claude Maleval– se cometía el abuso de encontrar siempre locuras histéricas, cuando en verdad existían signos de psicosis, hoy muchas veces se comete el mismo abuso al diagnosticar psicosis expansivamente. Sin embargo, conviene aclarar que la proposición “todo el mundo delira” no es equivalente a “todo el mundo es psicótico”; los delirios de todo el mundo se vinculan con la proliferación de sentidos que rechazan lo real como lo “fuera del sentido” y no suponen forclusión del Nombre del Padre. Pero no se trata, tomando el enunciado “no hay relación sexual”, de hacer equivalente la falta generalizada con la forclusión generalizada. Vale la respuesta dada por Miller a Marc Strauss cuando intentó deslizarse hacia esta pendiente: No es por azar que Lacan no escribe nunca esta falta, a diferencia de la 95

falta forclusiva, para la cual da un símbolo, Po o Φo. La forclusión es un agujero. En cambio, el “no hay relación sexual” no es un agujero, por eso Lacan nunca lo escribió como tal: es un puro “no hay”. La ausencia de relación sexual no es del tipo de agujero que aspira. (10) Lacan no habla de forclusión generalizada, pero se refiere a otras forclusiones, diferentes a las del Nombre del Padre particularmente en dos ocasiones: la primera, cuando analiza el capitalismo; la segunda, cuando responde a una pregunta que se le formuló en el Seminario 23. Vayamos, en principio, a la primera. En “El saber del psicoanalista”, afirma que lo que distingue al discurso del capitalismo es el rechazo Verwerfung [forclusión] de todos los campos de lo simbólico de la castración y del amor. (11) Se trataría aquí de una forclusión producida por un sistema social, y Lacan no retrocede a la hora de diagnosticar una época y sus mecanismos, incluso en utilizar aquellos que extrae de las estructuras clínicas. Ya Freud decía que se podía hablar de culturas neuróticas, (12) pero con la salvedad de que en la neurosis individual se cuenta con el contraste que separa al enfermo de su entorno aceptado como “normal”, mientras que, en una masa afectada de manera homogénea, falta ese trasfondo. Es interesante tal observación, ya que nos lleva a advertir que los sujetos inmersos en una comunidad pierden criterios para localizar los puntos sintomáticos de su tiempo. No es indiferente que Freud hable de una cultura neurótica, dándole, en este sentido, un valor a la represión, mientras que Lacan se refiere a un mecanismo que tradicionalmente correspondió a la psicosis. Quizás esa sea la clave que explica cómo muchos psicóticos encuentran hoy en día una inserción, identificando sus “rarezas” –que hace un tiempo hubiesen sido vistas como locura– con los síntomas de la época que otros también padecen. Cortes en el cuerpo, piercings por doquier, graves anorexias, bulimias desaforadas, no siempre dan cuenta de neurosis y se toleran socialmente como maneras de ser. ¿Sería la de Freud una cultura más reprimida y esta, la nuestra, una más “forclusiva”? La primera corresponde a la época victoriana –respecto de la cual Lacan observó que, de no haber existido la reina Victoria, no habría existido el psicoanálisis–, mientras que la segunda coincide con el capitalismo tardío. Conviene aclarar que la fórmula que Lacan quiso darle a este “seudodiscurso” se relaciona con este momento de la historia y no tanto con el que sabiamente Max Weber detectó en sus inicios. En su célebre libro 96

La ética protestante y el espíritu del capitalismo, este autor afirma que no hay que buscar el espíritu del capitalismo en el afán de riquezas, ni en la alianza con las administraciones del Estado sino con un tipo humano que eleva su conducta a trabajo racional, calculado, coherente y dotado de aquella férrea unidad y obstinación con la que el cristiano buscaba su salvación. (13) Por ello se afianzó en los lugares donde imperaba el calvinismo como moral, donde el trabajo es el que da la seguridad del estado de gracia y la certeza de haber sido elegido. Así, el “desencantamiento del mundo” como eliminación de la gracia sacramental como modo de salvación se apoya en un ideal, ya que el cumplimiento de los deberes intramundanos es, en cualquier circunstancia, el único modo de complacer a Dios. Ascetismo, moral utilitaria, espíritu de sacrificio y laboriosidad coronan ese capitalismo distanciado del actual. Es que en el capitalismo weberiano tiene vigencia el ideal encarnado en la complacencia a Dios a través de las obras, juntura, pues, de la inmanencia con la transcendencia. La fórmula que Lacan emplea para describir el discurso capitalista se distancia de la descripta por Weber debido a que responde al capitalismo tardío; no hay ya ninguna gracia por las obras: el saber se limita a la producción de objetos para paliar la división subjetiva, y lo que ocupa el lugar del ideal es el objeto, cenit, en definitiva, del objeto a. Lejos ha quedado la ética ligada a la racionalidad calculada del capital al servicio de una trascendencia para complacer a Dios y para la cual el lucro planificado no se identifica con la rapiña. Dice Lacan: Lo que distingue al discurso del capitalismo es la Verwerfung, el rechazo hacia afuera de todos los campos de lo simbólico, con las consecuencias que ya dije. ¿El rechazo de qué? De la castración. Todo orden, todo discurso que se emparente en el capitalismo, deja de lado, amigos míos, lo que llamaremos simplemente las cosas del amor. Ya ven, ¡eh! No es poca cosa. Por eso, dos siglos después de este deslizamiento nombrémoslo calvinista, ¿por qué no?, la castración hizo su entrada impetuosa bajo la forma del discurso analítico. (14) Vemos que existen distintos tipos de forclusiones y que el mecanismo no se limita a la concerniente al Nombre del Padre en la psicosis. Fue Maleval quien propuso la tesis de un tipo de forclusión que llamó “restringida”. (15) El caso del “hombre de los lobos” le dio pie para considerar que el 97

mecanismo de rechazo que allí se aísla es bien diferente del que se encuentra en Schreber. Esta suerte de forclusión parcial se comporta de modo diverso al del significante del Nombre del Padre. Sus efectos se distinguen sutilmente: el significante forcluido crea el espacio propicio para la aparición de alucinaciones y delirios que se caracterizan por ser fenómenos engañosos, dado que generalmente están correlacionados con perturbaciones de lo especular –como despersonalización, desrealización y fragmentación del yo–, que encauzan una rica imaginería delirante de posesión y misticismo, mientras que en la forclusión del significante primordial Nombre del Padre se trata del retorno desde lo real y no puede ser sustituido. En las locuras, la intervención de la palabra del Otro en transferencia permite reconstituir el tejido desgarrado. En conclusión, siguiendo estas tesis de Maleval, las histerias graves –que él llama “locuras histéricas”– son producto de una forclusión parcial sobre un significante que no acarrea la perturbación del conjunto del lenguaje para un sujeto, lo cual da cuenta del fundamento edípico que anuda la estructura. Otro autor del campo del lacanismo que postula la tesis de una forclusión parcial es Juan David Nasio. En su libro de 1988, Los ojos de Laura, realiza una relectura del concepto lacaniano de Verwerfung haciendo de él un mecanismo local determinante de “hechos locales”, psicóticos o no. (16) Esa forclusión parcial no recae sobre el significante del Nombre del Padre. Nasio fundamenta esa parcialidad considerando que en un sujeto pueden coexistir diversas realidades, algunas producidas por represión y otras por forclusión. Los fenómenos de enloquecimiento (turbaciones desencadenadas por un lapso limitado), se harían presentes cuando contingentemente algo llama a responder con el significante que falta, no tratándose del significante del Nombre del Padre en cuanto tal, sino que “no habiendo pasado un significante cualquiera a ocupar en el momento preciso el rango del sucesor, la realidad local se organiza siguiendo una muy diversa lógica”. Son entonces “episodios” forclusivos, entendiendo por “forclusión” no el rechazo de un significante, sino el del movimiento centrífugo que pone de continuo un significante con otro. Vale decir: si el significante representa al sujeto para otro significante, para Nasio, el término sobre el que recae la forclusión no es el elemento significante uno u otro sino el “para” que los articula. Se trata entonces de un menoscabo del lazo entre los elementos. Por fin, cabe destacar que, además de explicar de este modo la producción de delirios y alucinaciones en neurosis, Nasio ubica otros fenómenos, como el estallido de 98

lesiones psicosomáticas en la piel y el pasaje al acto, lo cual apunta a ampliar el campo fenoménico de las locuras. Desde hace tiempo, Miller se interrogó acerca de si la forclusión del Nombre del Padre conlleva necesariamente la elisión del falo, y si esta última supone necesariamente la primera. Ya Lacan se preguntó si Φo es solamente la consecuencia de la forclusión del Nombre del Padre o si se trata de un mecanismo independiente. Sin embargo, el predominio otorgado a lo simbólico en el momento de tal formulación hizo que optase por privilegiar el determinismo Po-Φo. Fue Miller quien en 1987 reabrió el interrogante: Se trata de saber si esos fenómenos de orden psicótico pueden situarse en una línea causal independiente –o relativamente independiente– de la forclusión del Nombre del Padre. Luego, habrá que ver si conviene hablar de psicosis solo cuando se realizan Po y Φo o también cuando hay únicamente Φo y no Po. Ese sería un gran tema clínico, pero además una cuestión de terminología. Sería cambiar nuestro concepto de psicosis o, al menos, desplazarlo. (17) Al respecto, dice acertadamente Damasia Amadeo (18) que el concepto de “psicosis ordinaria” tiene allí su primer antecedente. Poder pensar en la relativa independencia de Φo respecto de Po es posible desde la clínica borromea, ya que esta abre la vía para poder situar lo imaginario ya no como determinado por lo simbólico sino como equivalencia en el nudo. Mi hipótesis es que se pueden situar fenómenos ligados a Φo como desanudamientos de la estructura ocasionados por la insuficiencia de la relación imaginaria con el cuerpo que desnuda la imposibilidad de limitar el goce. A partir de aquí, pueden pensarse casos cercanos a la psicosis en los que no está comprometido tanto el lenguaje como el cuerpo. Seguidamente presentaré ejemplos que permiten reflexionar sobre la particularidad de estas formas sin soslayar la singularidad de cada caso.

SOBRE UNA METAMORFOSIS CORPORAL El caso que expondré presentó para mí dudas importantes respecto del diagnóstico; estas se despejaron tanto a partir de la última enseñanza de Lacan como de la diferenciación que se establece en La psicosis ordinaria 99

entre las psicosis en que se acentúa la forclusión de Po o la forclusión Φo. (19) Tal distinción estaba presente en las primeras elaboraciones de Lacan respecto de la psicosis (20) ya que, desbrozando el esquema R en este campo, destaca los fenómenos que se producen a nivel de la forclusión del Nombre del Padre y aquellos que se ubican a nivel del falo simbólico. En definitiva, se trata de dos abismos: el primero atañe al agujero en lo simbólico, que explica toda la serie de fenómenos a nivel del lenguaje; el segundo se liga con la elisión del falo, que el sujeto –Schreber– intenta resolver a través del goce transexualista en la hiancia mortífera del estadio del espejo. Lacan duda respecto de la relación entre los dos fenómenos, y se pregunta: Este otro abismo, ¿se formó por el simple efecto en lo imaginario del llamado vano hecho en lo simbólico a la metáfora paterna? ¿O tendremos que concebirlo como producido en un segundo grado por la elisión del falo, que el sujeto remitiría para resolverla a la hiancia mortífera del estadio del espejo? (21) Aun con esta distinción y pese a esa vacilación, en la primera enseñanza de Lacan lo imaginario está determinado por lo simbólico. Tal es esta primacía que solo en presencia de fenómenos elementales se diagnostica una psicosis, pero esto deja, por ejemplo, sin resolver lo que ocurre en la psicosis melancólica, (22) que no presenta los mismos trastornos que las otras psicosis a nivel del lenguaje, o las que se localizan a nivel del cuerpo, y no compromete de manera aparente el terreno de la significación. Estos casos hallarían una explicación a partir de la última enseñanza de Lacan, donde lo imaginario ya no está determinado por lo simbólico, sino que tiene equivalencia en el anudamiento borromeo. Las preguntas que durante mucho tiempo me formulé respondían a que el paciente presentaba una sintomatología psicótica, que había cedido durante un tratamiento que en nada se diferenciaba del de un neurótico, con todos los ingredientes vinculados al Edipo y a la historia infantil. La ausencia de fenómenos elementales a nivel del lenguaje, el enlace lógico de la trama asociativa, la instauración de una transferencia a las claras analítica corrían paralelos a fenómenos ubicados a nivel del cuerpo, que hoy pienso como producto del abismo Φo. Asimismo, me atrevo a aventurar –por la casuística con la que cuento– que esta clase de forclusión puede manifestarse mediante 100

episodios puntuales, que tienen un carácter ocasional, y que pueden remitir durante el tratamiento. Este tipo de psicosis ofrece mayores posibilidades de anudamiento y es por ello que suscita dudas respecto del diagnóstico. El hombre de los lobos, ¿no era acaso para Freud un ejemplo de neurosis obsesiva? Sin embargo, en este caso habló del fondo histérico de toda neurosis. Por su parte, respecto de este paciente, Lacan acentuó la importancia de la alucinación del dedo cortado en la infancia y también responsabilizó a Freud del accidente tardío de la psicosis. Importa destacar que aquí utilizó términos como “episodio” y “accidente”, (23) que aluden a irrupciones precisas diferentes de la expresión “desencadenamiento”, que pone más bien en juego un estallido abarcativo que se desata liberando cadenas. Podríamos retrotraernos al mecanismo que señala Freud cuando se refiere al “hombre de los lobos”, y al que remite cuando habla de Schreber. En el caso del ruso, alude a una defensa diferente a la represión, que ubica como desestimación de la castración, y que ejemplifica a través de la alucinación del dedo cortado. (24) El “indecible terror” ante la sección del meñique se acompaña de angustia, pero si bien “lo que no ha llegado a la luz de lo simbólico aparece en lo real”, (25) dicho retorno no adopta la forma de la presencia invasiva del goce del Otro, como ocurre en la psicosis de Schreber. Tal vez por ello en este caso Freud no hable de proyección, cosa que sí hace en su análisis de Schreber, aunque esta quede definida en términos que la exceden y que bien pueden articularse con la forclusión de la que habla Lacan: “No era correcto decir que la sensación interiormente sofocada es proyectada hacia afuera; más bien inteligimos que lo cancelado adentro retorna desde afuera”. (26) En síntesis, podemos pensar en una forclusión más local que atañe al Φo y se manifiesta en fenómenos que competen al cuerpo y donde lo forcluido no adopta la forma de un retorno como goce del Otro; esto facilita la intervención analítica en la medida en que tal mecanismo no ha comprometido todo el campo para una posible transferencia. Otra manera de entenderlo sería considerar el argumento desplegado en La psicosis ordinaria donde –siguiendo la indicación de Lacan respecto del esquema R en la psicosis– se considera que el abismo Po repercute fundamentalmente a nivel de los trastornos del lenguaje, es decir, de alucinaciones verbales y pensamiento impuesto. En la medida en que la forclusión de Φo no incide tanto a este último este nivel, es posible la 101

intervención analítica vinculada con la palabra. El paciente en cuestión tuvo su primera entrevista hace veintisiete años y se analizó durante cinco; luego vino a verme en diversas oportunidades. Actualmente trabaja como cineasta en otro país y tengo noticias de él; dicho seguimiento me autoriza a hablar de los efectos del análisis en su vida. Cuando concurrió por primera vez al consultorio, su aspecto no podía pasar inadvertido ya que se asemejaba al de un marginal, cuando pertenecía a una familia de clase media, culta y sin dificultades económicas. Zapatillas rotas, jeans deshilachados (pero no por moda), marcado desaliño personal. Parecía un muchacho de la calle, no como los actuales sino como los posteriores al advenimiento de la democracia en la década de 1980. Expondré lo esencial de su relato en ese momento de su vida. Con 24 años, afirma que su cuerpo ha experimentado una metamorfosis en el último año. El esternón ha crecido en forma desmesurada y las costillas no se han desarrollado, no pudiendo entonces acompañar armónicamente tal proceso. Asimismo dice que hay un desfasaje entre su cabeza, grande, y la caja del tórax, minúscula. “Soy un monstruo, un despojo, en la mirada de la gente me doy cuenta de mi anormalidad.” No sale a la calle y ha dejado de trabajar; los otros lo engañan, ya que no le dicen la verdad acerca de su transformación física. Las costillas están fuera de lugar, lo comprimen y siente un aplastamiento generalizado que repercute en su estado anímico. No puede dejar de mirarse al espejo, y el cristal le devuelve, una y otra vez, la imagen disgregada de sí mismo. Está convencido de que la transformación es real, y afirma: “En esto, no hay nada subjetivo”. Se trata para él de un enigma que solo podría descifrar la medicina y no el psicoanálisis. Si acepta el tratamiento, es para ordenar sus ideas, pero no por considerar que su sintomatología tenga algún origen psíquico. La lentificación que caracteriza su hablar desaparece cuando deja de referirse al cuerpo y evoca la adolescencia. Momento añorado con melancolía, momento de inestimable valor. De niño se rebela contra las normas, particularmente las educativas. Conviene aclarar que la madre es una ferviente pedagoga. A él le decían “filósofo” por su gusto por la mayéutica, ya que destinaba el día a implementar su aguda ironía en interrogar lo que los otros le transmitían como verdad. En la adolescencia es echado de varios colegios; empero, pasa del padecimiento por ser un inadaptado al orgullo de otorgarle valor emblemático a esta posición. Así, se va a vivir a la calle, reivindica a los marginados, idealiza el alma no contaminada por las 102

presiones del mercado. Transforma su lugar de expulsado en la condición misma de su libertad. “Tal vez –dice– por no poder soportar mi fracaso, hice de mi vida una estética del fracaso.” Tal estética consiste en operar sobre el desecho y transformarlo. Recoge los restos que hay en los basurales de las casas en demolición, toma fotos antiguas que han tirado y las combina con otros elementos para formar un collage. Vende estas producciones en las plazas y es de la única manera en que acepta ganar dinero. Teniendo notables aptitudes para las filmaciones, rechaza ofrecimientos de trabajo como camarógrafo por estar ligados a la maquinaria del sistema. Suerte de “mesías” de los marginados, también opera sobre ellos produciendo transformaciones. Se enamora perdidamente de una joven de Constitución que ha pasado la vida entre el vagabundeo y la cárcel. Su amor actuará como un milagro: luego de asistirla, protegerla, idealizarla, ella progresivamente se integra a la sociedad. Le consigue un trabajo y le presenta a su mejor amigo, con quien ella se casará después, y vivirán los tres en la misma casa. Luego, la nueva pareja le dice que, para poder preservar la intimidad, él debe irse. Desalojado de este lugar, retorna a la casa paterna donde luego de sufrir una mononucleosis comienza a experimentar la metamorfosis corporal. El paciente se muestra refractario a mis intervenciones, recibidas como provenientes de un otro pedagógico, objeto siempre de su denuncia. La analista queda así ubicada en el lugar del amo, de la pura convención social que el paciente cuestiona desde una posición que bien se articula con la del cinismo antiguo, aquel que reivindicaba la naturaleza como lo más genuino del hombre. Pero –a diferencia del antiguo– él está inserto en el capitalismo y su defensa es la del detritus que el sistema expulsa. Así, se dibujan dos topos contrapuestos: el lugar del Otro, de mi lado, y el lugar del resto, del suyo. Entonces, me pregunto cómo hacer para que lo que él busca en el basural pase a la transferencia. Tal interrogante me conduce a mostrar vivamente mi interés por sus producciones, por lo que acepto incluso su propuesta de que la sesión se realice un día en la plaza. No hace falta que esto último ocurra para que el paciente deje de denunciar el encuadre y puedan surgir, entonces, recuerdos de la infancia, en relación a los cuales dice: “Si hubiera sido por mi madre, yo sería un anormal, un autista, porque ella me veía así”. “Entonces – le digo–, hay que diferenciar el espejo de la mirada de tu madre.” En el intervalo entre las entrevistas siguientes, advierte en la mirada de 103

una chica algo que le indica que tal vez él no era el monstruo que creía ser. El comienzo del análisis se reveló en esta secuencia. Se preguntó acerca de qué le ocurría en las costillas, por qué las sentía flojas como si no pertenecieran a su cuerpo. Y seguidamente habló de su relación con las mujeres. Tratárase de la tímida compañera de colegio como de la vagabunda de la calle o la muchacha de barrio que se sentía inferior o aquella otra víctima del sida, el rasgo de exclusión o de marginalidad sería por una u otra razón lo que las singularizaba. Cual Pigmalión, les otorgaba brillo y valor, las conducía al lazo social, mientras él quedaba afuera, para padecer un trato despótico de parte de quienes dependieron de él en principio para sostenerse. Si la joven de la calle llevaba la delantera, era en tanto paradigma de las otras. En el amor que le dirigía no estaba ausente el deseo sexual, mas había que dejarlo de lado para idolatrarla: “Si hacía valer mi deseo –dijo– este deseo iba acompañado de un apetito de posesión hacia ella que atentaba contra el ideal que me había forjado de que ella fuese libre. El precio fue mi sufrimiento”. Le dije: “Hacer una mujer de tu costilla y a tu costilla”. Progresivamente, la extrañeza en relación al cuerpo tomó el carácter de síntoma a ser descifrado. La costilla como significante reenviaba a su cuadro favorito, El jardín de las delicias, y el mito del Paraíso conducía a una pregunta por el origen. Sus padres vivieron un gran amor, cuya intensidad duró el tiempo en el que ambos se dedicaron a… volar. Luego el padre debió sostener el hogar y para poder hacerlo emprendió el trabajo que mantenía hasta ese momento y que implicó una sentida renuncia a los placeres juveniles. Le había confesado que él era el hijo que más lo representaba, ya que encarnaba el verdadero ser no contaminado por los comercios mundanos. Este recuerdo lo condujo a poner en cuestión como propio ese ideal que él reivindicaba como su más auténtico tesoro: “un volador”. Los significantes amos fundamentales marcan una convergencia del decir paterno con el decir materno, ya que, tanto como “volador” o como “anormal”, su lugar se sitúa fuera del lazo social. La adolescencia, de tanto valor para él, se liga no solo a la posibilidad de encontrar un lugar entre los restos del movimiento hippie, sino a la posibilidad de realizar un trabajo que consiste en reciclar artísticamente los deshechos. De esta manera, hay un anudamiento a través de una operación que hace las veces de Nombre del Padre, en tanto permite al goce condescender al deseo logrando que ese basural que representa su ser cause el deseo del Otro. Es notable que la eclosión de su “metamorfosis” coincida con el hecho de no poder 104

implementar este recurso, ya que la mujer a la que le había dedicado su amor lo expulsó, luego se enfermó y el desecho retornó a él. Actualmente, el cine que dirige tiene como tema la marginalidad; se puede decir que en esta actividad están en juego sus objetos de goce: los restos, la mirada, los guiones no convencionales. La “estética del fracaso” ha logrado tener éxito en el discurso universal. Ha mantenido dos relaciones amorosas estables con mujeres a las que no ha tenido que “transformar”; encuentros que podríamos llamar menos narcisistas, que dieron lugar a la relación sexual. Al poco tiempo de salir con una de ellas debieron operarlo; ya no estaba en análisis y luego de esta intervención vino a verme aquejado por la siguiente idea: pensaba que la anestesia había modificado su goce sexual. Escuché con sorpresa que con su pareja podía tener relaciones frecuentes y muy satisfactorias, pero que ya no tenía el pene siempre erecto, ni su cuerpo en estado de sensibilidad permanente como antaño. Notablemente, lo que antes era para él “monstruoso”, ahora se le aparecía bajo la forma de la añoranza de un placer sin medida, que revelaba que ese carácter anormal era un goce desacomodado de lo imaginario. El paciente se confrontaba ahora con la tumescencia y detumescencia del órgano peneano y con el carácter limitado del placer genital. Otrora había consultado por un exceso “deforme”, después por un “menos”, atribuido delirantemente a la anestesia, producto más bien de la operación analítica. Dicha operación ha consistido en llevar al campo de la letra lo que aparecía en torno a un cuerpo desabrochado, operación de costura que ha dado lugar a una pérdida de goce y a un anudamiento en su labor como cineasta mediante un trabajo con los objetos de goce, desprendidos del cuerpo. Distanciado ya del monstruoso desecho, puede llevarlo a la pantalla. A continuación, el caso narrado por Marisa Chamizo nos permitirá situar la forclusión melancólica.

UNA FRACTURA: RELATO DE UN CASO Marisa Chamizo El Programa de Investigación sobre Psicosis Ordinaria nos permite interrogar alguno de los términos que han ido surgiendo a lo largo del trabajo con los llamados “casos raros”. Por el caso que les presento me interesa particularmente interrogar el término “desenganche” en su diferencia con 105

“desencadenamiento”. “Desenganche” parece quedar del lado de las psicosis ordinarias y “desencadenamiento”, del de las extraordinarias. De un modo empírico, lo que orienta la clínica puede consistir en localizar eso que en determinado momento para un sujeto se “desengancha” en relación con el Otro. Esta localización aclara, retroactivamente, el elemento que hacía de “enganche” para ese sujeto y permite dirigir la cura en el sentido de un virtual “reenganche”. (27) En el momento en que empecé a atenderla, tenía poco más de 50 años, divorciada desde hacía veinte y con un único hijo de 27. Con una larga y exitosa carrera profesional, a partir de un hecho fortuito –un accidente: la fractura de un tobillo– se precipitó en un derrumbe subjetivo, casi imparable. Este accidente marcó un antes y un después: en silla de ruedas durante el tiempo de su recuperación, quedó discapacitada en más de un sentido. Recurrió a un psiquiatra por su estado depresivo, el desgano, la pérdida de entusiasmo e ideas de suicidio. A partir de ese momento se nombró como “bipolar” en relación a lo cual ubicó momentos de “aceleración”, que se intercalaban con la depresión. Cuando pregunto por la aceleración, responde: “Por ejemplo, pasarme una noche escribiendo un proyecto, que tiempo después me daba cuenta de que era inviable”. Por la dificultad que había aparecido en relación al recurso farmacológico. La medicación no solo no traía el efecto de mejoría esperado, sino que producía una queja constante por sus efectos adversos, “efectos adversos” que comprometían absolutamente todo su cuerpo y que se extendían y multiplicaban de tal manera que ningún prospecto hubiera podido abarcar. Diagnosticada como bipolar, fue derivada por el psiquiatra que la había tratado por ocho años. Su historia Es la menor de ocho hermanos, la única nacida en la Argentina. Dos suicidios: su hermana mayor, un hermano después, y la desaparición de su padre, que al año de la muerte de la madre de la paciente se fue de su casa y no volvió más. Cree que debe haber muerto, pero no lo sabe. Estos antecedentes la convencen de su bipolaridad: “Parece que lo mío es genético”. La tristeza de la madre con una permanente nostalgia por su tierra y la irritabilidad de su padre la llevan a la hipótesis de que posiblemente ellos 106

también hayan sido bipolares. Lo genético en ese momento adquiere el valor de causa; es un gen que ella ha heredado, que demuestra su inclusión en ese sistema familiar. Lo que no puede explicarse –si “verdaderamente” es bipolar– es que la medicación indicada para su enfermedad no solo no atenúa sus síntomas sino que le provoca innumerables trastornos corporales, mareos, pérdida de equilibrio, náuseas y, en particular, algo más específico: “flojedad en las articulaciones”. Todo su cuerpo está comprometido, con la sensación subjetiva de una discapacidad irreversible. A esa altura son innumerables las consultas con diferentes especialistas; ninguno le aporta la respuesta esperada, el motivo de semejantes malestares. La enfermedad La fractura resultante de la caída en la calle la obligó no solo a estar un tiempo en silla de ruedas, sino a la dependencia de otro, que en este caso fue su hijo. Este único hijo la decepcionó absolutamente, porque esperaba de él una ayuda y una dedicación mayores. Ubico, en principio, este accidente y la discapacidad resultante como el momento de viraje subjetivo, en el que empezó a insistir con ciertas concepciones del mundo y a tomar, en consecuencia, determinadas decisiones que la condujeron a despojarse sucesivamente de lugares, lazos y actividades que, por lo libidinizados, eran fundamentales en su vida. La venta de su casa y el haber ido dejando sus lugares de trabajo se apoyaban en la convicción de “no querer ser cómplice del sistema”. Sus ideales revolucionarios hacían que para ella fuera imprescindible vivir fuera de la ciudad para dirigirse a comunidades indígenas en proyectos de alfabetización. Sus ideales y sus convicciones en relación con el sistema capitalista trataban de “armar” lo que se le había desarmado; sin embargo, los intentos de trabajo con dos comunidades fracasaron. Pasaba la mayor parte del tiempo en la casa de su hijo, sin trabajo, manteniéndose con el dinero que le quedaba de la venta de su casa. Para ella, la cuestión era no ser cómplice del sistema, pero lo que le iba resultando evidente era que cuando quedaba demasiado afuera se angustiaba y pensaba en el suicidio como única salida. Mi trabajo con ella estuvo y está orientado a que esta salida del sistema no se produzca, respetando su “preferencia” por los bordes.

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Algunos movimientos Tiempo 1 De la denuncia al sistema pasó a algo más familiar y cercano: se centró en la queja por el desamor de su hijo para con ella. Lo que parecía indialectizable, la fijeza de la queja, empezó a producir algunos movimientos: el nacimiento de su hijo coincidió temporalmente con el suicidio de su hermana: “La muerte de ella no me ha dejado lugar para disfrutar de algo en la vida”. Como hermana mayor, funcionaba para ella como Otro materno. Confesó, además, que le producía mucho sufrimiento no saber de su padre, si estaba vivo o muerto; llorando dijo que a veces se lo imaginaba durmiendo “bajo un puente”. Este trabajo apaciguó las demandas dirigidas al hijo. Su preocupación por no tener casa la llevó a pensar en alguna solución posible, es decir, viable. Consiguió un trabajo en un hogar para chicos con problemas de escolaridad en la provincia de Buenos Aires. El lugar le gustaba, estaba “fuera de la ciudad” y con el dinero que le quedaba compró un terreno para construir una pequeña vivienda. Pero dos acontecimientos imprevistos complicaron su situación: el embarazo de la novia del hijo, y la decisión de ambos de llevarlo adelante, y un nuevo diagnóstico médico de “severo hipotiroidismo”. El primero la dejó con la certeza de quedar sin lugar en relación con su hijo; el segundo puso en cuestión la bipolaridad y, por lo tanto, la causa genética de su enfermedad, aquello que explicaba lo que le pasaba y que imaginariamente la incluía en el sistema familiar. Esta época, en la que recrudeció su empeoramiento, fue el tiempo de la construcción de su casa; ella vivía en el obrador, casilla de madera precaria, a la que se refería como “el zanjón” o “el hoyo”. Fue un momento en el que las referencias a la muerte aparecían de manera reiterada, tanto por las ideas de suicidio como por las fantasías de que viviendo allí cualquiera podía matarla. Concretar el proyecto de una casa era fundamental y urgente, porque “casa” marcaba un lugar diferente a la serie: “en el zanjón”, “bajo el puente”, “en el hoyo”. La casa rompía la serie de la deriva y el despojo, su retirada del mundo, y parecía poder funcionar como un continente de ese cuerpo, que también había perdido. Cuando su casa tomó forma como para poder mudarse, con angustia manifestó no poder dejar de vivir “en el zanjón”. Mi intervención fue una pregunta: “¿En el zanjón o bajo el puente?”. “La desaparición de mi padre no la lloré nunca, ahora no puedo dejar el 108

lugar donde me parece estar con él.” Así hizo entrar al padre, aparecer al desaparecido, se hizo presente una ausencia que pasó a constituirse en la causa de sus padecimientos; lo que le permitió una cierta separación en ese momento fue que el despojo parecía haberse separado de su cuerpo. Llevó a cabo una pequeña ceremonia en la que se despidió de su padre en la lengua materna, dentro de la casilla de madera, antes de instalarse en su casa. De la causa genética pasó a ubicar este duelo eludido como la causa de su enfermedad. El valor de este pasaje está en haber podido localizar un objeto donde no lo había y salir, en principio, de la fusión con la muerte. Se detuvo un errar que parecía imparable. Hubo lugar para poder preguntarse “¿Cómo llegué a esto?”, en una búsqueda a veces desasosegada por hallar una explicación que no encontraba. Estableció una diferencia entre los numerosos años de análisis que tuvo en su vida y la experiencia de análisis que realizaba conmigo, a la que llamaba “psicoanálisis en la emergencia”: “Es diferente, no se trata de hablar solamente sino de decidir cosas prácticas”. Tiempo 2 En medio del trabajo que veníamos llevando a cabo, aparecieron nuevas contingencias: la muerte de dos hermanos en el lapso de quince días y la no renovación de su contrato de trabajo. Había trabajado mucho en la elaboración del proyecto que presentaba para ese año; no hubo respuesta, no hubo ninguna explicación. Su recaída, que se manifestó en no poder levantarse de la cama, estuvo mucho más vinculada al vacío provocado por la ausencia de trabajo que a las muertes de sus hermanos. La escritura de sus clases, de los informes y los proyectos tienen, evidentemente, un lugar fundamental para una vida posible. Actualmente su actividad está casi restringida a venir semanalmente al consultorio y a la consulta mensual con el psiquiatra, que le ha indicado un antidepresivo y no le ha provocado “efectos adversos”; por el contrario, le ha disminuido la “horrorosa” angustia. Su pregunta insiste: “¿Cómo llegué a esto?”, y aporta un dato que no teníamos: dos años antes de la fractura había consultado a un psiquiatra “porque todo había empezado a perder sentido para mí”. El trabajo, de todas maneras, continúa con un horizonte: “Encontrar los medios para poder vivir”.

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ALGUNAS CONCLUSIONES El caso presentado por Marisa Chamizo tiene no solo el valor dado por las estrategias de la analista en la dirección de la cura, sino el particular interés de conducirnos a una reflexión sobre la melancolía. Incluso, el de llevarnos a aventurar si muchos de los casos que pensamos como psicosis ordinarias (28) no son acaso formas melancólicas; tal vez porque muchas de ellas no siguen la forma clásica del desencadenamiento por la vía de la sincronía, respondiendo más a la lógica de la continuidad que al régimen discontinuo. Y, en todo caso, la clásicamente descripta por Freud como indudablemente psicótica (29) no se precipita tampoco por el encuentro con un padre, sino ante la pérdida de objeto. Pero, dejando un poco de lado la psicosis, claramente diagnosticable como un cuadro maníaco-depresivo típico –que en cierto sentido es la más inabordable de las psicosis–, ¿no nos ha resultado siempre difícil encuadrar otras formas melancólicas dentro de la psicosis? Por un lado, ubicamos allí la psicosis maníaco-depresiva clásica; por el otro, encontramos variaciones que siempre vacilamos en diagnosticar, optando por la ambigüedad de la denominación “paciente melancolizado”. Si la paranoia, la esquizofrenia y la parafrenia se dejan apresar en una clara definición gnoseológica, no ocurre lo mismo con estas formas melancólicas, salvo –como dije anteriormente– la que desarrolla el típico delirio de insignificancia, indignidad moral, etc. ¡Cuántos de esos otros casos se manifiestan en esas existencias en las que notamos ese paulatino desasimiento de todo aquello que enlazó la vida! Desenlace afín a lo que Miller y Laurent (30) ubicaron como progresivo desenganche del Otro en ciertas psicosis. La manera en la que Marisa finaliza la exposición del caso indica que la fractura del tobillo no ha sido el factor desencadenante; a lo sumo, en esa fractura se halla una anterior, no localizable ya que es gradual, aunque la precipite en un derrumbe casi imparable. El nombre “bipolar” indica su inclusión en la serie familiar de los que se van: los hermanos suicidas, el padre desaparecido y también la madre triste, añorando su tierra. Paradójicamente, esa inclusión es la que la excluye de la escena de un mundo que progresivamente pierde sentido, indicándonos el punto forclusivo de Φo, es decir, del falo, que expresa para Lacan aquello con lo que el sujeto identifica su ser vivo: “Es por su turgencia la imagen del flujo 110

vital en cuanto pasa a la generación”. (31)

MELANCOLÍAS En las melancolías, la pérdida de sentido no se acompaña, como en las otras psicosis, de perplejidad frente al S1, que luego da lugar a un abrochamiento a un sentido delirante, ya que esta psicosis no implica trastornos en el lenguaje, sino más bien en el lazo, de ahí que el término “desenganche” tenga tanta vigencia aquí. En La Ilíada se describe al melancólico Belerofonte, quien se consume en la tristeza evitando a los hombres. De la melancolía se habla desde hace veinticinco siglos, pudiéndose decir que este nombre acompañó a toda la civilización occidental. “Felicidad de estar triste”, decía Victor Hugo mostrando en este oxímoron el goce de tal padecimiento. Tantos y tantos pensadores vieron en el cuadro el desvelo creativo del poeta, la ganancia de los que rechazan el camino de la ascesis pero no el de la lucidez. Pero ¿cuál es la respuesta del psicoanálisis a las intuiciones del literato? Freud aisló los rasgos sintomáticos que más se imponen: depresión, inhibición, autorreproches, insomnio, rechazo a la comida. La melancolía dio lugar a la profundización y creación de conceptos en psicoanálisis que exceden el marco de esta afección. El melancólico sostiene que todo es vanidad; sus reproches cuestionan su valía y Freud se pregunta si acaso tuvo que enfermarse para llegar a tanta verdad. Es que los velos, los semblantes, los sentidos que le damos a la vida son necesarios para vivir; es necesario acallar verdades para existir mientras que, aquí, es todo eso lo que se derriba. Y la muerte, el sinsentido, la caída cobran una dimensión absoluta; todo es quimera, todo es objeto perdido. Ante una pérdida irreparable o un real irremediable todo se revela como vano. Stéphane Mallarme decía: “¡La carne es triste y he leído todos los libros!”, mostrando con esto la caída del mundo ficcional ante lo real del cuerpo. Por ello la tradición vistió la melancolía de negro y Durero la ilustró con ese rostro sombrío y la mirada perdida. Si la histeria y el sueño llevaron a Freud a la indagación sobre el deseo, la melancolía, en cambio, a la oscura satisfacción en el padecimiento, a la necesidad de castigo, a los estragos del superyó, a las fijaciones infranqueables, a las identificaciones más primarias, a la pulsión de muerte; en definitiva, a conceptos que trascienden el cuadro mismo y que se 111

encuentran en otras estructuras. Si tomamos dos de los momentos en los que Lacan se refirió a la melancolía, advertimos que, tanto en uno como en otro, se trata del tema del “desenganche”. En el Seminario 10, enfatiza la manera en que el sujeto se desamarra de la escena identificándose con el objeto a como desecho: El niederkommen es esencial en toda súbita puesta en relación del sujeto con lo que él es como a. No sin razón el sujeto melancólico tiene tal propensión, siempre llevada a cabo con una rapidez fulgurante, desconcertante, a arrojarse por la ventana. En efecto, la ventana, en tanto que nos recuerda el límite entre la escena y el mundo, nos indica lo que significa tal acto –de algún modo, el sujeto retorna a aquella exclusión fundamental en la que se siente. (32) En “Televisión”, (33) Lacan pondrá de relieve la ruptura del lazo bajo la forma de un rechazo del inconsciente, llamando “cobardía” a la posición de ser su desecho, lejos de reconocerse en su estructura. Dice Freud que, en la melancolía, la sombra del objeto cae sobre el yo, el que a partir de ese momento pasa a tratarse como un objeto, manteniendo con él una identificación narcisista en la que este así desaparece al devenir idéntico al sujeto. El estatuto de tal objeto ha constituido un problema para el psicoanálisis, pero creo que hay un término que revelaría algo de su dimensión. Freud utiliza la palabra “sombra”, que habla de la desaparición del brillo fálico del investimento del yo y de i(a). Se trata, entonces, de un aspecto del objeto en que la umbría solo dibuja su contorno, en el interior la negrura baña su cuerpo espectral. Esa sombra –dice Freud– cae sobre el yo, tomado por la inmensidad de esa mácula que ha borrado cualquier resplandor. Si la manía es el puro brillo sin sombra, donde lo que no funciona es el a, la melancolía es la sombra que opaca cualquier brillo, y es por ello que Lacan no duda en situarla como identificación con el objeto a como desecho. La evocación a la sombra también está presente en el origen griego de la palabra: melas (“negro”), kholé (“bilis”). Así, en la teoría hipocrática de los humores, se la asoció con la bilis negra como derivado del mal de Saturno, mórbido y desesperado. La paciente de Marisa Chamizo se nombra bipolar, identificándose con aquellos de su familia que se han ido; de manera afín, ella deja una larga y exitosa carrera profesional y progresivamente cae en un derrumbe. Claro que 112

el hecho de que reaccione de forma adversa a la medicación –la que se suministra a los bipolares– indicaría, o podría ser tomado interpretativamente, como signo de que ella –a diferencia de la familia– no es bipolar. La reacción adversa al medicamento, unida al hecho de ser la única en la familia nacida en la Argentina, podrá marcar cierta excepcionalidad en los destinos fatídicos. Una posible distancia aún mínima, un borde. La medicación resulta eficaz cuando ella, gracias al análisis, se separa del significante “bipolar” que la encadenaba a la familia; esto muestra que el efecto adverso operaba marcando una distancia cuando no la había. Como muy bien indica Marisa: ella está en los bordes y la posición de la analista será la de respetarlos. ¿Qué podemos decir los analistas de esos suicidios en cadena que se dan en algunos hermanos? Tal despojamiento me parece clave con relación a la melancolía, y por ello considero que muchos casos descriptos como psicosis ordinarias y que se inscriben en la perspectiva del desenganche, son formas de melancolía. Con la salvedad de que no podemos llamar “desenganche” a cualquier ruptura, riesgo que he notado en algunas presentaciones clínicas. Remarco lo que Marisa ubica como “desenganche”, y acuerdo plenamente con ella: “Decisiones que la conducen a despojarse sucesivamente de lugares, lazos y actividades que, por lo libidinizados, eran fundamentales en su vida”. Tal empuje iba unido a una concepción del mundo con una convicción cercana a lo delirante. El término “empuje” me parece fundamental para especificar el desenganche melancólico; si en la psicosis paranoica el “empuje a la mujer” resulta clave, aquí se trata de un empuje a dejar la escena. De ahí esa propensión a tirarse por la ventana como expresión de la migración abrupta del marco fantasmático. Ciertamente, los desenganches no son iguales al suicidio y no todos los suicidios se ejecutan por ese medio; mas esa estructura está allí presente, la ventana es utilizada también en el Seminario 10 como marco fantasmático. En la paciente, lo que detiene su eyección absoluta son sus ideales revolucionarios, es su ayuda a aquellos que están en los márgenes; tal vez en ello pueda articularse el S1 con el a. Encontramos así el primer término, el S1 en su identificación con el papel social de asistir a los desvalidos. Localizamos el segundo término, el a, en esos mismos seres eyectados que la preservan de no ser idéntica a ellos. Lo que funciona como suplencia es ese trabajo de integración, el proyecto de alfabetización en las comunidades indígenas, o la tarea en el hogar con niños con problemas de escolaridad, como manera de incorporación al mundo 113

de los excluidos. Tal suplencia sigue el mecanismo de la melancólica descripta en la Sección Clínica de Aix-Marseille y Atena Clínica de Niza en La psicosis ordinaria, bajo la forma de una sobreidentificación con el papel social. (34) Esa característica había sido ya observada por los psiquiatras alemanes Hubert Tellenbach (35) y Alfred Kraus y tal apreciación tiene mucho valor en el informe de la mencionada sección. Estos autores investigaron las particularidades de lo que denominan “estado premórbido” del paciente depresivo y aíslan el Typus melancholicus, cuyo rasgo saliente es el altruismo desusado y patológico. A comienzos de los años sesenta, definieron ese tipo de personalidad consagrada a vivir “para otros”. Efectivamente, si se habla de “sobreidentificación” es por tratarse de una identificación rígida con el papel social, cuyo carácter no dialéctico evidencia el rigor psicótico del cual emana. El comportamiento hipergnómico al papel social, es decir, su estilo moralista y sentencioso es hijo de tal rigor. Identificación con el ser literal del rasgo significante y no con su función de representación. Identificación carente de flexibilidad, que tal vez explique los sucesivos fracasos de la paciente en sus intentos con los trabajos en comunidades. Porque es sumamente fija al asignarle al sujeto un lugar inmutable: él es ese papel, caso contrario no es nada. Razón por la cual siempre están en riesgo de ser echados, abandonados, eyectados. (36) De ahí que Kraus ponga en entredicho el pensamiento corriente que considera que la “depresión endógena” se entienda clínicamente a partir de una modificación primaria del ánimo o afecto, acentuando más bien un proceso de despersonalización progresivo que inhibe el impulso. (37) Esta despersonalización no es vivenciada conscientemente por el enfermo sino que está actuando subrepticiamente desde su existencia prerreflexiva o vivida, como diría el último Husserl. De ahí esa sobreidentificación con el papel social como forma compensatoria ante el vacío de la existencia Frente a estas alternativas, Marisa Chamizo, en una admirable dirección de la cura, opta por orientarse por el sitial de los bordes. En la época actual, el hundimiento de la tradición con su valor vinculante y las vidas dependientes de la inserción en el mercado arrastran a los sujetos a caer cual desechos cuando no pueden ocupar un lugar en ese mercado o cuando son expulsados de la antigua inserción. Lo perdido cobra un valor único, irrecuperable. Basten como ejemplos los suicidios de ciertos sujetos al perder el empleo o los que irrumpen en cadena realizados por esos adolescentes convencidos de la futilidad de una existencia. 114

“Orden de hierro” es una afirmación de Lacan en la lección de su seminario de 1974 que le permite argumentar acerca del verdadero alcance de las transformaciones del orden simbólico en los últimos siglos. Con esta frase explica el carácter inflexible de un tipo de nominación en la que los sujetos adquieren identidad al ser “nombrados para” y donde sitúa el signo de una “degeneración catastrófica” como forclusión generalizada del Nombre del Padre. Para entender este fenómeno, basta reflexionar sobre un verbo de uso creciente: “convocar”; nótese la frecuencia con la que los sujetos lo utilizan: “fui convocado para”, y obsérvese también la satisfacción narcisista que emana de haber sido designados. Si es entonces lo social lo que adquiere función de nudo, no ser nombrado conlleva la amenaza de un desanudamiento, caída abrupta del sistema, riesgo inminente para ciertos sujetos.

ACERCA DE LA FORCLUSIÓN ESPERABLE Lacan habló de la “forclusión esperable” cuando sostuvo: “Hay una orientación pero esta orientación no es un sentido”. ¿Qué quiere decir esto? Retomo lo que dije la última vez sugiriendo que el sentido es quizás la orientación. Pero la orientación no es un sentido puesto que excluye el simple hecho de la copulación de lo simbólico y lo imaginario, que es en lo que consiste el sentido. La orientación de lo real, en mi propio territorio, forcluye el sentido. Digo esto porque anoche me preguntaron si había otras forclusiones además de la que resulta de la forclusión del Nombre del Padre. Es muy cierto que la forclusión tiene algo más radical. El Nombre del Padre es, a fin de cuentas, algo leve. Pero es verdad que eso allí puede servir, mientras que la forclusión del sentido por la orientación de lo real, pues bien, aún no hemos llegado a eso. (38) Si bien algunos podrían creer que el concepto de forclusión generalizada tendría allí su raíz, considero que Lacan se refiere a algo bien diferente, ya que forcluir el sentido por orientación de lo real no prosigue la línea del delirio, sino que, al contrario, cercena tal proliferación de sentido, ya que está orientada por lo real, fuera de sentido. Lo anterior se aclara si tenemos en 115

cuenta que en el seminario anterior Lacan había dicho que la realidad psíquica es religiosa, considerando que ella anuda lo simbólico, lo imaginario y lo real en Freud. (39) Al mismo tiempo, diferencia su nudo del freudiano, ya que él quiere un anudamiento en el que lo real pase por encima [surmonter] de lo simbólico; (40) ello no implica un imaginario dominio de lo real sino, creo, que el impasse que engendra lo real impide que proliferen los delirios psíquicos. Se puede delirar con el inconsciente y explicar todos los acontecimientos por su supuesta determinación, extralimitando así sus efectos. Tal vez por ello Lacan emparentó la realidad psíquica con la religiosa cuando se la cultiva en exceso. Traspasar la realidad psíquica como realidad religiosa consuena con el rechazo de Lacan a la identificación en el fin del análisis como identificación con el inconsciente. ¿Sería quizás entonces la forclusión de sentido aquella producida por el psicoanálisis? Se trataría así de un tipo de forclusión esperable, ya que la aspiración de Lacan es la de arribar a un sentido real, y ello supone una necesaria reducción de la profusión de sentidos: “Tal vez el análisis nos introduzca a considerar el mundo como lo que es: imaginario. Esto solo puede hacerse reduciendo la función llamada de representación. […] Lo real no es el mundo. No hay ninguna esperanza de alcanzar lo real por la representación”. (41) Cuidemos entonces de hacer una apología de la locura; la locura de cada uno, sí, pero bien reducida por su amarre a esos trozos de real frente a los cuales los delirios empalidecen.

1- Indart, J. y otros, Entre neurosis y psicosis. Fenómenos mixtos en la clínica psicoanalítica actual, Buenos Aires, Grama, 2009. 2- Freud, S., “La sexualidad en la etiología de las neurosis”, en Obras completas, t. III, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, pp. 260-261. 3- “Por fin discerní el valor de la perturbación intestinal para mis propósitos; ella representaba el pequeño fragmento de histeria que regularmente se encuentra en el fondo de una neurosis obsesiva” (Freud, S., “De la historia de una neurosis infantil [‘El hombre de los lobos’]”, en Obras completas, t. XVII, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 70). 4- “Puesto que la parafrenia a menudo (si no la mayoría de las veces) trae consigo un desasimiento meramente parcial de la libido respecto a los objetos, dentro de su cuadro pueden distinguirse tres grupos de manifestaciones: 1) las de la normalidad conservada o la neurosis (manifestaciones residuales); 2) las del proceso patológico (el desasimiento de la libido respecto de los objetos, y de ahí el delirio de grandeza, la hipocondría, la perturbación afectiva, todas las regresiones); 3) las de la restitución, que deposita de nuevo la libido en los objetos al modo de una histeria (dementia praecox,

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parafrenia propiamente dicha) o al modo de una neurosis obsesiva (paranoia)” (Freud, S., “Introducción del narcisismo”, ob. cit., p. 83). 5- Miller, J.-A. y otros, Los inclasificables de la clínica psicoanalítica, Buenos Aires, Paidós, 1999, pp. 323-327. 6- El perspectivismo en Leibniz, y también en Nietzsche, no es relativismo. No es una variación de la verdad según el sujeto, sino la condición por la cual la verdad de una variación se presenta al sujeto. Esa es la idea misma de la perspectiva barroca. 7- Lacan, J., El seminario, libro 20: Aun, ob. cit., p. 140. 8- Véase al respecto el análisis detallado que hace Deleuze sobre Leibniz y el Barroco, en Deleuze, G., El pliegue, Barcelona, Paidós, 1989. 9- Miller, J.-A., “Los signos del goce”, en Los cursos psicoanalíticos de J.-A. Miller, Buenos Aires, Paidós, 1998, p. 378. 10- Miller, J.-A. y otros, Los inclasificables de la clínica psicoanalítica, ob. cit., p. 397. 11- Lacan, J., “El saber del psicoanalista”, ob. cit. 12- Freud, S., “El malestar en la cultura”, ob. cit., p. 139. 13- Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Madrid, Istmo, 1998. 14- Lacan, J., Hablo a las paredes, ob. cit., p. 106. 15- Maleval, J. C., La forclusión del nombre del padre, Buenos Aires, Instituto Clínico de Buenos Aires-Paidós, 2002. 16- Nasio, J. D., Los ojos de Laura, Buenos Aires, Amorrortu, 1997. 17- Miller, J.-A., Trece clases sobre el hombre de los lobos, Buenos Aires, USAMedita, 2010, p. 33. 18- Amadeo, D., “Prólogo”, en J.-A. Miller, Trece clases sobre el hombre de los lobos, ob. cit. 19- Miller, J.-A. y otros, La psicosis ordinaria, ob. cit. 20- Lacan, J., “Tratamiento posible de la psicosis”, en Escritos 2, ob. cit., p. 256. 21- Ibíd., p. 256. 22- Me referiré en particular a esta psicosis en los capítulos siguientes. 23- Lacan, J., El seminario, libro 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, ob. cit., p. 62. 24- Freud, S., “De la historia de una neurosis infantil”, ob. cit., pp. 78-79. 25- Lacan, J., “Respuesta al comentario de Jean Hyppolite”, en Escritos 1, ob. cit., p. 373. 26- Freud, S., “Sobre un caso de paranoia descripto autobiográficamente”, en Obras completas, t. XII, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 66. 27- Miller, J.-A. y otros, La psicosis ordinaria, ob. cit., p. 18. 28- Me baso en la definición de “psicosis ordinaria” que indica que esta –entre otras cosas– no sigue la línea de un desencadenamiento clásico y que se caracteriza por paulatinos desenganches del Otro; véase Miller, J.-A. y otros, La psicosis ordinaria, ob. cit. 29- Freud, S., “Duelo y melancolía”, en Obras completas, t. XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 246. 30- Miller, J.-A. y otros, La psicosis ordinaria, ob. cit., pp. 325-341. 31- Lacan, J., “La significación del falo”, ob. cit., p. 672.

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32- Lacan, J., El seminario, libro 10: La angustia, ob. cit., p. 123. 33- Lacan, J., “Televisión”, ob. ci., p. 107. 34- Miller, J.-A. y otros, La psicosis ordinaria, ob. cit., pp. 39-43. 35- Tellenbach, H., Melancolía, Madrid, Morata, 1976. 36- No es casual que Tellenbach y Kraus fuesen lectores de Heidegger, quien –sabemos– se refirió al modo existenciario del fenómeno de “la caída” y del “estado deyecto”. 37- Kraus, A., “La especificidad del estado de ánimo y de la angustia en la melancolía”, Revista Chilena de Neuropsiquiatría, nº 36, 1998, pp. 194-204. 38- Lacan, J., El seminario, libro 23: El sinthome, ob. cit., pp. 119-120. 39- Lacan, J., “RSI”, Seminario 22, clase 11/02/1975, inédita. 40- Lacan, J., “RSI”, Seminario 22, clase 13/01/1975, inédita. 41- Lacan, J., “La tercera”, ob. cit., p. 166.

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Capítulo 10 Intersecciones filosóficas LACAN Y SCHOPENHAUER Si en la obra de Freud las marcas de Arthur Schopenhauer están presentes al punto de ser uno de los filósofos más citados, en Lacan su referencia está ausente. Sin embargo, si nos retrotraemos, por ejemplo, al Seminario 7, encontramos una concepción del mal que guarda profundas similitudes con la expuesta por el filósofo alemán. Asimismo, en el giro que se produce en Seminario 10 (1) en la conceptualización del deseo resuenan los ecos del Mundo como voluntad y representación. (2) Es que en tal viraje, Lacan dejará lo que podría entenderse como una apología del deseo para, remitiéndose al orientalismo, ubicar su carácter ilusorio, vacuo, evanescente. Será la satisfacción lo que más importa, y por ello en el seminario siguiente se diferenciarán los deseos ligados a ella de aquellos que solo parten de la falta y de la prohibición. (3) De ahí esta sugerente apreciación de Miller a propósito de su primer acercamiento a Lacan: Si me había sorprendido la palabra “falta” fue en efecto porque concentraba eso de lo que tenía conocimiento de la elaboración de Lacan y le daba la base de su teoría del deseo, incluso, salvo revisión, de toda teoría del deseo. ¿Acaso diré sin excepción? Seamos prudentes, quizás haya una gran teoría del deseo que prescinda de ella. (4) Vayamos ahora a Schopenhauer para desarrollar fundamentalmente el primer punto considerado. Para Schopenhauer, el mal es la voluntad como esencia del mundo mismo, abreva en un querer, ciego e ilimitado. Siguiendo las doctrinas orientales, el filósofo alemán considera que el hombre es 119

esclavo de un deseo como apetito irrefrenable con el que se consume en pos de una felicidad imposible, ya que tal cadena conduce a un permanente desasosiego. (5) El pesimismo de Schopenhauer se funda en que las pretensiones humanas son ilimitadas, los anhelos inagotables, los sueños satisfechos engendran, una y otra vez, nuevas aspiraciones y nada harta la codicia, nada pone término a esas exigencias, nada colma “el abismo sin fondo del corazón”. (6) Es el tiempo el que revela la vanidad y la nada de todos los objetos de la voluntad; bajo la forma temporal, la vanidad de las cosas se nos muestra en su fugacidad: La vida para cada individuo tiene una enseñanza, y es que los objetos de su querer son engañosos, desconocidos y decrépitos y causan más dolores que alegrías hasta el instante en que la vida se derrumba en el mismo terreno en que se alzaban estos deseos. Y en ese momento viene la muerte, como último argumento, a acabar de convencer al hombre de que todas sus aspiraciones y toda su volición no son más que error y locura. (7) Como dice Silvio Maresca, (8) la operación de Schopenhauer consiste en que, a la vez que mantiene inalterable la estructura básica de la metafísica occidental –que Heidegger ha denominado “ontoteología”–, a saber, la remisión del conjunto de lo existente a un fundamento primero y último del que todo depende, concibe ese fundamento como una naturaleza menesterosa y fallida, como un verdadero monstruo repugnante. Allí donde toda la tradición metafísica situaba a Dios y, con él, al sumo bien, Schopenhauer ubica una voluntad irracional e indigente, cuya única “finalidad” es alcanzar una satisfacción que por naturaleza le está vedada. Metafísicamente hablando, el mal lo inunda todo; sus alcances son tan vastos como los del fundamento del cual todo depende. Schopenhauer parte de la concepción kantiana de la cosa en sí, pero esta se encuentra lejos de ser un lugar vacío: está ocupada por una voluntad que, despojada de toda racionalidad, recae en la esfera de las inclinaciones más bajas. Puro apetito, desprovisto de razón. El mal es omnímodo porque la voluntad es el mal; su identificación con la cosa en sí nos retrotrae a Kant y al viraje introducido por su pensamiento. A grandes rasgos, podemos decir que de Sócrates a Leibniz el racionalismo incide en la reflexión ética al extremo de determinarla. Platón supone que hay 120

un conocimiento acabado del bien, y que, a partir de dicho conocimiento queda trazado el camino para la acción correcta. La respuesta a la pregunta “¿Qué debo hacer?” está subordinada a la respuesta previa a la pregunta “¿Qué puedo saber?”, en la que se sostiene que con el saber es posible alcanzar lo absoluto. La célebre ecuación “ciencia = virtud = felicidad” que caracteriza el intelectualismo socrático y que rompe transitoriamente Aristóteles, (9) se reinstala después hasta Kant. Nietzsche ve acertadamente en ese intelectualismo al responsable del divorcio entre la filosofía y el arte; supremacía, en definitiva, de un logos que hará extinguir a la tragedia. Este racionalismo cobrará mucho más tarde su marcada expresión en la convicción enunciada por Spinoza: el orden y la conexión de las ideas son los mismos que el orden y la conexión de las cosas. Kant marca a fuego un punto de viraje que interesa al psicoanálisis y, por ello, en este punto, como piensa Lacan, es más verdadero que Spinoza. La Crítica de la razón pura tiene un sentido negativo, pues limita las pretensiones de la razón. Después de Kant, la razón no podrá sostener que conoce a través de un saber teórico la totalidad, lo absoluto, lo incondicionado. La Crítica de la razón pura tiene también un sentido positivo ya que, al limitar las pretensiones de la razón en el plano teórico, abre la posibilidad de su uso en el plano práctico, es decir, en el plano que interesa a la ética. El problema ético ya no se dirime en torno al conocimiento teórico de lo absoluto, porque para el conocimiento teórico lo real es inaccesible. La acción se independiza así del yugo gnoseológico alcanzando autonomía. Lejos del intelectualismo socrático, la fractura en la equivalencia entre ciencia, virtud y felicidad será irrevocable. No es posible abordar la Crítica de la razón práctica sin situar el límite de la razón en el plano teórico, es decir, la cosa en sí. La ética abre la posibilidad de un acceso al real incognoscible, edificándose en los confines del saber especulativo en los que el acto se nutre ya no del saber, sino de su límite. Dice Kant: “En cuanto vivimos moralmente participamos del mundo noumenal frente al cual la razón pura había tenido que confesar su impotencia”. (10) Encontramos una secuencia similar en el pensamiento de Lacan. En la primera parte de su enseñanza, el significante tiene un carácter iluminista, la sombra de la razón es atribuida a una sola resistencia: la del analista. Miller advierte que el primer algoritmo lacaniano desconoce la experiencia de lo 121

real en la medida en que lo simbólico tiene un papel rector. (11) El Seminario 7 introduce una ruptura, ya que es un hito capital en la construcción de lo real. Dedicado a la ética, nos muestra así que ella abreva en lo real. “Mi tesis –dice Lacan– es que la ley moral se articula con la mira de lo real como tal, de lo real que puede ser garantía de la Cosa.” Su primer esbozo toma como referencia el das Ding kantiano articulado ya por Freud con el complejo del semejante. A diferencia de Kant, para Lacan el núcleo opaco de la cosa es su cara de goce no considerada en la filosofía. Sin embargo, la filosofía le ha dejado algunas huellas: el idealismo alemán, canto y exaltación de la voluntad ¿no se erige acaso en el campo del dominio de la razón práctica que abre Kant, en el que el hombre no está sujeto al encadenamiento de las causas y de los efectos del mecanicismo científico? Dibujado el ámbito de das Ding, se abre la ley moral kantiana, el abismo del misterio maléfico del Dios de Schelling, la voluntad de Schopenhauer identificada incluso con la cosa en sí, el “así fue, así lo quise” nietzscheano, como topos no teoréticos articulados con el querer del goce. Pero fue principalmente Schopenhauer el que cuestionó el optimismo ilustrado (antes que Nietzsche) y la fe iluminista como orden simbólico, dándole densidad al tema del mal. Vale recordar la importancia que le da Miller al giro que efectúa este filósofo. (12) Adversario del idealismo alemán, Schopenhauer hace una lectura de “la cosa en sí” kantiana que presenta afinidades con la de Lacan: das Ding es para Lacan “ley de capricho” y, en el fondo, “objeto malo”; (13) para el filósofo, voluntad que, despojada de toda racionalidad, abreva en el apetito. Así, el mal es voluntad ciega, en el núcleo de las cosas. Encontramos en el Seminario 7 a un Lacan cercano al filósofo alemán; allí aparece la primera formulación del goce, en la que es equiparado directamente con el mal. (14) Tal homologación toma como apoyatura la letra freudiana: “Si continuamos siguiendo a Freud en un texto como ‘El malestar en la cultura’, debemos formular lo siguiente: que el goce es un mal. Freud nos lleva de la mano, es un mal porque entraña el mal del prójimo”. (15) El mal y el goce quedan así aunados en disyunción con el amor: constituyen su obstáculo más poderoso, su límite, su más cara objeción. Respecto del amor en su particularidad, el goce del partenaire lo pondrá siempre en jaque, y acaso sea en el instante en el que en el baile de disfraz los amantes se sacan las máscaras cuando emerja su verdadero rostro: él no era él, ella tampoco. La caída de la idealización es coetánea con la manifestación 122

de esa cara del otro, extraña a la propia: “El goce de mi prójimo, su goce nocivo, su goce maligno, es lo que se propone como el verdadero problema para mi amor”. (16) Tal vez haya un salto en significar ese goce como necesariamente maligno, al no hacer pareja con el propio. Por otra parte, Lacan no habló solo de un tipo de goce; de hecho, hay goces que no se identifican con el mal, pero esto surgirá más tarde en su enseñanza. Tanto Freud como Lacan desbrozan los fundamentos del mandamiento “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” y concluyen que, si tal precepto existe aun antes del cristianismo, es para combatir una realidad que lo contradice por completo: “El hombre intenta satisfacer su necesidad de agresión a expensas de su prójimo, de explotar su trabajo sin compensación, de utilizarlo sexualmente sin su consentimiento, de apropiarse de sus bienes, de humillarlo, de infligirle sufrimiento, de martirizarlo y de matarlo”. (17) En suma, Freud hace suya la célebre frase de Plauto: “El hombre es el lobo del hombre”, tan afín, también, al pensamiento de Hobbes. En la primera parte de su enseñanza, Lacan no comparte el pesimismo de Freud. Miller sostiene que eso se debe a haber tomado como filósofo no a Schopenhauer sino a Hegel: “Así como yo decía que podíamos establecer un orden según el cual hay un Hegel que ríe y un Schopenhauer que llora, pues bien, en el seminario de Lacan, tenemos un Lacan que ríe y un Lacan que llora”. (18) Su optimismo inicial se quiebra en el Seminario 7, donde encontramos una cercanía con Schopenhauer.

DESCARTES, ISABEL Y LO QUE FREUD ESCUCHÓ El psicoanálisis nació a partir del célebre encuentro de un médico con las histéricas de antaño y esa cita tuvo como precedente las preguntas que una princesa dirigió a la teoría cartesiana. Pero fue Freud y no el filósofo –más de dos siglos después– quien respondió a esa interpelación con un descubrimiento que sacudió al mundo y que, en verdad, sin Descartes no habría sido posible. La correspondencia que este último mantuvo con Isabel transcurrió de 1643 a 1649. Se trató de un intercambio fructífero que dio lugar a su último escrito, Tratado de las pasiones. (19) Ella, joven de apenas 24 años, logró conmover las elaboraciones cartesianas al extremo de que, probablemente, sin su influencia nada sabríamos acerca de qué lugar tienen la moral y la pasión en su filosofía. Hubo amor, sin duda, y también atracción 123

sexual de Descartes hacia ella, contacto no consumado que derivó en una relación epistolar que reúne veintiséis cartas de la princesa y treinta y tres del filósofo: El privilegio con el que me honra Vuestra Alteza al remitirme una carta con sus órdenes supera con mucho a lo que yo nunca me habría atrevido a esperar y muestra mayor benevolencia para con mis defectos que ese otro privilegio al que con tanto fervor pretendía, y que era recibir esas mismas órdenes de sus labios. […] Y al oír palabras más que humanas saliendo de un cuerpo tan semejante al que los pintores dan a los ángeles, hubiera sentido un arrebato como el que sin duda deben experimentar aquellos que acaban de llegar al cielo tras la terrenal estancia. (20) Isabel es muy diferente a las “mujeres sabias” del siglo XVII, esas tan satirizadas por Molière, ya que su amor al saber no se basa en hacer de ese saber adorno de fiesta, sino en encaminarlo hacia la verdad para aplicarlo a la vida. Vive el destierro, ya que su padre pierde la corona cuando ella es pequeña (21) y luego muere de peste cuando ella es adolescente. Por lo tanto, su educación de princesa no fue limitada por las severas dificultades que tuvo que atravesar la familia. Descartes admira la fortaleza y la cultura de esa joven conocedora de diversas lenguas, amante de las ciencias y carente de la frivolidad y del glamour comunes a la gente de alta cuna. Reseñemos lo esencial de las ideas del padre de la filosofía moderna para ubicar los puntos nodulares en los que se detiene Isabel al marcar el límite interno de este pensamiento. Con Descartes se consolida la edificación de la subjetividad, en la que se impone la primacía del pensar bajo la forma de la certeza indubitable. La res cogitans y la res extensa se separan, quedando así el cuerpo ajeno al cogito, objeto ahora sí de la ciencia médica, ya que antes no podía ser objetivado para tratarse con inusitados experimentos por ser uno con el alma. (22) Lejos de la concepción aristotélica que, tomando como modelo el organismo animal, definía al hombre como animal racional, el hombre cartesiano se equipara a la máquina, cuya única diferencia con otras es que se trata de una máquina que siente. Descartes busca un extremo, una evidencia. No anhela tanto saber, sino adquirir un punto de apoyatura para ver claro en sus actos y caminar seguro en la vida. Su andadura no es independiente del cogitar sino que hace al cogitar mismo; saber tiene de sobra, no carece de sapiencia, pero de ella no 124

puede obtener certeza. Ella se alcanzará a partir de un nuevo método, diferente al de la silogística clásica; no se tratará de un ordenamiento y demostración de principios ya establecidos, sino un camino para la invención y el descubrimiento. Dudando de todo no puede dudar de que duda y es en la duda donde encuentra evidencia, ella ha producido un vaciamiento. Cogitar – dice Lacan– es limpiar; la certeza emana de un pensar en el que los pensamientos han sido eyectados. La metafísica de Descartes es para mí una metafísica del acto de enunciación: existo, pero ¿por cuánto tiempo? El proceso debe repetirse, nada queda asegurado sin ese acto de continuo vaciamiento, consecuencia de haber evacuado las representaciones que lo precedieron. De ahí la búsqueda de un Dios como pilar de estabilidad y garantía para no volver una y otra vez sobre el autorrepresentarse, mismidad de la autoconciencia. Porque: “El yo soy, yo existo, es necesariamente verdadero cada vez que lo pronuncie”. (23) Como consecuencia de haber ejercido la duda, ese ser no es más que subjetividad pura, es decir, una cosa que afirma, que quiere, que niega, etc.: “Pero entonces, ¿qué soy? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Es decir, una cosa que duda, que concibe, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que también imagina, y que siente”. (24) Por ello afirma Silvio Maresca que el cogito se yergue solo en el mundo como pura autoconsciencia pensante: “La cárcel de la mente ha levantado sus muros y labrado la llave para cerrar sus puertas”. (25) Me he persuadido, empero, de que no había absolutamente nada en el mundo, de que no había cielo ni tierra, ni espíritu, ni cuerpo alguno; pero entonces ¿no me he persuadido también de que yo no era? Ciertamente no; sin duda que yo era, si me he persuadido, o si yo he pensado algo. (26) En contraposición, para el “ultimísimo” Lacan, es la materia la que funda la mismidad y ella queda del lado del cuerpo como sustancia. (27) Por ello, en esta etapa de su enseñanza no hablará ya más de sujeto; es el cuerpo el que le da la consistencia esencial al ser humano, el cuerpo ya no dócil al significante. Para Descartes, pensar será ahora tener “ideas” y esto es una novedad terminológica típicamente cartesiana. En la escolástica tal término estaba reservado a la esencia o arquetipo de las cosas subsistentes en la mente de Dios. A partir de Descartes, la idea será la forma de un pensamiento, por la 125

inmediata percepción de la cual soy consciente de ese pensamiento. Resta el cuerpo que se resiste a quedar apresado en esas rejas y que se hará oír en la boca de la princesa. Sigamos analizando las Meditaciones para entender la manera en la que la joven detecta el problema crucial del cartesianismo. Si mi certeza proviene de un dudar desértico de lo que antes lo habitaba, ¿cómo estar seguro de una verdad? Hay un ansia de Dios en el cartesianismo, y en ningún lugar es más patente que en las Meditaciones; pero se destacan sus características bien diferentes de las del Dios judeocristiano. (28) El Dios del filósofo no es engañador; igual que el de Albert Einstein, no hace trampas y garantiza la verdad; es un Dios puro, que no toca el cuerpo. No es el Dios cristiano que ilumina con el amor caritas; tampoco es Yahvé, quien en ocasiones se comunica con el hombre y manifiesta su querer como voluntad arrasadora. Tal diferencia es la que subleva a Blaise Pascal. La historia explícita del Dios de los filósofos y el de la fe religiosa comienza con esa pequeña hoja de pergamino que él escribió y que fue encontrada pocos días después de su muerte, llamada “Memorial”. Dice: “Fuego, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el de los filósofos y los sabios”. El matemático y filósofo Pascal había experimentado al Dios vivo, al Dios de la fe, y en tal encuentro vivo con el tú de Dios, comprendió, con asombro manifiestamente gozoso y sobresaltado, qué distinta es la irrupción de la realidad de Dios en comparación con lo que la filosofía matemática de un Descartes, por ejemplo, sabía decir sobre Dios. Lacan contradirá a Pascal al manifestar que, de todos modos, ese es el Dios de los filósofos, ya que la teoría ha desplazado a la teología y su comunidad se revela en la raíz de ambos términos: teoría-teología. (29) Es que –pese a la restitución pascaliana– el cogito parece haber limpiado de materialidad también a Dios. Si a Pascal lo aterra el silencio eterno de los espacios celestes es porque lo divino ha dejado de hablar en esa inmensidad. Y si el Marqués de Sade supone que la naturaleza quiere el mal como voluntad de goce, ese no es más que el intento por hacer existir un Otro allí donde reina la oquedad. La modernidad, con el desarrollo de la ciencia, parece, según la feliz expresión de Silvio Maresca, (30) haber abismado más que nunca lo real. Luego de haber demostrado la existencia de este Dios tan formal que se iguala con el orden matemático mismo, Descartes se dedica a situar la esencia 126

de las cosas materiales. Pero el cuerpo no responde a las ideas claras y distintas que le han permitido arribar a los puntos de apoyatura que necesita; es rebelde, reacio a la luz que ha iluminado el cogito. Los pilares de la certeza se derrumban, del cuerpo se tienen ideas adventicias que se distancian del ansiado resplandor, la separación se ha consumado. (31) El cuerpo sí será objeto de representaciones matemáticas que no se escapan de la mente y que tienen asegurado un correlato isomórfico en la materia; es que el universo está escrito en caracteres matemáticos. Sin embargo –conservando aquí la tradición escolástica–, necesitará afirmar la unión entre la cosa extensa y la cosa pensante diciendo que se hallan entremezcladas y que de ello tiene “total seguridad”. Empero, tal afirmación no obedece ya a la duda metódica, en la medida en que no se ha partido de ideas claras y distintas sino adventicias que abrevan en suelo oscuro y confuso. Del mismo modo será permanente su rechazo a homologar su identidad en otra cosa que sea diferente de su mente, de su pensar, de su intelecto, aun luego de admitir la unidad entre la res cogitans y la res extensa. Isabel lee las Meditaciones (32) y reflexiona particularmente sobre la cuestión del alma y del cuerpo: ¿cómo es que la res cogitans puede influir sobre el cuerpo siendo ambos sustancias diferentes? Es que ella capta la imposible juntura, la falacia de una pretendida unión una vez que la separación entre estos términos se ha consumado. Pero no solo advierte la paradoja, sino que aventura una hipótesis de profundas afinidades con el pensamiento de Nietzsche y de Freud: También a mí me parece que los sentidos me muestran que el alma mueve al cuerpo, más no me instruyen (como tampoco lo hacen el entendimiento y la imaginación) acerca de la forma en que lo hace. Ello es lo que me mueve a pensar que el alma tiene propiedades que no conocemos y pudieran, quizás, trastocar esa carencia de extensión del alma de la que, con sus excelentes razones, me convencieron vuestras Meditaciones metafísicas. (33) ¿No intuye acaso la joven la corporeidad que habita en la “idea”? Sin embargo, Descartes, aun dando lugar a la suposición, forma parte de los “despreciadores del cuerpo” –según la célebre expresión nietzscheana– ya que se esforzará en distanciar el pensamiento de la extensión: “Le será fácil pensar que esa materia que ha atribuido al pensamiento no constituye el 127

pensamiento en sí y que la extensión de esa materia es de naturaleza diferente a la extensión del pensamiento” (34) y “aunque queramos concebir el alma como algo material (lo que equivale a concebir su unión con el cuerpo) no tardamos mucho en caer en la cuenta de que puede separarse de él”. (35) La princesa tiene síntomas y busca también en Descartes, según sus palabras, a un “médico del alma”, alguien que la ayude a reglar su vida. Progresivamente, en las cartas la pregunta de Isabel será sobre sus aflicciones, no anhela tanto la necesidad de certeza que anima la búsqueda cartesiana como la respuesta sobre sus padecimientos. El “filósofo de la luz” estaba seriamente preocupado por las sombras que sobre él proyectaban los agudos comentarios de Isabel. Porque la pregunta de la princesa excede el marco epistémico, concierne a sus más profundas dolencias, ya que padece diversos síntomas: problemas estomacales y respiratorios, estados depresivos, fiebres a repetición. Descartes capta que estos no se resuelven desde la medicina, pues provienen de las enfermedades del alma, anticipando así, al menos en un punto, el descubrimiento freudiano. Claro que Descartes no es Freud –aunque Isabel tenga tantas semejanzas con nuestras conocidas histéricas–: por momentos intenta hacer de la princesa una heroína corneilleana. Es suficiente –le dice– que por la fuerza de su virtud tranquilice su alma, a pesar de las desgracias de la suerte. Son interesantes las réplicas de la princesa, ya que marcan siempre una hiancia entre la teoría cartesiana y la práctica; sus síntomas no obedecen al imperio de la razón e inspiran la escritura del Tratado de las pasiones. En la correspondencia entre el filósofo y la princesa encontramos la eficacia de la transferencia amorosa cuando ella le pide que le escriba, diciéndole que solo sus cartas son un antídoto contra la melancolía. En el Tratado de las pasiones, Descartes se encaminará hacia una pragmática donde las pasiones no se rechazan sino que se utilizan en un tratamiento consistente en una “reducción psicológica” y una “simplificación lógica”. Habrá derivación: Descartes sostiene que de los defectos pueden nacer las virtudes. El uso de las pasiones implicará inhibición, pero esta no equivale a dominarlas, intentando hacerlas desaparecer. Así, mientras la tradición filosófica y cristiana planteaba la necesidad de rechazarlas, Descartes reconoce que los hombres a los que ellas pueden afectar más “son los que tienen más posibilidades de gozar de esta vida”. (36) Todo dependerá del uso que de ellas se haga, y es así como el “saber hacer con el síntoma” se inscribe en este linaje. 128

Sin embargo, la inclusión de las pasiones no elimina el dualismo concretado: “Una vez consideradas todas las funciones que corresponden únicamente al cuerpo es fácil saber que en nosotros no queda nada que debamos atribuir a nuestra alma, excepto los pensamientos”. (37) Será Freud quien con sus conceptos de trauma y de pulsión dará un paso fundamental en la conmoción de la “cárcel de la mente” (38) inaugurada por Descartes. Y no solo por definir la pulsión como concepto límite entre lo psíquico y lo somático sino en marcar sus afinidades con el trauma. Es que el trauma agujerea la cárcel de la mente, abre una grieta que no se cierra; de ahí la descripción que hace Freud, al situarlo como aquello que perfora la protección antiestímulo. (39) En la “29ª Conferencia”, Freud considera la falla de la función del sueño como realización de deseos, y no es casual que esta formulación surja con posterioridad al explícito descubrimiento del más allá del principio de placer: Al par que el durmiente se ve precisado a soñar, el relajamiento de la represión permite que se vuelva activa la pulsión aflorante de la fijación traumática, falla la operación de su trabajo de sueño, que preferiría transmudar las huellas mnémicas del episodio traumático en un cumplimiento de deseo. (40) La pulsión nunca fue pensada por Freud como puramente psíquica (sí, en todo caso, como concepto límite entre lo psíquico y lo somático), y siempre planteó exigencias a la tramitación representacional, haciendo caer cualquier pretensión de equiparar el psicoanálisis con el idealismo. Evoquemos esta contundente cita: “En la medida en que esta exigencia pulsional es algo real (Real) puede reconocerse también a la angustia neurótica un fundamento real”. (41) Lo real, entonces, quiebra el principio de placer como reducción de la excitación, y hace fracasar el placer articulado con las ficciones del deseo. La sexualidad es disarmónica, irruptiva, traumática y antihomeostática. En contraposición a ella, Freud vinculó siempre la defensa con la ley de la constancia; es decir, ante la emergencia de la sexualidad, aquella intenta mantener “lo más bajo o al menos constante la suma de excitación”. De ello se extrae una consecuencia capital: el principio de placer es la defensa frente a la sexualidad y otro nombre de la “cárcel de la mente”. Y su fracaso, el síntoma. Tal deducción conduciría a otra aún más sugerente, ya que si el 129

inconsciente está regulado por el principio de placer, se infiere que el mismo inconsciente es defensivo respecto de la sexualidad. Recordemos que Lacan piensa la identificación al síntoma en el fin de análisis como una identificación que va más lejos que la de aquella dirigida al inconsciente. (42) La defensa es epicúrea, ya que quiere la reducción del estímulo, la calma hedonista, la salud conservada, y es movilizada por una cantidad, proveniente de la vida sexual, que amenaza por su exceso con disolver la ley de la constancia. El síntoma como exigencia de la pulsión [Zwang] derrota la defensa, indicando que la carga no puede ser debilitada por el placer negativo. Vuelve imposible la ataraxia, subvierte el ideal de salud. La primera idea freudiana de la cura es bien diferente de aquella final, enunciada en “Análisis terminable e interminable”. Freud cree en una primera instancia en una tramitación completa, lograda gracias al lenguaje, mediante el cual la carga puede ser “abreaccionada”, y la idea despojada de intensidad, olvidada. En este sentido, el tratamiento quiere lograr lo mismo que la defensa: que impere el principio de placer, liberación del afecto, ataraxia epicúrea. Abandonado este método por el del desciframiento inconsciente, el intento de todos modos se mantiene. Y así como el síntoma testimonia el fracaso de la defensa, las resistencias en el análisis testimonian el fracaso de la cura entendida como dominio de lo simbólico sobre lo real. En “Análisis terminable e interminable”, hay un Freud más advertido acerca del obstáculo, con una desconfianza relativa al fin de análisis apoyada en los empujes del factor cuantitativo que se pueden desencadenar, pudiendo entonces resurgir la neurosis. (43) Lo que lo inquieta es la pulsión. Afirma que no es deseable hacerla desaparecer; entonces, habrá que pensar en un yo capaz de admitirla. No obstante, si este se relaja, las pulsiones domeñadas presentarán sus exigencias, aspirando a su satisfacción por caminos anormales. Reconociendo, de este modo, “el poder incontrastable del factor cuantitativo en la causación de la enfermedad”, el punto crucial será el de la relación entre el yo y la pulsión. Así, la temática del fin de análisis no puede pensarse sin considerar la identificación y el goce. Freud se pregunta si el análisis no producirá un estado que nunca preexistió de manera espontánea en el interior del yo, y cuya neocreación constituye la diferencia esencial entre un hombre analizado y uno no analizado. Denomina “operación genuina de la terapia analítica” a una modificación en el yo que conduciría a una rectificación del proceso represivo originario. 130

Tal “rectificación” tendría hondas consecuencias en la economía del placer. Para comprender este punto subrayaré que la defensa es amiga del principio de constancia. Esta conclusión no se circunscribe a los primeros textos de Freud. En “La represión”, afirma: “Recordemos que la represión no tenía otro motivo ni propósito que evitar el displacer. […] Por tanto, si una represión […] no consigue impedir que nazcan sensaciones de displacer o angustia, […] ha fracasado aunque haya alcanzado su meta en el otro componente, la representación”. (44) En “Inhibición, síntoma y angustia”, profundiza el punto concerniente a la satisfacción. Afirmando que por obra del proceso represivo el “placer de satisfacción que sería de esperar” se muda en displacer, se pregunta cuál es el mecanismo por el que una satisfacción sufre tal desenlace. A consecuencia de la represión, el decurso excitativo del “ello” es inhibido o desviado; para conseguirlo, al “yo” le basta con “emitir una señal de displacer […] con ayuda de la instancia casi omnipotente del principio de placer”. (45) Se infiere que la represión apela al principio de placer para inhibir o desviar ese “placer que sería de esperar” y que no cae bajo el imperio del placer negativo; la rectificación del proceso represivo mencionada por Freud debería consistir en la posibilidad de admitirlo. Tal consentimiento implica una necesaria modificación en el yo, que conduce a que pueda albergar el placer antihomeostático de la pulsión. Considero que este punto tiene una clara relación con la identificación al síntoma como identificación a lo más real, a su cara más rezagada, a su aspecto más pulsional. Este desenlace no sería posible sin la perturbación de la defensa a la que se refiere Miller como lo más intrínseco de la interpretación analítica. En el seminario “La experiencia de lo real en la cura psicoanalítica”, (46) dice que tal turbación es la que introduce la presencia misma del analista, haciendo resonar la pulsión. Miller diferencia allí dos aspectos de la interpretación: el ligado al desciframiento y el ligado a contrariar la defensa. Estos se articulan con el doble trabajo de la interpretación al que se refiere Freud en “Análisis terminable e interminable”, (47) cuando asevera que en un caso se trata de hacer consciente lo inconsciente y en el otro, corregir algo del yo. Si tal rectificación es fundamental para que este pueda conciliarse con la pulsión, ¿acaso no nos anticipa Freud la importancia de una nueva identificación en el fin de análisis? ¿Una puerta en la “cárcel de la mente”? Detengámonos en este punto. ¿No ha hecho Freud una crítica a los imperativos culturales que 131

sofocan nuestras pulsiones? ¿Acaso esta sería una época en la que la pulsión, lejos de sufrir el destino de la represión, perdería toda sujeción? La posición de Freud no es la de privilegiar la pulsión liberada a la reprimida sino que aspira a crear un nuevo estado en el interior del yo, y esto es paralelo al imperativo ético que rige al psicoanálisis: Wo Es ward, soll Ich werden [Allí donde era ello, yo debo advenir]. En el citado trabajo, (48) sostiene que en un análisis no se trata de intentar hacer desaparecer la pulsión –por lo demás, cuestión imposible y no deseable– sino de domeñarla. “Domeñamiento” es, en alemán Bändigung; su traductor, Etcheverry, señala en una nota al pie que Freud utilizó esta palabra en otros lugares, bien para enunciar que la mezcla de la libido con la pulsión de muerte torna inocua a esta última, bien para hablar –al inicio de su obra– del proceso por el cual los recuerdos penosos, a raíz de la intervención del yo, dejan de portar el mismo afecto. En uno y otro caso, un elemento deja de ser el mismo a partir de la intervención de otro elemento. Reiteramos que tal transmutación no significa desaparición, ya que, contrariamente, para Freud la pulsión “es admitida dentro de la armonía del yo, es asequible a toda clase de influjos por las otras aspiraciones que hay en el interior del yo, y ya no sigue más su camino propio hacia la satisfacción”. (49) Podemos preguntarnos en qué se diferenciaría tal tratamiento de aquel que da lugar a la creación del síntoma mismo como formación y satisfacción sustitutiva: transacción entre dos instancias. ¿Es que entonces en el interior del mismo yo acontece el síntoma, siempre vivido como una irrupción exterior a su campo? Este desplazamiento no deja de ser interesante, aunque, de todos modos, los procesos no son iguales: en el síntoma neurótico la pulsión no es admitida, ya que la defensa la rechaza, haciendo que solo pueda afirmarse por caminos sustitutivos; mientras que aquí, Freud no utiliza la palabra “defensa” sino “domeñamiento”, admisión de la pulsión y no represión, admisión que la torna asequible a los influjos y aspiraciones del yo. ¿Pero no habló siempre el creador del psicoanálisis de lo ineducable de la pulsión como uno de sus rasgos más constitutivos? ¿No es acaso el yo más bien siervo que “educador”? El texto indica que la pulsión será sensible a otros influjos, a condición de ser acogida por un yo que se ha reconocido antes vasallo que señor: “Donde era ello, yo debo advenir”. Claro que Freud se refiere a un yo que tiene aspiraciones y que dista de ser mero vacío; es que si los hombres vacíos pueden ser los más crueles, esto se debe, entre otras cosas, a que desde ese vacío no puede haber “domeñamiento”, sino más bien 132

libre cauce del impulso y desconocimiento.

1- “Decir que el deseo es ilusión es decir que no tiene soporte, que no desemboca en nada, ni apunta a nada” (Lacan, El seminario, libro 10: La angustia, ob. cit., p. 241). 2- Schopenhauer, A., El mundo como voluntad y representación, t. II, Buenos Aires, Losada, 2008. 3- “Pero no es forzoso que todo deseo sea actuado en la pulsión. Hay también deseos vacíos, deseos locos, que parten de que no se trata más que del deseo, por ejemplo, de algo que le han prohibido” (Lacan, J., El seminario, libro 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, ob. cit., p. 251). 4- Miller, J.-A., “Sutilezas analíticas”, en Los cursos psicoanalíticos de J.-A. Miller, Buenos Aires, Paidós, 2011, p. 235. 5- “La voluntad, saliendo de la noche de la inconsciencia para despertar a la vida, se encuentra trasportada a un mundo sin límites ni fin, poblado de innumerables individuos, todos llenos de aspiraciones, sujetos a dolores y errores, y después de haber pasado por un ensueño penoso, corre a sumergirse de nuevo en su antigua inconciencia. Pero hasta entonces sus deseos son ilimitados, sus pretensiones inagotables, todo anhelo satisfecho engendra una nueva aspiración” (Schopenhauer, A., ob. cit., p. 728). 6- Íd. 7- Ibíd., p. 730. 8- Maresca, S., “El mal en la modernidad”, inédito. 9- Véase al respecto Aubenque, P., La prudence chez Aristote, París, Presses Universitaires de France, 1963. 10- Kant, I., Crítica de la razón práctica, México, Porrúa, 1977. 11- Miller, J.-A., “La experiencia de lo real en la cura psicoanalítica”, en Los cursos psicoanalíticos de J.-A. Miller, Buenos Aires, Paidós, 2003, pp. 229-234. 12- Miller, J.-A., “Curso 2011”, miércoles 26 de enero, inédito. 13- Lacan, J., El seminario, libro 7: La ética del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1988, p. 91 14- Ibíd., pp. 223-225. 15- Ibíd., p. 223. 16- Ibíd., p. 227. 17- Freud, S., “El malestar en la cultura”, ob. cit. 18- Miller, J.-A., “Curso 2011”, ob. cit. 19- En el transcurso de la correspondencia con la princesa, que se produjo entre 1643 y 1649, escribió Los principios de la filosofía, que le dedicó; pero la influencia de la joven se hace sentir ulteriormente en el Tratado de las pasiones. 20- Descartes, R., “Correspondencia con Isabel de Bohemia”, en Descartes, Madrid, Gredos, 2011, p. 552. 21- Isabel de Bohemia (1618-1680) era hija de Federico V, elector palatino y rey de Bohemia. Durante las convulsiones y guerras que asolaron Europa durante la primera mitad del siglo XVII, Isabel se refugió en La Haya con su madre y entró en relación con Descartes y otros intelectuales, también

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refugiados en aquella ciudad, el único lugar de asilo para librepensadores en aquel momento. Posteriormente se retiró al monasterio luterano de Hertford (1661), donde fundó una especie de academia, que fue la primera escuela cartesiana. 22- Véase al respecto el interesante libro de Karl Jaspers sobre las transformaciones de la medicina a lo largo del tiempo: La práctica médica en la era tecnológica, Barcelona, Gedisa, 1988. 23- Descartes, R., “Meditaciones metafísicas seguidas de las objeciones y respuestas”, en Descartes, ob. cit., p. 171. 24- Ibíd., p. 173. 25- Maresca, S., “La cárcel de la mente”, Revista Analítica del Litoral, nº 11, 2012, pp. 65-94. 26- Descartes, R., “Meditaciones metafísicas”, ob. cit., p. 171. 27- Miller, J.-A., “El ultimísimo Lacan”, en Los cursos psicoanalíticos de J.-A. Miller, Buenos Aires, Paidós, 2013, p. 123. 28- Ratzinger, J., El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, Madrid, Encuentro, 2006. Se trata de la lección inaugural, con motivo del llamamiento para la cátedra de Teología Fundamental de la Facultad Católica de Teología de la Universidad de Bonn, el 24 de junio de 1959; disponible en , última consulta: 16/09/2015. 29- Lacan, J., “La equivocación del sujeto supuesto saber”, en Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2011. 30- Comunicación personal. 31- Hay autores como Cirilio Florez Miguel (“René Descartes. La constitución de la modernidad”, en Descartes, ob. cit.) que niegan el solipsismo del cogito dándole un carácter de ipseidad y asimismo se esfuerzan en combatir aquello que Maresca denomina “la cárcel de la mente”, para decir –por el contrario– que en Descartes el yo es un yo encarnado. Me pliego al pensamiento de Maresca que – como vemos– entra en sintonía con el interrogante planteado por la princesa. 32- Néel, M., Descartes et la princesse Elisabeth, París, Éditions Elzévir, 1946. 33- Descartes, R., “Correspondencia con Isabel de Bohemia”, ob. cit., p. 561. 34- Ibíd., p. 559. 35- Ibíd., p. 557. 36- Descartes, R., “Las pasiones del alma”, en Descartes, ob. cit., p. 548. 37- Ibíd., p. 471. 38- En su trabajo “La cárcel de la mente” (ob. cit.), Silvio Maresca muestra la manera en la que está presa la subjetividad moderna y cómo los esfuerzos por recuperar lo real a partir de ella –único punto de partida– llevarán inexorablemente su marca, así como lo real mismo, eventualmente recuperado. 39- Freud, S., “Más allá del principio del placer”, ob. cit. 40- Freud, S., “Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis”, ob. cit., p. 27. 41- Freud, S., “Inhibición, síntoma y angustia”, ob. cit., p. 156. 42- Lacan, J., “L’insu que sait de l’une –bévue s’aile à mourre”, Seminario 24, 1976, inédito. 43- Freud, S., “Análisis terminable e interminable”, ob. cit., pp. 223-224. 44- Freud., S., “La represión”, en Obras completas, t. XV, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 148. 45- Freud, S., “Inhibición, síntoma y angustia”, ob. cit., p. 88. 46- Miller, J.-A., “La experiencia de lo real en la cura psicoanalítica”, ob. cit.

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47- Freud, S., “Análisis terminable e interminable”, ob. cit., p. 240. 48- Ibíd., p. 227. 49- Ibíd., p. 228.

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Capítulo 11 Vida y muerte para el psicoanálisis “Feliz de vivir” fue la frase que Lacan eligió para pensar el fin de un análisis. En una conferencia de fines de 1975 publicada en Scilicet, (1) Lacan dice que a un análisis no hay que empujarlo muy lejos. “Cuando un analizante piensa que él está feliz de vivir, es suficiente.” Podría creerse que esta afirmación tiene su raíz en la política de hacerse escuchar por los americanos. Miller considera que la felicidad va más allá de esta circunstancia. “Feliz de vivir” sería una felicidad no basada en la búsqueda del tener ni en el esperar, curada entonces de las desdichas del deseo que la malogra. Lacan advirtió que había visto la esperanza, “las mañanas que cantan”, conducir a varias personas únicamente al suicidio. Nietzsche presentó la esperanza como la mayor de las infelicidades. Siguiendo el adagio latino en “De guerra y de muerte” Freud dice “Si vis vital para mortem” (“Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte”), (2) anunciando así que tal preparación es requisito y no obstáculo de vivificación. La Primera Guerra Mundial inspiró otro magnífico trabajo en el que se destaca su posición ante el destino final. En lo que parece ser un sencillo y traslúcido homenaje a Goethe (3) (¡justamente a él!) a la vez que un canto a la vida, en medio de los horrores de la guerra, Freud se limita a contar una anécdota. Paseando con dos amigos, uno de ellos “un joven pero ya célebre poeta”, los caminantes se sienten de pronto embargados por el hermoso marco que los rodea. Pese a admirar “la belleza de la naturaleza circundante”, el poeta no puede gozar en plenitud pues lo preocupa “la idea de que todo ese esplendor” está “condenado a perecer”. No obstante, y sin negar la índole perecedera de lo bello, Freud sostiene con implacable coherencia que, al revés de lo que cree el poeta, la brevedad de lo bello incrementa su estima debido a su rareza en el tiempo. La transitoriedad, en 136

suma, lejos de desmerecer la contemplación estética, es la que le otorga todo su valor. La muerte como límite anima al viviente y si ella no tiene ese efecto en el joven poeta, es, según Freud, a causa de un duelo no realizado. Sin embargo, Freud no incluyó la muerte en la dirección de la cura de manera tan decisiva, como lo hizo Lacan. Por ejemplo –y sin que sean necesariamente homólogas muerte y pulsión de muerte–, el creador del psicoanálisis reflexionó sobre estas pulsiones al final de su obra para oponerlas a las de vida, mientras que Lacan consideró que en toda pulsión abreva la muerte; de ahí su gusto por el fragmento de Heráclito: “El arco, pues, tiene nombre de vida [bios] pero obra de muerte”. El filósofo presocrático había querido documentar en ese fragmento la coincidencia de los contrarios, junto con la imposibilidad de dar correctamente a cualquier cosa o cualidad un único nombre unívoco, imposibilidad señalada en diversas sentencias en las que se identifican oracularmente los opuestos. Bios indica la vida y la muerte al mismo tiempo, y así Heráclito alude a la identidad de los contrarios y a la ilegitimidad de los nombres unívocos que, al atribuir a una cosa o cualidad una determinación fija, excluirían de ella la presencia o potencialidad de otra determinación. Freud pensó que la muerte es irrepresentable y que, en todo caso su única figuración es la castración, ya que en el inconsciente no hay nada que pueda dar contenido a nuestro concepto de la aniquilación de la vida. Por eso – dice–, me atengo a la conjetura de que la angustia de muerte debe concebirse como un análogo de la angustia de castración, y que la situación frente a la cual el yo reacciona es la de ser abandonado por el superyó protector –los poderes del destino–, con lo que expiaría ese su seguro para todos los peligros. (4) Lacan no homologó tan radicalmente ambos términos, empero las referencias a la temática de la muerte atraviesan su obra como un hilo de Ariadna, al punto que se la podrá pensar en todos los paradigmas señalados por Miller. (5) Desde la idea del fin de análisis como subjetivación de la muerte de los primeros escritos, el deseo del analista conceptualizado inicialmente como deseo de muerte, las referencias a la primera y a la segunda muerte tomadas de San Agustín, el mito de la laminilla como alusivo a la pérdida de vida inmortal, el carácter mortificante del significante, la cifra 137

mortal que se le revela al analizante al final del análisis, hasta la inclusión de la vida y de la muerte en el nudo: la vida como agujero en lo real y la muerte como agujero en lo simbólico. Baste recordar lo que señala respecto del analista cuando dice: “Y sería exigible para el Yo del analista, del que puede decirse que no debe conocer sino el prestigio de un solo amo: la muerte, para que la vida, a la que debe guiar a través de tantos destinos le sea amiga”. (6) Claro que la muerte ocupa diversos sitios en los distintos momentos de su enseñanza, y si en la última etapa, en comunidad con Aristóteles, Lacan privilegia ante todo la vida, esta no es independiente del trío en que se incluye en el nudo con sus compañeros muerte y cuerpo. Si nos retrotraemos a la inserción de la muerte en los albores de su enseñanza, notaremos la gran influencia en Lacan del existencialismo, ya que, dentro de la filosofía en general, fue el existencialismo el que encaró esta cuestión sin subterfugios ni eufemismos. En ese marco, y aunque nunca haya aceptado el mote de existencialista, debemos incluir a Heidegger. Para Heidegger, el Dasein es un ser de posibilidades, pero habitualmente estas se malgastan en la banalidad. (7) Nos consumimos diciendo lo que se dice, pensando lo que se piensa, haciendo lo que se hace, cursando una existencia impropia. Y así “muerte” es siempre la muerte del otro, algo ajeno, un desgraciado accidente del que, aunque nadie haya escapado jamás, siempre es posible hacer una abstracción. Por el contrario, la muerte genuinamente captada es irrebasable e intransferible. Heidegger no la considera un simple final; enfrentarla singulariza el Dasein sustrayéndolo del ficticio ser con otros. Para Heidegger, singularizarse y experimentar la muerte son una y la misma cosa, y ese camino pasa necesariamente por la angustia que nos pone cara a cara con la nada de la existencia, es decir, con su falta de fundamento. En “RSI”, a propósito de la muerte, dice Lacan: Es en tanto que algo está urverdrängt en lo simbólico, que hay algo a lo cual jamás damos sentido, aunque seamos capaces lógicamente de decir “todos los hombres son mortales”, […] este “todos” no tiene propiamente hablando ningún sentido, que es preciso al menos que la peste se propague a Tebas para que ese “todos” se convierta en algo imaginable y no un puro simbólico, que es preciso que cada uno se sienta concernido en particular por la amenaza de la peste. (8)

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Así, la muerte como agujero en lo simbólico es ubicada a nivel de la urverdrängt, del inconsciente irreductible, que bien puede pensarse como el inconsciente real no transferencial. ¿No se dice acaso que la muerte es lo más intransferible? Pero es necesario que ella devenga “algo imaginable”, el universal de cuyo dominio se capte en lo particular de cada uno. Entonces, conviene diferenciar la mortificación fantasmática en la que el sujeto es siempre víctima de un goce imputado al Otro, o la mortificación inducida por la debilidad mental de los pensamientos que nos parasitan girando en redondo en la búsqueda estéril de sentido, de lo que podríamos denominar captación de la muerte, en un análisis que no es otra cosa más que la captación de la vida.

1- Lacan, J., “Conférences et entretiens dans des universités nord-américaines”, Scilicet, nº 6-7, 1976, pp. 5-63. 2- Freud, S., “De guerra y de muerte”, en Obras completas, t. XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 301. 3- Freud, S., “La transitoriedad”, en Obras completas, t. XIV, ob. cit. 4- Freud, S., “Inhibición, síntoma y angustia”, ob. cit., p. 123. 5- Miller, J.-A., “La experiencia de lo real en la cura psicoanalítica”, ob. cit., caps. XII y XIII. 6- Lacan, J., “Variantes de la cura tipo”, en Escritos 1, ob. cit., p. 335. 7- Heidegger, M., El ser y el tiempo, México, FCE, 1974. 8- Lacan, J., “RSI”, Seminario 22, clase 17/12/1974, inédita.

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Índice Portadilla Legales Prólogo. Gustavo Dessal Introducción 1. Casting amoroso 2. Pasiones 3. Sobre la llamada “violencia de género” 4. Videos procaces 5. Cortes en el cuerpo 6. Adicciones posmodernas 7. De la perversión trágica a la perversión “líquida” 8. El travestismo y la época 9. Forclusiones 10. Intersecciones filosóficas 11. Vida y muerte para el psicoanálisis

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