Hegel y el poder. Un ensayo sobre la amabilidad

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Byung-Chul Han

Hegel y el poder Un ensayo sobre la amabilidad

Traducción de MIGUEL ALBERTI

Herder

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Título original: Hegel und die macht. Ein versuch über die freundlichkeit Traducción: Miguel Alberti Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes Edición digital: José Toribio Barba © 2005, Wilhelm Fink, Paderborn © 2019, Herder Editorial, S.L., Barcelona ISBN digital: 978-84-254-4104-2 1.ª edición digital, 2019 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

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Índice

PRÓLOGO BELLEZA DEL PODER FISIOLOGÍA DEL PODER METAFÍSICA DEL PODER TEOLOGÍA DEL PODER TABLE D’HÔTE BIBLIOGRAFÍA

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Prólogo

No siempre es preciso que lo verdadero se materialice; basta con que se cierna espiritualmente sobre el ambiente y genere acuerdo; basta con que, como un repicar de campanas, ondee por el aire serio, pero amable. JOHANN WOLFGANG GOETHE

Al examinar la filosofía hegeliana en función del fenómeno del poder, este libro sondea su núcleo mismo: el poder no es un componente marginal del sistema hegeliano sino su configuración interior. Ha de ser presentado en toda su complejidad, con todo su brillo y también con sus límites. El sondeo del espíritu hegeliano con la perspectiva del poder apunta, además, a otro propósito: hará visibles formas del ser que no pueden aparecer con el poder a contraluz. A menudo se identifica apresuradamente el poder con la coacción, con la opresión o la violencia. Por supuesto que el poder puede venir acompañado por determinados rasgos característicos de la violencia. Pero no se funda en ella. El poder que se muestra imponente no necesariamente violenta. Es cuando un poder extendido y abarcador se desmorona que sobrevienen diversas formas de la violencia y esta salta a la vista. La violencia divide. El poder congrega. A la presencia efectiva de la violencia siempre precede una retirada del poder. También es falso, en igual medida, que el poder excluya a la libertad. La magnitud del poder no se muestra en el no sino en el sí, o mejor dicho en el múltiple viraje desde el no hacia el sí. La manera auténtica de manifestarse del poder no es la discordia sino la concordia. En ello se diferencia esencialmente de la violencia y de la opresión.1 Ni toda la pompa, ni todo el esplendor, ni siquiera esa cierta belleza que posee el poder llegan a anular al ser. El poder, es cierto, eclipsa a otras formas de la pompa, las convierte en fuegos fatuos. Este ensayo sobre la amabilidad buscará exhibir otro tipo de esplendor del ser. También define al poder un determinado vínculo con el otro: el poder habilita al uno a continuarse en el otro. Favorece así una continuidad del sí-mismo. Pero no supone violencia ni opresión. La máxima expresión del poder, en cambio, se da allí donde el

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otro se somete al uno libremente. El sometimiento no necesariamente depende de la opresión. Por consiguiente, el «poder libre» del que se ocupa Hegel no es un oxímoron sino un pleonasmo a partir del momento en que el poder, aquí, se eleva hasta alcanzar su forma plena.2 El otro le dice sí al uno que intenta asirlo. La incondicionalidad del sí es la infinitud del poder. La palabra-del-poder de Hegel, «eres carne de mi carne», sella la continuidad del sí-mismo. La palabra del poder, sin embargo, no es la última palabra, ni siquiera la palabra por antonomasia. Frente a la palabra del poder hegeliana, que se presenta como palabra de libertad o como palabra de amor, este libro pretende hacer visible una palabra completamente distinta que brilla a pesar de —o incluso gracias a— la ausencia de poder. Se trata de la palabra de amabilidad.

1 Para una topología del poder en general cfr. B.-C. Han, Sobre el poder, Barcelona, Herder, 2016. 2 Quizá Hegel sea uno de esos autores que, contra todas las apariencias, son escasamente leídos. Una observación de Foucault referida a Hegel despierta esta sospecha. Foucault, que ahondó en el problema del poder con una insistencia mayor a la de cualquier otro, sostiene que Hegel fue «el primero» en decir que el poder es opresión (cfr. M. Foucault, Dispositive der Macht. Über Sexualität, Wissen und Wahrheit, Berlín, 1978, p. 71). También Hannah Arendt vincula la noción hegeliana de poder con la violencia y el control —cfr. H. Arendt, Macht und Gewalt, Múnich, 1975, p. 37 [trad. cast.: Sobre la violencia, Madrid, Alianza, 2014]—. En verdad, es probable que Hegel haya sido «el primero» en intentar asociar poder y libertad, una aproximación que de hecho constituye el principal atractivo de la teoría hegeliana del poder.

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Belleza del poder

Siempre está ocurriendo algo que produce un sonido. Nadie puede tener una idea una vez que empieza realmente a escuchar. JOHN CAGE

Forma: cordialidad contenida. Sentimiento amable: el color lo prolonga. PETER HANDKE

«En la naturaleza», sostiene Hegel en la Introducción de su Filosofía de la Historia, «no ocurre nada nuevo bajo el sol» (12.74) [79].1 Incluso el «espectáculo multiforme de sus transformaciones», continúa, no genera sino «hastío». Durante sus conocidas caminatas por el Oberland bernés las montañas se le aparecían como «masas eternamente muertas» que suscitan la «imagen uniforme y a la larga monótona de que simplemente es así».2 El estruendoso arroyo de agua de glaciar es igualmente incapaz de excitar su ánimo: Hegel solo alcanza a oír un «eterno ruido» que «termina siendo monótono para quien, no estando acostumbrado a él, avanza durante varias horas a su vera».3 La naturaleza quedó inmovilizada en el «es-así». Está presa en las repeticiones. Únicamente el espíritu es capaz de contraponer algo nuevo a las reiteraciones del tedioso ser-así. Para Hegel, «cualquier ocurrencia, por desdichada que sea, que se le pase a un hombre por la cabeza [es] —formalmente considerada— superior a cualquier producto natural», pues da testimonio de «la espiritualidad y la libertad» (13.14) [10]. Privada de toda manifestación libre, la naturaleza está arrojada en la caprichosa multiplicidad. En eso consiste la «impotencia de la naturaleza» (6.282) [537]. A la naturaleza no la define ningún proyecto, sino el estar arrojada. Tan solo el espíritu tiene el poder de proyectarse a sí mismo. Rehén del espacio o rehén del peso, aquella montaña representaba la naturaleza en su total falta de libertad. Desprovista de toda «interioridad», completamente volcada sobre el espacio, sobre su «exterioridad recíproca», se parece a un muerto. No solo no hay nada nuevo «bajo el sol»; el sol mismo es una masa inerte, muerta, que «es indiferente, no en sí libre y autoconsciente» (13.14) [8]. Así «el sol más

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luminoso del espíritu» también hace «empalidecer a la luz natural».4 En la permanencia eterna y tediosa del es-así no se alza ningún enfático yo-quiero que pudiera fungir de sentencia inapelable del espíritu. El espíritu de Hegel resultaría entonces contrario a aquel otro espíritu del Lejano Oriente5 para el cual el es-así, el ser-así, supone una vivencia deleitosa, o incluso la vivencia por antonomasia. Según la teoría estética de Hegel lo bello se mide en función de la hondura de la interioridad. De este modo el animal es, por causa del alma que habita en su interior, la «cima de la belleza natural» (13.177) [99]. A diferencia, por ejemplo, de la planta, que no es capaz de mantener sus miembros «en completa sumisión bajo la unidad del sujeto» (10.19), el conjunto del organismo animal está atravesado por la unidad interna del alma. En virtud de esta interioridad subjetiva del alma el animal se manifiesta exteriormente como libertad. En su interior habita la «libertad contra la abulia del peso». Ya no es un rehén del espacio, sino que, al moverse libremente, más bien lo suprime. La vida animal representa, en efecto, la belleza natural más elevada. Sin embargo, el perezoso, que «no hace sino arrastrarse fatigosamente y todo cuyo habitus patentiza la incapacidad de movimiento y actividad rápidos» (13.175 [99]), desagrada a Hegel. La movilidad y la actividad son «la idealidad superior de la vida»; a causa de su lentitud y su «somnolienta indolencia», el perezoso se asemeja demasiado a una roca inmovilizada en el es-así. Se hunde en la «abulia del peso». Libertad y actividad son constitutivas de lo bello: la cascada del Staubbach en Lauterbrunnen sí le gusta a Hegel, aunque carezca de alma. El gracioso juego del agua, desembarazado y libre y que imita de este modo al espíritu, sí le resulta encantador, y disipa el pensamiento acerca de la falta de libertad, acerca del «debe de la naturaleza» (1.614). El «espíritu» de Hegel es, al parecer, una continua resistencia contra el es-así. Además del movimiento independiente, también la voz —como «elevada prerrogativa del animal que puede manifestarse maravillosamente» (9.433)— es una exteriorización del alma. Exhibe un estremecerse-en-sí del sí-mismo. Así pues, la voz animal es en esencia diferente de aquel ruido que no revelaba una interioridad subjetiva, un alma. Su rozar y su golpear exteriores, desprovistos de interioridad, aburren. Aburrido hasta el espanto es precisamente aquel «eterno ruido» del arroyo de agua de glaciar que se precipita inánime por las masas rocosas. A diferencia por ejemplo de los cuerpos metálicos, en los que habita una cierta interioridad causada por una cohesión específica, al agua que sencillamente corre, inestable en sí misma, no le resulta posible producir siquiera sonido. El sonido es un fenómeno de la interioridad, que lo diferencia del «ruido». El «sonido propiamente dicho» es una «vibración interior del cuerpo», mientras que el «ruido» es una «vibración y un sonar exteriores».6 El sonido es un «ir y venir de la cohesión, un negativo ir-hacia-sí que se conserva».7 La onda que produce el sonido es un movimiento

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de sentido doble, de ida-desde-sí y de regreso-hacia-sí. Sin el tender-hacia-sí, el cuerpo es sencillamente destrozado por la fuerza exterior. El «ir-hacia-sí» es «negativo» en la medida en que el regreso-hacia-sí ocurre como respuesta al influjo exterior. La coherencia, por ende, se manifiesta como un poder de la interioridad. Torna al cuerpo capaz de permanecer junto a sí frente a todo influjo exterior. El tender-hacia-sí es el rasgo distintivo de la interioridad. Así, el cuerpo que suena tiene un alma de cierto tipo. Solo el alma genera un sonido bello. Ningún ruido, por ende, es bello. Bella solo es, para Hegel, la interioridad del alma que se manifiesta libremente en la realidad. A lo interior, a lo que lo exterior da forma y re-tiene mediante la imagen exterior, Hegel lo llama con-cepto.* Este término no designa nada abstracto. De este modo, Hegel puede escribir: «El concepto está realizado como alma en un cuerpo» (8.373) [287]. El concepto se realiza como un aspecto de lo interior en lo exterior de manera tal que no queda fuera de sí en la realidad exterior sino que permanece completamente junto a sí. En lo exterior está junto a sí porque se expresa. El camino hacia el exterior es al mismo tiempo el camino hacia sí. Es bella la manifestación libre de lo interior en lo exterior, el resplandor del concepto que se filtra en la realidad exterior. Este resplandor es el resplandor de la verdad. El ideal de lo bello es la aparición pura, desatada, del concepto en la realidad exterior. Esta unidad entre concepto y realidad es lo verdadero. De este modo, lo bello en Hegel es también un acontecer-deverdad. Es la apariencia sensible del concepto. El acontecer de la verdad es al mismo tiempo un acontecer del poder. La bella apariencia es el resplandor del concepto que se continúa en la realidad. El poder es la capacidad de continuarse en lo otro. El concepto, en cuanto principio de la vida, da alma a las partes de modo que formen un uno y todo viviente, orgánico. En efecto, el concepto tiene el poder de mantener todo en sí, de comprender en sí todo. En él todo está, en cierto modo, incluido. Nada debe caer fuera de la interioridad del concepto. Bella es esta unión, esta reunión en lo uno en la que solo lo meramente exterior se aparta de la unidad orgánica, se independiza de ella o cae en una dispersión, separándose de la poderosa interioridad del concepto que comprende todo en sí, que retiene todo. Bellos son los miembros que permanecen integrados en un continuum orgánico. La belleza se funda en el poder que tiene la unión de «hacer volver de su dispersión las mil singularidades para concentrarlas en una expresión y una figura» (13.201) [113]. También Heidegger hace reposar la belleza en la reunión en lo uno, en la interioridad que reúne. La belleza se funda en la «sinagoga», en el «agrupamiento en lo uno».8 Bella es la corriente —es más: el remolino— que arrastra hacia lo interior, hacia lo uno. El poder mismo es, por ende, «bello», pues causa una continuidad sin fisuras de la que nada puede salirse. También el gobernante se aboca a la continuidad del sí-mismo. El poder, podría decirse, le permite expandirse espacialmente. Más aún, él es el espacio en el que

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el gobernante está por todos lados junto a sí y goza de sí. Bella es la interioridad. Las líneas ideales de la belleza, por lo tanto, no son rectas. Las líneas rectas se pierden en dirección hacia el exterior, no permiten ninguna unión, ninguna interioridad, ningún estar-reflejado-en-sí. La interioridad solo habita en curvas y parábolas. La corriente hacia sí hace que las líneas se curven. También en lo que se refiere a los objetos artísticos Hegel asocia las líneas rectas, que obedecen a la simetría y a la regularidad, a una interioridad reducida. De ahí que solo sean utilizadas en los comienzos del arte, «mientras que luego son las líneas más libres que van aproximándose a la forma de lo orgánico las que ofrecen el tipo fundamental» (13.322) [181]. El grado de belleza puede calcularse en función de la profundidad de la interioridad. La planta es más bella que un cristal. Sin embargo, sus miembros no están contenidos en una «completa sumisión a la unidad». La planta es la «incapacidad de mantener dominada su propia estructura». Tiene un cierto tipo de interioridad en la medida en que consigue desarrollarse desde dentro hacia afuera en una totalidad orgánica, pero su existencia es todavía la «débil vida infantil» (9.372). A causa de su deficiente interioridad se enreda de múltiples maneras en lo exterior. Su sí-mismo es constantemente «arrancado hacia afuera por la luz exterior» (9.186). No está del todo junto a sí, sino que acaba fuera de sí. Le falta el alma que sería necesaria para una unidad y una trabazón sostenidas. Sin poder llevarse a su culminación en sí misma, la planta crece sin cesar. Este modo de existencia del y-así-sucesivamente de reducida interioridad no construye ningún bello círculo en el que fuera posible un regreso constante hacia sí, sino más bien una línea que se pierde en dirección hacia el exterior. La interioridad es, por lo demás, excluyente. La interioridad del concepto se manifiesta en su falta de ambigüedad. Por causa de su indefinición, Hegel le niega a lo «híbrido» la belleza. Los géneros no deberían mezclarse. Mezclas tales son «extrañas y contradictorias» (13.176) [99]. La belleza no aparece en las «transiciones», en las cuales no se manifiesta una transparencia conceptual. El «concepto» de Hegel, pues, no tolera mucha pluralidad. La amabilidad que pudiera residir en transiciones y en espacios intermedios no es propia de él. Al paisaje, como era de esperar, Hegel no le presta mucha atención. Echa de menos en él una «articulación orgánica» (13.176) [99], es decir, un alma cuyo «concepto» reúna las partes en una totalidad orgánica. El paisaje solo exhibe una «concordancia externa» carente de animación interior. En su mayor parte es solamente aditivo. No obstante, Hegel advierte que dentro de esta «rica multiplicidad de objetos», en el seno de la «diversidad» de los «perfiles de montañas, meandros de ríos, arboledas, cabañas, casas, ciudades, palacios, caminos, naves, cielo y mar, valles y barrancos» «surge» una «concordancia externa, grata o imponente» que «nos interesa». Sin embargo: ¿en qué

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consistiría este interés? ¿Nos interesa solo porque nos abre la posibilidad de proyectar nuestro ánimo sobre el paisaje y así sacar de él algún provecho? El paisaje obtiene para Hegel algún significado recién cuando es puesto en relación con el alma humana, con las «disposiciones de ánimo» (13.177) [99]; o sea, cuando aparece (por así decir) como una pintura del alma. El «silencio de una noche de luna», por ejemplo, sería un excelente reflejo de un estado de ánimo determinado. Así entendido, también el arroyo de montaña, cuyo ruido tanto disgustaba a Hegel, resulta portador de cierta belleza. Sin embargo, Hegel lo hace serpentear sin ruido por «la paz del valle». Ha de correr silencioso por las sinuosidades del alma. El significado no corresponde a la naturaleza en cuanto tal. Se debe buscar, más bien, en los estados de ánimo despertados por ella. Aquí el paisaje resulta, en cierto modo, rehén del alma. Por consiguiente, el alma deberá ser puesta a un lado para poder ver la naturaleza en su serasí. Hegel no es capaz de advertir la belleza del ser-así. La armonía de los colores y las figuras podría ser bella. Con todo, faltándole la interioridad, sigue tratándose de una interdependencia y una consonancia exteriores. Por el contrario, en la melodía Hegel percibe la agitación de un alma. El paisaje exterior, por lo tanto, existe sin melodía. En contraposición a la armonía, que no deja aparecer ni la animación subjetiva ni la espiritualidad, la melodía se basa en una «subjetividad superior, más libre» (13.188) [105]. Ella porta el canto, el «libre sonar del alma» en el que esta se oye, se siente y goza de sí. En el canto bello la alondra podrá oírse a sí misma y entregarse al goce de sí. Como animal, no obstante, no puede dejar que el alma se filtre de manera ilimitada: Pero, ahora bien, lo que del organismo animal en su vitalidad vemos ante nosotros no es este punto de unidad de la vida, sino la multiplicidad de los órganos […]. La sede propiamente dicha de las actividades de la vida orgánica sigue estándonos velada, solo vemos los contornos externos de la figura, y esta está a su vez del todo cubierta de plumas, escamas, pelos, piel, espinas, conchas. (13.193) [108]

La piel del animal, cubierta por capas muertas, se aproxima en esto a lo «vegetal», en donde no se agita un alma. El alma animal no es capaz de atravesar las capas «vegetales». Estas permanecen inanimadas. La exterioridad vegetal que envuelve al organismo animal es indicio de la carencia, de la falta de profundidad de la interioridad animal. La voz humana es bella en la medida en que es expresión de la interioridad. No obstante, solo alcanza una belleza pura cuando opera sin los órganos: El sonido de la voz humana debe salir igualmente puro y libre de la garganta y el pecho, sin que pueda advertirse el murmullo del órgano o, como es el caso en sonidos roncos, ningún molesto obstáculo no vencido. Esta claridad y pureza, libre de toda mezcla extraña, en su firme, estable determinidad constituye, en este respecto meramente sensible, la belleza del sonido, por la que este se distingue del ruido, del chirrido, etc.

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(13.326) [183]

El alma debe atravesar el órgano de un modo tal que este acabe siendo para ella una mera caja de resonancia. La voz bella está libre de cualquier ruido que pudiera originarse junto al alma o lejos de ella y se apartara así de su poder idealizador. Lleva a que se perciba únicamente al alma pura. La voz ideal no puede exhibir ninguna aspereza. No debe enturbiar su claridad ningún ruido proveniente de otro lado. No debe apoderarse de la voz ningún otro-lado que se aparte de la transparencia del alma y en el que esta pudiera perderse. En tal caso la voz sonaría empañada o incluso áspera. Esta voz ideal hegeliana sería quizá lo opuesto de aquella voz áspera que parece haber fascinado a Roland Barthes:* Algo se muestra [en ella], manifiesta y testarudamente (es eso lo único que se oye), que está por encima (o por debajo) del sentido de las palabras […]: algo que es de manera directa el cuerpo del cantor, que un mismo movimiento trae hasta nuestros oídos desde el fondo de sus cavernas, sus músculos, mucosas y cartílagos, […] como si una misma piel tapizara la carne del interior del ejecutante y la música que canta.9

Hegel también sabe traducir la desnudez de la piel humana al lenguaje de su anatomía filosófica. Puesto que la piel humana, en contraposición a la del animal, no está cubierta por «envolturas vegetales sin vida» (13.194) [131], se muestra sobre toda su superficie, en la manifestación exterior, la «sangre pulsante», el «corazón palpitante». Así es como la piel proclama que el hombre posee un alma. Hegel también advierte la profunda interioridad del alma humana en el delicado color de la piel: «La piel se evidencia asimismo sensible en todos sus puntos y muestra la morbidezza, el color de la carne y de los nervios en la tez, esta cruz para los artistas». La morbidezza, la suavidad del color de la piel, permite que se filtre el alma bella de la que está impregnado todo el cuerpo humano. La piel humana no es una cobertura «vegetal», sino una membrana traslúcida del alma. En lo que concierne tanto al color de la piel como a la morfología del ojo, la antropología filosófica de Hegel se orienta al hombre europeo. Idealmente, el ojo debería estar rodeado por una órbita realzada, puesto que así «la sombra intensificada en la cuenca ocular produce […] la sensación de profundidad y de interioridad no dispersa» (14.392) [536]. La profundidad del alma sería resaltada particularmente por la «cortante arista de las órbitas». El ojo, además, no debe «ser saltón» y «proyectarse por así decir en la exterioridad». ¿Qué habría dicho Hegel de esos ojos planos orientales que aparecen en la superficie del rostro, casi al modo de una pincelada al pasar, en lugar de estar sumergidos profundamente en los huesos? Puede darse por sentado que los habría vinculado con aquel espíritu sumergido en la naturaleza, propio del Lejano Oriente, en cuya cultura Hegel echaba en falta la interioridad subjetiva. Tampoco el rostro plano sería bello. Revelaría una interioridad ausente. Solo el alma provee al rostro de

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ensimismamientos dramáticos. Hegel parece vivir aún en aquella «mitología del alma, central y secreta, cuyo fuego, resguardado en la cavidad orbital, se irradiaría hacía un exterior carnal, sensual, pasional».10 Hegel imagina una piel totalmente espiritualizada, una piel anímica cubierta por completo de ojos: Si como ilustración más próxima tomamos la figura humana, esta es, como ya antes vimos, una totalidad de órganos en la que el concepto se ha diseminado y que en cada miembro no revela más que una actividad particular cualquiera y un movimiento parcial. Pero si preguntamos por el órgano particular en el que el alma entera aparece como alma, al punto indicaremos el ojo; pues el alma se concentra en el ojo, a través del cual no solo ve, sino que también es vista. Así como, en oposición al cuerpo animal, en el humano el pulso cardíaco se muestra por doquier en su superficie, en el mismo sentido ha de afirmarse del arte que este transforma toda figura, en todos los puntos de la superficie visible, en el ojo, que es la sede del alma y lleva a la apariencia al espíritu. (13.203) [115]

Hegel habla de esta piel entremezclada con ojos —que en verdad sería una representación monstruosa— justo en el tránsito de lo bello natural a lo bello artístico; de hecho, inmediatamente después de explicar la imperfección de lo bello natural. A pesar de la morbidezza, a pesar del alma sensible, a pesar de la espiritualidad de la piel humana, en esta se expresa la «precariedad de la naturaleza» (13.194) [109]. En la piel humana Hegel advierte los rastros imborrables de la naturaleza, pues está cubierta por «cortes, arrugas, poros, pelillos, vénulas, etc.». Es gracias a su desnudez que permite que se trasluzca el alma. Pero esta misma desnudez la torna vulnerable. Por eso mismo no solo tiene pliegues sino también heridas y cicatrices. Aquí sale el arte al rescate. Su tarea es, de hecho, alisar aquella piel despareja, llena de cicatrices, arrugada; someterla a una cirugía estética; empaparla completamente con el alma y erradicar así esa falla de la naturaleza: Ahora bien, en la figura humana hay indudablemente algo muerto, feo, es decir, determinado por otros influjos y dependencias; si es este el caso, es precisamente asunto del arte borrar la diferencia entre lo meramente natural y lo espiritual, y hacer de la corporeidad externa una figura bella, completamente conformada, animada y espiritualmente viva. (14.22)

¿Cómo representar a un hombre muerto, repleto de heridas? ¿Cómo habría de producirse la apariencia bella con la que poder encubrir esta fealdad en sí misma inmensurable?11 El cuerpo pertenece al espíritu necesariamente como «su ser-ahí». Sin él, el espíritu no sería capaz de manifestarse. Es el mismo cuerpo, sin embargo, el que lo envuelve en la finitud, en la precariedad de la vida natural. Suprimir esta indigencia y «no resaltar más que la aprehensión espiritual de la forma en su contorno vivo» (14.405): ahí está, para Hegel, la tarea del arte ideal. En la escultura ideal corresponde al ropaje la tarea de ocultar lo «superfluo de los órganos que, por supuesto necesarios para la

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autoconservación del cuerpo, para la digestión, etc., son sin embargo superfluos para la expresión de lo espiritual». El pudor es, según la definición de Hegel, el «inicio de la cólera por algo que no debe ser» (14.402); es decir, por lo puramente animal. Así, el hombre que «deviene consciente de su determinación superior a ser espíritu» debe considerar lo solo animal como una inadecuación y tratar de ocultar primordialmente las partes de su cuerpo, tronco, pecho, espalda y piernas, que desempeñan funciones meramente animales o solo aluden a lo externo como tal y no tienen ninguna determinación directamente espiritual ni ninguna expresión espiritual, como una inadecuación frente a lo interno superior.

Por un lado, el espíritu precisa del cuerpo. Este es precisamente «su ser-ahí» en el que se realiza. Por el otro, se avergüenza de él, o al menos de aquella parte de él que no parece estar imbuida del espíritu. El cuerpo ideal, en el que el espíritu estaría por completo junto a sí —y ya no padecería ninguna alienación, ningún pudor— no tendría estómago, ni pecho, ni espalda, ni piernas. De ahí que sea atinado cubrir estas partes del cuerpo. Solo el ojo debería estar libre de todo ocultamiento. El arte desecha lo «solo natural del precario ser-ahí» (13.206) [117]. A través de esta «depuración» produce el «ideal». Así, el pintor de retratos «debe adular» y hacer desaparecer «las pelusas, los poros, las pequeñas cicatrices, las manchas de la piel». Mediante una mentira tal debe hacer que se destaquen solamente los «verdaderos rasgos que expresan el alma más propia del sujeto». Por lo demás, es preciso evitar el intento de dar a los rostros, «a fin de hacerlos amables, un toque de sonrisa», lo que resulta «muy arriesgado». La amabilidad deviene «demasiado fácilmente el más sandio almibaramiento» (15.105) [630]. No exhibe ningún «carácter». El «espíritu» no sonríe. La sonrisa hace que se desdibujen sus «rasgos fijos». El «concepto» no será enteramente libre ni infinito en la medida en que vaya por la realidad exterior algo que no se ajuste a él. El arte se ocupa de hacer que lo exterior se ajuste enteramente al concepto (Hegel diría: a su propio concepto). El concepto debe recorrer la realidad de un modo tal «que dentro de ella solo se [tenga] a sí mismo y en ella no [deje] que aflore más que él mismo» (13.201) [112]. El poder del concepto no es sino este recorrido. Por obra suya el concepto permanece en sí mismo en lo otro. Él es, de hecho, aquello «que, en su otro, permanece junto a sí en una claridad inconmovible» (8.312). El concepto debe, por cierto, volverse hacia la realidad para poder exteriorizarse, para poder aparecer. Pero esta vuelta hacia la realidad exterior no puede ser una transformación-en-lo-otro sino que debe ser un regreso-a-sí. La realidad exterior, por lo tanto, tiene que volverse por completo su realidad, su otro, lo «suyo», de modo que el concepto no se pierda en la realidad sino que dentro de ella permanezca sin interrupción junto a sí mismo. El concepto se goza a sí mismo en la realidad. El goce de sí es el rasgo fundamental del poder. El poder es la capacidad de continuarse a uno mismo en otro permaneciendo intacto:

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Pues en lo bello el concepto no le consiente a la existencia externa seguir leyes propias para sí misma, sino que determina por sí su articulación y figura aparentes, las cuales, como concordancia del concepto consigo mismo en su ser-ahí, constituyen precisamente la esencia de lo bello. Pero el nexo y la fuerza de la cohesión son la subjetividad, la unidad, el alma, la individualidad. (13.152) [85]

Lo bello es entonces una estructura de poder. Reposa sobre aquel recorrido del concepto que reúne lo mucho en lo uno. El poder es «bello» porque produce la continuidad de lo mismo; o bien, en relación con la subjetividad, la continuidad del sí-mismo. La bella consonancia entre el espíritu y la realidad sensible que define al ideal clásico de belleza se disuelve en el arte romántico. Sin embargo, esta disolución del ideal clásico no significa que el espíritu haya tomado conciencia de las limitaciones de su poder, que reconozca que hay algo que escapa a él. La perturbación de la bella consonancia no anuncia lo sublime que se alza sobre toda mediación conceptual. Más bien, el espíritu vuelve liberado «de su reconciliación en lo corpóreo» hacia sí mismo, «a la reconciliación de sí en sí mismo»: La simple, compacta totalidad del ideal se disuelve y disgrega en la doble totalidad de lo subjetivo que es en sí mismo y de la apariencia externa, para permitir que el espíritu alcance mediante esta separación la más profunda reconciliación en su propio elemento de lo interno.

La disolución del ideal clásico de belleza no anuncia el fin de la «reconciliación», sino el comienzo de una nueva, «más profunda reconciliación» que promete más que el ideal clásico. Esta disolución suprime el encarcelamiento del espíritu en lo sensible. De este modo, el arte romántico celebra la «elevación del espíritu a sí» (14.128) [382]. El ideal clásico de belleza no hace completa justicia al «auténtico concepto de espíritu». Es cierto que el espíritu aparece sensiblemente en lo bello. Pero lo sensible es un medio inapropiado para la íntegra manifestación del espíritu. De esta manera, la interioridad espiritual ha de elevarse sobre la sensibilidad exterior: La interioridad celebra su triunfo sobre lo externo y manifiesta dentro de lo externo mismo y en esto esta victoria por la que lo que se manifiesta sensiblemente es rebajado hasta la carencia de todo valor. (13.113) [60]

En lo exterior, por ende, debe ser señalado que esto exterior solo es lo «externo de un sujeto que es interiormente para sí». Por esta vía la espiritualidad, tratándose de lo interior que va más allá de la bella consonancia con lo exterior, debe construir un «centro esencialmente trasluciente». Sin embargo, puesto que el arte está ligado a lo sensible, el arte romántico es «la trascendencia del arte más allá de sí mismo, pero dentro de su propio ámbito y en la forma del arte mismo». Por causa de su espiritualidad el arte romántico exhibe una forma artística «superior» a la clásica (13.111) [59];12 deja de lado la belleza en sentido clásico y produce una «belleza espiritual».

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La interioridad subjetiva da alma a la forma artística romántica. En el arte clásico, en cambio, está ausente. La figura divina de los griegos es, a pesar de su belleza, «ciega». Su ojo carece del ardor del alma interior. No expresa el «movimiento y la actividad del espíritu que de su realidad corpórea ha ido a sí y penetrado hasta el ser-para-sí interior» (14.131) [384]. Y mientras los templos griegos se abren en su «serena apertura» (14.322) [502], la iglesia cristiana, edificio romántico, se cierra. Ya el pórtico favorece la introversión. El «estrechamiento de la perspectiva» indica «que el exterior debe encogerse, contraerse, desaparecer, para formar la entrada» (14.342) [507]. El ideal de la arquitectura romántica es la «casa enteramente cerrada». En este estarcerrado se forma un lugar para la unión, para la «calma del ánimo» que «se encierra en sí». Las arcadas, por ejemplo, en donde el adentro y el afuera se mezclaban, son íntegramente trasladadas al interior del edificio. Forman el afuera interior. Ningún afuera ha de perturbar al alma en su retirada hacia la interioridad. Tampoco debe dificultar su recogimiento la luz del sol. Por ello, esta luz es «interceptada, o bien resplandece solo atenuada por los vitrales de las ventanas, que son necesarios para la total separación del exterior» (14.333) [502]. Debe «dar luz un día distinto del día de la naturaleza externa» (14.338) [505]. De una «casa enteramente cerrada» cabe esperar poca amabilidad. Al «espíritu» hegeliano no le es inherente mucha apertura. Poder significa clausura y vallado. La amabilidad desinterioriza al espíritu en dirección a una casa totalmente abierta. El estar abierto y el estar cerrado no son para Hegel dos formas diferenciadas de la existencia. Más bien establece entre ambas un vínculo jerárquico. La apertura trae aparejada una falta. El espíritu oriental es, según él, infantil, pues no despertó a la interioridad subjetiva. Está hundido en la naturaleza. Los templos budistas, con sus recintos abiertos en los que el adentro y el afuera se entremezclan amablemente, serían la expresión arquitectónica de un espíritu de escasa interioridad. La «casa enteramente cerrada como forma fundamental» es el reflejo de una postura fundamental del espíritu hegeliano. A causa del peso de la materia, la arquitectura no es apropiada para exhibir la interioridad subjetiva o lo espiritual. Como si el carácter macizo de la roca aplastara toda expresión de la interioridad espiritual. Su es-así, su inercia es incompatible con la libertad y la vitalidad del espíritu. De ello resulta que la arquitectura es el «arte más imperfecto». La escultura sí convierte lo espiritual en su objeto. Pero también ella está sometida al peso de la materia. La distancia de la materialidad es entendida como cercanía de la espiritualidad y de la interioridad subjetiva. La profundización de la interioridad va de la mano de la reducción del espacio exterior, que se revela como un «medio de expresión no verdaderamente conforme a la subjetividad del espíritu» (15.15) [581]. A causa de su «exterioridad» indiferente se

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opone a la interioridad del espíritu. En contraposición a la escultura, que se expande en cuanto objeto con volumen, la pintura reduce el espacio al plano. Por consiguiente, la pintura tiene más interioridad que la escultura. Y la música se sustrae íntegramente a la objetualidad espacial. La interioridad subjetiva que anima a la música se expresa, de hecho, temporalmente. Aquí el espacio es superado en lo puntual del tiempo.* Esta eliminación no solo de una dimensión espacial, sino de la espacialidad total en general, este completo retraimiento a la subjetividad tanto desde el punto de vista de lo interno como de la exteriorización, lo consuma el segundo arte romántico: la música. (15.133) [646]

La melodía es la esencia de la música. Lo «melódico en la expresión» es el «alma resonante, lo que debe devenir para sí mismo y gozarse en su exteriorización» (15.196) [679], el «alma sonora que se desprende de la materia espacial» en el «fluyente movimiento temporal» (15.139) [649]. El espacio no es el elemento del alma. Hegel le negaría a la música toda espacialidad. Para él, el espacio des-interiorizado en que se produce el sonido no forma parte de la música, pues está privado, precisamente, de alma y de interioridad. El sonido que hay en el espacio, sin la interioridad subjetiva, es solo un ruido que «termina siendo monótono». El tiempo es un medio en el que hay que colocar más interioridad. Pero el tiempo exterior transcurre y pasa. Es en sí mismo indeterminado e inconstante. De este modo evita ser asido. El compás musical, sin embargo, domina la «progresión desmesurada» (13.322) [181] del tiempo al someterlo a una regularidad, a una medida, a una repetición. Es «algo puramente hecho por el sujeto» para el dominio sobre el tiempo inconstante que avanza. La «fuerza mágica» que Hegel le adjudica al compás no es algo del orden de aquella fuerza dionisíaca que hacía al sujeto terminar fuera de sí. Por el contrario, ella retiene al sujeto, que en la audición adquiere la certeza inmediata de que en esta regulación del tiempo solo tenemos algo subjetivo y ciertamente la base de la pura igualdad consigo que en sí mismo tiene el sujeto como igualdad y unidad consigo y su recurrencia en toda diversidad y en la variopinta multiplicidad. (13.323) [181]

En el compás, por ende, el yo se oye a sí mismo. La satisfacción que surge del compás es entonces goce de sí. El yo, podría decirse, queda extasiado ante sí mismo: La satisfacción que en este reencontrarse a sí mismo obtiene del compás el yo es tanto más completa cuanto que la unidad y la uniformidad no se avienen ni al tiempo ni a los sonidos como tales, sino que son algo que solo pertenece al yo y que este introduce en el tiempo para su autosatisfacción. (15.166) [663]

Lo conmovedor es que el yo, en lo otro, se encuentre a sí mismo. La fuerza mágica del compás no consiste entonces en aquel tormento musical en el que el sujeto se perdería. El compás es más bien la «unidad introducida por el sujeto en el tiempo», por cuya causa

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el sujeto regresa en el elemento del tiempo a sí mismo como al otro de sí mismo. Aquella «fuerza mágica» es, a fin de cuentas, el poder del sujeto proyectado hacia afuera y que «domina» al tiempo. El compás transforma al tiempo exterior en el tiempo interior, en una repetición del sí-mismo. El principio de la interioridad y la subjetividad determina la jerarquía entre las artes románticas. «Percibirse a uno mismo» es constitutivo para la música en general, que muestra un grado de interioridad más alto que el de la pintura. En la poesía el espíritu está más cerca de sí que en cualquier otra parte, pues se trata del «arte universal del espíritu que ha devenido en sí libre, que no está atado para la realización al material externo-sensible» (13.123) [66]. El sonido, que aún está atado a la percepción sensible, se une con la palabra, que transporta un pensamiento. Por ello la poesía posee más libertad respecto de lo sensible: Ahora bien, lo que la poesía pierde en objetividad externa, puesto que, en la medida en que esto puede serle de algún modo permitido al arte, sabe dejar de lado su elemento sensible, lo gana en objetividad interna de las intuiciones y representaciones que el lenguaje poético le presenta a la conciencia espiritual. (15.145) [652]

Su elemento no es lo exterior de la percepción sensible sino lo interior de la intuición espiritual: «Pues, frente a los demás materiales sensibles, la piedra, la madera, el color, el sonido, es el discurso el único elemento digno de la exposición del espíritu […]» (15.474) [831]. Hegel interpreta la relación de la poesía con lo sensible otra vez en términos de la lógica del poder: Por lo que finalmente concierne a la tercera representación, la más espiritual, de la forma artística romántica, es en la poesía donde tenemos que buscarla. Su peculiaridad característica reside en el poder con que se somete al espíritu y a las representaciones de este el elemento sensible, del cual comenzaban ya a liberar al arte la música y la pintura. (13.122) [65]

Nada exterior perturba el «percibirse lo interno como interno» (15.224) [696]. El poder promete la dicha del goce de sí autoauditivo. Es propio de la esencia del espíritu tener que aparecer, que expresarse. El arte es una de sus maneras de aparecer. Lo sensible, no obstante, es —como ya se señaló— un medio en el que el espíritu no puede manifestarse enteramente a sí mismo, a su espiritualidad. Por ello el espíritu se inclina a deshacerse de lo sensible, aun cuando solo allí le es posible aparecer. En el elemento sensible el espíritu no está del todo en sí. De ahí que el arte no sea la «forma suprema del espíritu» (13.28) [15]. La poesía es una forma artística en la cual el espíritu, a pesar de su implicación en el elemento sensible, puede estar más cerca de sí que en cualquier otra parte. Ella es la expresión de aquel espíritu «que solo se vierte en el espacio y el tiempo internos de las representaciones y los sentimientos» (13.123) [66]. Así el arte se sobrepasa, en esta «fase

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suprema», a sí mismo «al abandonar el elemento de la sensibilidad reconciliada del espíritu y pasar de la poesía de la representación a la prosa del pensar». Los pensamientos son manifestaciones del espíritu en las que este puede estar completamente junto a sí. Aquí no se presenta nunca la «alienación en lo sensible» que afecta a cualquier forma artística. La poesía oriental posee escaso valor para Hegel porque Oriente, conforme a su principio general, no lleva ni a la autonomía y la libertad individuales del sujeto ni a aquella interiorización del contenido cuya infinitud constituye en sí la profundidad del ánimo romántico. (15.462 s.) [824]

Está hundida en la naturaleza y se expresa únicamente «en la circunstancia y las situaciones de esta unidad indivisa», de la «acomodación irreflexiva por la que el sujeto no se da a conocer en su interioridad replegada sobre sí, sino en un ser-superado frente a los objetos y las situaciones». El sujeto expresa, sigue Hegel, «las cosas y las relaciones no tal como son en él, sino tal como él está en las cosas, a las que a menudo da también una vida para sí autónomamente animada». Ni permanecer derramado por el mundo ni perderse en el mundo, sino derramarse uno mismo en él, inundarlo con la propia interioridad: esta sería la forma fundamental de la poesía romántica, e incluso la del espíritu. Desde esta perspectiva el haiku indicaría un espíritu hundido en la naturaleza, o bien un estado espiritual al que le faltaría la infinita subjetividad. Sin embargo, el haiku, inspirado en el budismo zen, en realidad, se basa en una postura espiritual que no podría ser descrita de ninguna manera con las categorías estéticas de Hegel. El poema zen habita un particular vacío que está vaciado de todo estar cerrado substancial y subjetivo. Para él tampoco se trata de dar a las cosas una «vida para sí autónomamente animada», pues no sabe de ningún «alma». También las cosas están vacías. Hacia el aroma del ciruelo Salió de pronto el sol En la estrecha senda del monte. BASHÔ

El haiku no es «lírica», no es «poesía». La ausencia de aquella interioridad subjetiva no supone, sin embargo, una falta. Más bien posibilita que las cosas resplandezcan primeramente en su ser-así. La falta de interioridad le da al haiku una cierta amabilidad. Un poema zen solo podía ser compuesto con éxito en el instante de la mirada amable que de súbito se detiene en las cosas, que —es más— ve en las cosas; es decir, en aquel instante particular en que el sujeto se vacía, se disipa, se llena con la luz de las cosas, con

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su ser-así.13 Bashô diría: el espíritu no es interioridad, sino amabilidad. En el arte romántico la subjetividad se repliega cada vez más hacia sí misma. El artista hace que aparezca en lo objetivo únicamente su interioridad. De este modo, el cuadro todavía es solo un resonar de la subjetividad en los colores: Ahora bien, por eso el interés por los objetos representados se invierte, de modo que es la nuda objetividad del artista mismo la que intenta mostrarse y a la que por lo tanto importa no la configuración de una obra para sí estable y basada en sí misma, sino una producción en la que el sujeto creador solo se deje ver a sí mismo. (14.229) [440]

La «disolución de la forma artística romántica» inicia una liberación total de la interioridad subjetiva, del «ánimo» humano respecto del mundo objetivo; un total «retorno del hombre a sí mismo, un descenso al interior de su propio pecho» (14.237) [444]. Ya no hay tampoco en el artista ningún contenido divino que lo urja a que lo represente.14 El artista ahora tan solo se tiene a sí mismo a la vista; solo se deja ver a sí mismo. Está completamente vuelto hacia su subjetividad libre. Nada «sagrado» está a la vista del sujeto artístico. Ahora se pone únicamente a sí mismo como contenido. En el «arte moderno» el sujeto se torna autorreferencial. Gira alrededor de sí mismo. Con esto el arte se desprende de su originario vínculo con la verdad y se independiza hasta llegar a ser un «juego inocuo» del «ánimo que se mueve en sí mismo». El objeto se torna un espacio de juego de un «movimiento subjetivo espiritualmente rico de la fantasía» (14.240) [446]. También el «puro gusto estético por los objetos» (14.242) [447] es autorreferencial. Es «puro» porque solo se refiere a sí mismo. Uno se goza a uno mismo, se gusta a uno mismo en los objetos. Esta autorreferencialidad caracteriza a la experiencia estética ya en Kant. El placer estético surge pues de que el sujeto, ante un objeto, se siente a sí mismo, o mejor dicho, siente la interacción armónica de sus facultades anímicas. El sentimiento estético no es aquí un sentimiento del mundo ni del objeto sino de sí mismo; no es un sentimiento natural sino espiritual. El «arte moderno», en la medida en que es un juego, ya no es más ni un acontecer de revelación ni un acontecer de verdad: El espíritu solo se ocupa de los objetos en la medida en que en estos hay algo secreto, no revelado. […] La sujeción a un contenido particular y a una clase de representación solo idónea para este material es para el artista actual algo pasado, y el arte se ha convertido por lo tanto en un instrumento libre […]. El artista está con ello por encima de las determinadas formas y configuraciones consagradas, y se mueve libremente para sí, independientemente del contenido y del modo de intuición en que antes estuvo lo sagrado y eterno ante los ojos de la conciencia. (14.234 s.) [443]

Liberado de la ligazón prerreflexiva a un contenido determinado, por así llamarla, el artista se sirve de un fondo histórico de objetos y formas de representación que se le ofrecen como material. De modo que ya en Hegel el «arte moderno» se caracteriza por

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un sincretismo, una hibridez. La libertad del artista consiste en la libertad de «elección». Y el espíritu no «se ocupa» de los objetos sino que se explaya cómodamente en ellos o incluso deambula por ellos. El trabajo y la seriedad dan paso al juego y el humor. El humor reposa sobre el poder de la subjetividad. El sujeto atraviesa el mundo toda vez que busca que todo lo que quiera hacerse objetivo y obtener una figura estable de la realidad efectiva o parezca tenerla en el mundo externo se descomponga en sí y disolverlo mediante el poder de las ocurrencias subjetivas, ideas repentinas, modos chocantes de concepción. (14.229) [440]

En el análisis del arte de su época Hegel se aferra invariablemente al principio de la interioridad subjetiva. Y sobrecarga al «arte moderno» con el énfasis en el humanus, en el «nuevo santo» (14.237) [444]. Los contenidos de la representación son, según Hegel, «la profundidad y altura del ánimo humano como tal, lo universalmente humano en sus alegrías y sufrimientos, sus afanes, actos y destinos». El artista es el espíritu humano que se determina efectivamente a sí mismo, que considera, trama y expresa la infinitud de sus sentimientos y situaciones, al que nada que pueda devenir vivo en el pecho humano le es ya extraño. (14.238) [444]

«La apariencia y el operar de lo imperecederamente humano en su más multilateral significado e infinita expansión» constituye «ahora el contenido absoluto de nuestro arte» (14.239) [445]. A raíz de la independización de la subjetividad, el «arte moderno» revela poco acerca del mundo y de las cosas, pero es una forma intensiva de autorrevelación del hombre, del «espíritu humano». Así el arte se eleva a «re-creación subjetiva» del mundo. Se aproxima al modo de acción del pensamiento: Así como el espíritu, pensando, concibiendo, se reproduce el mundo en representaciones y pensamientos, así lo principal —independientemente del objeto mismo— deviene ahora la recreación subjetiva de la exterioridad en el elemento sensible de los colores y la iluminación. Esto es, por así decir, una música objetiva, un resonar de los colores. (14.228) [439]

En el «arte moderno» el sujeto humano revela su divinidad al manifestar que es capaz de «producir una objetualidad» gracias a su «destreza» (14.229) [440]. También en su forma moderna sigue siendo el arte una praxis de la libertad y el poder. El sujeto se continúa en el mundo al generar una objetualidad a partir de sí mismo. También en el humor —en el soberano «juego con los objetos»— se reproduce el sujeto. En todos lados, en fin, retorna a sí mismo. En su interpretación del «arte moderno» Hegel arriba ocasionalmente a observaciones nuevas, que sin embargo se ven rápidamente inundadas por antiguos patrones de la Ilustración, como el espíritu o la subjetividad. A la pintura de género holandesa, por

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ejemplo, la describe en una primera instancia a partir de la idea de su «apariencia carente de interés» (14.227) [438], razón por la cual los cuadros de los holandeses, con sus objetos cotidianos, no revelan nada. A su intencionalidad no pertenecen ni la verdad ni la revelación. Contenidos representados como uvas, flores, ciervos, árboles y utensilios de la vida diaria, caballos, peones, guerreros y campesinos, personas fumando, juegos de cartas, extracciones de dientes no ocultan nada detrás de su apariencia. Ya está todo revelado en ellas, son una intuición totalmente accesible. El arte aquí es trabajo sobre la verdad. El tenor estético de esta pintura consiste más bien en que sustrae las cosas de la vida cotidiana del contexto de la finalidad y el interés y las hace resplandecer en su serasí. Es en este sentido que Hegel habla de «apariencia carente de interés»: Lo bello, por así decir, fija la apariencia como tal para sí, y el arte es la maestría en la representación de todos los secretos de la apariencia de los fenómenos externos que se profundiza en sí. El arte consiste particularmente en espiarle con fino sentido al mundo dado, en su vitalidad particular y no obstante concordante con las leyes universales de la apariencia, los rasgos momentáneos, de todo punto mudables, de su ser-ahí, y retener con fidelidad y verdad lo más fugaz. (14.227) [438-439]

Esta observación, tan interesante en sí misma, podría haberla desplegado Hegel en algo del orden de una estética de la apariencia que hiciera que las cosas simples resplandecieran abiertamente en su volatilidad, en su particularidad temporal, en su serasí. Pero él, por lo visto, tenía pensado algo distinto. Habla de «triunfo del arte sobre la caducidad». El arte sustrae las apariciones volátiles del devenir al conservarlas para la intuición. No se trata, por ende, de hacer abiertamente visibles a las cosas caducas en su caducidad y volatilidad. Una vez más Hegel invoca al «espíritu»: Pero lo que de semejante contenido nos atrae cuando el arte nos lo ofrece es precisamente este parecer y aparecer de los objetos como producidos por el espíritu, el cual transforma en lo más interno lo externo y sensible de toda la materialidad. Pues en vez de lana y seda existentes, en vez del cabello, el vaso, la carne y el metal efectivamente reales, vemos meros colores; en vez de las dimensiones totales de que ha menester lo natural para su manifestación, tenemos una mera superficie y, sin embargo, la misma visión que da lo efectivamente real. (13.214 s.) [121-122]

La posibilidad de una estética de la apariencia se ahoga con esto en una banal forma de idealismo. El arte no se desarrolló como Hegel imaginaba. El énfasis en el «espíritu», en la «subjetividad» o en el humanus no forma parte de la aparición determinante del modernismo. El dadaísmo, por ejemplo, es un antónimo del «espíritu». También rechaza aquel énfasis en el humanus. Transforma el principio-del-espíritu en su contrario: Sí, permítame: el dadaísmo (y esto irrita sin límites a la mayoría de las personas) está incluso en contra de todo espíritu; el dadaísmo es la completa inexistencia de lo que se llama espíritu. ¿Para qué tener un espíritu en un mundo que avanza mecánicamente? ¿Qué es el hombre? Algo ora divertido, ora triste, que es tocado y cantado

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por su producción, por su ambiente.15

El dadaísmo tampoco cultiva ninguna interioridad subjetiva. Los dadaístas operan, más bien, con ruidos, casualidades o automatismos psíquicos que se alejan de la transparencia conceptual: La técnica de collage es la explotación sistemática del encuentro casual, o provocado artificialmente, de dos o más realidades ajenas en un plano evidentemente inapropiado para ello; y es la chispa de la poesía, que se transmite en la aproximación de estas realidades.16

El collage debe su efecto poético no a la subjetividad lírica que se expresa, sino a la cercanía de lo distante, a la cohesión de lo en sí mismo incoherente, a un Y que aparece inesperadamente. No resulta entonces de la síntesis o la sincronía, de la unidad orgánica, sino de una participación especial, de una empatía con lo lejano o con lo heterogéneo. Esta poesía del encuentro de «realidades ajenas» se aparta de la poética hegeliana, orientada a la interioridad subjetiva y a la mediación conceptual. Frente al principio-del-espíritu los dadaístas invocan a la «naturaleza». Hans Arp, por ejemplo, observa respecto de la poesía automática: El poeta cacarea, maldice, suspira, tartamudea, hace cantos tiroleses como mejor le resulta. Sus poemas se asemejan a la naturaleza. Futilidades, como las personas las llaman tan fútilmente, son para él tan valiosas como una retórica sublime; pues en la naturaleza una partícula es tan bella e importante como una estrella, y solo los hombres se toman la libertad de determinar qué es bello y qué es feo.17

La poesía no se origina en el «espíritu» sino «directamente de los intestinos o de otros órganos del poeta». También son revalorizados los ruidos respecto de la voz. Tienen, según Arp, «una existencia que supera en energía a la voz humana». El dadaísmo es una praxis de la amabilidad en la medida en que cuestiona toda oposición fija. Cada partícula en la naturaleza es precisamente «tan bella e importante como una estrella». El dadaísmo otorga atención a lo pequeño, a lo poco llamativo, a lo adyacente. Fue justamente en el modernismo que se expresó con frecuencia un escepticismo respecto del énfasis en el humanus. En una carta, John Cage señala: «Vivimos en un mundo en el que no solo hay personas sino también cosas, árboles, piedras, agua, todo es expresivo».18 La piedra es, para Hegel, una masa muerta, inexpresiva. Su eterno es-así solo produce aburrimiento. También el agua carece de expresión, de sonido, ya que en ella no habita interioridad alguna. Solo produce ruidos. En su falta de movimiento el árbol es incapaz de suprimir el espacio. Carece del tiempo animal. Cage le recordaría a Hegel que el aburrimiento del es-así es, precisamente, un producto del «espíritu»: Si algo es aburrido durante dos minutos, intenta hacerlo durante cuatro. Si sigue siendo aburrido, intenta durante ocho, dieciséis, treinta y dos, y así sucesivamente. Eventualmente uno descubre que no es algo aburrido

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en lo más mínimo, sino muy interesante.19

Solo una repetición compulsiva del yo transforma sonidos en ruidos molestos. Cuando el yo deja de escucharse a sí mismo, los ruidos se tornan de pronto sonidos fascinantes. Cage cuenta en «Composition as Process» que nunca pudo soportar el sonido de la radio. Al ocuparse del Imaginary Landscape núm. 4 para doce radios, sin embargo, se le habría abierto el oído para los sonidos radiales, para su timbre.20 Solo un entrenamiento auditivo para la amabilidad le ofrece al oído el timbre del mundo. Cage hace que ingrese, en lugar de la música de la interioridad, una música del es-así, una música-del-mundo en un sentido especial; una música que para Hegel sería en cambio un ruido inanimado: «Creo y deseo haber transmitido a otras personas el sentimiento de que los ruidos de su entorno crean una música mucho más interesante que la música que se oye en la sala de conciertos».21 La música de la interioridad transforma la sala de conciertos en un espacio anímico desprovisto de ruidos, en una «casa enteramente cerrada» del alma. La música del es-así proviene, por el contrario, de un vacío, de un silencio que no está habitado por alma alguna. La operación del azar de Cage también es una praxis de la amabilidad. Contra la música anímica, esta produce una música del «acontecimiento».22 El azar lo protege a uno de las repeticiones del yo. No es un caer del yo en el que este permanezca dentro de sí mismo: «El azar es, en sentido estricto, un salto; provee un salto allende el alcance del propio asimiento de uno mismo».23 Sin embargo, este «salto» no lleva a la caída. Conduce al yo de vuelta al mundo. Este regreso-al-mundo da otro asimiento, un asimiento por fuera del yo y también del humanus: «Music of Changes es un objeto más inhumano que humano, puesto que las operaciones del azar le dieron el ser».24 Con silence Cage no se refiere a una simple ausencia de sonido, a un vacío acústico, ni a una pausa administrada u organizada entre los tonos. Más bien es un sonido especial, un sonido liberado de las presiones de la interioridad, un sonido sin alma, sin anhelo, sin pasión. De ahí que pueda haber también silencio en medio del ruido. No obstante, el «espíritu» de Hegel sería incapaz de percibir este silencio del es-así. Silence significa en definitiva un silencio especial del espíritu. Es otra denominación para la amabilidad que transformó el oído en un hospedaje para los sonidos. El «silencio» no discrimina, no deja nada de lado. La amabilidad del arte consistiría en que el sujeto humano se repliega, se contiene, y deja hablar abiertamente a las cosas, al mundo; en que se des-interioriza en favor de un afuera, se vacía de interioridad. La anarquía del silencio o la anarquía del vacío implican la amabilidad sin límites hacia lo mucho y lo diferente, hacia lo pequeño y poco llamativo, hacia lo adyacente que caería fuera de la «abarcante subjetividad» o de la corriente hacia lo Uno —que sería para Hegel lo bello—, y descendería hacia lo ausente o hacia lo nulo. La amabilidad está vinculada con aquel «estado de vacío mental»25 que no se caracteriza por la apatía sino por la mayor atención, esto es, por la

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sensibilidad para aquello a lo que, en un contexto de dominación, se hace desaparecer: «Solo mantengo abiertos mis oídos y mi espíritu vacío pero atento, nada más». Este «espíritu» vacío pero atento es la forma sin centro.26 Su amabilidad se debe a que no excluye nada, ni se aísla. Es aquella «estructura» del vacío, que expande y cohesiona: «Una estructura es como un puente de ningún lugar a ningún lugar y sobre el cual puede andar cualquiera: ruidos o tonos, maíz o trigo».27 La actividad más elevada del espíritu consistiría, tal como lo formuló Rilke en una oportunidad, en «crear circunstancias amables para aquello que a veces puede detenerse en nosotros»,28 es decir, en producir un silencio no buscado, no intencionado, o incluso ser un hospedaje: Y ¿cuál es el sentido de componer? Uno es, naturalmente, no preocuparse por los objetivos sino por los sonidos. O habrá de darse una respuesta en forma de paradoja: se trata de un sinsentido pleno de sentido o de un juego libre de sentido. Este juego, de todos modos, es una afirmación de la existencia; no es un intento de traer orden al caos ni un intento de alcanzar incrementos de la inventiva, sino simplemente un camino para abrirse a la auténtica vida que vivimos y que es espléndida si uno renuncia a las propias perspectivas y deseos y deja que todo suceda por sí mismo.29

La amabilidad y la hospitalidad hacia las cosas y los acontecimientos que vienen y van: solo ella es capaz de percibir la belleza del ser-así. El sí no buscado ni intencionado hacia el ser-así es posiblemente una contrafigura del poder, el cual, en última instancia, es autoafirmación. En Concert for Piano and Orchestra (1957-1958) Cage pone en escena una distendida unión de lo diverso: En esta pieza perseguí el propósito de reunir diferencias extremas como las que uno encuentra juntas en el mundo real, por ejemplo en un bosque o yendo por la calle en la ciudad.30

El concierto se vuelve un encuentro despreocupado de acontecimientos sonoros de los más diversos y que no se estorban entre sí. También el músico individual deja de ser un miembro de la totalidad musical. Cada músico tiene «su propio tiempo».31 La orquesta no es una unidad orgánica. Cada voz orquestal es un «solista» de incomparable unicidad que, sin embargo, se comunica con los otros en el vacío como medio de la amabilidad.32 Solo al amable se le revela la música de Cage del es-así que está libre de todo deber y todo querer. También el paisaje de Cézanne es un paisaje del vacío, que no está ocupado por ningún humanus, por ningún yo. En una conversación Cézanne señala, acerca de la tarea del pintor: Toda su voluntad ha de ser de silencio. Debe hacer callar en él todas las voces de los prejuicios, olvidar, olvidar, hacer el silencio, ser un eco perfecto. Entonces se inscribirá todo el paisaje en su placa sensible.33

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La hora de la verdad es esa en la que me torno un eco perfecto de las cosas. Ver da el resultado deseado en aquella mirada amable que es divisada por el paisaje. La carga de verdad de la obra de arte no es un pensamiento pasible de «interpretación» sino aquel «minuto del mundo» que «pasa». Es un instante en el que se logra el regreso-al-mundo. Todo el «peso» del mundo se concentra en la punta del pincel: «Un peso entorpece mis pinceles».34 El arte indudablemente presupone, por encima de la atención pasiva, la actividad de una producción. Esta, sin embargo, es experimentada por Cézanne no como una proyección o un dominio sobre el material, sino como un acto de obediencia. Es un hacer pasivo. Prestar atención y obedecer determinan el acontecer del arte: Para fijarlo [el paisaje] en la tela, exteriorizarlo, intervendrá a continuación el oficio, pero el oficio respetuoso que está también listo solo para obedecer, para traducir inconscientemente.35

Ante todo el pintor debe, por ende, poder oír.* Oír configura y ordena. Al oír, el pintor traduce «inconscientemente» la estructura armónica del mundo que oye. El «genio» es, por consiguiente, un genio del oír. El acto de producir tiene poco de aquella «destreza» de Hegel «en la que el sujeto creador solo se deja ver a sí mismo» (14.229) [440]. El cuadro o la objetualidad generados mediante esta «destreza» no tendrían, para Cézanne, ninguna carga de verdad. La objetualidad sin verdad, el cuadro que no contenga aquel «minuto del mundo», aquel peso del mundo, serían solo retórica: Me imagino que, si bien […] un poco de ciencia aleja de Dios, la ciencia intensa vuelve a llevarnos hasta él. Sí, la ciencia intensa nos devuelve a la naturaleza: por insuficiencia, incluida la del puro oficio. […] Sí, el oficio abstracto acaba desecándose bajo su retórica, que se vuelve afectada, al agotarse.36

Demasiado poco espíritu aparta al hombre de la naturaleza. Más espíritu lo devuelve a la naturaleza. La amabilidad no significa menos sino más espíritu. La amabilidad sería, para Cézanne, el superlativo del espíritu. Cézanne parece tener en mente una cercanía especial entre el espíritu y la naturaleza o más bien el mundo, y alude a esta cercanía con giros peculiares. El paisaje sería la «sonrisa flotando de inteligencia aguda». La «delicadeza de nuestra atmósfera» estaría en relación con la «delicadeza de nuestro espíritu». Estarían «una en el otro». El color sería el lugar «en que nuestro cerebro y el universo se encuentran».37 Se trata de un particular ser-uno con la naturaleza que Hegel habría atribuido a una degradación del espíritu. Expresiones como «sonrisa» o «delicadeza» colocan al espíritu en una nueva disposición completamente diferente. Más espíritu no significa menos naturaleza, sino más naturaleza. El espíritu de Cézanne no debe su profundidad a una introversión sino a una desinteriorización. En su «delicadeza» se distingue esencialmente del espíritu de Hegel,

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que es poder. El espíritu «sonríe», es decir que se vacía, que quiebra su interioridad, que se vuelve permeable al mundo. Mediante esta apertura gana en nitidez [Schärfe]. Al espíritu de Hegel le falta, precisamente, esta profundidad de campo [Tiefenschärfe]. La corriente hacia sí o la corriente hacia lo uno le quitan la amplitud. La experiencia del devenir-uno no reposa en la continuidad del sí-mismo sino en la del ser. La amabilidad en la que se basa aquella particular experiencia de la naturaleza es, en última instancia, moral en un sentido especial. Ocurre antes de la dicotomía de «naturaleza» y «moral»: «La moral dispersa del mundo es el esfuerzo que hace tal vez para volver a ser sol».38 Por consiguiente, la amabilidad sería la moral del mundo antes de la «moral». Más moral no aparta de la naturaleza sino que devuelve a ella. Según Hegel la obra de arte pertenece al «dominio del pensar conceptual», pues este es el sitio «en el que el pensamiento se enajena a sí mismo». El espíritu, al someter a la obra de arte a la consideración científica, satisface solamente la «necesidad de su naturaleza más propia»: Puesto que el pensamiento es su esencia y su concepto, solo queda en último término satisfecho cuando también ha penetrado de pensamiento todos los productos de su actividad, y solo entonces se los ha apropiado verdaderamente. (13.28) [15]

La consideración científica de la obra de arte destaca expresamente lo conceptual, que es lo que anima. El «pensamiento» que ha de manifestarse a partir de la obra de arte es su carga de verdad. Así el arte «solo tiene su auténtica verificación en la ciencia». Sin embargo, para Cézanne la obra de arte no ha de comunicar ningún «pensamiento». El cuadro arroba, desinterioriza la mirada hacia un mundo de luz y colores intensos. La apreciación que resultara atinada sería un tipo de iluminación que se elevara sobre el «pensar conceptual»: Ábralos [los ojos]… ¿Verdad?… Solo se percibe una gran ondulación coloreada, ¿eh?, una irisación, colores, una riqueza de colores. Eso es lo que debe darnos el cuadro en primer lugar: un calor armonioso, un abismo en el que el ojo se hunda, una sorda geminación, un estado de gracia coloreado. Todos esos tonos se nos derraman en la sangre, ¿verdad? Nos sentimos vigorizados. Nacemos al mundo de verdad. Volvemos a ser nosotros mismos, nos convertimos en pintura… Para amar un cuadro, primero hay que haberlo bebido así, a largos tragos, perder conciencia, descender con el pintor a las raíces sombrías, enmarañadas, de las cosas, volver a subir con los colores, abrirse a la luz con ellos.39

El arte no es una antesala del pensar, no es una ejecución incompleta, meramente sensible, de un pensamiento. No está a la espera de una intensificación en la «prosa del pensar». Lo caracteriza, más bien, una forma propia de la experiencia. Cézanne pinta un paisaje del vacío, que está vacío porque nada se aísla en sí mismo ni se delimita distinguiéndose de lo otro, porque nada se empecina consigo mismo, porque todo está en tránsito. Por todas partes se celebran matrimonios:

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No. No. Mire. No está aquí. No está aquí la armonía general. Esta tela no huele a nada. Dígame qué perfume se desprende de ella. ¿Qué olor desprende? A ver… YO: El de los pinos. CÉZANNE: Dice usted eso porque dos grandes pinos balancean sus ramas en primer plano… pero es una sensación visual… Por lo demás, el olor enteramente azul de los pinos, que es áspero al sol, debe combinarse con el olor verde de las llanuras que refrescan ahí todas las mañanas, con el olor de las piedras, el perfume del mármol lejano de la Sainte-Victoire. No lo he expresado… Hay que expresarlo.40

La amabilidad que da el tono al paisaje de Cézanne despierta a partir de una especial consonancia de las cosas: Este vestido […] esta mujer, esta criatura, sobre este mantel, ¿dónde comienza en su sonrisa la sombra? ¿Dónde acaricia la luz, bebe, embebe esta sombra? No lo sabemos. Todos los tonos se penetran, todos los volúmenes cambian al encajarse. Hay continuidad… No niego que a veces, al natural, no hay esos efectos bruscos de sombra y luz, en franjas violentas, pero no es interesante.41

Nítidas limitaciones y separaciones; duros contornos: solo son fenómenos de la superficie. En los estratos profundos del ser se da una amable des-demarcación. Las cosas se penetran, se aproximan cariñosamente las unas a las otras, confluyen, sin perder con ello su unicidad. El objeto de pintar es la cosa específica en su incomparabilidad: «Los falsos pintores no ven este árbol, su cara, este perro, sino el árbol, la cara, el perro. No ven nada. Nada es nunca lo mismo».42 También Cage tiene esta mirada amable que está orientada a la unicidad de la cosa específica: En mi opinión, hay en Mozart una tendencia implícita hacia la multiplicidad. Esta tendencia me interesa más que la tendencia hacia la unidad. Me resulta más propia de la naturaleza. Si observo un árbol, un único árbol, y comienzo a mirar a las hojas, todas, indudablemente, tendrán la misma estructura general. Si lo miro con atención, advierto que no hay dos hojas que sean idénticas. Entonces comienzo, con esta atención hacia las diferencias, a disfrutar cada visión del árbol, pues todo lo que veo es algo que no he memorizado.43

A pesar de su unicidad, la cosa específica no está aislada. Refleja en sí misma las demás cosas. El vacío, el silencio median, reconcilian y desposan. El mundo es un reflejo recíproco de las cosas. El mundo consiste en reflejos de colores, sonidos y olores: La fruta […] viene hasta nosotros con todos sus olores, nos habla de los campos que ha abandonado, de la lluvia que los ha alimentado, de las auroras que espiaba. […] ¿Por qué dividimos el mundo? ¿Será nuestro egoísmo que se refleja? Lo queremos todo para nuestro uso.44

Aquel «minuto del mundo» es el instante en que las cosas se comunican unas con otras en una amabilidad sin fronteras. La «armonía general» en la que las cosas se penetran construye una continuidad del ser. El poder, por el contrario, produce una continuidad del sí-mismo y de lo mismo. El mundo de Cézanne está desinteriorizado en dirección a una consonancia armónica de las cosas. No está animado por ninguna interioridad subjetiva. La amabilidad del mundo se debe a este vacío.

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Según Hegel el arte, «en la medida en que tiene que llevar lo espiritual a la intuición de modo sensible», ha de proceder a la «humanización», pues el espíritu solo puede aparecer sensiblemente «de manera satisfactoria» en la figura humana, en el cuerpo humano (13.110) [59]. También la vitalidad en general ha de avanzar necesariamente, en su evolución, hacia la figura del hombre. Para Cézanne o para Cage, por el contrario, el arte debe avanzar hacia la amabilidad, que consiste precisamente en que el hombre se repliegue de modo que el mundo florezca en su libre ser-así. En un ensayo sobre Cézanne, Merleau-Ponty escribe: Vivimos sumergidos en un medio de objetos construidos por los hombres, entre utensilios, dentro de casas, en calles y ciudades, y la mayoría de las veces no los vemos más que a través de las acciones humanas de las cuales pueden ser puntos de aplicación. Nos hemos habituado a pensar que esto es así necesariamente y que es inconmovible. La pintura de Cézanne pone en suspenso estos hábitos y revela el fondo de naturaleza inhumana en que el hombre se instala. Por esto sus personajes son extraños y como vistos por un ser de otra especie. […] Se trata de un mundo sin familiaridad, inconfortable, que paraliza toda efusión humana.45

Sus cuadros despiertan la «impresión de la naturaleza en sus orígenes».46 Sumergidos en un vacío particular, hacen pensar poco en el hombre. No retratan ningún sentimiento. Los sentimientos humanos son digestivos. No ven las cosas en su ser-así. Los cuadros más tempranos de Cézanne son aún «sueños pintados». Aquí hay sentimientos que son proyectados hacia afuera. Y estos cuadros también quieren despertar sentimientos. Expresan «la fisonomía moral de los gestos más que su aspecto visible». Los cuadros más tardíos, por el contrario, son «el estudio preciso de las apariencias, más como un trabajo del natural que como un trabajo de taller».47 No nacen en el taller, en la casa enteramente cerrada del alma. Vaciados de alma, conducen hacia lo abierto. Se oponen, de esta manera, a toda expresión humana de sentimientos. El paisaje del vacío de Cézanne es solo a primera vista un desierto, un mundo sin intimidad. En una segunda observación (de la que Merleau-Ponty parece haber sido incapaz) este paisaje resplandece en una amabilidad y un calor particulares. Handke escribe acerca del paisaje de Cézanne: «Ante todo Cézanne produce casi siempre el matrimonio —la boda—: el árbol se torna lluvia, el aire se torna piedra, una cosa se dirige hacia otra: la sonrisa en el paisaje terrenal».48 El paisaje «sonríe» porque las cosas, vaciadas y desinteriorizadas, se vuelven permeables unas para las otras, juegan unas en las otras, se reflejan unas a otras: «Esos vasos, esos platos, se hablan entre sí, confidencias interminables».49 Pintar no significa sino «desprender la amistad de todas esas cosas al aire libre».50 El pintor oye el amable murmullo de las cosas porque deja de escucharse a sí mismo. Tiene la mirada amable, que es una mirada no buscada ni intencionada y que por eso mismo es capaz de ver los gestos íntimos de las cosas. Lo no-humano del paisaje de Cézanne es, según Merleau-Ponty, el fundamento para aquella notable relajación que surge cuando uno, luego de la observación de sus cuadros,

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se dedica a otros pintores: Si vamos a ver cuadros de otros pintores después de los de Cézanne, se produce una distensión, de la misma manera que después de un luto las conversaciones renovadas enmascaran la absoluta novedad [de la muerte] y devuelven su solidez a los vivos.51

Por el paisaje de Cézanne sopla la «absoluta novedad de la muerte». Pintar es, para Cézanne, darse a uno mismo la muerte. Lo expresa, en términos budistas, así: Bueno, pues, nunca se ha pintado el paisaje. El hombre ausente, pero todo él en el paisaje. ¡La gran obra budista, el nirvana, el consuelo sin pasiones, sin anécdotas, los colores!52

El «nirvana» es desinteriorizarse en el paisaje, o es más: ser enteramente colores; Cage podría decir: ser enteramente silencio. Es un despertar hacia el ser-así del mundo. Pintar no es un proyectar, sino una reproducción del ser-así. El pintor se ejercita en la mirada amable, e incluso más, en el hacer amable: En el fondo, cuando pinto, no pienso en nada. Veo colores. Sufro, gozo transportándolos a mi tela tal como los veo. Se disponen a la buena de Dios, como [ellos] quieren. A veces, resulta un cuadro. Soy un bestia. Qué más quisiera que ser un bestia…53

1 Se cita a Hegel según la edición Werke in zwanzig Bänden, Frankfurt del Meno, 1970. El primer número corresponde al volumen y el segundo a la página. Los números entre corchetes indican la página de la edición de los volúmenes correspondientes en castellano que se utilizaron en la traducción. Al final de la bibliografía se incluye una lista de dichos volúmenes que se corresponden con los consultados por el autor. 2 G.W.F. Hegel, «Diario de viaje por los Alpes berneses», en Escritos de juventud, México, FCE, 1978, p. 206. 3 Ibíd., p. 196. 4 Cézanne sostuvo en una ocasión que el hombre no es «sino un poco de calor solar acumulado, organizado, un recuerdo del sol». Cfr. P. Cézanne, Über die Kunst. Gespräche mit Gasquet. Briefe, Hamburgo, 1957, p. 12. 5 G.W.F. Hegel, Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie, Leipzig, 1940, p. 229. 6 G.W.F. Hegel, Naturphilosophie. Die Vorlesung von 1819/20, Nápoles, 1982, vol. 1, p. 62. 7 Ibíd., p. 63. 8 M. Heidegger, Hölderlins Hymne «Andenken», GA 52, Frankfurt del Meno, p. 177. 9 R. Barthes, «El grano de la voz», en Lo obvio y lo obtuso, Barcelona, Paidós, 1986, p. 264. 10 Íd., El imperio del signo, Madrid, Mondadori, 1990, p. 140. 11 Cézanne cita a Zola en un diálogo: «¡Ah, la vida, la vida, sentirla y reproducirla en toda su realidad, amarla por lo que es, ver en ella nada más que la belleza verdadera, eterna y mudable, no tener la necia idea de ennoblecerla a fuerza de castrarla, comprender que las pretendidas fealdades no son sino simples particularidades de los caracteres, y crear vida, crear hombres, única manera de ser Dios!». E. Zola, La obra, Barcelona, Penguin Clásicos, 2015, p. 143. 12 Cfr. G.W.F. Hegel 14.127 s. [381-382]: «Por eso el arte clásico se convertía en la representación conforme a concepto del ideal, en la perfección del reino de la belleza. Nada puede ser ni devenir más bello. Sin embargo, sí hay algo superior a la apariencia bella del espíritu en su inmediata forma sensible, aunque creada por el espíritu como adecuada a él». 13 El espíritu sería amable en grado sumo justo en el momento del en medio de las cosas: «La belleza del día de ayer —en medio de las cosas— era de una calma que tornaba al regreso de la belleza finalmente algo no inimaginable» (P. Handke, Am Felsfenster morgens, Salzburgo/Viena, 1998, p. 14).

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14 Cfr. G.W.F. Hegel, 14.237 [444]: «También en esta última forma artística [la romántica] era como en las anteriores lo divino en y para sí objeto del arte. Pero, ahora bien, esto divino tenía que objetivarse, determinarse y por lo tanto acceder desde sí al contenido mundano de la subjetividad». 15 R. Hausmann, Bilanz der Feierlichkeit, Texte bis 1933, Múnich, 1982, t. 1, p. 94. 16 Württembergischen Kunstverein (ed.), Max Ernst, Stuttgart, 1970, p. 35. 17 Cfr. H. Richter, Dada, Colonia, 1964, p. 28. 18 R. Kostelanetz (ed.), John Cage, Colonia, 1973, p. 167. 19 J. Cage, Silence, Londres, 1971, p. 93. 20 Cfr. Ibíd., p. 30. 21 R. Kostelanetz (ed.), John Cage im Gespräch, Colonia, 1989, p. 63. 22 Ibíd., p. 52. 23 J. Cage, Silence, Frankfurt del Meno, 1987, p. 97. 24 Íd., Silence, op. cit., 1971, p. 36. 25 Íd., Silence, op. cit., 1987, p. 81. 26 R. Kostelanetz (ed.), John Cage im Gespräch, op. cit., p. 194. 27 J. Cage, Silence, op. cit., 1987, p. 32. 28 R.M. Rilke, Auguste Rodin, en Rilke-Archiv (ed.), Sämtliche Werke, Frankfurt del Meno, 1965, vol. 5, p. 211. La belleza es algo que escapa a todo «producir» y por consiguiente a todo hacer humano: «Y sigue sin ser superfluo repetir que no se puede “producir” la belleza. Nunca nadie produjo belleza». 29 J. Cage, «Experimentelle Musik», en Begleitheft zu The 25-year retrospective concert of the music of John Cage, Maguncia, 1994, p. 78. 30 R. Kostelanetz (ed.), John Cage, op. cit., p. 183. 31 R. Dunn (ed.), John Cage, Nueva York, 1962, p. 31. 32 J. Cage, Silence, op. cit., p. 13: «Cada cosa, cada instante es único; cada instante es absoluto, vivo y significativo. Los estorninos alzan vuelo en un campo produciendo un ruido incomparablemente delicioso». 33 J. Gasquet, Cézanne. Lo que vi y lo que me dijo, Madrid, Gadir, 2010, pp. 163-164. 34 Ibíd., p. 170. 35 Ibíd., p. 164. Cfr. p. 180: «Hay una lógica coloreada, claro está. El pintor solo debe obediencia a ella, nunca a la lógica del cerebro. Si se abandona a esta, está perdido». * El vínculo planteado por Han entre «oír» en general y las actividades de «prestar atención» y «obedecer» se percibe más fácilmente en los términos alemanes que remiten a estas actividades (horchen es «oír»; aufhorchen es «aguzar el oído», «oír con atención»; gehorchen sería, etimológicamente, el acto de obedecer una orden que se oyó). (N. del T.) 36 J. Gasquet, Cézanne. Lo que vi y lo que me dijo, op. cit., p. 172. 37 Ibíd., p. 168: «Yo quiero perderme en la naturaleza, volver a brotar con ella, como ella, tener los tonos tozudos de las peñas, la obstinación racional del monte, la fluidez del aire, el calor del sol. En un verde mi cerebro entero se derramará con el flujo de savia del árbol». 38 Ibíd., p. 167. 39 Ibíd., p. 204. Sería posible una ética de la áisthesis. «Asimilando los colores en uno mismo solamente se puede ser bueno» (P. Handke, Am Felsfenster morgens, op. cit., p. 91). 40 J. Gasquet, Cézanne. Lo que vi y lo que me dijo, op. cit., p. 165. 41 Ibíd., p. 206. 42 Ibíd., p. 193. 43 R. Kostelanetz (ed.), Conversing with Cage, Nueva York/Londres, Routledge, 2003, p. 38. 44 J. Gasquet, Cézanne. Lo que vi y lo que me dijo, op. cit., p. 248. 45 M. Merleau-Ponty, «La duda de Cézanne», en Sentido y sinsentido, Barcelona, Península, 1977, p. 43. 46 Ibíd., p. 39. 47 Ibíd., p. 36. 48 P. Handke, Historia del lápiz. Materiales sobre el presente, Madrid, Península, 1982. 49 J. Gasquet, Cézanne. Lo que vi y lo que me dijo, op. cit., pp. 247-248. 50 Ibíd., p. 170. 51 M. Merleau-Ponty, Sentido y sinsentido, op. cit., p. 43.

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52 J. Gasquet, Cézanne. Lo que vi y lo que me dijo, op. cit., pp. 177-178. 53 Ibíd., p. 170. Cfr. también p. 194: «Quisiera ser tonto de capirote».

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Fisiología del poder

Cuando comía despacio se veía a sí mismo mejor, como si sintiera melancolía y tristeza por el destino de lo comido. ELIAS CANETTI

La vida no es, para Hegel, un alegre griterío de júbilo en medio de lo otro, un despreocupado disfrutar de las cosas. Pero tampoco la presenta como una lucha amarga y desesperada contra la oposición del no-yo. Ya el apetito indica que el objeto exterior no es enteramente ajeno al sujeto, sino que es «compatible» con él: ya «contiene la posibilidad de satisfacción del deseo» (10.217). El acto de saborear sería, para Hegel, un signo inequívoco de una cercanía y una continuidad, presentes en sí, entre el yo y lo otro. Su creencia firme en la digestibilidad del no-yo lo distingue, probablemente, de Fichte. Acerca de Fichte señala: «En Fichte predomina siempre el problema de cómo el yo ha de lidiar con el no-yo. No se llega aquí a ninguna auténtica unidad de estos dos lados […]» (10.203). Del «árbol del conocimiento», por cierto, no caerían «frutos por sí mismos masticados y digeridos» (2.128) [156]. Pero la existencia humana no está gobernada por la miseria y el padecimiento. Solo en cuanto a su apariencia exterior la existencia es esfuerzo y fatigas. No existe en realidad lo enteramente otro, de una resistencia imposible de quebrar. Estar-en-el-mundo no es principalmente un combate. «El desagrado indeterminado e infundado hacia la vida» se debe únicamente a que la existencia se cierra demasiado al mundo. Hegel lo atribuye al «estar obstinado en la particularidad subjetiva» (10.175). Solo el sí-mismo obstinado en sí mismo, abstracto, vomita al ver el mundo.1 Hegel tiene, en contraposición a Fichte, confianza en el mundo. Solo a una percepción finita se le presenta el no-yo como algo reactivo. En un grado superior de reflexión esta oposición se revela aparente. Lo particular de su confianza en el mundo es que coincide íntegramente con la autoconfianza, con el autodominio. Se funda en la convicción de que el no-yo es compatible con el yo. Esta creencia en la continuidad del sí-mismo alimenta

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su confianza en el mundo. De todas formas, le quita al espíritu toda su amabilidad. No es una manifestación de amabilidad hacia algo, claro está, saborearlo. En Hegel no podría darse un sentimiento de culpa hacia lo comido, porque con la ingesta de lo otro no se trata de su destrucción ciega sino del acto de poner una identidad existente en sí con el objeto. Hegel señalaría que una otredad total del no-yo no despertaría ningún deseo y no estimularía ni interesaría al yo. El sujeto que desea ve en el objeto «algo perteneciente a su propio ser y, por ende, algo que le falta» (10.217). Supera esta contradicción «en cuanto se apodera del objeto, el cual solo simula —por así decir— ser independiente; al ingerirlo se satisface, y puesto que él es un fin en sí mismo, en este proceso se conserva». Hegel les asigna un significado especial también a los dientes y a las garras: Lo orgánico que desea, que se conoce como la unidad de sí mismo y de lo objetual y así considera la existencia de lo otro, es la figura vuelta hacia afuera, armada, cuyos huesos se hicieron dientes y cuya piel se hizo garras. (9.479)

Dientes y garras son armas destinadas a someter y destruir a lo otro solo según su apariencia exterior. En verdad son una herramienta de reunión que produce la unidad, existente en sí, con el objeto. El deseo o la pulsión surgen de la contradicción a la que va a parar la autoconciencia frente a lo otro. A la autoconciencia lo otro se le muestra como algo que en sí le pertenece pero que, sin embargo, le falta. Supera la contradicción al asimilar a lo otro, al interiorizarlo. La ingesta «pone» abiertamente la identidad existente en sí del sujeto y el objeto, supera la «unilateralidad de la subjetividad y la aparente independencia del objeto». La satisfacción no surge de la destrucción de lo otro, sino de la producción de la continuidad, es decir, de la superación de la división entre sujeto y objeto. Solo a una percepción finita, por lo tanto, la ingesta se le presenta como un acto de destrucción de las cosas. En verdad, solo por ella se convierten «en lo que son en sí». Ella las hace participar del ser más elevado, o sea del «concepto», al que no pueden elevarse por sí mismas, pero que es lo que ellas son en sí. Comer y beber son «el inconsciente comprender [Begreifen]» (9.485) de las cosas. La primera forma del entender sería, por ende, la ingesta, es decir, el asir [Greifen] con las manos y el comprender [Begreifen] con el paladar. Mediante la ingesta no se le hace al objeto entonces ninguna injusticia. Le ocurre solamente aquello que ya le es inherente. También en la Fenomenología del espíritu está presente esta teoría del comer. Allí Hegel hace participar a los animales del misterio del comer: Tampoco los animales se hallan excluidos de esta sabiduría, sino que, por el contrario, se muestran muy profundamente iniciados en ella, pues no se detienen ante las cosas sensibles como si fuesen cosas en sí, sino que, desesperando de esta realidad y en la plena certeza de su nulidad, se apoderan de ellas sin más y las

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devoran; y toda la naturaleza celebra, como ellos, estos misterios revelados, que enseñan cuál es la verdad de las cosas sensibles. (3.91) [69]

La ingesta de las cosas, por lo tanto, es para ellas una suerte de redención, ya que las sustrae de su aislamiento sensible y las hace formar parte del ser más elevado, de su «verdad». Al modo de ver de Hegel los animales comprenden las cosas sin saberlo a medida que las ingieren. Los «excrementos», escribe Canetti en Masa y poder, están «cargados con todas nuestras culpas». A partir de ellos puede comprenderse «qué hemos asesinado». Son «la apretada totalidad de los indicios contra nosotros». Como «nuestro pecado cotidiano, continuado, jamás interrumpido», «hieden» y «claman al cielo». Uno se avergüenza de ellos. Son «el antiquísimo sello de aquel proceso del poder de la digestión» que tiene lugar «en lo oculto» y que «sin este sello permanecería oculto».2 Hegel le recordaría a Canetti que su sentimiento de culpa proviene de una percepción finita, limitada; que la ingesta es, por el contrario, algo totalmente distinto del asesinato y la destrucción. La teoría de Hegel sobre la digestión, aunque diametralmente opuesta a la perspectiva de Canetti, tampoco carece de fantasía especulativa. Los excrementos, para Hegel, no remiten a la culpa sino a la ignorancia. El «combate con lo exterior» que sostiene el organismo en el proceso de la digestión es, en un grado más elevado de reflexión, un «error». Por desconocimiento de la identidad, presente en sí, el organismo ataca las «cosas exteriores» y envía «furioso» su bilis contra ellas. Luego comprende, sin embargo, su «error» y se aleja de él, al retirar la bilis que ha producido en demasía durante la «lucha contra el objeto»: Al separarse así de sí mismo, el organismo se resulta a sí mismo desagradable por no haber tenido más confianza en sí; esto es lo que está ocurriendo cuando se desprende de su ataque, de la bilis que había enviado. Los excrementos, entonces, no son sino aquello que el organismo desecha reconociendo su error, su embrollo con las cosas exteriores; y la composición química de los excrementos confirma esto. […] Los componentes principales de los excrementos son […] sustancias que resultan de los jugos gástricos, en particular de la bilis. (9.492)

También las relaciones sexuales son digestivas. Aspiran a una reunión con el otro. Los individuos se reúnen para hacer realidad el «concepto» existente en sí, es decir, la «especie». De hecho, las metáforas y los gestos digestivos remiten al vínculo entre sexualidad y digestión. Sin embargo, en las relaciones sexuales la ingesta se efectúa solo de manera simbólica. Y estas desarrollan rasgos autodigestivos. Uno se consume en el amor por el otro. Los amantes se consumen el uno por el otro. Hegel diría: los amantes se consumen por el «concepto» que en su respectivo aislamiento no pueden alcanzar. La asimilación es, en términos de la lógica del poder, «la actuación inmediata de la vida como poder sobre su objeto inorgánico» (9.481) [420]. El poder habilita a lo

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viviente para conducir «a lo inorgánico, paulatinamente, a la identidad consigo» (9.485). No obstante, la apropiación no supone un avasallamiento violento o una destrucción de lo otro. En la medida en que el objeto es aniquilado por la autoconciencia que lo desea puede parecer que es sometido por una violencia completamente ajena. Pero esto es solo una apariencia (10.217)

Solo aparentemente el objeto es destruido por la violencia externa a él. En verdad sigue «su propia naturaleza, su concepto». Debe destruirse «porque en su singularidad no se corresponde con la universalidad de su concepto». No lo destruye una potencia ajena, sino el «poder de su propio concepto, puramente interior a él y que precisamente por eso aparenta venirle solo desde afuera». El poder es para él «solamente interior» porque no es expresamente consciente de él. Es por ignorancia de su propio fundamento que se comporta respecto de él como si fuera algo exterior. Por eso lo sufre en primera instancia como un acto de violencia. El poder se revela como poder de reunión que supera la «unilateralidad de la subjetividad y la aparente independencia del objeto» (10.217). Pone la continuidad presente en sí entre el sujeto y el objeto, y se diferencia de la violencia en el hecho de que está presente y operativo en el objeto mismo. La violencia, para el objeto, es algo solamente exterior que lo ataca y lo destruye. El poder, por el contrario, según la tesis fundamental de Hegel, no destruye: opera más bien de modo unificador. El poder puede estar vinculado con la violencia. Pero no se basa en ella. También el espíritu teórico sigue el principio digestivo. Como en la digestión, que se apropia de las cosas como un «comprender inconsciente», el espíritu que comprende las sumerge en su interioridad. Así habla Hegel de la «inteligencia que ha digerido la realidad».3 Idealidad es digestibilidad: Esta superación de la exterioridad que pertenece al concepto de espíritu es aquello que hemos llamado su idealidad. Todas las actividades del espíritu no son sino distintas formas de la reducción de lo exterior a la interioridad que es el espíritu mismo; solo por medio de esta reducción, por medio de esta idealización o asimilación de lo exterior el espíritu deviene y es. (10.21)

En el pensamiento el espíritu alcanza la interioridad más profunda. En el pensamiento también me dirijo, ciertamente, hacia el otro. Pero al hacerlo me fundo conmigo mismo. En lo pensado estoy completamente junto a mí. El camino hacia el otro es aquí el camino hacia mi propio interior. No se da ningún cambio de elemento porque la «razón» de Hegel es el elemento común entre mi pensamiento y su otro, el mundo exterior: Por consiguiente, […] se da en sí la unidad del pensamiento con lo otro, pues la razón es el fundamento sustancial tanto de la conciencia como de lo externo y natural. Lo que se halla frente al yo, pues, no es ya algo situado más allá de él, no es de otra naturaleza sustancial. (12.521) [458]

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Pensando me muevo en lo otro como en mi propio elemento de un modo tal que estando afuera, en lo otro, permanezco adentro, junto a mí. Esta interioridad profunda posibilita una libertad ilimitada. Hegel agregaría aquí una vez más que la interiorización pensante del mundo no le hace violencia, que el mundo en verdad se interioriza a sí mismo, es más: se digiere a sí mismo. El espíritu no sería sino este poder autodigestivo. El mundo, en virtud del poder del espíritu que le es inherente, desarrolla dientes, entrañas, ojos, representaciones, imágenes y conceptos con los que se digiere e interioriza. El poder autodigestivo del espíritu tiene diferentes formas de aparecer. En el nivel inferior es de escasa mediación. La ingesta, pues, aniquila las cosas, al contrario del pensamiento, que en su propia digestión las conserva en la forma de una intelección. Cuando el espíritu transforma lo exterior en su espacio interior se vuelve más profundo, e incluso crece su interioridad. Cuando la profundidad de la interioridad alcanza el ancho del mundo, cuando el mundo se torna espacio interior o espacio de resonancia del espíritu, este está junto a sí, es decir, es libre e infinito. Esta interioridad profunda; esta intimidad del espíritu4 en la que este experimenta el mundo como suyo; esta unión absoluta en la que no es estorbado por nada exterior es un fenómeno del poder. Sin embargo, en la interiorización el mundo no se hunde él solo en un espacio meramente «subjetivo». Más correcto sería decir: el mundo se interioriza a sí mismo en un espacio-interior-del-mundo. El «sí-mismo más interior» del espíritu coincide con lo más interior del mundo. La interiorización del mundo no es, según la teoría de Hegel, un acto de violencia, ya que el espacio interior del mundo es su propio espacio. Las cosas están en él a buen recaudo. No se trata de volver dócil a un mundo que más bien se somete al espíritu por propia voluntad. La tendencia fundamental del poder no es su tendencia contra los otros, que sería violencia, sino la tendencia hacia sí que arrebata a los otros. La violencia separa y aísla. El poder, por el contrario, reúne. La violencia provoca rupturas. El poder produce un continuum. No obstante, la continuidad que ha de establecerse mediante el poder es un espacio interior orgánico, es un interior. Aquí yo me refiero al otro como a mí mismo. Esta continuidad del sí-mismo es constitutiva de la libertad. Soy libre allí donde permanezco junto a mí en el otro, gozo de mí en donde la relación con el otro se revela como una relación con uno mismo, como goce de sí. El gusto por el poder consiste, en última instancia, en que transforma la relación con algo ajeno en una relación con uno, en que hace crecer el espacio del sí-mismo y hace coincidir al sí-mismo con el mundo. La ubicuidad del sí-mismo es lo que define a la fortuna que proviene del poder. El goce de sí es un goce absoluto, libre de toda dependencia del otro. Dios es sinónimo de este goce absoluto: «Dios no puede ser satisfecho por otra cosa, sino solo por sí mismo» (17.295). Podría decirse que el espíritu absoluto también es digestivo en el sentido de que no depende de un suministro de

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alimentos posibilitado por una apertura hacia afuera. Tampoco se produciría ninguna excreción de las que trae aparejadas una implicación en lo otro, en el afuera. Hegel está animado por una particular confianza en el mundo, por «la convicción de que [el espíritu] se encontrará a sí mismo en el mundo, de que este ha de ser amigo suyo», «como dice Adán de Eva, que es carne de su carne» (10.230). También el «espíritu» habla la lengua de Adán: «El espíritu le dice al mundo: eres razón de mi razón».5 El espíritu se cerciora de que lo que tiene ante sí no es «nada ajeno, nada que sea para él impenetrable», «de que allí no encuentra nada más que su razón, de que el objeto es un contenido suyo». Solo en esta creencia, en esta «confianza», el espíritu es libre. Es libre en la medida en que se goza a sí mismo al pasar por lo otro. El espíritu teórico se ocupa de una digestión ideal del objeto. Ahora bien: si el objeto se presenta en la forma de un otro yo, entonces surge una situación nueva, mucho más compleja. La autoconciencia ya no tiene ante sí un mero objeto que pueda simplemente digerir, asimilar o comprender. Más bien hay dos sujetos, o sea, dos centros digestivos, enfrentados y uno en contra del otro. Cada uno busca continuarse en el otro. Esta constelación conduce a una «lucha», «puesto que yo no me puedo saber en el otro como mí mismo» (10.219) [478]. Se da una lucha por el poder, y quien lo obtiene se prolonga en el otro. Quien ostenta el poder, es decir el «amo», se comporta con el otro como con lo «suyo». En el esclavo, el amo está junto a sí mismo, es decir, libre, por cuanto el esclavo cumple su voluntad. La fórmula de la libertad y del poder es la «identidad de mí mismo con el otro». Pero Hegel hace notar que en la constelación del amo y el esclavo la continuidad se realiza «solo de manera unilateral» (10.223), que la libertad del amo, por eso mismo, no es una «auténtica libertad»: «Soy realmente libre solo cuando también el otro es libre y es reconocido como libre por mí» (10.220). ¿Es cierto que soy «realmente libre solo cuando también el otro es libre y es reconocido como libre por mí»? ¿El amo se torna más libre al poner en libertad al esclavo? La libertad formal que Hegel parece tener en mente no engrosa mi realidad efectiva o fáctica. La libertad del otro limita más bien mi libertad. Mi libertad termina donde mi voluntad se topa con el «no» del otro. Esto significa que, ante el siempre posible «no», no puedo continuarme sin más en el otro. Por lo demás, ningún esclavo está absolutamente preso. Tiene siempre, incluso cuando está encadenado, la posibilidad de decir «no», de preferir la muerte al «sí». Si en cambio dice «sí», aunque sea por miedo a la muerte, es su decisión. Se decide, precisamente, a favor de la esclavitud. Sin embargo, el amo pierde el poder en el momento en que el esclavo le niega cualquier acto de obediencia. Aquí es irrelevante si está maniatado o si tiene la posibilidad de huir. El «sí» solo del esclavo justifica el poder del amo. El poder, por ende, ya presupone una libertad del otro. Con una cosa, que es incapaz de decir «sí», no hay relación de poder posible.

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Ante la libertad formal del otro se abre un espacio estratégico complejo en el que se debe seguir luchando por el poder y por la libertad. El solo reconocimiento del otro como un individuo libre no me hace más libre. Más bien hace que comience recién entonces todo el drama de la libertad. Un poder mayor permite una mayor libertad. El poder me hace capaz de estar ilimitadamente junto a mí mismo en el otro, es decir, capaz de ser libre. Un poder mayor profundiza la continuidad del sí-mismo. Cuando el otro sigue mi voluntad por propia voluntad, es decir, cuando hace de mi voluntad el contenido todo de su actuar, mi poder está en su nivel más alto. Su «sí» ya no sería aquí el de un esclavo preso sino el de una persona libre. Sigue mi voluntad libremente, es decir, sin ninguna coerción, aunque tenga otras posibilidades de acción. Por sí mismo toma la decisión que es mi decisión. Mi voluntad se tornó su voluntad. No me hace realmente libre el reconocimiento formal del otro como un individuo libre, sino solo su libre sumisión. Para Hegel, la dialéctica del amo y el esclavo no se trata principalmente del reconocimiento intersubjetivo como tal. Esta dialéctica describe más bien la vía de formación por la cual el individuo renuncia a su aislamiento egoísta, a su «naturalidad», en beneficio de lo universal: El individuo, por su parte, se vuelve digno de este reconocimiento en la medida en que obedece, superando la naturalidad de su autoconciencia, a algo universal, a la voluntad que es en sí y para sí, a la ley […]. (10.221 s.)

La superación de la «singularidad afectada de mismidad» hace al individuo capaz de la «valentía, cuando esta supone poner la vida en juego en un asunto común» (10.227). Al trabajar para el otro, el esclavo lo eleva por sobre la «singularidad afectada de mismidad de su voluntad natural». Incorpora en su autoconciencia la dimensión del otro, o bien de un para-el-otro. Por ende, la obediencia esclava es solo el primer paso de la vía de formación hacia lo universal, pues la voluntad del amo, a quien sirve, es en sí misma una «voluntad singular, contingente» (10.225). A esta la sobrepasa también el esclavo en la «voluntad auténticamente general, racional» (del Estado o la ley) a la que ha de servir. El yo es superado aquí en un nosotros. El nosotros se orienta al bien común, a la voluntad general. La mirada hacia la comunidad precede a la mirada hacia otras personas. Los individuos aislados no se miran unos a otros. El otro no tiene rostro; es más, no debe tenerlo. El rostro sería la expresión de una existencia obstinada en su particularidad, existiría sin «espíritu». El espíritu es «el yo [que] es el nosotros y el nosotros [que es] el yo» (3.145) [113]. La relación con el otro está iluminada por el concepto universal que se realiza.6 El vínculo horizontal de reconocimiento es rotado y transformado en un vínculo vertical que va del individuo a la comunidad. La relación interpersonal es, en última instancia, la relación de la comunidad consigo misma que se continúa a través de

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unidades separadas; es decir, es la relación del «concepto» general consigo mismo que «se mantiene en sus particularizaciones, se trasciende a sí y lo otro a sí, y es de esta manera el poder y la actividad de superar asimismo de nuevo la alienación a que procede» (13.28) [15]. La intersubjetividad es superada en la subjetividad abarcante, que es poder porque se apodera de los individuos aislados. Arrastra a los individuos a la comunidad. No obstante, el poder no es violencia, en la medida en que al mismo tiempo los arroba o seduce. El poder no excluye el regocijo, el regocijo general. La dialéctica del amo y el esclavo comienza, como es sabido, con una primitiva situación de ofensa. Dos personas se encuentran. Cada una intenta ponerse a sí misma absolutamente: «Deben, por ende, lastimarse la una a la otra; que cada una en la singularidad de su existencia se ponga a sí misma como totalidad excluyente es algo que debe realmente ocurrir; la ofensa es necesaria».7 Aquí es imposible una palabra amable. La relación de poder de amo y esclavo no abre —incluso si es absorbida en el «nosotros», en un vínculo de reconocimiento libre— ningún espacio en que pudiera darse una palabra amable. La expresión de identidad «eres carne de mi carne» podrá ser una expresión de amor o de amistad, pero no es de ninguna manera una expresión amable. La amabilidad no se basa en la cercanía y la identidad digestivas; es más bien una cercanía de la lejanía. La fórmula de la libertad de Hegel es la «identidad de mí mismo con el otro». Soy libre porque en el otro vuelvo a mí mismo, porque en el otro permanezco junto a mí. El universal regreso-a-sí es la libertad más elevada. También el vínculo de reconocimiento es concebido por Hegel como un vínculo de identidad. De este modo, «al relacionarme con el otro me relaciono de manera inmediata conmigo mismo» (10.227). El espíritu es el «regreso infinito a uno mismo, la subjetividad infinita» (17.305). La idea del regresoa-sí en Hegel crece hasta volverse una obsesión. Es protagónica incluso en su teoría del amor. La ventura del amor consiste en estar junto a uno mismo en el otro. Ya el joven Hegel escribe: «Solo puede producirse amor hacia aquello que es igual a nosotros, hacia el espejo, hacia el eco de nuestro ser» (1.243) [242]. Por cierto, el amor implica para él un abandono del sí-mismo. Pero la salida hacia el otro no es su rasgo principal. El énfasis en la posesión de sí mismo gobierna también la relación con el otro: «La verdadera esencia del amor consiste en renunciar a la conciencia de sí mismo, olvidarse en otro sí-mismo, pero tenerse y poseerse solo a sí mismo en este perecer y olvidar» (14.144) [397]. El amor hace que el abandono de sí se vuelva goce de sí, posesión de sí. La infinitud del amor no supone una entrega infinita al otro. Más bien indica que el sí-mismo «goza de sí mismo» mediante la renuncia de sí mismo, que el camino hacia el otro está vuelto a girar sobre el sí-mismo: Esta pérdida de su conciencia en el otro, esta apariencia de abnegación y carencia de sí solo con la cual el sujeto se reencuentra y se convierte en sí-mismo, este olvido de sí, de modo que el amante no existe para sí, no

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vive para sí ni está preocupado por sí, sino que encuentra en otro las raíces de su ser-ahí y sin embargo goza enteramente de sí mismo precisamente en este otro, constituye la infinitud del amor. (14.183) [414]

El amor infinito no es la línea infinita que en dirección hacia el otro lleva hacia lo abierto, sino un regreso circular hacia sí. Yo me abandono y me dirijo hacia el otro, pero en el otro llego junto a mí. Esta llegada es algo emocionante. El amor no es un futuro infinito. El amante llega, ondeando a través del otro, junto a sí. No bien el sujeto ha «sacrificado» en el amor «el punto inflexible de su peculiaridad» retorna nuevamente a sí mismo en la «felicidad […] de sentirse […] autónomo y en unidad consigo» (15.43) [597]. El otro amado es, en última instancia, una caja de resonancia en la que el sujeto amante se recibe de vuelta fortalecido. Hegel habla obsesivamente de goce de sí, incluso como rector del amor religioso. El amante goza de sí en el amado: «El alma se quiere, pero se quiere en otro al que ella misma es en su particularidad; renuncia por lo tanto a sí ante Dios, a fin de encontrarse y gozarse a sí misma en este» (15.41) [596]. Al mismo tiempo Hegel señala: Este es el carácter del amor, la intimidad en su verdad, el amor sin deseo, religioso […]. No es el goce y la alegría del amor efectivamente real, vivo, sino sin pasión, más aún, sin inclinación, solo una tendencia del alma: un amor en el que por el lado natural hay una muerte, un estar-muerto.

El «gozar del amor» es sin «goce». Y la «tendencia del alma» es sin «inclinación». Sin embargo ¿en qué consiste la diferencia entre gozar y goce, entre tendencia e inclinación? ¿Cómo estar inclinado sin tendencia? ¿Cómo gozar sin goce? También el amor religioso sigue la economía del goce. La renuncia «al goce y la alegría» engendra un goce más elevado que, como todo goce, es goce de sí. Gozo de mí en el otro. La «tendencia del alma», como toda «inclinación», conoce una única dirección, a saber: el regreso-a-sí. En caso contrario, ¿hacia dónde podría «tender» el «alma»? Incluso en la «muerte», en el «estar-muerto», el amante «goza» de sí mismo. Tampoco la muerte acaba con la relación con uno mismo. Ovidio escribe acerca del viaje de Narciso al mundo de los muertos: Lumina mors clausit domini mirantia formam. tum quoque se, postquam est inferna sede receptus, in Stygia spectabat aqua. [La muerte cerró los ojos que admiraban la belleza de su dueño. Incluso entonces, después de que fue recibido en la sede infernal, se contemplaba en el agua estigia].8

El amante quizá deberá morir otra vez, morirse, para ser alguien amable. El amor no es para Hegel una apelación: «Porque el amor es un diferenciar entre dos que, empero, no son simplemente diferentes entre sí. El amor es la conciencia y el sentimiento de la identidad de estos dos» (17.221 s.). El amor es «el sentimiento del espíritu que en otro se sabe uno consigo mismo» (15.43) [597]. Es lícito, pues, amar la

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otredad del otro hasta hacerla desparecer y así gozarse y poseerse a uno mismo: La teología expresa […] este proceso, como es sabido, de un modo tal que Dios Padre (este simple Ser-en-sí Universal), renunciando a su aislamiento, crea la naturaleza (lo exterior-a-sí-mismo, el ser-fuera-de-sí) y engendra un hijo (su otro yo), pero en este otro, por causa de su amor infinito, se mira a sí mismo, reconoce allí su viva imagen y en ella retorna a la unidad consigo mismo. (10.23)

El «espejo» como lugar de la repetición profundiza el aislamiento. También el «eco» lo fortalece o lo redobla. Solo podría uno escapar de él allí donde consiguiera una fuga de la repetición del sí-mismo. El «amor infinito» transforma la diferencia en identidad, la lejanía en una cercanía autoerótica. El autoerotismo del espíritu de Hegel es un movimiento de un aislamiento a otro aislamiento. El amor se hace realidad y deviene infinito en un aislamiento infinito. Repetir-se es el rasgo fundamental del espíritu o Dios. El otro es precisamente el «hijo», «su otro yo». La «bondad» del sujeto no consiste en ayudar a lo otro a conseguir su otredad, sino en «darle toda la plenitud de su propia esencia a esto otro», esto es, en cubrir consigo enteramente al otro. Mientras se encuentre en el otro una otredad que no pueda ser abolida, el amor no estará completo. El instante más elevado del amor no es aquel en que desaparezco para el otro o en dirección al otro, sino aquel en que, en el otro, retorno enteramente a mí mismo. El amor es precisamente «referirse […] a lo distinto solo como a sí mismo».9 En su camino hacia el otro el amante se cerciora constantemente de sí mismo. La «dicha» del amor es una ventura doméstica de aquel que por todas partes está en casa junto a sí. El «espíritu» de Hegel pertenece posiblemente a aquellos «espíritus» que «se instalan en casas».10 Es un espíritu doméstico, familiar. El otro es llamado por consecuencia mi «hijo», en quien estoy íntegro en casa junto a mí. El «espíritu que se ve» no es, escribe Canetti, «un espíritu». Al espíritu le es inherente una cierta ceguera. También podría decirse: ve lo otro porque no se ve a sí mismo; ve las cosas porque es capaz de dejar de mirarse a sí mismo. Esta capacidad especial del espíritu no es el poder, que vela constantemente por la continuidad del sí-mismo. Es preciso al menos un instante de ausencia, en que yo no me alcance a mí mismo, para que la mirada se vuelva una mirada amable. Solo entonces el espíritu es vidente en un sentido enfático. Ya Aristóteles describía la amistad y el amor directamente como una figura de la identidad. El amigo es, en efecto, un «otro yo» (állos autós).11 El «exceso de amistad» iguala a aquel «amor de un hombre a sí mismo».12 La percepción del amigo es una autopercepción: Ahora bien, percibir y conocer a un amigo debe ser, en cierto modo, percibirse y conocerse a sí mismo. Por consiguiente, compartir incluso los placeres vulgares y vivirlos con un amigo es racionalmente agradable (pues

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la percepción de sí mismo se presenta siempre al mismo tiempo).13

La amistad, por ende, produce una relación de identidad entre uno mismo y el otro. Uno se percibe a sí mismo, goza de sí mismo en el otro. Uno se gusta en el otro. El amigo es esencialmente mi amigo: Al sacar la cuenta de sus amigos, se encuentra a sí mismo. Después de sumar, restar, multiplicar y dividir, el resultado, la suma, es, inesperadamente, él. ¿Se ha elegido de tal manera que no puede salir nada más de todo aquello? ¿Tantos y este viejo resultado?14

Resulta inexplicable, según escribe Nietzsche, que los griegos designaran a los parientes con un término que es superlativo de la palabra «amigo».15 Sin embargo, no es tan insólita esta expresión, dado que la ley de la casa (oîkos) gobierna la idea griega de amistad. Oikeîos, por ejemplo, significa tanto «perteneciente a la familia» como «amigo». Para Aristóteles la casa construye «los principios y las fuentes» de la amistad.16 Existe, por lo tanto, una homología estructural entre la amistad y la relación padres-hijo. Los padres aman al niño como a «su otro sí-mismo». Por causa de esta relación con uno mismo la amistad tiene un valor más elevado que la amabilidad hacia un extraño. Según Aristóteles, es «más noble hacer el bien a los amigos que a los extraños».17 En sus consideraciones acerca de la amistad y el amor Heidegger deja radicalmente de lado la perspectiva de la identidad. Hace a la amistad y al amor (philía) regresar al «otorgar originario», es decir, al «otorgar aquello que corresponde al otro, porque pertenece a su esencia». La amistad es «el favor que otorga al otro la esencia que él tiene, de tal modo que por medio de dicho otorgar la esencia otorgada puede despuntar hacia su propia libertad».18 Es un «poder esperar hasta que el otro se encuentre en el despliegue de su esencia».19 La amistad prepara espacios para el otro; aún más: prepara espacios libres en los que el otro «despunta» hacia su propio «esplendor». El cuidado de la amistad no es algo del orden de la identidad. El amigo no es un «eco», un «segundo yo». Tampoco brota la amistad de la «identidad de mí mismo con el otro», sino del «dejar-ser» al otro. Heidegger funda la amistad y el amor, pues, en una amabilidad dialógica. Es constitutivo para la amistad y el amor el entre dialógico al que cada cual debe su propio ser, su propio esplendor. Este ser no se funde en lo idéntico. Gracias a la amabilidad dialógica la amistad y el amor ganan mucho en amplitud y en espacio. La amabilidad los espacializa sustrayéndolos de la estrechez de la interioridad y la identidad. Heidegger se imagina una ética del saludo amable.20 Se abren las fronteras del saludar hacia una amabilidad dirigida no solo a las personas sino también a las cosas: «El saludar es un dejar-ser a las cosas y a las personas».21 El gesto del saludo amable es el del dejar [Lassen] y el dejar-libre [Loslassen]. Deja al otro en su propio ser. El saludo

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amable es el favor que a cada ente le otorga lo que le corresponde, su ser-así: Lo que corresponde a cualquier tipo de ente es el ser por el que es lo que es. El auténtico saludo es un consentimiento que concede a lo saludado el rango-de-ser que le corresponde y de ese modo reconoce a lo saludado por la nobleza de su ser y, por medio de este reconocimiento, lo deja ser lo que es.22

La amabilidad del saludo amable consiste en que el que saluda se repliega en favor del saludado, en que saluda hacia el otro, en que le entrega con el saludo lo que le «corresponde»: El que saluda nunca informa nada sobre sí mismo en su saludo. En la medida en que el que saluda —en general y desde cierto punto de vista— habla necesariamente de sí, dice precisamente que no quiere nada para sí; que destina, en cambio, todo a lo saludado: todo aquello, concretamente, que le es prometido a lo saludado en el saludo. Esto es todo lo que corresponde a lo saludado en función de lo que él es.

El que saluda va hacia el otro sin ir consigo mismo. Incluye al otro en su saludo sin unificarse consigo mismo. El que saluda está separado del saludado por el «entre» que no consiente ningún acceso no mediado. La amabilidad dialógica trae a los diferentes a una cercanía de la lejanía. El «entre» oculta que el tocar al otro es interiorizado como un tocar-se-en-el-otro: El saludar es un asir dirigido a lo saludado, un mover junto a… que, sin embargo, no toca; un agarrar que no precisa nunca un «tomar» porque es al mismo tiempo un dejar-libre.23

La amabilidad del saludo es la «serenidad» para con el otro que, sin embargo, no sería un indiferente dejar-ser sino una forma intensiva de la «participación» o de la «solicitud». Afloja la presión, deja libre al ente en «el relajamiento de su esplendor».24 El saludo amable presupone una no-identidad. A mi «viva imagen» no la saludo. El «eco» llega siempre sin saludar. Los que se saludan no se funden en una unidad ni traen a colación su identidad; mucho menos son absorbidos en un «nosotros». Adán no saluda a Eva. «Eres carne de mi carne» no es una expresión de saludo amable. Quienes se saludan permanecen separados mediante la «lejanía de su propio ser». La cercanía de la amabilidad es la cercanía de la lejanía. «Todo lo esencial» está, según Heidegger, «a causa de lo que le es propio, indefectiblemente lejos del otro».25 El «espíritu» de Hegel, por el contrario, está en el otro junto a sí. Aleja toda lejanía. Esta cercanía absoluta torna imposible el saludo amable. El rasgo fundamental del «espíritu», el regreso-a-sí, es contrario a la intencionalidad del saludo amable, hacia-el-otro. La amabilidad de Heidegger es caracterizada por aquella «severidad con la cual quienes se saludan se envían mutuamente hacia la lejanía del propio ser y de la propia preservación». Esta amabilidad es severa en el sentido de que los que se saludan permanecen separados en cuanto a su «ser». Saludando se despiden y retornan a «su

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propio ser». Es interesante que Heidegger, quien por lo demás es crítico respecto del pensamiento metafísico, se aferre al «ser». Su severidad del ser le quita a la amabilidad la apertura. La amabilidad del vacío es más abierta, posee más extensión que la amabilidad dialógico-solícita de Heidegger. Hace que se desdibujen los severos contornos del «ser». El entre dialógico, en el que se fortalece el ser que le es propio a cada uno, no está vacío. A la amabilidad del vacío le faltan la interioridad o la intimidad que le da el alma a este entre. El que saluda se vacía, se desinterioriza en lo saludado. En lugar de alejarse en dirección hacia «el propio ser» de cada uno, los que saludan se reflejan el uno al otro: «Alcé la mano para saludar al pájaro en el arbusto y sentí la figura del saludado en la superficie de mi mano (un nuevo estigma)».26 La amabilidad del vacío produce a través de extensos espacios una continuidad del ser; aún más: una continuidad del mundo, que se diferencia de aquella continuidad del sí-mismo a la que aspira el poder. Amable es la mirada, el instante que consigue un regreso-al-mundo: «Quisiera estar tan vacío que, con la rama que se eleva, me elevara yo también».27

1 El desagrado no es aquí un signo de una «crisis aguda de la autoafirmación contra una otredad inasimilable» (W. Menninghaus, Ekel, Frankfurt del Meno, 1999, p. 7). No es una reacción ante lo «enteramente otro» que se sustrajera a la asimilación, es decir, «ante aquello que este [el espíritu] no puede devolverse desde su otro a sí mismo» (W. Hamacher, «Pleroma», en G.W.F. Hegel, Der Geist des Christentums, Frankfurt del Meno, 1978, p. 287). Más bien el desagrado indica, en primera instancia, una escasez de fe en la digestibilidad del mundo o el aislamiento, que ha de ser superado, de un sujeto no apto para el mundo, abstracto. 2 E. Canetti, Masa y poder, Madrid, Alianza, 2007, pp. 248-249. 3 G.W.F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie des Geistes (Berlin 1827/1828), Hamburgo, 1994, p. 238. 4 La intimidad de la cohesión, que el Hegel temprano vincula con el poder, todavía es libre de la estructura de la subjetividad. Solo une a los individuos con el todo: «El todo está donde está el poder; pues el poder es la reunión de los individuos» (1.595). Ya en esta etapa el poder carece de todo carácter violento. Se coloca cerca del amor. El Hegel temprano, no obstante, habla con poca frecuencia del poder en este sentido positivo. Por esa época aún no se ha formado en Hegel una representación clara sobre el poder. Ocasionalmente incluso lo contrapone al amor: en cuanto el amor vincula y vivifica, el poder produce separaciones y muertos. De modo que el poder y el amor están en una tensión negativa: «Un corazón puro no se avergüenza ante el amor; se avergüenza más bien de que él mismo no es perfecto, se reprocha que todavía existe, en sí mismo, un poder —algo hostil— que obstaculiza la culminación del amor» (1.247) [264]. En el posterior giro de Hegel hacia la subjetividad, por el contrario, se da un acercamiento del amor y el poder. 5 G.W.F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie des Geistes, op. cit., p. 177. 6 También Theunissen es partidario de la idea de que Hegel, en el marco de la filosofía del derecho, invierte la polaridad «de todo vínculo de personas entre sí en un vínculo de la sustancia hacia estas personas», y luego explica «el vínculo pretendidamente basal de las personas como un vínculo de la sustancia consigo misma». Con ello desaparece, según Theunissen, «la independencia de las personas, a las que Hegel, consecuentemente, accidentaliza». M. Theunissen, «Die verdrängte Intersubjektivität in Hegels Philosophie des Rechts», en D. Henrich y R.-P. Horstmann (eds.), Hegels Philosophie des Rechts, Stuttgart, 1982, p. 328. 7 G.W.F. Hegel, Jenenser Realphilosophie I, Leipzig, 1932, p. 227. 8 Ovidio, Metamorfosis, Madrid, Cátedra, 2003, p. 299, l. III, vv. 503-505. 9 G.W.F. Hegel, Ciencia de la lógica, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1976, p. 534. 10 E. Canetti, «La provincia del hombre 1942-1972», en Apuntes I, Barcelona, Debolsillo, 2011, p. 371.

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11 Aristóteles, Ética Nicomáquea. Ética Eudemia, Madrid, Gredos, 2003, p. 360. 12 Ibíd., p. 360. 13 Ibíd., p. 530. 14 E. Canetti, «La provincia del hombre», op. cit., p. 209. 15 F. Nietzsche, Humano demasiado humano, Madrid, Akal, 2007, p. 193. 16 Aristóteles, Ética Nicomáquea. Ética Eudemia, op. cit., p. 519. 17 Ibíd., p. 370. 18 M. Heidegger, Heráclito, Buenos Aires, El Hilo de Ariadna, 2012, p. 150. 19 Ibíd., p. 151. 20 Sobre la ética de Heidegger cfr. B-C. Han, «Über die Freundlichkeit. Zur Ethik Martin Heideggers», en Akzente, vol. 1, 2002, pp. 54-68. 21 M. Heidegger, Hölderlins Hymne «Andenken», Frankfurt del Meno, 1975, t. 52, p. 50. 22 Ibíd. 23 Ibíd. 24 Ibíd., p. 66. 25 Ibíd. p. 51. 26 P. Handke, Fantasías de la repetición, Zaragoza, Las Tres Sorores, 2000. 27 Íd., Am Felsfenster morgens, op. cit., p. 230.

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Metafísica del poder

La forma que viene del vacío es espíritu (y tiene espíritu, y da espíritu). ¿No le hace falta mi silencio a la conciencia? ¿No se despabila exclusivamente con mi querido silencio? «Estaba encantadoramente en silencio»: ¡maravillosa expresión! Amable silencio, hasta que el mundo se llene de él… PETER HANDKE

Con su arqueología «ontohistórica» del pensamiento occidental Heidegger cree haber traído a la luz aquel estrato profundo que indica la existencia de una imbricación originaria entre ser y poder. Contra esta cercanía entre ser y poder, que le resulta funesta, sostiene incansablemente la necesidad de otra experiencia del ser. Aquí es invocado lo «no-menesteroso-de poder»,1 lo «esencialmente otro de todo poder».2 Heidegger cuenta entre los rasgos fundamentales del poder lo «idiota» (ἴδιον), es decir lo «en-sí-mismo-ávido», que «en primer término se expresa como subjetividad».3 Este carácter «idiota» del poder Heidegger también lo proyecta hacia atrás y lo remonta al concepto aristotélico de entelécheia: «El poder es la voluntad en cuanto querer-ir-másallá-de-sí, pero precisamente por ello es volver-a-sí […] en griego: ἐντελέχεια».4 El poder se expresa como la voluntad de salir o de crecer, de ganar espacio, proceso en el cual la tensión del afuera profundiza la interioridad del sí. También en el concepto aristotélico de sustancia Heidegger percibe una dimensión del poder. Siguiendo su particular traducción, llama a la ousía «la que esencia predominantemente» (he kyriótata).5 Sería consecuente, para Heidegger, la descripción de Hegel de la sustancia en términos de la lógica del poder según la cual la sustancia exhibe la «totalidad de los accidentes», la cual se manifiesta, negándolos, como «poder absoluto» (8.294) [238]. En la Modernidad se acentúa el ser —según la historia del ser heideggeriana— en cuanto ser-efectivo. Así es como aparece el ente a la luz del efectuar, esto es, del hacer causante. Heidegger describe el efectuar en función de su auto-referencialidad constitutiva. El efectuar es «llevarse a efecto que aspira a sí».6 Esta tendencia, esta contracción hacia sí es la dimensión inherente al efectuar del poder:

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En el efectuar se halla ese rasgo esencial que [… se nombra con] la expresión «en-dirección-a-sí» [Auf-sichzu]. El efectuar está en sí mismo referido a sí, y solo en esta referencia determina lo que es eficiente en él. Sin embargo, aquello hacia lo cual esencia el «en-dirección-a-sí» no necesita aún ser un yo ni tampoco un sí mismo. El «en-dirección-a-sí» puede tomarse, respecto del salir del efectuar hacia lo efectuado, como un girarse hacia atrás (reflexio). […] Todo efectuar es un producir efectos que se lleva a efecto a sí.7

Esta flexión-sobre-sí, esta inclinación originaria hacia sí sería el primer movimiento del poder. También en el «amor» advierte Heidegger la misma estructura de subjetividad: Donde hay realidad efectiva, allí hay voluntad; donde hay «voluntad», allí hay un quererse; donde hay un quererse, allí existen posibilidades de desarrollo esencial de la voluntad como razón, amor, poder.8

Por lo tanto, razón, amor y poder tienen la misma intencionalidad, el mismo interés. También Hegel ve una proximidad esencial entre realidad y poder. En su Lógica se ocupa —precisamente en la sección llamada «La realidad»— expresamente del poder. La auto-referencialidad del «en-dirección-a-sí» rige aquella «relación absoluta» que es constitutiva para su lógica del poder. La «relación absoluta» es una relación en la que lo uno se relaciona con lo otro como consigo mismo, y así permanece, en lo otro, junto a sí. Allí donde domina la «relación absoluta», lo uno no se abandona a sí mismo en lo otro. Aquí no existiría lo enteramente otro que hiciera salirse de las casillas o desmayarse a lo uno. Lo «absoluto» es absoluto porque, en lo otro, permanece enteramente junto a sí, se es enteramente fiel a sí mismo, está enteramente decidido en favor de sí mismo. En las configuraciones en las cuales se determina o se articula se percibe a sí mismo. Su movimiento es, según Hegel, «un determinar, pero no un determinar tal que por medio de él lo absoluto se convierta en un otro». Se determina más bien a ser «lo que ya es». Efectivamente se exterioriza. Pero lo exteriorizado es una «exterioridad transparente, que es el mostrarse a sí mismo». Exteriorizar-se es «un movimiento que procede de sí hacia fuera; pero tal, que este serhacia-fuera es también la interioridad misma» (6.194) [474]. Lo absoluto se expone, va hacia afuera manifestándose, sin perderse, no obstante, en el afuera. Más bien se encuentra, por todas partes, a sí mismo. De este modo, en lo exterior lo absoluto está, sin embargo, junto a sí en lo interior. Exponerse significa, por ende, manifestarse o explicitarse; de ahí que solo llegue a la exteriorización lo que ya está en lo interior. El «ser-hacia-afuera» se realiza como auto-exposición, como exhibición-de-sí. Lo exterior sigue siendo devuelto hacia lo interior. Lo exterior está en lo interior. Y lo interior está en lo exterior. Determinar como «mostrarse a sí mismo» es una manifestación, una exteriorización que hace que lo interior se abra paso hacia afuera. La apariencia exterior es, entretanto, traspasada por lo interior, es más: atravesada por su luz. De este modo, la exterioridad permanece «transparente». Es una «apariencia transparente en absoluto» (6.188) [470]. El afuera, que permite entrever por completo lo interior, se ocupa de «que

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este ser-hacia-fuera sea también la interioridad misma». Nada exterior empaña lo interior ni lo aleja de sí. El regreso-a-sí como «relación absoluta» es la figura fundamental del poder, que, sin embargo, se acentúa de otra manera. En el marco de su explicación de la «relación absoluta» Hegel describe formas de relación cada vez más complejas que se muestran como distintas relaciones de poder. Se desarrollan de este modo formas del poder con un grado creciente de complejidad y sobre todo de mediación. En primer lugar, Hegel tematiza la «relación de la sustancialidad», es decir, la relación entre sustancia y accidente. El accidente es algo transitorio, casual. Está expuesto al devenir del surgimiento y la desaparición. La sustancia, por el contrario, es lo estable, lo persistente, lo «idéntico a sí mismo en este devenir».9 La sustancia es la «totalidad de los accidentes». Es lo uno, el todo que encierra a las partes en sí y que se afirma en medio del devenir de estas últimas. La sustancia, entonces, no se pierde en los accidentes: «En su accidentalidad retorna hacia sí misma».10 El poder sustancial se expresa en esta persistencia e insistencia del sí. De esta manera Hegel reconcilia enfáticamente a la sustancia y el poder: «Solo la sustancia tiene poder en el mundo. Solo se tiene algo de poder por medio de lo sustancial».11 En la constelación sustancia/accidente la sustancia, sin embargo, solo es un «poder formal» (6.222) [494].* Su poder determina, por cierto, que el ente sea o no sea. Pero no domina la dimensión del contenido del ente, es decir, su qué o su cómo: En cuanto el ente es, solo puede decirse de él que es, no cómo es; puede ser de este modo, pero podría ser también distinto, justo o injusto, feliz o infeliz. Necesariamente, entonces, llega a la afirmación formal, pero no al contenido (17.37)

El poder formal de la sustancia encierra [umgreift], en efecto, al mundo. Pero no lo comprende [begreift]. No es todavía un poder vidente o sabio, sino un poder mudo o ciego. Está, precisamente, in-determinado. Si la sustancia aparece no meramente como poder formal, vacío, sino como poder que «pone las determinaciones», real, entonces la relación sustancia-accidente se convierte en una relación-de-causalidad. La sustancia que pone es aquí la causa. Su poner es, al mismo tiempo, un determinar-se, un explicitar-se. Al atravesar enteramente a lo otro como a algo puesto por ella, se relaciona, en él, consigo misma. La sustancia se manifiesta en lo otro como el poder que lo pone. Se repliega, en el aparecer en el otro, expresamente sobre sí misma. Lo otro es su propio esplendor, el reflejo de su propio poder. Se refleja, se espeja en lo otro. La relación de reflexión es una auto-relación. Hegel habla de este modo de la reflexión-en-sí: «La sustancia, en tanto poder, es el aparecer […]. Sin embargo, en tanto poder es al mismo tiempo reflexión-sobre-sí en su apariencia» (6.223) [494].

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Una causa no solo trae hacia sí una consecuencia. Puede ser a su vez ella misma consecuencia de otra causa. Una consecuencia no solo presupone una causa. Puede ser a su vez ella misma causa de otro efecto. De esta manera se despliega la relación de causalidad en una cadena infinita de causas y consecuencias. Sin embargo, el despliegue como «progresión de causas y efectos hacia lo infinito» (8.300) [241] torna imposible un regreso-a-sí absoluto. Este solo ocurre cuando «el salir rectilíneo desde las causas a los efectos y de los efectos a las causas está en sí mismo curvado y doblado hacia atrás». Por ende, es necesaria una «curvatura de la progresión infinita hasta hacerse relación cerrada sobre sí misma». Solo en un ciclo cerrado de causa y consecuencia, en decir, en la acción recíproca, es posible un regreso-a-sí absoluto. Antes de pasar a la acción recíproca Hegel discute una relación especial de causalidad entre dos sustancias. La primera sustancia, en cuanto sustancia activamente operante, es la causa. A esta se opone la sustancia pasiva. La sustancia activa, en cuanto causa, opera sobre la sustancia pasiva. La sustancia pasiva padece a la sustancia activa, que se pone en ella. Hegel describe este proceso en términos de la lógica del poder. La sustancia pasiva «sufre», en este sentido, «violencia» cuando la sustancia activa, que pone, se le aparece como algo exterior a ella: «La violencia es la manifestación de la potencia o sea la potencia como algo externo» (6.235) [502]. Por ende, cuando algo, en cuanto exterior, se apodera de mí, lo padezco como violencia. Pero no todo poder es violencia. En el momento en que experimento el poder que se extiende sobre mí o lo puesto por él como algo que me pertenece esencialmente, es decir, que constituye mi interior, entonces ya no lo experimento nunca más como una violencia. Hegel llama continuamente la atención sobre aquel poder que no me aferra con violencia como algo meramente exterior sino como tal que solo con él se produce o se funda mi interior. En este caso no padezco ninguna determinación ajena, ya que lo puesto por el poder determinante es mi propia determinación. El poder de la sustancia activa, que pone, no somete a la sustancia pasiva, no la arranca de sí. A la luz de la sustancia activa, la sustancia pasiva permanece en casa junto a sí, pues aquello que la sustancia activa pone en la sustancia pasiva es, en cierto modo, su propio en casa: Lo que ella [la sustancia pasiva] pierde es aquella inmediación, es decir, la sustancialidad que le queda extraña. Lo que recibe como algo extraño, es decir, al ser determinada como un ser- puesto, es su propia determinación. Pero, como ahora ella queda puesta en su ser-puesto, o sea en su propia determinación, no queda con ello precisamente eliminada, sino que solo llega así a unirse consigo misma. [503]

Aquello que a la sustancia pasiva se le muestra en un comienzo como ajeno, como exterior, se revela como lo que es suyo, propio de ella. También podría decirse: solo el poder libera a la sustancia pasiva en dirección a lo propio, al auténtico sí-mismo. La determinación por medio del poder no es, por lo tanto, una determinación ajena, una violencia, sino una determinación solo por la cual se crea lo propio. El poder

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determinante, por ende, no opera oprimiendo sino liberando. Es diferente de aquella violencia que privaba a lo otro de su propia determinación. Más bien es solamente a través de este poder que se lo ayuda a lograr su propia, su más propia determinación, y solamente así se posible el «devenir propio»: «Por consiguiente, a la sustancia pasiva, la acción de una violencia exterior le hace sufrir solamente lo que le compete» [503]. Con ello la violencia se revela como poder. La sustancia pasiva no es puesta por el poder como aquello que espontáneamente habría querido ser, sino «como lo que ella es en verdad» [502]. El poder es, entonces, un acontecer de la verdad. Le revela, le manifiesta a la sustancia pasiva su propia verdad. La sustancia pasiva voluntariamente deja actuar sobre ella al poder que pone, esto es, a la sustancia que pone. Este dejar es un tipo de actuar. Es decir que la sustancia pasiva no es enteramente pasiva. El ser puesto es, al mismo tiempo, el «actuar de lo pasivo mismo» (6.236) [503], consistente en admitir y permitir. Por causa de este actuar, la sustancia pasiva es en cierto sentido activa. Se ocupa activamente de su propio devenir. Trabaja ella misma como una causa. Cuando la sustancia pasiva, actuando también como causa, repercute sobre el poder que pone, la relación de causalidad acaba no siendo más lineal, sino circular. Surge un ciclo cerrado en el que causa y consecuencia se entrelazan. Con ello, «el actuar que en la causalidad finita termina en la progresión del falso infinito, queda doblegado y se convierte en un actuar recíproco, que vuelve a sí, es decir, un actuar recíproco infinito» (6.237) [504]. A raíz de esta flexión y de esta vuelta, lo uno se relaciona, en lo otro, consigo mismo. Ambos lados se reflejan mutuamente. Así regresa cada lado a sí mismo en el otro. El todo es un «puro intercambio consigo».12 La dicha del «puro intercambio consigo» es la dicha del poder que no se involucra con lo exterior, con lo enteramente otro. Nada ajeno estorba la libertad del estar-junto-a-sí, nada irrumpe en el deleitoso círculo-en-torno-a-sí. El «puro intercambio consigo» en el que todo exterior está suprimido es un estado de poder absoluto. El actuar recíproco no es aún una auto-relación elevada. Lo insuficiente en la aplicación de la relación del actuar recíproco, considerado con más atención, consiste en que esta relación, en lugar de poder valer como un equivalente del concepto, precisa más bien ser conceptualizada primero ella misma, y esto acontece porque ambos lados […] son reconocidos como momentos de un tercero, más elevado, que es precisamente el concepto. (8.302)

El concepto, por ende, es más que una pura relación entre dos sustancias que se condicionan. Es un todo que genera diferencias y momentos en sí y permanece idéntico a ellos o incluso regresa a sí en ellos. De esta manera se articula como sujeto: «El concepto es el todo de las determinaciones reunido en la unidad simple de estas» (4.22). Lo «tercero» o lo «más elevado» le da al concepto, además, una cierta verticalidad. «Desciende» a sus determinaciones particulares (cfr. 6.296). Este giro hacia lo vertical y hacia la subjetividad hace que el concepto se muestre como poder. El concepto es, en

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verdad, el poder de «conservar en su otro la unidad consigo» (13.150) [84], es decir, de permanecer junto a sí en su otro, de regresar allí a uno mismo. La primera frase de la lección de lógica acerca del «concepto» afirma: «El concepto es lo libre en cuanto poder sustancial que es para sí mismo».13 La lógica del concepto de Hegel describe la relación medio-fin igualmente como una relación de poder. El fin es, según Hegel, el «poder sobre el objeto», es decir, el poder sobre el medio. El fin «toma el objeto» para realizarse en él. En el objeto tomado el fin se percibe a sí mismo. El regreso-a-sí es la fórmula fundamental del poder. El fin finito tiene frente a sí una realidad hostil. Para la objetivación del fin, por ende, debe quebrarse esta resistencia. La realidad, con ello, es rebajada a mero medio del fin que se extiende sobre ella. La finitud del fin reside en el hecho de que la realidad solo externamente se subsume en el fin y se amolda a él. La infinita o «auténtica finalidad», por el contrario, se realiza sin ninguna violencia. La relación entre concepto y realidad no es aquí de señorío, sino que consiste en un «amigarse». La realidad ya no exhibe una fuerza «contraria» cuya resistencia debiera ser quebrada violentamente. Más bien se somete al concepto como a su propio fin: Ahora bien, el concepto, en la medida en que es puesto para sí libremente, tiene en primer lugar frente a sí a la realidad, y esta está definida como algo negativo frente a él. En el concepto absoluto, en la idea pura, esta realidad, esto hostil, se funde luego en la unidad, en el amigarse con el concepto mismo; esta realidad repliega su particularidad y es librada de ser ella misma solo medio. Esta es, en verdad, la auténtica finalidad. (17.159)

La «auténtica finalidad» se orienta a la unidad y a la identidad. La realidad ha de replegar su particularidad hasta «fundirse» con el concepto. El repliegue de la «particularidad», sin embargo, no es una pérdida sino un modo de que ella sea conducida hacia su propia verdad. El fin, o bien el concepto, «se pone» como «la esencia-que-está-siendo en sí del objeto». El objeto, por ende, es «en sí» el concepto. Ya está incluido [einbegriffen] en el concepto [Begriff]. El concepto, o bien el fin, no es exterior al objeto. El fin, una vez alcanzado, es más bien la «manifestación del propio interior [del objeto]». El fin, pues, no forma al objeto exteriormente, sino que revela la propia determinación interior de este objeto. La idea de que el «concepto», o sea el «fin», representa la vista al interior oculto de la realidad, era, sin duda, el credo de Hegel. Solo haría falta transformarla en desocultamiento, de lo cual se sigue que el ocultamiento es un momento constitutivo del acontecer de verdad: De modo que la objetividad, en cierto modo, solo es una envoltura dentro de la cual yace oculto el concepto. En lo finito no podemos experimentar ni ver que el fin es efectivamente alcanzado. […] La idea, en su proceso, se hace a sí misma ese engaño de ponerse un otro frente a sí, y su acción consiste en anular este engaño. Solo por medio de este error surge la verdad. (8.367)

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El «poder del concepto», para Hegel, es el poder de la mediación. Atraviesa las partes y las reúne en un todo de un modo tal que «los unidos unos a otros en los hechos no son extraños sino solamente momentos de un todo en el que cada cual, en la relación con lo otro, está junto a sí y coincide consigo mismo» (8.303). Es la «simple determinación del concepto, en la que opuestos son como uno». En contraposición a este poder del concepto la violencia no apunta a la mediación. Es un fenómeno del aislamiento. Lo «idiota», por ende, no sería el rasgo fundamental del poder, sino más bien el de la violencia. La violencia me confronta con lo enteramente otro y ajeno. Con ello destruye mi libertad. Solo la identidad hace posible la libertad: «Es propio de la libertad que aquello que llega a nosotros sea idéntico a nosotros mismos».14 La violencia viene de lo enteramente otro. En contraposición a la violencia, el poder no excluye a la libertad. Ya se señaló que en la acción recíproca la sustancia pasiva interpreta su ser puesta como su «propio devenir». La sustancia activa, que pone, libera a la sustancia pasiva permitiendo que realice su propia determinación. La libertad no significa simplemente que no me dejo invadir. Este yo que se cerrara contra todo otro sería, para Hegel, ciego, vacío o abstracto. Sería un idiota. La libertad presupone una «sumisión» primaria: por ejemplo, respecto de la ley. Esta no es lo ajeno que me priva de mi libertad. Más bien es solo gracias a ella que se crea un espacio en el que puedo ser libre: O bien obedezco a la ley como a algo ajeno que no es lo mío, o bien, al reconocer a la ley como una determinación racional propia, me vinculo solamente conmigo mismo, estoy junto a mí.15

La libertad es entonces permanecer junto a sí en el otro, ser idéntico a mí mismo en el otro. La libertad permite un decidido ligar-se a aquello que constituye mi propia determinación, una sumisión decidida, un decidido sí a lo otro, que al mismo tiempo implica un sí a mi propio yo-mismo. El poder reposa sobre este sí. La violencia, por el contrario, topa con el no. La sumisión primaria es, según Hegel, lo «más duro». La «dureza» se disuelve, no obstante, en el momento en que veo en el otro a quien me someto no lo ajeno a mí sino mi propia determinación, mi yo-mismo. Este regreso-a-sí-en-el-otro, la «coincidencia de sí consigo mismo en el otro», libera. Por ende, cabe pensar la necesidad de la sumisión como libertad: La sustancia real […] está ya sometida a la necesidad o al destino de pasar al ser-puesto y ese sometimiento es más bien lo que es más duro. Por el contrario, pensar la necesidad es más bien la disolución de aquella dureza, puesto que es la coincidencia de sí consigo mismo en el otro; es la liberación que no es fuga a la abstracción, sino tener el ser y el poner no como [estando] en otro, sino tenerlos como propios en aquel otro efectivamente real, con el cual lo real efectivo está atado por la fuerza de la necesidad. (8.305 s.) [244]

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En la teoría del poder de Hegel aparece brevemente el significado originario del sujeto, es decir, el estar sometido. El sujeto sometido, o podría decirse también arrojado en lo otro de sí mismo, se experimenta —en esto reside el giro radical— como completamente libre porque está reunido consigo mismo en ello, porque se identifica con eso otro de sí. Hegel hace que estar arrojado se transforme por completo en libertad. El sujeto arrojado hacia lo otro se proyecta hacia esto otro y, de hecho, se proyecta en su «coincidir consigo mismo en el otro». La «disolución de aquella dureza» consiste en realizar lo otro, a lo que el sujeto se somete, como su propio proyecto. En contraposición al estar arrojado del ser-ahí heideggeriano, que sella su finitud, la sumisión del sujeto hegeliano conduce a una infinita libertad. El poder, según la tesis de Hegel, es experimentado como violencia cuando el contenido que comunica no se corresponde con la imagen-de-sí del objeto, es decir, con la imagen que este se hace de sí mismo; en otras palabras, cuando el objeto, aunque el contenido del poder sea en sí idéntico a él, no se ve en aquel a sí mismo, y en lugar de abrirse a él o someterse a él, permanece obstinadamente en su sí-mismo limitado. Si el poder se impone, el objeto lo padece como violencia. La «manifestación» del poder acarrea su «caída». El objeto es «superado, por cuanto su determinación no es adecuada a lo universal comunicado, que ha sido acogido por el objeto, y que tiene que singularizarse en él» (6.420) [634]. El poder que se comunica se le presenta al objeto como violencia porque este, a causa de su limitación, no tiene «capacidad para lo comunicado». De ahí que «estalla» por causa del poder comunicante de lo universal, «porque no puede constituirse como sujeto en este universal, y no puede convertirlo en su predicado». Lo universal es percibido por él como lo exterior, como lo ajeno a él. El objeto, de este modo, deberá superar su limitación y transformar a lo universal en su predicado, en su propio contenido, de modo tal de experimentar la manifestación del poder no como una caída sino como liberación y elevación. Solo a causa de esta interiorización puede ser libre ante el poder. Hegel hace coincidir por completo, de esta manera, a la sumisión y la libertad. La siguiente consideración crítica de Heidegger probablemente se refiera a Hegel: La esencia metafísica de la incondicional autorización de la esencia del poder se muestra en que el despliegue de poder reivindica para sí un principio, que la metafísica expresa siempre nuevamente: libertad es necesidad. Este pensamiento permite toda coacción y abordar todo lo coaccionado y reprimido a través de la violencia del poder como algo necesario, pero interpretar esto necesario como libertad. Así todo subyugado se sabe como libre y en tal auto-conciencia renunciará a toda rebelión contra lo necesario, es decir, contra la coacción de la violencia. Pues cómo debía también el libre privarse de su libertad.16

Ante la coacción no habría, por cierto, ninguna otra posibilidad más que aproximarse cariñosamente a ella y transformar en libre lo necesario por medio de una mímesis de este. Hegel le replicaría a Heidegger, no obstante, que su reparo solo es lícito respecto de

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la relación finita. Que la infinitud del poder del concepto, por el contrario, consiste en que me vuelve precisamente aquello que soy en verdad, en que me libera para ser mi propio yo-mismo. Que el espíritu es poder porque no acontece coacción alguna, ni siquiera una coacción interna que condujera a una mímesis de la violencia. El poder que todavía suponga una coacción sería un poder finito. En contraposición a la violencia, el poder no excluye a la libertad. El poder estaría en su más alto nivel allí donde no topara con ningún no. El poder infinito coincidiría por completo con la libertad. El concepto exhibe lo común a todos, es decir, lo universal. El poder del concepto es el poder de lo universal, que se explicita, «se diferencia», esto es, se distingue de realidades concretas, se determina adoptando formaciones particulares. Es en este sentido que Hegel también llama «poder creador» al concepto (6.279, 4.281). Lo particular, en lo cual se configura lo universal del concepto, es un otro respecto del cual, sin embargo, lo universal sigue siendo idéntico, pues de otro modo, claro está, ya no sería común a todos. Lo particular en cuanto «aparecer hacia el exterior» no se sale de lo universal, sino que está incluido o integrado en él. Es la propia figura de lo universal comunicante. Lo universal del concepto comprende lo particular como su otro en sí. De este modo el «extenderse» del concepto «sobre su otro» no es una invasión violenta. Y lo universal no se dispersa en lo particular, sino que permanece en sí, íntegro, en este «aparecer hacia el exterior». En esta integridad absoluta, en este regreso-a-sí reside su poder: Por consiguiente lo universal es el poder libre; es él mismo e invade su otro; pero no como algo que violenta, sino que más bien se halla tranquilo en aquel y en sí mismo. Como ha sido denominado poder libre, el universal podría también ser denominado libre amor e ilimitada beatitud, porque es un referirse de sí a lo distinto solo como a sí mismo; en lo distinto ha vuelto a sí mismo. (6.277) [533 s.]

El concepto es entonces un «amor libre», un amor sin violencia. Se continúa en su otro, pero esta continuidad no es resultado de una intervención violenta. El «amor eterno», en cuanto libertad infinita, se da «cuando el concepto atraviesa tan por entero su adecuada realidad, que dentro de ella solo se tiene a sí mismo y en ella no deja que añore más que él mismo» (13.210) [112]. El concepto ha de atravesar la realidad de modo tal que permanezca, en ella, junto a sí. El concepto, es decir lo universal, «invade» a «su otro», pero esta invasión no lo violenta. Más bien se encuentra con un «sí» incondicional del otro. El poder de lo universal que invade es un poder libre en la medida en que libera a lo otro para ser su propio concepto. «Poder libre», por consiguiente, no es un oxímoron. Tampoco es una expresión torpe o inauténtica. Más bien designa adecuadamente una relación singular en la cual el poder, el amor y la libertad coinciden. El poder libre crea una continuidad en la que toda separación, toda grieta, todo dolor es superado. En contraposición a la violencia, este opera uniendo y reconciliando.

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El «poder libre» no presupone una «lucha» porque es el «amor libre». El atravesar del otro por medio del amor no le produce una herida porque lo coloca en aquel elemento en el que recién puede ser libre. La «ilimitada beatitud» no es, por siguiente, la de aquella «victoria en la que esta lucha termina por medio del sometimiento completo del otro».17 La crítica de Theunissen al concepto de poder de Hegel, por cierto, no es totalmente desacertada, pero hace desaparecer un aspecto central de la teoría del poder hegeliana. No toma en consideración, en realidad, aquel sometimiento primario del otro (genitivus subjectivus), aquel «sí» previo que antecede a toda coacción, a toda «lucha». Se trata de un sometimiento solo con el cual se produce el sujeto, que se diferencia esencialmente de aquel «sometimiento completo del otro» (genitivus objectivus) del que habla Theunissen. Si hubiera de tratarse en general de «victoria», sería una victoria particular, una victoria sin lucha en la que todos ganan. Allí donde reina el poder del espíritu cesa la coacción. Esa era la visión de Hegel. La ausencia de coacción y de violencia hacía del espíritu, precisamente, lo que es. El poder es, por ende, un poder libre, porque el otro se somete voluntariamente, porque el otro solo en un sometimiento libre llega a encontrarse. Este es, por lo tanto, el bien dispuesto [Willige] que se aviene a la voluntad [Wille] del que ama y, aún más, reconoce en esta su propia voluntad, su propio fin y concepto. Este sometimiento libre, liberador, no precisa de ninguna «lucha». No arranca al obediente de sí mismo. Más bien solo este sometimiento le permite despertar y ser él mismo. Este sometimiento libre supone un ligar-se-al-otro. Esta ligazón primaria no se contrapone a la libertad. Más bien solo ella inaugura mi yo-mismo; solo ella me ayuda a llegar a estar de pie y posibilita así la independencia: «En general es esta la independencia más elevada del hombre: saberse totalmente determinado por la idea absoluta» (8.304). El otro por el que estoy «totalmente determinado» no es lo ajeno sino el contenido completo de mi ser. Estoy enteramente colmado de él. Yo soy el otro. Le debo mi ser al otro. Para ser debo someterme al otro, ligarme incondicionalmente a él. Antes de este sometimiento yo no sería nada. Solo el sometimiento que ama me otorga el ser, mi yo-mismo. En el otro veo mi propia determinación. De este modo, en el otro estoy enteramente junto a mí; es más: solo allí estoy junto a mí, es decir, libre. El sometimiento, por ende, implica paradójicamente la liberación para el sí-mismo más propio. No es una opresión sino una producción de mi yo-mismo. El sujeto de Hegel se puede leer a través de esta dimensión del sometimiento. El devenir sujeto se debe a un sometimiento. El amor como sometimiento y el amor como invasión son dos formas de manifestarse de la subjetividad. El poder es también el rasgo fundamental de la «idea», noción que Hegel define así: La idea es lo verdadero en y para sí, la unidad absoluta del concepto y de la objetividad. Su contenido ideal no es otro que el concepto en sus determinaciones; su contenido real es solamente la exposición del concepto que

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este se da en forma de existencia exterior, y esta figura, incluida en la idealidad del concepto, en su poder, se mantiene así en la idea. (8.367) [283]

Por medio de su poder, el concepto configura por completo la existencia objetiva. De este modo, en esta figura exterior permanece libremente junto a sí. Es su propia figura: Este es el poder del concepto, que ni cede ni pierde su universalidad en la dispersa objetividad, sino que revela esta unidad suya precisamente a través de la realidad y en esta misma. Pues su propio concepto es conservar en su otro la unidad consigo. Solo así es la totalidad efectivamente real y verdadera. (13.150) [84]

Por su poder el concepto se realiza enteramente sin aquella pérdida de sí mismo. La idea es «el concepto libre que se determina a sí mismo y así se determina a ser realidad» (8.368 s.) [284]. Sin el poder, quedaría en una interioridad y una identidad consigo mismo abstractas. Solamente el poder lo devuelve a la resolución de salir de sí, de poner lo otro, de atravesarlo y así, a través de lo otro, es decir, negativamente, de regresar a sí: [La idea] sería lo abstracto formal solo si el concepto que es su principio se tomara como unidad abstracta y no tal como es, a saber, como el regreso negativo de sí hacia sí y como la subjetividad [misma]. (8.369) [284]

El poder produce un continuum orgánico en el que todo está en estado de mediación con las demás cosas. La ausencia de poder genera distanciamiento, discontinuidad y dispersión. El poder es, pues, todo lo contrario de la violencia. Es precisamente el vacío de poder lo que provoca violencia. La violencia es incapaz de toda mediación, no puede crear ninguna continuidad, al menos ninguna continuidad interior. El poder, por el contrario, media y mantiene unido. El poder escaso de mediación, efectivamente, tiene ciertos rasgos de la violencia. Pero el poder no se basa en la violencia. El continuum del poder es, al mismo tiempo, un continuum del sí-mismo. Tiene la estructura de una subjetividad. El poder promete el «infinito regreso a sí» (17.305). La teoría del poder de Hegel está regida por una figura enfática del sí-mismo, por una incondicional resolución-hacia-uno-mismo. La alegría del regreso-a-sí es tanto mayor cuanto más lacerante es la tensión negativa que genera el otro en lo uno: Pues la grandeza y la fuerza solo se miden verdaderamente por la magnitud y la fuerza de la oposición, desde la que el espíritu retorna a la unidad en sí; la intensidad y la profundidad de la subjetividad se patentizan tanto mayores cuanto más infinita y desmedidamente se desbandan las coyunturas y más lacerantes son las contradicciones en que aquella tiene que permanecer, sin embargo, firme en sí misma. Únicamente en este despliegue se acredita el poder de la idea y del ideal, pues el poder no consiste más que en mantenerse en lo negativo de uno mismo. (13.234) [132]

Mantenerse en lo negativo de uno mismo significa continuarse en el otro, producir una continuidad del sí-mismo a través del otro. En el camino de la «relación de sustancialidad» al «concepto» Hegel desarrolló formas

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del poder de diferente grado de complejidad y de mediación. El poder del concepto [Begriff] tiene una complejidad mucho mayor que el poder de la sustancia que solo sujeta [um-greift] el contenido sin retenerlo [er-greifen] o comprenderlo [be-greifen]. Lo comprendido [Begriffene] no es exterior a lo que comprende [Begriffende]. El poder del concepto es capaz de una mediación más intensa. De ahí que no excluya a la libertad. El poder que solamente agarra, por el contrario, posee un grado muy bajo de mediación. De esta manera se acerca a la violencia. Toda crítica a Hegel habrá de considerar las diferentes formas del poder que desarrolla su dialéctica del poder. Heidegger opone al poder aquella «dignidad (majestas)» que no «es alcanzada por ningún poder».18 Sin embargo, en su crítica del poder parte de un concepto de poder muy limitado. Se le escapa que hay una forma del poder que posee una propia «dignidad», una propia majestad. De manera problemática, no realiza ninguna diferenciación conceptual entre formas distintas del poder. El poder al que se dirige su crítica tiene — comparado, por ejemplo, con el «poder libre» de Hegel— una estructura de mediación muy pobre. A la posesión del poder corresponde «ostentación» o «pompa y alboroto». Su esencia es la «lucha “a vida y muerte”». El poder «domina fuera de eticidad, derecho y costumbre».19 Heidegger coloca al poder, problemáticamente, cerca de la violencia, de la destrucción y las intrigas. Al parecer, no advierte que el poder no debe excluir al derecho, que el poder no necesariamente se presenta con «pompa y alboroto». Cuanto más poderoso es el poder, tanto más silenciosamente opera. Cuando se hace notar, produciendo ruido y llamando la atención, ya está debilitado. Si bien, en efecto, Heidegger solo dispone de un concepto muy limitado de poder, su filosofía tardía formula, a pesar de ello, modos de relación que resultan de importancia desde la perspectiva de la crítica del poder, como el del «temor», el de la «serenidad», el de la «reserva», etc. El poder suprime la distancia porque esta hace imposible el total regreso-a-sí. Solamente la cercanía ilimitada del ser-comprendido, del otro comprendido, promete la tranquilidad del estar-en-el-otro-junto-a-sí. El «temor», por el contrario, guarda la distancia. Él es «el recuerdo longánimo, que se asombra desde lejos, de aquello que permanece cerca en una cercanía que consiste, únicamente, en mantener a lo lejano lejos, en su plenitud».20 El «afecto por lo temido», o el «recuerdo que se asombra desde lejos», solo serían para Hegel un anhelo por lo lejano, una «consunción» del espíritu que «acaba en la mera languidez del ánimo, en vez de en el obrar y el ser efectivamente reales» (13.211) [119]; un estado, por ende, en el cual el espíritu, ante el otro, aún está fuera de sí, es decir, que no es libre. En efecto, es incluso inherente al espíritu hegeliano un atrevimiento que suprime toda distancia. Mediante este des-distanciamiento de lo otro regresa a sí mismo. Cercanía ilimitada significa poder y libertad. La «decencia de soportar la más lejana cercanía de la desestimación titubeante»,21 por el contrario, sería para Hegel un gesto

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propio de quien padece de una falta de libertad interiorizada. Heidegger llama la atención sobre una «localidad preespacial», «solo merced a la cual se da un posible donde».22 Sin bien el espíritu se encuentra siempre ya en ella, esta localidad no se deja llevar hasta la autoconciencia de él. El espíritu siempre exhibe un estar-en que tiene lugar antes de todo regreso-a-sí. Antes de mostrarse a sí mismo, el espíritu ya está en un pre-espacio, en un «lugar» que hace que todo aparezca sin presentarse él mismo en este aparecer: Si Hegel hace culminar la posición fundamental de su sistema en la idea absoluta, en el completo manifestarse a sí mismo del espíritu, esto nos empuja a preguntarnos si también en este aparecer, es decir, en la fenomenología del espíritu y con ello en el absoluto saberse a sí mismo y su certeza, no tendría que estar todavía en juego el desencubrimiento. Y enseguida surge la siguiente pregunta, la de si el desencubrimiento ocurre en el espíritu en cuanto sujeto absoluto o si el propio desencubrimiento es el lugar y remite al lugar en el que por vez primera algo así como un sujeto que tiene representaciones puede «ser» lo que es.23

El pensamiento de Heidegger apunta a una referencia, que precede [vorausgeht] —e incluso lo gobierna de antemano [vorauswaltet]— al «absoluto conocimiento de sí mismo», a la auto-referencia del «espíritu». Su pensamiento está de camino a aquello «alrededor de lo cual, de manera imprevista e inadvertida, gira todo el ente en el más silencioso silencio», a «aquello que nunca será perceptible en una imagen», a «aquello que no obstante domina, sin necesitar el poder».24 Sin embargo, en su unilateral crítica del poder Heidegger no advierte que el poder es un fenómeno muy complejo que se marca de maneras distintas según cómo sea en cada caso la estructura de mediación. El poder podría, por ejemplo, fundar un señorío. Heidegger, en cambio, opone estrictamente el señorío al poder: La esencial intranquilidad del poder como pre-potencia condiciona que el poder sea «voluntad» de poder, de tal manera que voluntad se somete como mandato de esta intranquilidad, para sostenerla como tal y hacerla estable. Conforme a esta intranquilidad del poder, este nunca puede establecer señorío en el sentido del gobierno de las leyes, desde la «antigua alegría» del esenciarse del ser mismo. Todo poder es aparente señorío […]. (Señorío es la χάρις del ser como del ser, calma dignidad de la suave ligazón, que nunca necesita endurecerse en el requerir del poder).25

Por lo visto Heidegger tiene en mente un señorío de la ley, del «nómos», en cuanto la «prescripción escondida en el destino del ser»26 que «deja venir en presencia cada cosa en lo suyo propio, o sea, que lo deja pertenecer a su pertenecimiento».27 El pensamiento de Heidegger siguió siendo teológico. Si bien no remite de manera directa, expresiones tales como «señorío», «envío», «gracia» a «Dios» están impregnadas teológicamente. Para el pensamiento sobre lo «esencialmente otro de todo poder» habría debido despegarse aún más radicalmente del pensamiento ontoteológico.28 Por ello tampoco resulta sorprendente que en Heidegger el «poder» vuelva a

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aparecer de súbito en forma afirmativa. También nombra a aquella instancia legisladora, lo «muy-poderoso». El ser es una «expresión poderosa», «muy poderosa».29 Muypoderoso sería también aquel «niño real» con el que Heidegger describe «el misterio del juego al que es traído el hombre y su vida, en el cual es colocado su ser».30 El señorío de la ley que «deja venir en presencia cada cosa en lo suyo propio, o sea, que lo deja pertenecer a su pertenecimiento» no es fundamentalmente distinto de aquel «poder libre» de Hegel que también conoce las «infinitas bondades» de liberar a cada ente para su propia determinación.31 Heidegger se aferra a «Dios». Debería haber advertido que, admitida la existencia de Dios, no es posible ningún pensamiento en el que no entre en juego el poder. Lo «esencialmente otro de todo poder» no se podrá alcanzar mientras aún sea sujetado a un sustantivo o al nombre («ser», «ello», «Dios»). Lo otro del poder presupone una negación radical de todo encerramiento sustantivo, es decir, presupone un vacío. El vacío le quita al poder todo punto de apoyo. Heidegger teologiza también la «amabilidad» de Hölderlin, sin ningún titubeo, tornándola una «gracia» divina. Así pues, la vuelve próxima a la «χάρις del ser como del ser»: «La amabilidad» — ¿esto qué es? Una palabra inocente, pero nombrada por Hölderlin junto el atributo «la Pura», escrito con mayúscula. «La amabilidad» — esta palabra es, si la tomamos literalmente, la espléndida traducción de Hölderlin de la palabra griega χάρις.32

Heidegger se refiere aquí al poema tardío de Hölderlin In lieblicher Bläue… [«En el amable azul»]; específicamente, a los versos «En tanto la amabilidad perdure aún junto al corazón, la Pura, no se medirá el hombre con la divinidad con mala fortuna».33 Esta amabilidad significa, siguiendo la interpretación teológica de Heidegger, aquella gracia divina que hace llegar al hombre la «medida». «En tanto la amabilidad perdure» significa «En tanto perdure este advenimiento de la gracia». La «exigencia de la medida hacia el corazón» debe persistir hasta que «este se dirija hacia la medida». El hombre «habita poéticamente» en tanto se mide con «Dios», que aporta la medida. La gracia y la amabilidad divinas se expresan como un otorgamiento-de-la-medida a la que el poeta contesta con su «adopción-de-la-medida». Es problemática la teologización de Heidegger de la amabilidad. Para Hölderlin esta exhibe una grandeza enfáticamente humana. «En tanto la amabilidad perdure aún junto al corazón, la Pura, no se medirá el hombre con la divinidad con mala fortuna» quiere decir que la existencia humana, la fortuna humana, es distinta de la divina; que la amabilidad es una forma de existencia genuinamente humana que confiere al hombre una dignidad especial. En esta dignidad el hombre no se mide con la divinidad con mala fortuna. «Medirse» presupone una diferencia, una relación de tensión que, sin embargo,

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es suprimida por Heidegger. Hölderlin pregunta: «¿Es desconocido Dios? ¿Es manifiesto como el cielo? Creo más bien esto: es la medida de los hombres». A continuación, introducida por «pero», aparece una vacilación: «Pero no es más pura la sombra de la noche con sus estrellas […] que el hombre». El sol no es exclusivamente bello. También hace envejecer y perecer: «Pero es también un padecimiento cuando un hombre está cubierto de manchas por el sol, ¡estar totalmente recubierto de tales manchas! Eso hace el bello sol: es decir, le da impulso a todo». Estos versos expresan mucha vacilación y duda. Heidegger, sin embargo, no presta atención a los sutiles giros y cortes que caracterizan a los poemas tardíos de Hölderlin. Nivela incluso la fractura intrínseca al vínculo de Hölderlin con Dios. Heidegger neutraliza la extrañeza, la otredad peculiar de Dios, con la apelación al ser invisible y al estar oculto que deben ser constitutivos de su ser: La medida que adopta el poetizar se envía, como lo extraño con lo que el Invisible envuelve protectoramente su ser, hacia lo conocido de las visiones del cielo. Por ello la medida posee el modo de ser del cielo.

Dios se envía como un invisible a las conocidas regiones visibles del cielo. A la sombras de la noche, a su negatividad, que hace que el cielo aparezca como algo extraño, Heidegger la traduce como la positividad de una misteriosa oscuridad que permanece «confiada en la luz». La voz dubitativa de Hölderlin continúa también en la siguiente pregunta: «¿Hay en la Tierra una medida?». Su respuesta es «No la hay. Los mundos del Creador no obstruyen jamás la marcha del trueno». Heidegger pasa por alto la negatividad del trueno y de la sombra de la noche. Según él, no hay una medida en la Tierra porque solo «Dios», que aparece por el cielo, es otorgador-de-la-medida. Solo la poética «adopción-de-lamedida» hace posible la vida del hombre en la Tierra: «No hay ninguna» ¿Por qué? Porque aquello que nosotros nombramos cuando decimos «sobre la Tierra» solo está de un modo consistente en la medida en que el hombre toma morada en la tierra y en el habitar deja a la tierra ser como Tierra. Pero el habitar acontece solo si el poetizar acaece propiamente y esencia, y si lo hace en el modo cuya esencia ya presentimos, es decir, en la toma-de-medida para todo medir.34

Heidegger ve el poema de un modo demasiado selectivo. Todo el ánimo elegíaco, la tristeza que gobierna el poema, nada de esto es percibido. Las «lágrimas» de Hölderlin indican más la ausencia de una medida que un otorgamiento-de-la-medida divino: Tú, bello arroyuelo, brillas enternecedor con tu rodar tan claro como el ojo de la divinidad por la Vía Láctea. Yo te conozco bien, pero del ojo brotan lágrimas. Veo florecerme alrededor una vida alegre en las figuras de la creación porque no comparo a esa vida, injustamente, con las palomas solitarias en el camposanto. La risa, sin embargo, me parece que a los hombres los apena. Tengo, pues, un corazón.

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El tono de este corazón está en uno diferente al de Heidegger. Permanece vuelto hacia lo finito y lo menguante. No lo anima ninguna gracia divina. La amabilidad «de corazón» de Hölderlin representa algo enfáticamente humano. Ser amable significa sobre todo no actuar des-mesuradamente: ¿Quisiera yo ser un cometa? Yo creo. Pues tienen la rapidez de los pájaros; florecen fuego y son como niños en pureza. La naturaleza del hombre no puede cometer la desmesura de desear algo mayor.

Ser amable significa ser «como niños en pureza». La «amabilidad», «la Pura», no es una gracia divina. Más bien se corresponde con la existencia humana. Únicamente en la amabilidad de corazón el hombre no se medirá con mala fortuna con la divinidad: «Puesto que luchar con Dios, como Hércules, es padecimiento. Y compartir la inmortalidad, la envidia de esta vida, es también padecimiento». La amabilidad conduce fuera de los «padecimientos» que «soportó Edipo, quien, como un pobre hombre, se queja de que algo le falta». El padecimiento de Edipo no proviene de que algo le falte sino de que también teniendo un único ojo «alza la vista». Hölderlin dice, enigmáticamente, como un maestro zen: «Quizá el rey Edipo tenga un ojo de más». No encuentra el camino hacia aquella «amabilidad» porque siempre ve de más, porque desea. La amabilidad, por el contrario, ve lo más de lo menos. Ser poético supone ser amable. Lo divino del hombre es su amabilidad, el amable «sí» al ser-así del mundo. Ni en la tierra ni en el cielo hay una «medida». La amabilidad es la medida ante la ausencia de medida. Es una medida sin medida. Deja que todo exista en su ser-así, en su especificidad. Se basa en un despertar especial hacia la finitud. En el amable azul cierra significativamente con el verso: «Vida es muerte, y muerte es también una vida».

1 M. Heidegger, La historia del ser, Buenos Aires, El Hilo de Ariadna, 2011, p. 93. 2 Ibíd., p. 93. 3 Ibíd., p. 97. El «espíritu» de Hegel sería para Heidegger un idiot savant: «En el poder el “espíritu” llega a su despliegue máximo e incondicionado en su no impedida inesencia. “Espíritu” significa aquí modernamente: el saber que se sabe a sí mismo que es la realidad de todo operante» (ibíd., p. 101). 4 M. Heidegger, Nietzsche, Barcelona, Ariel, 2013, p. 68. También Hegel llama la atención sobre el hecho de que la entelequia aristotélica, en contraposición a la idea platónica, que exhibe lo «inmóvil», es una «actividad que se determina en sí misma» (19.337) [405]. Por causa de esta interioridad, a la entelequia le corresponde un carácter del orden del poder. 5 M. Heidegger, Nietzsche, op. cit., p. 848. 6 Ibíd., p. 899. 7 Ibíd., p. 871. 8 Ibíd., p. 904. 9 G.W.F. Hegel, «Vorlesungen über die Logik (Berlin 1831)», Ausgewählte Nachschriften und Manuskripte, t. 10, Hamburgo, 2001, p. 168. 10 Íd., «Vorlesungen über Logik und Metaphysik (Heidelberg 1817)», Ausgewählte Nachschriften und Manuskripte, t. 11, Hamburgo, 1992, p. 135.

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11 Ibíd., p. 134. * Traducción modificada: se conserva siempre «poder» para Macht. (N. del T.) 12 G.W.F. Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio, Madrid, Alianza, 2010, p. 242. 13 G.W.F. Hegel, «Vorlesungen über die Logik (Berlin 1831)», op. cit., p. 177. 14 Ibíd., p. 165. 15 Ibíd., p. 172. 16 M. Heidegger, La historia del ser, op. cit., p. 90. 17 Cfr. M. Theunissen, «Begriff und Realität. Hegel Aufhebung des metaphysischen Wahrheitsbegriffs», op. cit., p. 355: «Un amor tal presupone la lucha en la cual lo universal, en cuanto lo totalmente uno, se apropia de lo otro como su otro, y este amor también es en sí solo la “dicha ilimitada” […] de la victoria en la que esta lucha termina por medio del sometimiento completo del otro». 18 M. Heidegger, La historia del ser, op. cit., p. 98. 19 Ibíd., p. 100. 20 M. Heidegger, Erläuterungen zu Hölderlins Dichtung, GA 4, Frankfurt del Meno, p. 131. 21 Íd., Beiträge zur Philosophie, GA 65, Frankfurt del Meno, p. 227. 22 Íd., Tiempo y ser, Madrid, Tecnos, 2013, p. 36. 23 Íd., Hitos, Madrid, Alianza, 2000, p. 355. 24 Íd., Nietzsche, op. cit., pp. 382 s. 25 Íd., La historia del ser, op. cit., p. 92. 26 Íd., Hitos, op. cit., p. 294. 27 Íd., De camino al habla, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1987, p. 234. 28 El lenguaje dificulta adicionalmente este desprendimiento. Es más: él mismo está marcado por las relaciones de sujeto y de sustancia de las que es preciso escapar. Heidegger mismo llama la atención más de una vez sobre esta dificultad lingüística: «“Sobre todas las cimas / es la paz”: ¿“Se encuentra”? ¿“tiene lugar”? ¿“reside”? ¿“reina”? ¿o “yace”? ¿o quizá “impera”? Aquí ninguna perífrasis resulta» (M. Heidegger, Nietzsche II, op. cit., p. 248). Así pues, Heidegger también pone en tela de juicio la expresión «imperar», que en general utilizaba con mucho gusto. A pesar de este uso abundante, se trata —según él— de un «expediente de emergencia» (M. Heidegger, Hitos, op. cit., p. 358). 29 M. Heidegger, Der Satz vom Grund, Pfullingen, 1957, p. 208. 30 Ibíd., p. 188. 31 G.W.F. Hegel, «Vorlesungen über Logik und Metaphysik (Heidelberg 1817)», op. cit., p. 139. 32 M. Heidegger, Conferencias y artículos, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994, p. 178. 33 F. Hölderlin, Sämtliche Werke, Stuttgart, 1951, t. 2.1, p. 372. 34 M. Heidegger, Conferencias y artículos, op. cit., p. 176.

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Teología del poder

«Hijo de hombre, alimenta tu vientre y llena tu estómago con este rollo que yo te doy». Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel. EZEQUIEL, 3:3

DIOS como lugar vacío … Sí, DIOS como vacío del vacío, ausencia de la ausencia. EDMOND JABÈS

Entre Dios y el poder existe un vínculo muy íntimo. Canetti lo señala así en un apunte: «Es imposible un pensamiento libre de poder que presuponga a Dios».1 El pensamiento que aspira a Dios se involucra con el poder necesariamente. Un pensamiento en el que no entre en juego el poder solo es posible por fuera de la complicidad entre theós y ánthropos. De modo que ya por causa de su condición teológica el pensamiento de Hegel permanece preso del poder. La religión no está necesariamente ligada a Dios y al poder. La salida hacia lo infinito, que es una experiencia genuinamente religiosa, no siempre está animada por el deseo de poder. Lo infinito, en dirección hacia lo cual la conciencia finita, la conciencia del dolor, se des-ata, puede —aunque no está forzada a hacerlo— adoptar la forma de un poder infinito. El poder no es el elemento definitorio de la infinitud. De este modo, se puede pensar una religión de la amabilidad que precisamente busque lo infinito, lo ilimitado, por fuera del poder, por fuera de la complicidad entre theós y ánthropos. Sin embargo, para Hegel, el poder representa la «determinación fundamental» de «la religión en general» (16.341). De manera consecuente, describe las distintas formas de la religión en términos de la lógica del poder. Ya la «forma completamente primera de la religión», es decir, la «magia», es explicada como una praxis de poder. La magia reposa sobre la convicción de que «lo espiritual es el poder sobre la naturaleza» (16.278). El mago «se sabe más elevado» que la naturaleza. Su autoconciencia es la «conciencia de sí en cuanto poder sobre el poder natural universal y sobre las variaciones de la naturaleza». El «estado más elevado» de la conciencia, en el que se coloca el mago, es

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un estado de poder. Incluso con el ruego se ejerce poder. Este es el recurso de quien carece de poder: Con el ruego uno admite que se encuentra en poder del otro. De ahí que rogar sea a menudo difícil, puesto que precisamente al hacerlo convalido la violencia del capricho del otro sobre mí. Pero se reclama una consecuencia. El ruego ha de ser al mismo tiempo el poder que se ejerce sobre el otro. Se entremezclan dos cosas: el reconocimiento de la supremacía del objeto y la conciencia de mi poder, en virtud de la cual pretendo ejercer supremacía sobre este objeto. (16.292)

Hegel también explica los «milagros» de la religión cristiana en términos de la lógica del poder. Ellos son «en realidad victorias sobre el entorno natural alcanzadas mediante el poder del espíritu»; la «intervención en la marcha y en las leyes eternas de la naturaleza». Hegel agrega después: «Pero en realidad este milagro, esta intervención absoluta, es el espíritu» (17.316). No cabe duda: la comunicación religiosa no está completamente libre del cálculo de poder. Sin embargo, contiene dimensiones que se sustraen de la economía del poder.2 El poder no es una «determinación fundamental» de la religión. También es genuinamente religiosa aquella experiencia extática en la que uno se sumerge en una continuidad del ser. Esta es el «regreso al momento» en que el hombre «era uno con el universo y no se diferenciaba de las estrellas ni del sol». Este devenir-uno con el mundo, este regreso-almundo, no es un estado del poder, ya que este se ocupa del regreso-a-sí, es decir, de la continuidad del sí-mismo. También la «fiesta» religiosa tiene una dimensión de desrestricción que crea una continuidad: «La fiesta es la fusión de la vida humana. Es para la cosa y el individuo el crisol en que las distinciones se funden al calor intenso de la vida íntima».3 Hegel une cada religión específica con una representación determinada del poder. En la religión panteísta «la unidad que está en primer lugar» es el «poder del cual todo parte y al cual todo retorna» (16.370), es decir, que es el «poder de la sustancia» de que «las cosas sean» y «no sean» (16.316). Aquí Dios es poder porque es «sustancia». La elevación religiosa hacia lo infinito es el tránsito de lo accidental a lo sustancial. Dios es un «poder sustancial». El hombre, que se sabe dependiente, contingente, se aproxima a un ser que «es el poder de que esto contingente sea y no sea» (16.308). Sin embargo, a la religión del «poder sustancial» le falta un contenido que sobrepase la determinación abstracta de ser y no-ser. Es un «poder en sí mismo vano, vacío». No ocurre ninguna mediación entre la unidad del poder y la multiplicidad del mundo que aparece. Rige solamente un «desenfreno salvaje de la fantasía». Así, el mundo se desmorona en un «tambaleo desenfrenado» (16.338). La imaginación tambaleante, sin ningún sostén conceptual, produce «deformaciones horribles, repugnantes, asquerosas» (16.339). No hay «nada fijo, nada se perfila hacia la belleza». Así, en la religión india de la fantasía Dios es experimentado como un «poder atontado» que «también existe para al animal y

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para este en su completo atontamiento» (16.373). La conciencia que subyace tras esta religión no es capaz de transparencia conceptual. Aquí el hombre tampoco está, según Hegel, «muy apartado del animal en cuanto al grado de concentración de la falta de conciencia»; no está muy apartado del animal, que no es ningún «espíritu consciente». Recae en un «atontamiento» «del que acaba quedando como resultado únicamente la vivacidad del animal». Hegel no cree poder comprobar entre los indios ningún autosentimiento más elevado. No tienen «en sí ninguna libertad, ni la auténtica independencia del espíritu». Van tambaleándose por el mundo. Las fronteras entre el hombre y las entidades de la naturaleza se desdibujan inquietantemente. El hombre no es «indiferente» «respecto de las cosas exteriores» porque «no tiene en sí ninguna libertad, no tiene la auténtica independencia del espíritu». En todo caso, a la religión india Hegel le reconoce una «bella simpatía» y «generosidad». Esta religión no distingue estrictamente entre hombre y naturaleza. Todo es «antropomorfizado» de modo tal que el hombre, en la naturaleza, «camina entre sus semejantes»; «a todo le otorga la bella manera de ser que él mismo tiene y, así, estrecha contra su pecho, como si estuviera animado, a todo» (16.317 s.). No obstante, Hegel atribuye esta «bella simpatía», esta «amabilidad y jovialidad en el vínculo del hombre con la naturaleza» (17.61), a una autoconciencia no consolidada, es decir, a que el hombre aún no tiene en sí el contenido de la libertad del ente Eterno, auténticamente en y para sí; a que aún no sabe más elevado a su contenido, a su determinación, respecto del contenido de una fuente y un árbol. (16.372)

Al bello sym-pathos, que crea continuidad y proximidad, Hegel lo entiende como la expresión de un estado del espíritu que cabe superar. Ha de aspirarse, por ende, a un «despertar sucesivo» de la conciencia, a «su elevación por sobre los estados de unidad inmediata con la naturaleza» (20.505). Las deficiencias que afectan a aquel «poder en sí mismo vano, vacío» (16.316) son superadas en el siguiente «paso» de la religión por cuanto aquí el poder es representado como auto-determinante ya que engendra representaciones de fines a partir de sí mismo, se expresa como una actividad atinada, es decir, como «sabiduría». El poder abstracto de la sustancia se subjetiviza en un «poder sabio». Así pues, el poder supera el carácter abstracto de la sustancia y aparece como un sujeto que se expresa, «que actúa». Dios, ahora, no es lo uno sino el uno, que se manifiesta poniendo un mundo que tiene fines en sí. Dios es «espíritu» que «es poder que opera de acuerdo a fines» (17.44). Cuando Dios es pensado como un sujeto, el mundo no brota sencillamente de él. En lugar del brotar aparece el crear, en cuanto actividad propia del sujeto. Hegel también describe la creación del mundo en términos de la lógica del poder. En una primera instancia, Dios reposa en sí mismo, sin expresión. Pero este poder mudo, sin forma, es,

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en su «eterno silencio y ensimismamiento», «solo un momento del poder; no su totalidad». Abandonando su «ensimismamiento», pone el mundo afuera y se identifica con él en cuanto «suyo». El mundo es una auto-explicación del poder divino, que interrumpe expresivamente aquel «silencio» inicial. La auto-relación del poder es «negativa» en la medida en que se relaciona consigo mismo a través del otro puesto por él: El poder es al mismo tiempo relación negativa consigo mismo, mediación en sí, y en tanto se relaciona consigo mismo negativamente, esta supresión de la identidad abstracta es el poner de lo diferente, de la determinación, es decir, es la creación del mundo.

Dios regresa en lo otro de sí a sí mismo. Solo por causa de esta explícita auto-relación Dios es espíritu. Dios, pues, es más que un productor del mundo, más que una actividad «que sale, expandiéndose hacia fuera de sí» (17.368). Es espíritu porque su salida hacia lo otro, hacia la existencia exterior, resulta ser un regreso-a-sí. El espíritu en cuanto subjetividad se determina al poner a la existencia exterior expresamente como su propia figura y regresar de ese modo a sí: A este poder universal que ahora actúa como auto-determinación podemos llamarlo sabiduría. […] Esta autodeterminación se conserva en la existencia exterior […]. En la medida en que se expresa —y debe expresarse; la subjetividad debe darse realidad—, es solamente la libre auto-determinación la que se conserva en la realización, en la existencia exterior, en la naturalidad. (17.13)

Si bien el espíritu en cuanto «subjetividad» es constitutivo para la religión griega, en esta aún se dispersa en la multiplicidad de sujetos y fines. Le falta el «poder único», la «sabiduría única», la «idea única» (17.160). El dios de los griegos no es el «libre espíritu absoluto» sino el «espíritu en una manera particular, en humana limitación, todavía dependiente de condiciones exteriores en cuanto individualidad determinada» (12.299). El calmo aspecto de tristeza que rodea a los griegos es un signo de falta de libertad. Presienten «que por encima de ellos hay algo superior y que es necesaria la transición de las particularidades a su unidad universal». Esta unidad superior, sin embargo, rehúye la comprensión. Es lo «superior en general que somete a dioses y a hombres, pero permanece para sí incomprendido y carente de concepto» (14.109) [370]. Los griegos, entonces, se ven a sí mismos enfrentados al fatum, al «destino incomprensible», impotentes. Solo pueden volverse libres diciendo «sí» al ser-así. A aquello que es-así no puede cargárselo con «el debe ser»: «Es así, no hay nada que hacer, debo tolerarlo» (17.119). No obstante, esta libertad es abstracta, no es una «libertad concreta y positiva»: [El individuo] puede renunciar a aquello que no se cumple. Es así. Al hacer esto, el individuo, en lugar de oponer [al «es-así»] su ser, se retiró a la abstracción. La liberación consiste en la identidad de la voluntad subjetiva con aquello que es; el sujeto es libre, pero solo de manera abstracta. (17.132)

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No cabe esperar ningún consuelo, puesto que «se renunció enteramente a lo perdido» (17.111). Es preciso convertir «al corazón en la tumba del corazón mismo» para que la violencia del destino dé golpes al aire: De esta manera el corazón, al renunciar a sí mismo, no le deja nada a la violencia con lo que ella pudiera asirlo; lo que ella destruye es un ser sin corazón, una exterioridad en la que ya no halla al hombre mismo; ella golpea, pero él ya se movió. (17.458)

El es-así, frente al que el hombre se vuelve «de piedra» (14.203) y su corazón la tumba del corazón, se asemeja al «debe de la naturaleza» que ha de ser superado, a aquella «imagen uniforme y a la larga monótona de que simplemente es así». El es-así en el que está arrojada la naturaleza representa una contrafigura del espíritu, de su libertad. El sí de los griegos al ser-así del destino es un signo de falta de libertad espiritual. El espíritu se torna libre cuando el es-así retrocede frente al yo-quiero-así: La autoconciencia no había aún alcanzado en esta época [la de los griegos] la abstracción de la subjetividad, todavía no había concebido que sobre aquello que hay que decidir debe pronunciar el hombre mismo un «yo quiero». Este «yo quiero» constituye la gran diferencia entre el mundo antiguo y moderno. (7.449) [264]

Para Hegel, vaciar el corazón no es la actividad más elevada del espíritu. El rasgo esencial del espíritu consiste, precisamente, «en estar junto a sí; no en el vaciar sino en el querer, en el saber, en el actuar». Ante el poder incomprensible del destino, el ser-ahí no es libre, no está enteramente junto a sí mismo: El ignorante no es libre, pues se enfrenta con un mundo extraño, un más allá y fuera de los que depende, sin que él haya hecho para sí mismo este mundo extraño y por lo tanto esté en él como en lo suyo junto a sí mismo. (13.135) [76]

La existencia griega, en lugar de querer más, en lugar de quererse, se conforma con el esasí. El antropomorfismo griego, según Hegel, «tuvo pocos alcances», pues «la claridad griega natural no llegó a la libertad subjetiva del yo mismo, ni a esta interioridad» (12.393) [349]. El sí griego al es-así se da sin comprensión. No obstante, respecto de lo incomprensible, no es posible ninguna libertad. El poder del destino, por ende, no es un poder libre, liberador. No consiente ninguna «transfiguración de la necesidad en libertad» (8.303). Una libertad auténtica es «pensar la necesidad», la «liberación» que no es la «fuga a la abstracción» hacia un vacío sí. Consiste en «tener el ser y el poner […] como propios» en lo necesario (8.306) [244]. Sin embargo, el infinito yo-quiero liberador no puede arrojarse a lo indeterminado; no puede querer nada discrecional. Más bien debe querer lo necesario como la ley, como su ley. Esta ley que, en contraposición al fatum sin concepto e inconcebible, le es accesible

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al entendimiento, es un otro es-así; no aquel ser-así ante el cual el hombre se volvía «de piedra», sino un es-así liberador. El camino de la falta de libertad a la libertad es el de un es-así hacia otro es-así, o sea, de la piedra a la ley. El yo-quiero coincide aquí por completo con el sí en el es-así. La más elevada palabra del poder no es «no» sino «sí». El «poder libre» brilla en el sí del «sometimiento».4 Cada «no», por el contrario, restringe el poder. El poder del «uno», del sujeto divino que se manifiesta, adopta en primer término la forma de un señorío. Dios se presenta como señor que gobierna lo otro, es decir, el mundo puesto por él. El «siguiente paso» de la religión se realiza en cuanto el poder se desprende de su carácter de señorío. Dios «se manifiesta al poner a su otro enfrente» (17.93). Esto otro, sin embargo, es «su viva imagen». Así, se ve a sí mismo en lo otro. Si lo otro, o bien el otro, fuera un esclavo, Dios no podría reconocerse a sí mismo en él, porque Dios no es precisamente un esclavo. Dios como «espíritu libre» solo se ve reflejado en el hombre libre: El sujeto solo se crea a sí mismo, y aquello a lo que se destina es nuevamente solo él mismo; para estar realmente determinado en cuanto espíritu debe negar a esto otro y regresar a sí mismo, pues solo es libre cuando se sabe a sí mismo en lo otro. Pero si se sabe Dios en lo otro entonces es por ello también lo otro para sí, y se sabe libre. (17.93)

El sujeto «solo se crea a sí mismo»: esta formulación dice mucho sobre la concepción de Hegel sobre el poder. Quien solo se crea a sí mismo está siempre junto a sí. Dios es poder en la medida en que «se crea a sí mismo en sí mismo y mantiene en sí a lo creado». El poder le permite repetir el sí-mismo. De modo que lo «creado» no es algo ajeno sino «su hijo» (17.54). En la religión de la libertad «el hombre sabe que lo humano es un momento de lo divino mismo y es, entonces, libre en su relación con Dios» (17.95). La libertad respecto de Dios se basa en la identidad con él. El hombre se ve a sí mismo en Dios. Y Dios se ve a sí mismo en el hombre: El hombre se sabe en Dios, y Dios y el hombre dicen uno del otro: es espíritu de mi espíritu. El hombre es espíritu como Dios; también tiene consigo, por cierto, la finitud y la separación, pero en la religión supera su finitud pues es el saber de sí en Dios. (17.96)

La «religión consumada» es una religión en la que la expresión «eres espíritu de mi espíritu» vale sin restricciones: La religión consumada es eso, […] la cristiana. En ella son inseparables el espíritu universal y el particular, el infinito y el finito; su identidad absoluta es esta religión y su contenido (17.189).

Hegel interpreta también a la religión cristiana continuamente en términos de la lógica

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del poder. Dios «revela» «que él es el poder» de poner lo otro y a esto otro «volver a tomarlo y estar, entretanto, junto a sí» (17.194). Él se divide [teilt sich] y se comunica [teilt sich mit] al poner lo otro. Puesto que esto otro es un momento, una parte de él mismo, su parte, permanece en lo otro junto a sí. Su poder consiste en que «en la separación» no padece ningún desgarramiento sino que «regresa a sí indiviso» (17.189). Dios es este «poder que se separa y regresa a sí» (17.234). El «movimiento eterno» de Dios es el regreso-a-sí. Solo el poder asegura este auto-movimiento absoluto, este girar en círculos en torno de sí. Dios es otro nombre para la prolongación ilimitada del símismo en lo otro. Él es por todas partes Él Mismo. Este poder-estar-por-todas-partesjunto-a-sí es lo fascinante del poder: «Dios es libre porque es el poder de ser Él Mismo» (11.373). También podría decirse: soy libre por cuanto soy el poder de ser Yo Mismo. El poder genera esta continuidad deleitosa del sí-mismo. Hegel no considera el poder en función del señorío sino fundamentalmente en función de la libertad. El señorío es, para Hegel, un estado en el que lo otro sencillamente es reprimido o suprimido: «El poder absoluto no domina; en el dominar lo otro se extingue» (16.416). De modo que la máxima expresión del poder no será el dominio total del otro sino la «puesta en libertad» del otro. Pero esta asociación de libertad y poder tiene como consecuencia que se mantiene una relación de servicio. Dios es el «Dios de los hombres libres». Sin embargo, estos son libres «en su obediencia»: Así es la puesta en libertad del otro como alguien libre, independiente; la libertad cae en primer lugar en el sujeto, y Dios permanece en la misma determinación del poder que es para sí, y pone en libertad al sujeto. La diferencia, o la determinación nueva que ha de agregarse, por consiguiente, parece consistir en que ya no se trata meramente de que las criaturas están al servicio, sino que en el servicio mismo tienen su libertad. (17.93)

El sí o «amén» hacia el es-así coincide enteramente con el yo-quiero, pues el sí hacia el otro es, aquí, un sí hacia uno mismo. El señorío es violencia porque, podría decirse, no atrapa ni somete lo suficiente, porque no es poder. Según Hegel, el poder es, precisamente, lo que transforma el señorío en libertad. Cuando reina el poder, no hay violencia que cause estragos. En el campo del poder no hay un otro que someter o dominar, pues todo se deja arrebatar por la corriente del poder irresistible. Nada persevera en una otredad cerrada u obstinada que debiera ser forzada violentamente. Quien se deje arrebatar no será dominado ni forzado. Este es libre en un sentido especial. Si bien el poder arrastra todo consigo, este arrastrarconsigo al mismo tiempo arrebata todo. El esplendor no reposa en el señorío. No es autoritario. El ser-augusto no es idéntico al ser-señor. En ningún caso puede tratarse de la violencia en el sentido de que el poder somete. Este poder que somete, diría Hegel, no es violento ni brutal. No fuerza a lo otro. Cuando el poder gana en espacio todo se ajusta a su entramado y lo hace, de hecho, por propia voluntad. La recriminación de que Hegel esbozó una teología del señorío no da enteramente en

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el blanco. La crítica de Hegel debería proceder de manera mucho más diferenciada e ir hasta el fondo, ya que la pretensión de Hegel es precisamente pensar a Dios sin señorío, hacer pensable una religión de la libertad. Se deben plantear preguntas de naturaleza más fundamental: ¿es efectivamente el poder la «determinación fundamental» de «la religión en general»? ¿Es toda religión teo-lógica? ¿Existe en general una teo-logía que no sea teología del señorío? La representación de la sustancia está ligada a la del poder. Y el poder profundiza la interioridad subjetiva. Lo otro del poder presupone un des-vaciamiento, una desinteriorización del ser. A la idea de una religión de la amabilidad se aproxima en mayor grado la religión budista en la medida en que niega radicalmente la sustancialidad del ser. Pero Hegel le quita la amabilidad al budismo al imponerle categorías onto-teológicas como «sustancia», «esencia», «Dios», «creación», «poder» o «señorío». El budismo niega todos estos conceptos. Precisamente en eso consiste la negatividad radical de la «nada» budista. La nada budista significa que nada se empecina consigo mismo. Nada se obstina en sí. Esta nada vuelve imposible un cierre o una condensación. El escándalo del budismo de Hegel consiste en que sustancializa a esta nada des-sustancializante, en que comprende el vacío como plenitud. Con ello tergiversa al budismo, a esta religión del vacío, volviéndola una «religión de la sustancialidad». Llena el vacío de la nada con contenidos sustanciales. La nada es, según Hegel, «lo abstractamente uno consigo mismo» que «se halla en eterno reposo y es inmutable en sí» (12.211), el «ser supremo» [191] que es «existente en sí», y que «descansa y se empecina en sí mismo». Hegel hace de la nada incluso un principio del surgimiento: «De la nada surgió todo; a la nada vuelve todo. La nada es lo uno, el principio y el fin de todo» (16.377). La nada budista no es una entidad onto-teológica que hiciera surgir algo. Está vacía ella misma. En este vacío del vacío tiene también su origen, en última instancia, el ethos budista de la amabilidad. La sustancialización de la nada conduce necesariamente a su teologización. Hegel, pues, interpreta la nada como un sinónimo de Dios: A primera vista debe llamar la atención que el hombre piense a Dios como nada; esto resulta algo de la mayor singularidad; pero analizado el asunto más cuidadosamente, esta determinación significa lo siguiente: Dios no es en absoluto nada determinado, es lo indeterminado. No existe rasgo determinado, del tipo que fuera, que corresponda a Dios; él es lo infinito. Esto significa tanto como: Dios es la negación de todo lo particular. (16.377)

La nada budista no es una trascendencia que evitara, como en la teología negativa, toda determinación. No existe una gradiente ontológica entre la nada y el ente. La nada solo señala que todo está vacío, que no hay ningún vallado sustancial. La nada no es Dios. Más bien correspondería decir: también Dios es nada, es decir, está vacío. El pensamiento onto-teológico reúne sustancia, Dios y poder necesariamente entre sí.

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Así, Hegel sustancializa también la nada budista en un poder divino. La nada es el «poder sustancial» «que rige el mundo, que hace surgir y devenir a todas las cosas en una continuidad racional» (16.378). Es «poder, señorío, el hacer y la conservación del mundo, de la naturaleza y de todas las cosas —el poder absoluto—» (16.375 s.). Dios es sustancia. Sustancia es poder. Por lo tanto, Dios es poder: Dios es el poder absoluto, debemos decirlo, él solo es el poder; todo lo que se permite decir de sí mismo que es, que tiene realidad efectiva, es superado, es solo un momento del Dios absoluto, del poder absoluto; solo Dios es, solo Dios es la única realidad auténtica. Esto también subyace tras la representación de Dios en nuestra religión. (16.380 s.)

La nada budista es, en realidad, todo lo contrario del poder. Cuando no hay concentración y continuidad sustancial ni interioridad subjetiva ni contracción hacia sí, cuando ya no hay nada persistente, tampoco surge un poder. La nada significa que no hay nada a lo que pudiera adherirse el poder. El vacío de la nada permite que todo transcurra, se combine y se refleje mutuamente. Afloja la rigidez. En eso consiste su amabilidad. Según Hegel, el budismo no sobrepasa la «religión natural» porque Buda, un hombre natural, es venerado, inmediatamente, como un Dios. De este modo se origina la contradicción de que lo absoluto «en la forma de uno de estos hombres» (16.382) se vuelve objeto de veneración. En la religión cristiana, por cierto, Dios es «en forma de hombre». Pero esta veneración, según Hegel, posee un carácter enteramente distinto, pues el hombre «que ha padecido, muerto, resucitado e ido al cielo» no es «el hombre en su existencia inmediata, sensible, sino el que lleva la forma del espíritu en sí» (16.378). Buda, por el contrario, es un «hombre natural». Se da aquí, según Hegel, el «contraste monstruosísimo» de que «en la finitud inmediata del hombre se deba venerar a lo absoluto». La otredad de la religión budista respecto del budismo tal como lo entiende Hegel se ve particularmente clara en el budismo zen. Para Hegel sería completamente inentendible, por ejemplo, la exhortación del maestro zen Linji a matar a Buda: «Si encontráis a Buda, matad a Buda. […] Entonces alcanzaréis por primera vez liberación, ya no estaréis atados por las cosas y penetraréis todo libremente».5 Es lícito, por ende, dar con la idea de que también Buda está vacío. El maestro zen Yunmen, por lo visto, sabe cómo se alcanza la paz ilimitada, la amabilidad sin término. Se recomienda la destrucción de lo sagrado: Inmediatamente después de su nacimiento, el Buda señaló con una mano al cielo y con la otra a la tierra, dio siete pasos en círculo, miró hacia los cuatro puntos cardinales y dijo: «En el cielo y en la tierra soy el único venerado». El maestro Yunmen dijo: «Si entonces yo lo hubiera presenciado lo habría derribado de un bastonazo y arrojado a los perros para que lo devoraran —augusta empresa en pos de la paz en la tierra».6

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Aquí es negado el nombre sin par, «el Uno». Esta destrucción del nombre es al mismo tiempo un giro radical contra el poder, pues este mora en el nombre. Esta destrucción, pues, representa una «augusta empresa en pos de la paz en la tierra». La negatividad de la nada crea, según Hegel, una «interioridad» autorreferencial que es el «poder» «de transformar toda objetividad en algo negativo». Solo queda la autoreferencia, es decir, la «vanidad» (16.386). Por consiguiente, la meditación budista se entrega a un goce de sí. Para Hegel, es una «auto-ocupación con uno mismo», un «retorno a sí» o un «sorber-se-a-uno-mismo» (16.385). Esta auto-relación absoluta es una fórmula de la inmortalidad: La idea de inmortalidad reposa en que el hombre sea pensante, que esté junto a sí en su libertad; de este modo es del todo independiente y no puede irrumpir un otro en su libertad; solo se relaciona consigo mismo y no puede hacerse valer un otro en él. (16.387 s.)

En el budismo la libertad no se alcanza en el camino de una interioridad absoluta. No se aspira a la dicha de la auto-referencia en la que lo otro estaría enteramente suprimido. El objetivo de la meditación budista no es la libertad del que «existe solo en sí, se mueve solo en sí». Más bien se trata de lograr desaparecerse y liberarse mediante la meditación; de desaparecerse mediante la respiración. No se trata de sumergirse en un espacio interior del yo, de estar lejos del otro, enteramente junto a sí, enteramente adentro, sino de estar enteramente afuera desprendido, de ir hacia el otro sin ir consigo mismo, es decir: ser trata de ser amable. Lo que le falta totalmente a la religión budista, según Hegel, es la «subjetividad que es, en sí, poder». Está ausente, de hecho, «el uno» que es «íntegramente excluyente», «que no tiene un otro junto a sí ni tolera nada junto a sí que tenga independencia» (17.46). El carácter vacío de la nada budista no permite la concentración en uno mismo, es decir, la formación de una interioridad excluyente. En contraposición a aquella subjetividad que es «íntegramente excluyente» el vacío es «íntegramente receptor». En ello consiste su amabilidad. El concepto budista de «no-habitar-en-ninguna-parte» se opone a la fijación de la sustancia y a la rebeldía del sujeto. Es la contrafigura del «espíritu» de Hegel que por todas partes está en casa junto a sí. Quien no habita en ninguna parte no conoce ningún regreso-a-sí obsesivo. Este, también junto a sí mismo, está de invitado. La hospitalidad que representa el ethos del budismo despierta de este estar-de-invitado, de la renuncia a la autosuficiencia del estar-en-casa. También la filosofía de Lévinas se puede entender como un intento de esbozar un pensamiento libre de poder, de pensar a Dios más allá del poder, más allá de la sustancialidad, más allá de la obsesión del regreso-a-sí. El poder es la capacidad de estar junto a sí en lo otro. Engendra un continuum del sí mismo. La impotencia, por

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consecuencia, significa que yo estoy enteramente en manos de lo otro, que lo otro irrumpe en mi interioridad sin mi consentimiento; me coloca, con ello, en una posición de pasividad radical, y destruye mi libertad. Así, la maximización del poder implica la minimización de la pasividad y del estar expuesto. El poder infinito produce una libertad infinita, una interioridad absoluta respecto de la cual todo afuera está erradicado. Lévinas conoce esta lógica fundamental del poder: Esta potencia esencial de lo humano o este coraje de ser […] se muestra concretamente en el sostenimiento de su identidad contra todo lo que pudiera alterar su autosuficiencia o su para sí; se muestra en la negativa, de parte de la identidad humana, a estar sujeto a cualquier tipo de efecto que sea producido sobre ella sin su consentimiento. […] Una actividad que, sin embargo, no puede pasar por alto lo que amenaza con alienarla. […] El no-pasar-por-alto o el conocimiento de lo otro, como algo dado, permite sobrepasar la finitud: el conocimiento sobre el entendimiento que se eleva hasta la razón expande el poder hasta lo infinito y reclama, con la filosofía de Hegel, que nada más sea dejado afuera.7

El poder habilita al «espíritu» para erigir una interioridad absoluta que no se involucre con ningún «afuera» y a ser, por ello, enteramente Él Mismo, a estar enteramente adentro en el «afuera», es decir, a estar en el interior del sí-mismo. A esta inmanencia del sí-mismo Lévinas contrapone la «trascendencia», el «énfasis de la exterioridad»,8 el afuera en el que ya no es posible un estar-junto-a-sí, un regreso-a-sí, una contracciónhacia-sí. La salida hacia este «afuera» es, para Lévinas, una experiencia genuinamente religiosa. Esta salida desata la interioridad, el interior. Lévinas se muestra contrario a aquel programa filosófico que pretende «asentar lo religioso sobre una filosofía de la unidad y de la totalidad del ser llamado espíritu. Contra este modelo hegeliano de religión Lévinas intenta pensar un más allá del ser, o sea, «entender a un Dios no contaminado por el ser»,9 establecer a Dios en el «gemido de la sustancialidad».10 A este Dios no pensado ni como sustancia ni como sujeto, a esta experiencia de lo religioso totalmente diferente —en esto consiste lo especial del pensamiento leviniano— conduce la «cercanía» o la «bondad» del «para-el-otro». El ser es siempre, para Lévinas, un ser-uno-mismo, es decir, un regreso-a-sí que solo se puede abandonar en un estado de pasividad o de exposición respecto de lo otro, en el «para-elotro» incondicionado. Lévinas recurre a una dimensión de la pasividad que es más pasiva que la materia. La pasividad de la materia todavía sería un fenómeno del ser. La profundización de la pasividad deja al descubierto un área antes del ser. El vestíbulo del ser es un lugar o un no-lugar en el que el ser-uno-mismo de súbito se transforma radicalmente en un ser-parael-otro. En este vestíbulo del ser soy arrastrado, antes de todo ser-consciente, antes de todo ser-uno-mismo, hacia una «responsabilidad» pre-consciente respecto del otro. Solamente en la brecha en la conciencia, en esta forma particular de la impotencia, del no-poder, incluso de la ausencia, uno está siguiendo la «huella» de Dios. Dios habita en

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esta brecha particular, en las heridas en la conciencia. En la brecha todo ser-uno-mismo se desgarra. Se torna imposible el regreso-a-sí. En la brecha estoy radicalmente en otro lugar. Esta «dis-loca» al yo.11 Este en-otro-lugar no es, según Lévinas, un desierto, sino la «bondad por medio de la cual el yo es arrancado de su regreso irresistible hacia sí»;12 es la «responsabilidad» en la cual «el sujeto se aliena [...] dentro de los trasfondos de su identidad».13 Solo soy bueno en sentido enfático cuando es absolutamente imposible retornar a mí. Allí donde soy arrancado de mí, donde se produce una brecha en mi conciencia, en el ser, allí está Dios. Dios me busca en mi absoluta exposición respecto del otro, la cual se expresa como un para-el-otro. El Dios de Lévinas, por ende, sería todo lo contrario de aquel «espíritu» hegeliano que por todas partes se recobra, que habita por todas partes en sí mismo. A la hegeliana religión del espíritu, del poder y de la libertad, Lévinas contrapone una religión de la «rehenidad». El «rehén» es una contrafigura del espíritu. En oposición al espíritu, el rehén está en manos del otro y, de hecho, sin ninguna posibilidad de erguirse firme contra el otro. El «espíritu» de Hegel es un nominativo poderoso que siempre está decidido en favor de sí mismo. Su poder se ocupa de conservar una postura recta. El «rehén», por el contrario, está inclinado hacia el «acusativo». De este modo Lévinas realiza un abrupto cambio de caso, el cambio del nominativo al acusativo, del poder a la impotencia, del «espíritu» al «rehén». El «peso»14 de la «responsabilidad» inclina al sujeto hacia el acusativo, al ser-uno-mismo hacia el ser-para-el-otro. La responsabilidad, por ende, sería todo lo contrario del estar-recto. Lévinas se aferra a Dios. Este brilla por su ausencia. Su «enigmática» presencia se condensa en el repliegue. La huella de Dios «se marca y se desdibuja». Lévinas llama la atención, en repetidas ocasiones, sobre esta ausencia particular, incluso nocturna, de Dios: «En el espacio como vacío, que no es nada, sino que es como la noche, se muestra enigmáticamente, como una luz titilante, esta huella del Infinito».15 Como una «impronunciable escritura»,16 solo se muestra en el repliegue. A ella se le acerca el lenguaje solo en el «dolor de la expresión».17 Todo este repliegue y esta retirada custodian una presencia nocturna de Dios, la cual solo se manifiesta para replegarse otra vez en su enigmática ausencia. Dios no solo gobierna donde se despliega la luz, sino también donde se despliega la oscuridad. En contraposición al vacío budista que está vacío él mismo, el «vacío» de Lévinas está todo lo contrario de vacío. Una teología del enigma o de la noche lo condensa en una presencia excepcional de Dios que se anuncia en el repliegue. Toda la pasividad que Lévinas evoca no parece valer para su Dios. Él reina. Lévinas habla del «Reino de un Rey invisible» (Règne d’un Roi invisible), de un «Dios no conceptualizable», de un «Dios no-contemporáneo, esto es, no-presente».18 El contenido positivo de este «reino de Dios» es el «bien que reina en su bondad». Se trata de un

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poder regente del «pro-nombre» (pro-nom), que «marca con su sello todo lo que puede tener un nombre».19 Por cierto, no es ni el poder de la sustancia ni el poder del sujeto o del espíritu. Pero ¿cómo podría ser descrito con mayor precisión este poder del sello? ¿No introduce aquí Lévinas algo a lo que debería haber renunciado? Detrás de «repliegue» y «huella» se restituye un poder extra-ordinario que domina más allá del entramado (de poder); un poder que se abre a una particular laxitud (lassitude).20 Al Dios de la libertad hegeliano se le opone un dios de la laxitud, de la excepcional, augusta, edificante laxitud. Lévinas habría destacado la tesis de Hegel, a pesar de todas las diferencias con él, según la cual el objeto de la religión es «Dios y nada más que Dios». También para Lévinas una religión sin Dios sería impensable. Detrás de su «acusativo» se eleva un poderoso nominativo, un «él», un «pro-nombre» que es más poderoso que todo nombre ordinario. No habrá ningún pensamiento libre de poder y dominio mientras se siga apelando al «pro-nombre». La amabilidad se debe precisamente a la experiencia de que también el «pro-nombre» —de que también «Él»— está vacío. Lévinas habría debido reconocer que admitida la existencia de Dios no es posible ningún pensamiento en el que no entre en juego el poder, ningún pensamiento de la amabilidad. Ni el espíritu hegeliano ni el rehén leviniano, ni el nominativo ni el acusativo son amables. La amabilidad abandona el caso mismo. Se eleva por sobre las declinaciones.

1 E. Canetti, «El corazón secreto del reloj 1973-1985», en Apuntes I, Barcelona, Debolsillo, 2011, p. 587. 2 La Infancia en Berlín hacia 1900 de Benjamin consiente una interpretación en términos de una fenomenología de la religión. El pequeño mago experimenta su entorno como un «arsenal de las máscaras» con cuya ayuda intenta apoderarse de su mundo: «El niño que está detrás de la antepuerta se convierte en algo que flota en el aire, en algo blanco, en fantasma. A la mesa del comedor, debajo de la que se ha agachado, la hace convertirse en ídolo de madera del templo, cuyas columnas son las cuatro patas torneadas. Y detrás de una puerta él mismo será la puerta, llevándola como máscara pesada, y como mago embrujará a todos los que entren desprevenidos». W. Benjamin, Infancia en Berlín hacia 1900, Madrid, Alfaguara, 1982, p. 49. La magia y los embrujos a los que se entrega el niño están cubiertos de fantasías de poder. Pero también involucran experiencias que no se pueden describir en términos de la lógica del poder. Los embrujos representan una forma muy intensa y muy íntima de la comunicación y de la experiencia del mundo. Sumergen al pequeño niño en un colorido continuum del ser: «En nuestro jardín había un pabellón abandonado amenazando ruina. Le tenía cariño por sus ventanas de cristales coloreados. Si pasaba la mano en su interior me iba transformando de cristal a cristal, tomando los colores del paisaje que se veía en las ventanas, ahora llameante, ahora polvoriento, ya ardiente, ya exuberante. […] Me perdía en los colores por lo alto del cielo, lo mismo que en una joya, en un libro» (ibíd., p. 69). 3 G. Bataille, Teoría de la religión, Madrid, Taurus, 1998, p. 58. 4 También el Lejano Oriente conoce un sí al ser-así. Pero no es ni el sí del «sometimiento» ni el de la «renuncia». El mundo en cuanto tal está vacío. Tampoco existiría aquella «violencia» ante la cual el hombre habría de vaciar su corazón de modo tal que adonde ella golpeara tampoco encontrara nada. El sí lejano-oriental es no griego. El corazón no se aferra, por ende, a nada, porque no hay nada firme, porque todo es tan escurridizo como en un sueño. En la introducción de un conocido poema de Li Po (699-762), Banquete de primavera bajo los ciruelos y melocotoneros, se dice: «Cielo y tierra —el universo entero— son una fonda […] / Allí sol y luna son también meros huéspedes, que corren en tiempos eternos. / La vida en este mundo fugaz se parece a un sueño. /

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¿Quién sabe con qué frecuencia reímos todavía? / Por eso nuestros antepasados encendieron velas para celebrar la noche…» (citado en Bashô, Auf schmalen Pfaden durchs Hinterland, Mainz, 1985, p. 42). También el maestro zen Dôgen señala: «Nuestra vida es como un sueño. Luz y sombra rápidamente se transforman la una en la otra. Nuestra vida, como un rocío, se extingue fácilmente» (Shôbôgenzô Zuimonki, citado en R. Elberfeld, Phänomenologie der Zeit im Buddhismus, Stuttgart, 2004, p. 81). El sueño lejano-oriental no es el sueño del psicoanálisis. Es un sueño sin sueño, puesto que el mundo mismo es un sueño, o sea, un sueño absoluto, ya que no lo precede ni lo sigue ningún mundo «verdadero». El mundo como sueño es un lugar del vacío. Nada se empecina consigo mismo. Nada se obstina en sí. La amabilidad lejano-oriental se origina en un despertar al sueño, a la vacuidad del mundo. La incertidumbre de ensueño que no admite nada que se empecine consigo mismo no es, por lo demás, una condición del poder. El poder presupone un sustantivo fijo, un sujeto fijo. 5 Linji Lu, Aufzeichnungen der Lehren und Unterweisungen des großen Zen-Meisters, Berna, 1995, p. 111. 6 Yunmen, Zen-Worte vom Wolkentor-Berg, Berna, 1994, p. 208. 7 E. Lévinas, Wenn Gott ins Denken einfällt. Diskurs über die Betroffenheit von Transzendenz, Freiburg/Múnich, 1985, p. 80 s. [trad. cast.: De Dios que viene a la idea, Madrid, Caparrós, 1995]. 8 Íd., De otro modo que ser o más allá de la esencia, Salamanca, Sígueme, 2003, p 267. 9 Ibíd., p. 42. 10 Ibíd., p. 263. 11 Ibíd. 12 E. Lévinas, Wenn Gott ins Denken einfällt, op. cit., p. 264. 13 Íd., De otro modo que ser o más allá de la esencia, op. cit., p. 218. 14 E. Lévinas, Die Spur des Anderen, Freiburg/Múnich 1983, p. 318 [trad. cast.: La huella del otro, Madrid, Taurus, 2000]. 15 Íd., De otro modo que ser o más allá de la esencia, op. cit., p. 153. 16 Ibíd., p. 269. 17 Ibíd., p. 166. 18 Ibíd., p. 106. 19 Ibíd., p. 269. 20 Ibíd., p. 106.

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Table d’hôte

Un hombre y una mosca en el espacio ISSA

Una crítica habitual al concepto hegeliano de «todo» señala que controla y oprime a lo individual. Pero no le hace justicia a la idea de Hegel de totalidad. Esta no es una figura del poder que solo podría sostenerse con violencia. Solo a través de ella, más bien, se abre al individuo un espacio de movimiento y de acción, y solo de este modo la libertad en general se hace posible: El todo es […] lo uno que mantiene unidas las partes en su libertad; se divide en ellas, les da su vida universal […]. Esta es puesta de un modo tal que aquellas tienen en ellas mismas su ciclo independiente, el cual, sin embargo, es la superación de su particularidad y el surgimiento de lo universal. (9.368)

Así, el todo es, en primer término, una figura de la mediación, un «equilibrio quieto de todas las partes» (3.340) [271] que las sostiene y las mantiene unidas. Con todo, objeto de crítica puede ser la forma de la mediación, de la cohesión. El «todo» hegeliano, pues, exhibe una unidad orgánica, un continuum orgánico. Por causa de su interioridad y condensación orgánicas posee poca apertura. Intersticios solo podrían ser pensados aquí como huecos. Es orgánica una imagen «en la que las partes no son nada por sí mismas, sino que son por medio del todo y en el todo» (4.30). Las partes se contraen en una totalidad orgánica. El poder de la interioridad orgánica es esta contracción, esta tendencia hacia sí. Este poder da el alma a las partes volviéndolas miembros, produce una totalidad estructurada: Desde hace algún tiempo la organización se efectúa siempre desde arriba, y esta es la preocupación principal, pero lo de más abajo, lo que en el todo tiene carácter de masa, ha sido fácilmente abandonado. Es sin embargo de la mayor importancia que devenga algo orgánico, pues solo así es fuerza y poder: de lo contrario no es más que una multitud, una cantidad de átomos desintegrados. El poder justo solo se encuentra en la condición

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orgánica de las esferas particulares. (7.460) [271]

El organismo y la multitud serían, para Hegel, dos formas del ser. Solo el poder convierte a la multitud en un organismo. La totalidad orgánica no se comporta respecto de las partes como una «violencia» totalitaria. Más bien es un poder imperante, es decir, la violencia en un sentido específico: el poder severo, que abarca y compendia, el cual, sin ninguna «violencia», separa simplemente [la] inmensa pluralidad, la articula regularmente, la subdivide simétricamente, tanto la mueve como la fija estable en muy satisfactoria eurritmia, y compendia sin impedimentos esta amplitud y vastedad de variopintas singularidades en segurísima unidad y clarísimo ser-para-sí. (14.331 s.) [502]

En cuanto poder imperante, la «violencia autorizada» crea un continuum orgánico. Es «autorizada» porque, en contraposición a la «violencia», no oprime ni destruye nada. El «concepto» es una figura de la mediación. Así, «no tiene nada que ver con una multitud» (7.439) [256]. Comprender significa «tomar algo por momento de una continuidad» (17.157). El concepto funda una continuidad, una totalidad continua, orgánica. El concepto sería, pues, una contrafigura de la «multitud». La «amplitud y vastedad de variopintas singularidades» solo sería, según Hegel, una variopinta multitud que corresponde superar en favor de una unidad estructurada. El concepto es poderoso en la medida en que «ni cede ni pierde su universalidad en la dispersa objetividad, sino que revela esta unidad suya precisamente a través de la realidad y en esta misma» (13.150) [84]. El «poder del concepto» (13.150 [84], 13.127 [71], 10.204) cuida que el todo no se desintegre en una mera «multitud atomista» (7.439) [256]. Por causa de su interioridad orgánica los miembros se diferencian, por ejemplo, de las «piedras de un edificio» o de los «planetas, lunas» o «cometas» (13.163) [92]. Comparado con el «sistema orgánico», el sistema planetario se asemejaría a una multitud de piedras que persevera en un superficial es-así. Su cohesión no indica aún una interioridad orgánica. La fuerza gravitatoria es exterior a los planetas, no es capaz de entrar en ellos orgánicamente. Precisamente: es una fuerza y no un poder. A la fuerza le falta la interioridad. No produce un alma. La unidad orgánica tiene en sí una multiplicidad. De otro modo, sería una masa homogénea. Pero no apunta a la multiplicidad. Y solo tiene relevancia lo que es comiembro, un miembro de la continuidad orgánica. Una cercanía que no fuera la de la comembresía no tendría lugar allí. La reunión orgánica es una forma muy rígida del sercon. Hegel le concede a la religión griega una gracia y una amabilidad particulares. Se trataría de «un material infinitamente inagotable al que uno le dedica tiempo con gusto por su amabilidad, gracia y encanto» (17.96). La amabilidad y jovialidad de la religión griega se deben, según Hegel, a la conciencia de la multiplicidad:

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La jovialidad de la religión griega —su rasgo fundamental, habida cuenta de su mentalidad— reposa sobre el hecho de que parece haber un fin —y uno venerado, sagrado— pero al mismo tiempo es más inmediata la libertad respecto del fin a partir del momento en que son muchos los dioses griegos. (17.164)

Cada dios tendría, por cierto, una particularidad especial. Pero como había muchos, ningún dios se obstinaba en su particularidad. Así, un dios de la guerra se acomoda también a la paz. Por ende, esta conciencia de la multiplicidad produce una amable jovialidad. Ninguno se aferra desesperadamente a sí mismo, a su particularidad. Ninguno se tiene por absoluto. Ninguno es excluyente. La conciencia de la multiplicidad también permite que surja un distanciarse de uno mismo en el que el individuo, en cierto modo, se hace desparecer mediante la ironía.1 También la pluralidad de las determinaciones de fines produce una «jovialidad de la tolerancia», una «amabilidad de la existencia»: En lo tocante a la determinación de un fin, esta manera [la «manera de la individualidad presente, de la belleza»] es la siguiente: que el fin no es solamente uno, sino que se presentan muchos fines […]. Aquí el fin real ya no es más excluyente, admite mucho —todo— junto a sí, y la jovialidad de la tolerancia es, aquí, una determinación fundamental. Hay sujetos diversos que cabe que estén unos junto a otros; muchas unidades de las que la existencia extrae sus medios. De este modo es puesta la amabilidad de la existencia. (17.47 s.)

La orientación hacia lo uno, en cambio, sustrae a la existencia su amabilidad y jovialidad: «Por el contrario, cuando es un principio, un principio superior y un fin superior, esta jovialidad no puede tener lugar» (17.164). También en su descripción geo-filosófica del mundo-de-islas griego Hegel alude a la multiplicidad y la diversidad. De esta manera descubre en el paisaje al espíritu griego. El país se compondría de «una multitud de islas» y «una tierra firme que, a su vez, se asemeja a una isla» (12.227) [249]. Toda Grecia está «recortada de un modo variado por bahías». Todo está «dividido en pequeñas partes» y se alza «a la vez, relacionado y unido fácilmente gracias al mar». Existen montañas y ríos, de hecho. Pero no hay «ningún río grande». El suelo es «configurado diversamente por montañas y corrientes hidrográficas, sin que se vea una geografía unitaria y grandiosa». Uno encuentra «aquella distribución y multiplicidad que corresponde perfectamente a la especie diversa de pueblos griegos y a la movilidad del espíritu griego». Este paisaje griego es amable en el sentido de que no está gobernado por ningún «río grande», por ninguna «geografía unitaria y grandiosa», y sin embargo el país no se desintegra «en pequeñas partes». No es, por ende, una «multitud atomista» de islas, pues, a pesar de la «distribución y multiplicidad», este conjunto de islas está «relacionado y unido fácilmente gracias al mar». Estas islas constituyen una unidad que se diferencia, sin embargo, de la totalidad articulada de un modo orgánico. Precisamente, solo están «fácilmente» relacionadas. A pesar de su «jovialidad y amabilidad», el mundo griego solo «es prosaico; existe esencialmente como una unión de cosas» (17.61). Es «prosaico» porque le falta el «alma

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cohesionante» (15.242) [705], la «abarcante subjetividad» (8.373) [287], es decir, la interioridad orgánica. Ningún «poder configurador» (15.244) [706] lo forma; ni lo poetiza en dirección a una unidad orgánica en la cual «los aspectos particulares [serían] solo la única explicación y apariencia propia del contenido uno» (15.242) [705]. Después de esta manifestación inicial de admiración por la amabilidad griega, Hegel la pone en tela de juicio. A esta le falta, puntualmente, la interioridad de la subjetividad infinita. La amabilidad opera dispersando. El espectáculo variopinto de los dioses no es, para Hegel, sino el «politeísmo» que corresponde superar. Este debe dejar paso al «Dios uno» (14.130) [383] de la «religión absoluta», de la religión de la unidad.2 En su dispersión en la multiplicidad, el politeísmo griego no era capaz, según Hegel, de edificar «una totalidad en sí sistemáticamente articulada» (14.89) [359], un sistema orgánico. La multiplicidad y variedad de dioses acarrea el «carácter fortuito» que «se sustrae a la clasificación estricta de las diferencias conceptuales»: Ellos [los dioses] son muchos, [y] aunque [sean] de naturaleza divina, su multiplicidad dispersa es, a la vez, una limitación tal que con ellos no hay, en este sentido, seriedad. (17.130)

El «politeísmo» griego no tiene nada infinito. Por causa de la dispersión en lo mucho, en la multiplicidad de los fines, le falta la «interioridad infinita» que distingue al Dios único. La unión infinita en lo uno, la subjetividad abarcante, debería suprimir la dispersante «exterioridad recíproca» o la contigüidad. Respecto del arte romántico — que, según la jerarquía de Hegel, representa una forma artística más elevada que la griega— se dice: El verdadero contenido de lo romántico es la interioridad absoluta, la forma correspondiente, la subjetividad espiritual en cuanto aprehensión de su autonomía y libertad. Esto dentro de sí infinito y en y para sí universal es la negatividad absoluta de todo lo particular, la simple unidad consigo, que ha devorado toda exterioridad recíproca, todos los procesos de la naturaleza y su ciclo de nacimiento, muerte y resurgimiento, toda la limitación del ser-ahí espiritual, y ha disuelto todos los dioses particulares en la pura identidad infinita consigo. En este panteón están todos los dioses destronados, la llama de la subjetividad los ha destruido, y en vez del politeísmo plástico, ahora el arte solo conoce un Dios, un espíritu, una autonomía absoluta. (14.129 s.) [382 s.]

La riqueza del mundo griego constituye en realidad la «muchedumbre infinita de detalles bellos, agradables y graciosos» que no se estorban entre ellos. La belleza griega consiste precisamente en esta contigüidad amable de lo diferente. Esta «alegría de todo lo que sea existencia» (18.177) [143], sin embargo, no es para Hegel una manifestación elevada del espíritu. Debe dejar lugar a otra riqueza: a la «riqueza […] de un mundo ideal superior» (18.178) [143] que «encauza» aquella «riqueza de detalle» y la reduce «a las proporciones de un alma sencilla». La riqueza de las muchas luces variopintas y alegres ha de ser superada en el brillo único del «alma simple», del «simple ser-uno». Completamente comprensible es el rechazo de Hegel hacia el barroco. «Enlaces

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barrocos» (8.12) [83], en efecto, no dan como resultado ninguna unidad orgánica. Solo conforman una «multitud», una coexistencia discontinua —es decir, sin concepto— de cosas. El barroco, para Hegel, es idéntico a lo «bruto», a lo «feo» y a lo «salvaje». Le falta la tendencia hacia lo uno que constituye la belleza. Produce, según Hegel, «deformaciones horribles, repugnantes, asquerosas» (16.339). La diversidad barroca está opuesta diametralmente a aquel ideal del arte que brilla en una unidad orgánica. El barroco es sin concepto, sin «alma»: Lo más general que según nuestra consideración precedente podemos decir de modo enteramente formal acerca del ideal del arte se reduce a que por una parte lo verdadero no tiene ciertamente ser-ahí y verdad más que en su despliegue en la realidad externa, pero por otra parte puede compendiar y mantener en uno su exterioridad recíproca hasta tal punto que ahora cada una de las partes del despliegue hace que en ella aparezca esta alma, el todo. (13.203) [115]

El desenfreno barroco se alimenta de la imaginación que crece exageradamente. Sin continuidades conceptuales las cosas contraen relaciones de vecindad. Se entremezclan, se multiplican a pesar de la lejanía conceptual. Este exagerado crecimiento barroco, este desenfreno, para Hegel, produce asco. Bien podría ser una fase previa de la muerte. Adorno describe, en cierto momento, al barroco como una «decoración absoluta» (decorazione assoluta). El ornamento barroco, contra el que «se alza» «lo práctico», no es, por ende, un accesorio meramente decorativo que se añadiera a la obra o al concepto solo exteriormente. En su falta de concepto brilla más bien como un «theatrum dei».3 Ninguna unidad orgánica está amablemente rubricada. Más bien, esta unidad exhibe una reducción a lo «necesario». A Hegel también le resultaría barroco, es decir, distante del concepto, aquel «fino hilo» que Adorno reclama contra «lo práctico».4 Sin embargo, cuando todo «fino hilo» es reemplazado por la «recta», por lo práctico, cuando ya no tiene lugar «la indefinición», todo se enfría tornándose cosa. Hegel le recrimina a Jean Paul la «barroca combinación de lo objetivamente más distante» (14.230) [440]: Jean Paul consultaba libros de la más diversa índole, de botánica, jurídicos, descripciones de viajes, filosóficos, anotando en seguida lo que le chocaba, para añadir ocurrencias momentáneas, y, cuando luego se trataba de pasar a la invención, juntaba exteriormente lo más heterogéneo —plantas brasileñas y el antiguo tribunal imperial—. Esto luego se ha elogiado particularmente como originalidad o disculpado como humor que todo lo admite. Pero la verdadera originalidad excluye de sí precisamente tal arbitrio. (13.382) [215]

El encuentro de lo objetivamente más distante no es un resultado, por ende, en el que se dé de manera inesperada una bella cercanía, sino un accidente que produce un desorden inconexo. Jean Paul, como es sabido, reúne cosas que tienen conceptualmente poco que ver una con la otra. Ya con solo los numerosos guiones en sus textos se ilustra este barroco estar-

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junto de lo discontinuo. En La edad del pavo, por ejemplo, se lee: En la penumbra exterior se agitaban los copos de nieve y la luz de la luna se reflejaba en las ventanas heladas — Límpido sonaba en el aire tenue el toque de atardecer, bajo las caprichosas volutas de humo — La gente volvía del huerto frotándose las manos, tras haber protegido con paja los árboles y las colmenas — Las gallinas se llevaban al interior de la casa, porque con el humo ponen más huevos — Ahorrábamos luz, por temor al padre, próximo a volver.

Hegel recriminaría a Jean Paul una guionización [Hyphenisierung] del mundo. Cosas distantes son enlazadas unas con otras solo con guiones [Bindestrichen], por ende, con guiones de composición [Hyphen], lo que hace de la vida una multitud variopinta de cosas y acontecimientos: La linterna mágica de la vida proyectaba ahora, juguetona, fugaces y tornasoladas figuras en su camino […] un camposanto de aldea en plena calle, de tapias bajas cubiertas de maleza que un perrito faldero y regordete podía saltar — un correo extra de cuatro caballos y cuatro criados delante — la sombra de una nube — tras ella la sombra de una bandada de cuervos en busca de luz — altos y grises castillos derruidos — castillos nuevos — un molino armando estrépito — un comadrón que salta a su caballo — el flaco barbero de la aldea persiguiéndole con el saco del esquileo en la mano — un obeso predicador rural vestido de gabán, con un sermón escrito para dar gracias a Dios por la cosecha general y a los oyentes por la suya particular — un carrito de mano lleno de artículos de venta y un bastón de mendigo, ambos rumbo a la fiesta popular — un arrabal aldeano de tres casas y un hombre sobre una escalera dispuesto a numerar en rojo casas y calles.

El mundo-de-guiones de Jean Paul no es para Hegel un juego fascinante de la vida sino una inmunda deformación del mundo en el que ningún concepto podría aparecer ni regresar-a-sí; un mundo, por lo tanto, que se descompone en cosas y eventos aislados. A Hegel le resultaría insensata y contradictoria la narratio absoluta que, tal como aquella decorazione assoluta barroca, brillaría precisamente en la falta de concepto. Absoluta también sería aquella narración que se le ocurre a Handke, es decir, la «epopeya compuesta de haikus», que refleja el brillo sin concepto —es más, el brillo absoluto— de las cosas: Una epopeya compuesta de haikus que, sin embargo, no puedan reconocerse como piezas individuales; sin argumento, sin intriga, sin dramatismo, y no obstante narrativa: no se me ocurre nada más sublime.5

La narratio absoluta no se descompone en piezas individuales. Las vincula la cercanía sin concepto, la amabilidad que incluso sin concepto junta y cohesiona. La contigüidad de lo objetivamente distante no debe reposar sobre el «arbitrio» subjetivo o sobre «ocurrencias momentáneas». En su fijación con la continuidad orgánica Hegel no desarrolla una sensibilidad para la cercanía de la lejanía, para aquella experiencia-del-mundo que consistiría en la percepción del Y, en una especial repetición: «Y: el ondear de un tamarisco y una puerta de casa abierta».6 — «Y: amanecer y ratón

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(delante de la ventana)».7 El mundo que se torna visible mediante el Y, que se abre mediante la «repetición», es barroco en un sentido especial. La cercanía de lo conceptualmente distante irradia aquella festividad que le falta por completo a la conexión orgánica: «El auténtico repetir será siempre festivo, y barroco».8 El Y no es ni «meramente subjetivo» ni «meramente estético». Remite a la amabilidad del mundo que opera conciliando. En esto consistiría la ética del Y. La amabilidad no se limita a simplemente dejar que las cosas existan unas junto a otras. Produce una participación intensiva: «creo en la desorganización, pero no la veo en términos de no-participación o aislamiento sino más bien precisamente como una participación intensiva».9 El «poder del concepto» suprime toda lejanía en favor de una cercanía orgánica. Aquella «desorganización» en cuanto «participación» es una forma «muy intensiva» de la mediación porque crea una cercanía por fuera de la continuidad orgánica, por fuera de la organización. Precisamente la lejanía conceptual, es decir, lo no-orgánico, le confiere una intensidad especial a la cercanía de la participación. Las cosas que entran en una participación intensiva no son miembros ni co-miembros. La cercanía amable como «coexistencia de lo dispar» (coexistence of dissimilars),10 el amable estar-junto de lo discontinuo se debe a un vacío especial que rompe la rigidez del sí-mismo. Este vacío impide que las cosas perseveren en sí o se obstinen en sí. La participación expresa la forma de ser de otro espíritu: «Un signo del espíritu es también la PARTICIPACIÓN discreta, silenciosa».11 Se podría haber hablado también de una participación sin concepto. Cage diferencia dos formas del espíritu: La mente [Geist] puede ser usada, por un lado, para ignorar sonidos ambiente, tonos por fuera de los ochenta y ocho, duraciones que no son contadas, timbres que son disonantes o desagradables, y en general para controlar y comprender una experiencia disponible. O la mente puede renunciar a su deseo de mejorar la creación y funcionar como un fiel receptor de la experiencia.12

El espíritu [Geist], en cuanto receptor hospitalario del mundo, se abstiene del juicio. Escucha con atención [hört zu] en lugar de escuchar enjuiciando [zurechthören]. Nada es sometido o discriminado. Esta amabilidad hace que los ruidos devengan acontecimientos sonoros. El espíritu se vacía transformándose en una hospitalaria casa del mundo. La amabilidad es una forma vacía del espíritu, que se expresa como un asentimiento exterior, en cierto modo como un Sí inconsciente, sin expectativas, al serasí: Todo sencillamente acontece, sucede. Y no puede haber miradas de reojo ni segundas intenciones. — Los sucesos menores atraviesan la forma vacía incluso más que lo que la llenan […] y de un modo llamativo: lo que en este balneario al mediodía me desagradó, o más que desagradó: lo que me desanimó íntegramente, todo eso — ahora me gusta en la forma vacía; todo: incluso el gigantesco salón comedor.13

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También Canetti sabe qué es el espíritu amable, y oye reunidos al espíritu y el huésped. La amabilidad prepara salas, salas de espera para lo sin concepto; le ofrece a este una forma: «Abre otra vez los oídos y deja que todo afluya, lo absurdo, lo no clasificado en ningún sitio, lo vano».14 El Y que no crea una conexión orgánico-conceptual conduce, según Hegel, a una multitud inanimada, aburrida. La compulsiva inclinación de Hegel hacia la unidad orgánica se presenta a menudo también entre líneas. Un parque grande en cambio, particularmente cuando está equipado con templetes chinos, mezquitas turcas, chalés suizos, puentes, ermitas y quién sabe con qué otras rarezas, reclama ya para sí consideración; debe ser y significar algo para sí mismo. Pero esta seducción, al punto satisfecha, no tarda en desaparecer, y no pueden verse por segunda vez semejantes cosas; pues estos arrequives no le ofrecen a la mirada nada infinito, ningún alma que sea en sí, y, además, son aburridos y pesados para el esparcimiento, la charla mientras se pasea. (14.350) [512]

Este jardín de la multiplicidad que ya solamente por sus «rarezas» culturales no exhibe ninguna transparencia conceptual, dispersa, des-anima y desinterioriza. Le falta la unión, el «alma que es en sí». No ofrece a la mirada «nada infinito» porque el encuentro de lo conceptualmente distante presenta algo contingente o exterior. Lo infinito es, para Hegel, lo interior o lo necesario. Por causa de la falta de alma, el jardín no es más que un circo variopinto al que le falta todo foco, es decir, todo concepto. De la interioridad, del «alma que existe en sí», no proviene ninguna amabilidad. La mirada amable no está enfocada. Por lo visto, para Hegel es «molesta» toda multiplicidad sin concepto. En el curso sobre estética señala en un pasaje que son «molestas la agitación sin regla en una table d’hôte entre muchas personas y la desagradable excitación que provoca». De modo que el «ir y venir, chacolotear, parlotear» deben ser «regulados». Además, la table d’hôte hace surgir un «tiempo vacío». El remedio aquí lo provee la música. Esta suprime la «agitación sin regla» en la table d’hôte en la medida en que «previene» contra «distracciones y ocurrencias» (15.155) [658]. ¿Qué es el «tiempo vacío» que se presenta en una table d’hôte? ¿En qué medida se diferencia del tiempo lleno? El tiempo, para Hegel, es una fórmula de la interioridad y de la unión. Permite el regreso-a-sí. El espacio, por el contrario, dispersa y enmaraña con lo exterior. Entorpece el regreso-a-sí. De modo que el alma prioritariamente habita en el tiempo. Por causa de su «yuxtaposición indiferente» (15.156) [658] el espacio se sustrae a la interioridad y a la unión. El tiempo, por el contrario, se deja plegar, por así decir, y hace posible, de este modo, un regreso-a-sí, un circular-en-torno-de-sí. El alma se instala con gusto en los pliegues del tiempo. La «sangre» es un «tiempo animal» en el sentido de que es el «movimiento que se persigue a sí mismo, este absoluto estremecerse-en-sí» (9.447). Es, en cierto modo, una interioridad fluyente, un tiempo fluyente, un fluir del alma que siempre regresa a sí. Su ciclo se funda en una unidad orgánicamente cerrada.

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El tiempo es el «elemento universal de la música» (15.156) [658]. De modo que el tiempo musical niega la «yuxtaposición indiferente de lo espacial» en cuanto desarrolla una tendencia hacia lo uno. También el «compás» liga «diversas partes temporales […] en una unidad en la que el yo hace para sí su identidad consigo» (15.166) [663]. El compás sería la fórmula acústica de la repetición del yo: En esta uniformidad se reencuentra la autoconciencia a sí misma como unidad, en la medida en que […] reconoce su propia igualdad como ordenamiento de la multiplicidad arbitraria […]. La satisfacción que en este reencontrarse a sí mismo obtiene del compás el yo es tanto más completa cuanto que la unidad y la uniformidad no se avienen ni al tiempo ni a los sonidos como tales, sino que son algo que solo pertenece al yo y que este introduce en el tiempo para su autosatisfacción.

En el compás musical el yo se oye y se goza a sí mismo. Profundiza su interioridad y su unión. Suprime sobre todo la «multiplicidad arbitraria» en favor de un orden uniforme. El «tiempo vacío» que se ofrece en la table d’hôte es un tiempo que pasa volando indiferente, sin interioridad ni unión. Para Hegel, su sucesión se asemejaba demasiado a la contigüidad espacial que se descompone de manera discontinua y sin concepto en una multiplicidad arbitraria. A la table d’hôte le falta la reunión en lo uno. Por ello se desmorona en una distracción, se pierde en el ruido y en la diversidad de voces. La música, el tiempo musical, ayuda a suprimir lo falto de reglas, lo desordenado. La música «previene» contra «distracciones y ocurrencias». El espíritu en el que ella se funda es sumamente inhospitalario en este lugar de invitados, en esta mesa de invitados (table d’hôte). Deberá prevenir no solo contra toda distracción, contra todo ruido, sino también contra toda palabra amigable. De esta manera haría surgir, si el mundo mismo fuera una table d’hôte, un mundo muy inhospitalario. El espíritu de Hegel es diametralmente opuesto a aquel espíritu que, en cuanto «fiel receptor de la experiencia», deja afluir lo diverso, lo adyacente, lo que no está en su lugar. Este espíritu amable, incluso hospitalario, sería capaz de percibir también en medio del ruido un sonido determinado. La amabilidad desinterioriza al tiempo, lo espacializa. Si existiera una música de la amabilidad debería contener mucho espacio, mucho espacio intermedio, mucho vacío. La música opera arrebatando y arrastrando consigo. En ello consiste su «poder elemental». Crea un continuum al no permitir que nada sea adyacente, al formar un remolino hacia lo uno. Poco antes de empezar a hablar de la table d’hôte, Hegel señala acerca de la música marcial: De tal modo se agrega a la marcha de los soldados música que estimule lo interno a la norma de la marcha, sumerja al sujeto en esta tarea y lo llene armónicamente con lo que ha de hacerse.

La música marcial arrastra al sujeto a la «norma de la marcha». Le entra en el cuerpo y

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este se ajusta, como por propia voluntad, a «lo que ha de hacerse». Una forma de operar similar tiene la «música de regimiento que ocupa, divierte, impulsa a la marcha, enardece al ataque» (15.158) [659]. La música marcial enfoca lo interior en la «tarea», en lo reglado. De manera similar suprime la «agitación sin regla» de la table d’hôte. La amabilidad es una mediación. No obstante, en contraposición a la mediación conceptual, su medio está vacío. Está libre de la interioridad orgánica. Por causa de este medio vacío es capaz de una especial apertura. El medio no es un cierre sino una nueva abertura. La continuidad orgánica, por el contrario, solo abre para cerrar. En ello consiste su interioridad excluyente. Si lo orgánico fuera la inclinación inmediata y natural del «alma», la amabilidad conllevaría algo antinatural. La amabilidad es una «participación» completa, es decir, una forma intensiva del espíritu. Únicamente un entrenamiento auditivo para la amabilidad capacita al espíritu para percibir lo diverso, lo adyacente, e incluso «lo que no tiene sentido, lo que en ningún lado está en su sitio, lo inútil» como sonidos. Sería necesario un entrenamiento espiritual para la amabilidad, sin el cual todo se transformaría en marchas y comandos.15 Handke escribe en un apunte: «“Si uno deja a la orquesta hacer lo que quiera se termina siempre en una marcha”, dijo ayer el compositor».16

1 También Hume adjudica más tolerancia al politeísmo: «Cuando se admite un solo objeto de devoción, la adoración de otros dioses es considerada impía y absurda. Esta unidad de objeto de ningún modo parece requerir la unidad de fe y ceremonias; tampoco produce hombres intrigantes que pretenden representar a sus adversarios como impíos ni confundir los objetos de la venganza divina con los de la venganza humana» (D. Hume, Historia natural de la religión, Buenos Aires, Eudeba, 1974, p. 86). 2 El politeísmo se corresponde —este era en verdad el resultado de la consideración geo-filosófica de Hegel— con el paisaje griego y, en última instancia, también europeo, que en contraposición con el del Oriente dominado por una única masa de tierra y por un único gran río, ostenta una intensa diversidad. La religión del Dios único sería, por ende, oriental. Contradiría, por consiguiente, la composición geo-filosófica de Europa. 3 Cfr. T.W. Adorno, Teoría estética, Madrid, Taurus, 1971, p. 383. 4 Cfr. Íd., Minima Moralia, Madrid, Taurus, 2001, p. 39. 5 P. Handke, Historia del lápiz, op. cit., p. 51. 6 P. Handke, Am Felsfenster morgens, op. cit., p. 197. 7 Ibíd., p. 144. 8 Ibíd., p. 399. 9 R. Kostelanetz (ed.), Conversing with Cage, op. cit., p. 267. 10 J. Cage, Silence, op. cit., 1971, p. 12. 11 P. Handke, Am Felsfenster morgens, op. cit., p. 246. 12 J. Cage, Silence, op. cit., 1971, p. 12. 13 P. Handke, Am Felsfenster morgens, op. cit., p. 22. 14 E. Canetti, «Hampstead. Apuntes rescatados 1954-1971», en Apuntes II, Barcelona, Debolsillo, 2011, p. 168. 15 La amabilidad es el pró-logo que entibia las palabras. Sin ella, se enfriarían hasta devenir pura comunicación. Si hubiera una diferencia entre el decir y lo dicho, esta sería la amabilidad. 16 P. Handke, Am Felsfenster morgens, op. cit., p. 227.

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Lista de equivalencias entre los volúmenes de Werke in zwanzig Bänden y los

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correspondientes en castellano que se utilizaron en la traducción vol. 1: Escritos de juventud, México, FCE, 1978. vol. 2: Diferencia entre los sistemas de filosofía de Fichte y Schelling, Madrid, Tecnos, 1990. vol. 3: Fenomenología del espíritu, México, FCE, 1966. vols. 5-6: Ciencia de la lógica, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1976. vol. 7: Principios de la filosofía del derecho, Buenos Aires, Sudamericana, 2004. vols. 8-10: Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio, Madrid, Alianza, 2010. vol. 12: Filosofía de la Historia, Barcelona, Zeus, 1971. vols. 13-15: Lecciones sobre la estética, Madrid, Akal, 1989. vols. 18-20: Lecciones sobre la historia de la filosofía, México, FCE, 1955.

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Información adicional

Al examinar la filosofía de Hegel en función del fenómeno del poder, esta obra sondea su núcleo mismo: el poder no es un componente marginal del sistema hegeliano sino su configuración interior. Por tanto, ha de ser presentado en toda su complejidad, con todo su resplandor y también con sus límites, porque el poder no siempre se manifiesta en la coacción, la opresión o la violencia. Por el contrario, su auténtica manera de expresarse es en la concordia. Así, el poder se vincula con el otro: habilita al uno a continuarse en el otro. Favorece así una continuidad del sí-mismo. Byung-Chul Han propone en este estudio una profunda exploración teórica de la filosofía hegeliana en torno al poder para hacer un análisis crítico del espíritu de Hegel. Frente a la palabra del poder, que se presenta como término de libertad o como palabra de amor, este libro pretende hacer visible un concepto completamente distinto que brilla a pesar de —o incluso gracias a— la ausencia de poder. Se trata de la amabilidad. BYUNG-CHUL HAN (Seúl, Corea del Sur, 1959), estudió Filosofía en la Universidad de Friburgo y Literatura alemana y Teología en la Universidad de Múnich. En 1994 se doctoró por la primera de dichas universidades con una tesis sobre Martin Heidegger. Ha dado clases de Filosofía en la Universidad de Basilea, de Filosofía y Teoría de los medios en la Escuela Superior de Diseño de Karlsruhe y de Filosofía y Estudios culturales en la Universidad de las Artes de Berlín. Es autor de más de una decena de títulos, la mayoría de los cuales se han traducido al castellano en Herder Editorial. OTROS TÍTULOS

Byung-Chul Han Muerte y alteridad Wilhelm G. Jacobs Leer a Schelling

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Günter Zöller Leer a Fichte Eugen Fink Hegel. Interpretaciones fenomenológicas de la «Fenomenología del Espíritu»

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La sociedad del cansancio Han, Byung-Chul 9788425438578 120 Páginas

Cómpralo y empieza a leer La segunda edición, ampliada con dos nuevos capítulos, del indiscutible bestseller de Byung-Chul Han, una de las voces filosóficas más innovadoras de los últimos años. En este ensayo Han expone una de sus tesis principales: la sociedad occidental está sufriendo un silencioso cambio de paradigma, un exceso de positividad que está conduciendo a una sociedad del cansancio. Según el autor, toda época tiene sus enfermedades emblemáticas. Así, hay una época bacterial que toca a su fin con la invención del antibiótico. A pesar del manifiesto miedo a la pandemia gripal, actualmente no vivimos en la época viral. La hemos dejado atrás gracias a la técnica inmunológica. El comienzo del siglo XXI, desde un punto de vista patológico, no sería ni bacterial ni viral, sino neuronal. La depresión, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), el trastorno límite de la personalidad (TLP) o el síndrome de desgaste ocupacional (SDO) definen el panorama de comienzos de este siglo. Estas enfermedades no son infecciones, sino estados patológicos que siguen a su vez una dialéctica, pero no una dialéctica de la negatividad, sino de la positividad, hasta el punto de que cabría atribuirles un exceso de esta última. Cómpralo y empieza a leer

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La expulsión de lo distinto Han, Byung-Chul 9788425439667 128 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Los tiempos en los que existía el otro han pasado. El otro como amigo, el otro como infierno, el otro como misterio, el otro como deseo van desapareciendo, dando paso a lo igual. La proliferación de lo igual es lo que, haciéndose pasar por crecimiento, constituye hoy esas alteraciones patológicas del cuerpo social. Lo que enferma a la sociedad no es la alienación, la sustracción, la prohibición ni la represión, sino la hipercomunicación, el exceso de información, la sobreproducción y el hiperconsumo. La expulsión de lo distinto y el infierno de lo igual ponen en marcha un proceso destructivo totalmente diferente: la depresión y la autodestrucción. Este nuevo ensayo de Byung-Chul Han rastrea el violento poder de lo igual en fenómenos tales como el miedo, la globalización y el terrorismo, que son los que caracterizan la sociedad actual. Cómpralo y empieza a leer

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Por favor, cierra los ojos Han, Byung-Chul 9788425436321 16 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Hoy día, el exceso de información, de transparencia y de rendimiento nos ha conducido a un tiempo incapaz de callar ni de concluir ningún proceso, un tiempo que ya no exhala ningún aroma. Pero el pensamiento no es posible sin silencio. Para poder pensar y concluir, hay que poder cerrar los ojos y contemplar. «Hoy es necesaria una evolución del tiempo, que produzca otro tiempo, un tiempo del otro, que no sería el del trabajo, una revolución del tiempo que devuelva a este su aroma.» Cómpralo y empieza a leer

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Hiperculturalidad Han, Byung-Chul 9788425440625 122 Páginas

Cómpralo y empieza a leer La globalización, acelerada por las nuevas tecnologías, acerca los espacios culturales entre sí y genera un cúmulo de prácticas sociales y formas de expresión. Esto tiene un efecto aglutinante en el campo cultural: los contenidos culturales heterogéneos se superponen y se atraviesan. Sus límites o fronteras, cuyas formas están determinadas por un aura de autenticidad, se disuelven. Así, las culturas se liberan de todas las costuras, limitaciones o hendiduras y se abren paso hacia una hipercultura: tienen que proceder a su desfactifización para volverse genuinamente culturales, hiperculturales. En esta obra, Byung-Chul Han utiliza el concepto teórico de hiperculturalidad para distinguirlo de los conceptos normativos y mal empleados en el debate actual como multiculturalidad y transculturalidad. A través del pensamiento de diversos filósofos modernos y contemporáneos, el presente libro discute la idea cambiante de cultura y muestra hasta qué punto es necesaria y posible una orientación del todo diferente del mundo que habitamos. ¿Vivimos finalmente en una cultura que nos da la libertad de dispersarnos como alegres "turistas" por todo el mundo? Si así fuese, ¿estamos asimilando bien este cambio de paradigma? Cómpralo y empieza a leer

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En el enjambre Han, Byung-Chul 9788425433696 112 Páginas

Cómpralo y empieza a leer ¿De qué modo la revolución digital, internet y las redes sociales han transformado la sociedad y las relaciones? Han analiza las diferencias entre la "masa clásica" y la nueva masa, a la que llama el "enjambre digital". El "enjambre digital", a diferencia de la masa clásica, consta de individuos aislados, y carece de alma, de un nosotros capaz de andar en una dirección o emprender una acción política común. La hipercomunicación digital nos aleja más del otro, bajo la ilusión que nos acerca, y destruye el silencio que necesita el alma para reflexionar y ser ella misma. Se percibe solo ruido, sin sentido, sin coherencia. Todo ello impide la formación de un contrapoder que pudiera cuestionar el orden establecido, que adquiere así rasgos totalitarios. "El hombre teclea en lugar de actuar", dice Han. Hemos sometido las máquinas que nos explotaban, pero ahora "son los aparatos digitales los que nos esclavizan, transformando todo lugar en un lugar de trabajo." Se ha dejado atrás la Biopolítica y nos dirigimos a la era de la Psicopolítica. El psicopoder es más eficiente que el biopoder ya que, con ayuda de la vigilancia digital, controla y mueve a las personas desde dentro, incidiendo en los procesos psicológicos inconscientes. Cómpralo y empieza a leer

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Índice Portada Créditos Índice PRÓLOGO BELLEZA DEL PODER FISIOLOGÍA DEL PODER METAFÍSICA DEL PODER TEOLOGÍA DEL PODER TABLE D’HÔTE BIBLIOGRAFÍA Información adicional

2 3 4 5 7 33 47 64 78 88 92

104
Hegel y el poder. Un ensayo sobre la amabilidad

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