La Vida que Dejamos Kerry Lonsdale

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Título original: Everything We Left Behind Publicado originalmente por Lake Union Publishing, Estados Unidos, 2017 Edición en español publicada por: Amazon Crossing, Amazon Media EU Sàrl 38, avenue John F. Kennedy, L-1855 Luxembourg Abril, 2020 Copyright © Edición original 2017 por Kerry Lonsdale Todos los derechos están reservados. Copyright © Edición en español 2020 traducida por Pilar de la Peña Minguell Adaptación de cubierta por lookatcia.com Imagen de cubierta © Oliver Rossi / Getty Images Primera edición digital 2020 ISBN Edición tapa blanda: 9782496702309 www.apub.com

SOBRE LA AUTORA Kerry Lonsdale piensa que la vida es más emocionante con altibajos y quizá por eso le gusta situar a sus personajes en escenarios inesperados y en lugares exóticos. Se graduó en la California Polytechnic State University, en San Luis Obispo, y es fundadora de la Women’s Fiction Writers Association, una comunidad online de autoras de todo el planeta. Reside en el norte de California con su marido, sus dos hijos y un golden retriever entrado en años que se sigue creyendo un cachorro. Después de su primera novela, La vida que soñamos, la autora regresa ahora con La vida que dejamos. Más información en www.kerrylonsdale.com.

A mis padres, por no perder la fe

ÍNDICE Prólogo JAMES Capítulo 1 JAMES Capítulo 2 CARLOS Capítulo 3 JAMES Capítulo 4 CARLOS Capítulo 5 JAMES Capítulo 6 CARLOS Capítulo 7 JAMES Capítulo 8 CARLOS Capítulo 9 JAMES Capítulo 10 CARLOS Capítulo 11 JAMES Capítulo 12 CARLOS Capítulo 13 JAMES Capítulo 14 CARLOS Capítulo 15 JAMES Capítulo 16 CARLOS Capítulo 17 JAMES Capítulo 18 CARLOS Capítulo 19 JAMES Capítulo 20 CARLOS Capítulo 21 JAMES Capítulo 22 CARLOS Capítulo 23 JAMES Capítulo 24 CARLOS Capítulo 25 JAMES Capítulo 26 CARLOS Capítulo 27 JAMES Capítulo 28 CARLOS

Capítulo 29 JAMES Capítulo 30 CARLOS Capítulo 31 JAMES Epílogo CLAIRE Epílogo CARLOS Epílogo JAMES NOTA DE LA AUTORA AGRADECIMIENTOS

Prólogo JAMES

Seis meses antes 18 de diciembre Puerto Escondido, México Volvió a soñar con ella. Ojos de un azul tan intenso y potente que le marcaban el alma. Las ondas de rizos morenos le acariciaban el pecho mientras se movía encima de él, besando su piel acalorada. Se casarían en dos meses. Estaba deseando despertar a su lado todas las mañanas y amarla como esposa, exactamente igual que ella lo amaba entonces. Tenía algo importante que decirle. Algo urgente que hacer. Aquello que fuera permanecía esquivo en los límites borrosos de su pensamiento. Procuró centrarse, apresar la idea antes de que… ¡Protegerla! Debía proteger a su prometida. Su hermano volvería a hacerle daño. Había visto a su hermano, su cara de determinación, rayana en la locura. Estaban en un barco. Su hermano iba armado y lo amenazaba. Lo apuntaba con un arma y no dudaría en disparar, así que se tiró al agua. El mar estaba revuelto y lo arrastraba al fondo. Notó que se hundía. Las balas entraban salpicando en el agua y le pasaban rozando la cabeza y el torso, no alcanzándole por poco. Nadó tan rápido como pudo, aunque le ardieran los pulmones. Tenía que protegerla. Unas olas grandes y poderosas lo arrojaron contra el promontorio rocoso. Sintió un dolor insoportable en la cara y en las extremidades. El océano lo reclamaba, pero su voluntad de proteger al amor de su vida era

mayor. Debía llegar a ella. La corriente lo arrastró al fondo. Flotó, a la deriva. De un lado a otro, de arriba abajo. Luego se hizo la oscuridad. —¡Papá, papá! —oyó chillar una vocecilla. Abrió los ojos de golpe. Un niño pequeño saltaba encima de él, revolviéndole las sábanas. Miró al niño, que reía mientras saltaba por la cama—. ¡Despierta, papá, que tengo hambre! El niño hablaba español. Se devanó los sesos, intentando recordar el que había aprendido en la universidad. El niño tenía hambre y lo había llamado «papá». ¿Dónde demonios estaba? Se incorporó de golpe y reculó en la cama hasta chocar con el cabecero. Estaba en un dormitorio rodeado de fotos enmarcadas. Se vio en muchas, pero no recordaba habérselas hecho. A la derecha, un balcón con vistas al mar. «¿Pero qué coño…?». Sintió que palidecía. Se notó de pronto un sudor frío. El niño saltaba más cerca, girando en el aire. —¡Quiero el desayuno! ¡Quiero el desayuno! —canturreaba. —¡Deja de saltar! —graznó, levantando las manos para evitar que el crío se le acercara demasiado. Estaba desorientado. Sentía un pánico que le cerraba la garganta—. ¡Para! —le gritó. El niño paró en seco. Atónito, lo miró dos segundos, bajó de la cama como una bala y salió disparado de la habitación. Cerró los ojos con fuerza y contó hasta diez. Cuando los abriera, todo volvería a ser normal. Estaba estresado: el trabajo, la boda, lidiar con sus hermanos… Tenía que ser por eso. Aquello era solo un sueño. Abrió los ojos. Nada había cambiado. Respiraba con dificultad. Aquello no era un sueño. Era una pesadilla y la estaba viviendo. En la mesilla encontró un teléfono móvil. Lo cogió y lo activó. Le dio un vuelco el corazón cuando vio la fecha. Tenían que estar en mayo, ¿cómo podían estar en diciembre… seis años y medio después de la fecha de su boda? Oyó un ruido en la puerta y levantó bruscamente la cabeza. En el umbral había otro niño, mayor, con el rostro moreno de pronto pálido. —¿Papá? Se irguió aún más. —¿Quién eres tú? ¿Dónde estoy? ¿Qué sitio es este?

Sus preguntas parecieron asustarlo, pero el niño no se fue de la habitación, sino que acercó una silla al armario. Se subió en ella y cogió del último estante una caja metálica. Le acercó la caja y pulsó un código de cuatro cifras en el teclado. Se abrió el cierre de seguridad. El crío levantó la tapa y salió de la habitación de espaldas, despacio, con la cara llena de lágrimas. Dentro de la caja había documentos legales: pasaportes, partidas de nacimiento, un certificado de matrimonio con una tal Raquel Celina Domínguez… Al fondo había lápices de memoria, varios discos duros y un anillo de compromiso. Conocía el anillo. Era el de ella. Lo sostuvo a la luz y lo miró fijamente, sin comprender. ¿Por qué no lo llevaba puesto? Volvió a meterlo en la caja y le llamó la atención un sobre. Iba dirigido a él. A James. Lo abrió, rasgándolo, y sacó una carta. Escribo esto sabiendo que vivo de prestado. Temo que se acerca el día en que recordaré quién era y olvidaré quién soy. Me llamo Jaime Carlos Domínguez. Hubo un tiempo en que era James Charles Donato. Si estoy leyendo esta nota y no recuerdo haberla escrito, solo hay una cosa que debo saber: SOMOS LA MISMA PERSONA.

Capítulo 1 JAMES

En la actualidad 21 de junio San José, California Morirse es mucho más fácil que resucitar. El ingente papeleo necesario para devolverle su identidad lo consume. A lo mejor tendría que haber seguido muerto. Porque es muy posible que ya no le quede nada en este mundo que merezca la pena. La idea se le pasa por la cabeza a toda velocidad, como una bola rasa cruza el campo de punta a punta, y le deja un dolor sordo en la sien y una oquedad en el pecho. Contempla el perfil de San José por el ventanal del despacho de su hermano Thomas en Donato Enterprises. Los edificios de cristal reflejan el sol poniente en un muestrario de radiantes oros y naranjas. Seis años y medio perdidos y, desde el punto de vista médico, no puede hacer absolutamente nada para recuperar ese tiempo. En cambio, recuerda como si fuera ayer el día en que se despidió de Aimee. Pasea nervioso delante del ventanal, atormentado por la conversación que tuvieron la noche en que se marchó. «Voy a estar fuera menos de una semana. No te va a dar tiempo ni a echarme de menos». Luego la besó e hizo el amor con ella. Acarició el reflejo de la luna en su pelo y le aseguró que, en cuanto él se librara de sus obligaciones con Donato Enterprises, tendrían la vida que soñaban. Él quería dedicarse a la pintura. Luego, recorriendo con la boca las líneas suaves de sus muslos, la curva de sus pantorrillas, le prometió que cuidaría de ella mientras viviera.

Pero había incumplido esa promesa. Le había fallado. Había perdido mucho tiempo. Había perdido parte de su existencia, su hogar, su pintura, su identidad. Al amor de su vida. «Aimee», resuena en él el susurro de su nombre. ¿Sabe ella que está en Estados Unidos? ¿Sabe que ha vuelto su James? Aimee no lo ha visto desde que lo encontró en México hace más de cinco años. Descubrió que seguía con vida, que no había muerto como su hermano Thomas había hecho creer a todo el mundo. El muy capullo hasta había organizado su funeral e instalado una lápida en el panteón familiar. Por su seguridad, le ha dicho Thomas, por si Phil intentaba matarlo otra vez para salvar el pellejo. Thomas se había aprovechado de su amnesia, un bloqueo total de sus datos biográficos, e incluso se había tomado la molestia de crearle una identidad nueva, una vida nueva. Jaime Carlos Domínguez. Artista. Viudo. Padre. No tiene recuerdos del viaje de Aimee a México. No recuerda haberse enamorado de su fisioterapeuta, Raquel; tampoco de haberse casado con ella; ni de haber adoptado a su hijo, Julian; ni de haber tenido un hijo con ella, Marcus; ni de la muerte de Raquel al dar a luz a este último. No recuerda nada de lo que Thomas le ha contado que él, siendo Carlos, ha hecho en México. Apenas recuerda cómo terminó allí. No recuerda nada de las horas previas al momento en que apareció en Playa Zicatela, ensangrentado, aturdido y confundido, sin tener ni idea de quién era ni de dónde venía. Lo que sí tiene son más de seis años de la vida de Carlos, bien guardaditos en un lápiz de memoria, con todo lo sucedido hasta dos días antes de que James saliera del estado de fuga. ¡El muy condenado llevaba un diario! ¡Qué paradoja!, se dice con un ruidito gutural: cada vez que maldice a Carlos, se está maldiciendo a sí mismo, pero verlo como una persona distinta lo ha ayudado a digerir la pérdida de tiempo. Hay muchas cosas que no entiende del hombre que ha sido Carlos. Solo tienen en común su paranoia por la pérdida de identidad. Porque cuando James salió de la fuga y se encontró con las torres de revistas y periódicos, con las paredes forradas de mosaicos de fotografías

enmarcadas y la caja fuerte repleta de información sobre la breve existencia de aquel hombre, Carlos desapareció de este mundo para siempre. Piensa en las cosas que había en esa caja: fotos, partidas de nacimiento, certificados de defunción… El anillo de compromiso de Aimee. Acaricia con sus dedos toscos los bordes del solitario de diamante que lleva en el bolsillo del pantalón. Los finos pantalones de vestir de gabardina de lana le arañan los muslos habituados al bañador largo. Además, el anillo es un recordatorio sólido y frío de que durante el resto de su vida tendrá que pagar por sus errores con algo más que las cicatrices físicas que señalan su cuerpo de treinta y seis años. La cresta furiosa que le baja de la sien derecha a la mandíbula, el puente de la nariz no del todo enderezado, el tajo de tejido duro que le cruza la cadera (la trayectoria de una bala, supone)… Esas cicatrices las puede manejar. Lo que le cuesta superar, lo que aún no ha digerido del todo es que ya nunca compartirá su vida con Aimee por haberla cagado. Recuerda entonces a sus hijos, que lo esperan en la sala de reuniones. Julian, de once años, lo odia. Está convencido de que James no puede ser su padre, de que los va a mandar a Hawái a vivir con su tía, Natalya Hayes, la hermanastra de Raquel. Marcus, de seis años, recela de él desde el momento en que empezó a hablar en inglés. James ya no es el mismo papá de antes. Sabe Dios cómo conseguirá instalar a sus hijos en un nuevo hogar, más aún en un país completamente nuevo para ellos, y que lo vean como su padre mientras intentan empezar una vida nueva juntos. Una vida de la que Aimee no formará parte. Suspira para deshacerse de la angustia que le cala el pecho. —No va a querer verte —le dice Thomas. Aprieta el anillo sin sacar la mano del bolsillo y, apartándose despacio del ventanal, le lanza una mirada asesina a su hermano. Thomas está sentado a su escritorio, haciendo botar de forma errática un bolígrafo Montblanc en la superficie de cristal. James aprieta la mandíbula porque el ruidito lo irrita. Cierra aún más la mano y el diamante se le clava en la palma. Las ganas de darle un puñetazo a Thomas, de sentir que el desagradable crujido del cartílago le recorre el brazo entero lo consumen. O casi.

«Contrólate, James». Thomas responde a su mirada asesina con una ceja enarcada, desafiante. —¿Cómo lo sabes? —pregunta James, volviéndose de nuevo hacia el ventanal—. Hace cinco años que no la ves. Cesan los golpecitos. —No he hablado con ella. Hace seis meses, en diciembre, cuando James lo bombardeó con preguntas sobre Aimee, Thomas no pudo contestarle. Al llegar a Estados Unidos, Aimee había solicitado una orden de alejamiento temporal contra su hermano y el juez se la había concedido. No quería saber nada de Thomas ni de los Donato, con lo que, salvo por unos cuantos correos electrónicos que habían intercambiado una vez expirada la orden de alejamiento, Thomas la había dejado en paz. James entiende a Aimee. Si no dependiera tanto de Thomas para recuperar su vida, también él querría perderlo de vista. Hasta ha contemplado la posibilidad de demandarlo por la violación de sus derechos elementales, pero su propia vergüenza y el respeto que sentía por su madre se lo impiden. Los tres hijos de Claire Donato ya han destrozado bastante la familia. Además, James se merece lo que le ha pasado. Terminó donde terminó, abandonado y casi olvidado, por sus propios errores. —La he visto —murmura Thomas. James se ajusta el anillo en el meñique. Apoya el antebrazo en el ventanal, da un golpecito en el cristal con un dedo y se pregunta si su hermano tendrá razón. ¿Querría verlo Aimee? La silla rueda por la moqueta tupida y el frufrú característico de un tejido de diseño perturba el aire. Thomas se acerca a él por la espalda. —Los Gatos es una localidad pequeña. Paso por delante de su café casi todos los días. Es difícil no verlos, a ella o a Ian… o a la hija de los dos. —James apoya la frente en el brazo doblado que aguanta su peso—. Tenía que pasar página —añade Thomas—. La niña, el marido… Ella quiere a Ian. Es feliz. James lo sabe, lo ha sabido desde el día en que intentó llamarla en diciembre y el número no le dio señal. No había pasado tanto miedo en toda su vida.

Pero sí consiguió localizar a su hermano, que le contestó a la primera. Veinticuatro horas más tarde lo tenía en México, poniéndolo al día de lo ocurrido. —No le jodas el matrimonio. —¿Como tú me jodiste a mí la vida? Thomas se estremece. —Ya te he dicho que intenté arreglarlo, pero Carlos no quería nada conmigo. —Contempla el tráfico vespertino de la calle. Con las manos en los bolsillos, juguetea con el bolígrafo—. Por más que intenté convencerte, no logré que te fueras de México. El sol se oculta en el horizonte y el cielo se oscurece. El reflejo de los dos en el cristal es más claro cada minuto que pasa. Por primera vez en su vida, James advierte que es más grande que Thomas. También se ve mucho más joven que él, aunque solo se lleven dos años. El paso del tiempo fue lo que más le impactó en diciembre, cuando se vio por primera vez en el espejo. Lo asombraron el pelo largo de surfista y la cara llena de cicatrices. Los seis años y medio transcurridos le habían acentuado las patas de gallo y las arrugas de expresión de la boca y le habían tensado la piel que le cubría las costillas, como cocida a menudo bajo el sol mexicano. Pero al menos Carlos le ha dejado un cuerpo en plena forma: entre salir a correr y la bici de montaña, hacía bastante deporte al aire libre. Thomas no ha salido tan bien parado. Lleva el estrés en ese pelo de un gris apagado, cortísimo, en la piel blanquecina, falta de vitamina D, y en un cuerpo más enjuto que, sospecha James, sobrevive a base de cafeína, puros y dieta líquida. El minibar de su despacho está bien surtido y, cuando su hermano se pone a su lado, el olor rancio a puro es inevitable. El fuerte hedor a tabaco del traje de Thomas le asalta las fosas nasales y casi hace que le lloren los ojos. Cuesta creer que a Thomas le falten dos años para cumplir los cuarenta. Aparenta muchos más. —No pensaba ver a Aimee —dice James con un suspiro de resignación. Al menos aún no. No tiene claro cómo le sentaría verla, sabiendo que está con otro. Se aparta del ventanal y se detiene junto al escritorio de Thomas, donde hay un sobre grande dirigido a él. —¿Es esto?

—Sí, ha llegado esta mañana. James abre el sobre, ojea el contenido. La escritura y las llaves de la casa de sus padres. Cuando falleció su padre, hace varios años, su madre se mudó a una lujosa comunidad de jubilados. Ahora la casa es suya, un sitio donde criar a los niños. Tiene intención de venderla cuanto antes. Examina el resto de los documentos: una lista de cuentas bancarias y de inversiones, las matrículas de los niños… Las llaves del coche. Una nueva vida. Ojalá fuera tan sencillo. Piensa en sus hijos. Por su culpa, la vida que conocían se ha esfumado: su casa, su colegio y sus amigos. Ya habían perdido a su madre y, ahora, también al que creían su padre. Y según Julian, James no es un digno sustituto. —A partir de esta semana, quedas liberado de los intereses comerciales que te quedaban en Donato Enterprises. Puedes hacer lo que quieras con la casa de nuestros padres —le explica Thomas—. Todo lo que te has traído de México está ahí. Guardé tus lienzos en cajas. James saca un documento. Thomas se acerca al escritorio. —Los niños están matriculados en Saint Andrew’s —dice, dando golpecitos con el boli en el impreso. Es el colegio privado de la calle donde crecieron Thomas y él, el mismo al que fueron ellos—. Tienen un programa estupendo de inglés para extranjeros. —Los niños ya hablan inglés. Se ve que me aseguré de eso —dice James con un resoplido. Lo guarda todo en el sobre y se da un golpe en el muslo con él. Quiere irse. Está cansado y tiene hambre y sabe que los niños también. Han ido allí nada más aterrizar. —¿Necesitas algo más? —Thomas niega con la cabeza—. Entonces, ya está. Te llamo si surge algo. Si no, no esperes noticias mías. «Nunca», le gustaría añadir, pero parece que siempre que cruza el campo siguiendo el balón, Thomas está ahí para interceptarlo. «¡Falta!», le dan ganas de gritar. Lo que quiere es que su hermano lo deje en paz de una vez. James se dispone a marcharse. —Phil sale de la cárcel el martes que viene —observa Thomas cuando lo ve acercarse a la puerta—. Ya ha cumplido condena, es un hombre libre —añade con un gesto de resignación.

—¿Y me lo dices ahora? —James lo mira fijamente. Pensaba que Phil aún estaría encerrado unos meses. Entorna los ojos—. ¿Desde cuándo lo sabes? —Thomas escudriña muy interesado el bolígrafo que lleva en la mano—. ¡No fastidies! Lo sabe hace tiempo más que de sobra para que James se mudara a cualquier sitio menos allí. Thomas se ha propuesto arreglarle la vida todo lo posible y eso incluye conseguir que vuelva a Los Gatos. —Ya te dije que a Fernando Ruiz, el cabecilla del cártel de Hidalgo, lo atraparon, lo juzgaron y lo condenaron. Dudo que Phil mantenga ya relación con ellos. No obstante —añade, golpeteándose el nudillo del pulgar con el bolígrafo—, mantén los ojos bien abiertos. Aunque lo de que intentó matarte sea solo una conjetura mía, no sé qué hará cuando lo suelten. No sabe que sigues vivo. —¡Madre mía, Thomas!, ¿en serio? —espeta James, dando un puñetazo a la puerta—. Se supone que se lo ibas a decir. —James había pensado que le daría tiempo a hablar con Phil antes de que lo soltaran—. ¿En serio crees que vendrá a por mí otra vez? ¿Para qué? Ya está todo resuelto. Los federales atraparon a su hombre y tú lo metiste a él en la cárcel. —Irá a por ti si sabes algo que lo implique en tu intento de asesinato. —No sabemos si él, o alguien, la verdad, intentó matarme —señala James—. Yo no me acuerdo de nada. —¿De nada en absoluto? —No. Thomas maldice por lo bajo. —Si recordaras algo, me lo dirías, ¿verdad? Procura ponerte en contacto conmigo en cuanto eso ocurra. James asiente mecánicamente. Puede que sea importante para Thomas, pero para él lo pasado pasado está. La cagó persiguiendo a Phil sin un plan. Estaba furioso con él por haber abusado de Aimee, asqueado de que Thomas no mostrase interés alguno en impedir su blanqueo de capitales y enfadado por su empeño en arruinar a la familia. Al final, les falló a todos y más aún a Aimee. Abre de golpe la puerta maciza de caoba. —James… —Vuelve un poco la cara, pero no mira a Thomas—. Me alegro de que estés de nuevo en casa.

James sale y cierra despacio la puerta. Echa un vistazo al vestíbulo y lo alivia ver que los pequeños siguen en la sala de reuniones. Sus hijos, unos niños que Carlos no creía que James fuera a querer criar.

Capítulo 2 CARLOS

Cinco años y medio antes 1 de diciembre Puerto Escondido, México Andaba merodeando por la terraza del bar de Casa del Sol, ese tío que venía con Aimee. Ian, se llamaba. Con la cámara colgada del hombro, me miraba de vez en cuando. ¿Qué hacía aún allí? ¿Por qué no se había ido con ella? Imelda Rodríguez, la dueña del hotel y la mujer que se hacía pasar por mi hermana, me había dicho que Aimee había cogido un vuelo a casa el día anterior, a las pocas horas de que yo la dejara en el hotel. Lo sabía porque me había vuelto a pasar por el hotel esa tarde para advertirle una cosa a Imelda: que no se acercara a mí ni a mis hijos. No era mi hermana ni su tía. No quería que formara parte de nuestra vida. Había maquinado, nos había manipulado, nos había mentido. Todo por no perder el hotel, del que debía algunos plazos. Thomas Donato la había sobornado para que respaldara la vida que él había inventado para mí. Seguía sin saber por qué había visto necesario implicar a Imelda. Y en aquel momento me daba exactamente igual. Sentado a la barra del bar, me bebí de golpe un chupito de tequila Patrón y me limpié la boca con el dorso de la mano. Hacía dos días, Imelda me había confesado que yo no era Jaime Carlos Domínguez. Me llamaba James Charles Donato y llevaba diecinueve meses viviendo en estado de fuga disociativa… y lo que me quedaba. Cualquier día, en cualquier momento, en cualquier lugar, podía salir de ella. ¡Zas! Volvería a ser James. Mi verdadero yo. Cuando eso

ocurriera, perdería todos los recuerdos que hubiera tenido desde aquel día que desperté en el hospital rodeado de máquinas, con tubos que me salían de los brazos, y el hedor vomitivo a sangre seca, a antiséptico y a mi propio cuerpo sucio. No tenía ni idea de quién era ni de dónde venía. No tenía ni un solo recuerdo en la cabeza, salvo aquel primero: el de un médico alzándose imponente sobre mí y preguntándome mi nombre. Cuando saliera de la fuga, olvidaría lo mucho que había querido a mi difunta esposa, Raquel, y a mis hijos. No recordaría el abrazo de Julian al enterarse de que lo había adoptado, ni la primera vez que Marcus me había estrujado un dedo y me había dedicado una sonrisa desdentada. Olvidaría quién era en ese momento: Jaime Carlos Domínguez. No es que hubiera vivido una mentira durante diecinueve meses, sino que yo mismo era una mentira. Un hombre con una identidad falsa y sin pasado. En cuanto a mi futuro, por lo visto, podría no llegar a tenerlo. Mi cerebro iría saltando de Carlos a James y el hombre que era hoy desaparecería mañana. Y cuando eso ocurriera, mis hijos tendrían un padre que no los conocería y quizá no los quisiera. «¡Dios! ¿Qué va a ser de mis hijos?». Bebí de un trago unos cuantos chupitos más de aquel tequila abrasador. Juro que tenía intención de volver a casa después de ver a Imelda, pero, ¡madre mía!, necesitaba una copa… o dos. Apuré otro chupito. Ya iban cinco. El tequila me hizo un nudo en el esófago. Resoplé entre dientes, aporreándome el esternón con el puño, luego tosí. Me miré el reloj. Bien, aún disponía de un poco de tiempo antes de volver a casa. Natalya, la hermana de mi esposa fallecida, se había quedado con los niños. Como representante del negocio de tablas de surf de su padre, Hayes Boards, estaba en Puerto Escondido para el campeonato anual. Tenía previsto marcharse esa mañana, pero con la bomba que me había caído ese fin de semana, se iba a quedar otra más. Necesitaba poder gestionar la debacle sin preocuparme por Julian y Marcus. Necesitaba otro trago. Me serví más chupitos y fui apurándolos rápidamente, uno detrás de otro (uno, dos, tres…), dando un golpe con el vaso en la barra después de cada ronda. Después del noveno, me miré en el espejo del fondo de la

barra y vi a un hombre con los ojos irritados y una barba de tres días. El espejo se inclinó. —¡Eeeh! —protestó el tipo sentado en el taburete contiguo antes de enderezarme de un empujón. —Perdone… —dije, apoyando los codos y sujetándome la cabeza con ambas manos. —Tranquilo, hombre —contestó, dándome una palmada en la espalda empapada en sudor. Una mata de pelo aclarada por el sol le caía por la frente. Se lo echó hacia atrás sacudiendo rápidamente la cabeza y sonrió. —Se acabó por hoy, Carlos: te cierro el grifo, amigo —me dijo en español Pedro, el camarero. Cogió el vaso del chupito y lo dejó en el fregadero, con otros vasos sucios. Agarré la botella de Patrón, salpicando alrededor con el dedo de alcohol que quedaba dentro, y bajé tambaleándome del taburete. Pedro me gritó mientras me iba. —Apúntamelo —le dije, haciendo un gesto vago por detrás de mi cabeza. Abandoné la terraza y, de una zancada, alcancé la arena. El sol de última hora de la tarde me abrasó el rostro y me cegó unos segundos. Frunciendo los ojos para protegerme del resplandor, avancé con dificultad y busqué refugio a la sombra de una palmera solitaria. No me alivió mucho de aquel calor seco. Tampoco ayudaba el tequila, me dije, limpiándome el sudor de la frente. Yo seguía siendo el tipo del nombre falso y el futuro aciago. Y no lo controlaba ni un ápice. Apoyándome en el tronco de la palmera, miré al sol que se escondía tras la línea del horizonte. La bilis se me espesó en la garganta y me rugió el estómago como cuando vas a vomitar. Me froté la frente con la camisa y miré el cubo de basura cercano. Oí el disparo de una cámara. Miré ceñudo al fotógrafo. Ian bajó la cámara y se la dejó colgada del hombro. Con la mano se hizo sombra en la cara. —La luz es estupenda. Era un buen disparo. —Le hice un gesto desganado con la mano, como mostrando indiferencia—. Perdona, tendría que haberte preguntado —me dijo, levantando las manos en señal de disculpa.

—Olvídalo. —Yo seguramente lo olvidaría. Algún día—. ¿Un trago? —dije, ofreciéndole la botella. La agarró por el cuello, limpió la boca con la camisa y bebió. Cuando el alcohol amargo le llegó al estómago, se dibujó en sus labios una sonrisa. Me devolvió la botella, ya vacía. —¿Por qué sigues aquí? Tapó el objetivo. —Imelda me está investigando una cosa. Lancé la botella de Patrón al cubo de basura más cercano y fallé el tiro. Cayó a la arena. «Mierda». —Yo no me fiaría de lo que te diga. —Mi situación no tiene nada que ver con la tuya. —¿Quieres decir que no le han pagado para que te mienta? —dije y, al apartarme del árbol, perdí el equilibrio. —¡Eh, que te caes! —exclamó, agarrándome del brazo—. ¿Te la has bebido entera? —me preguntó, tirando al cubo la botella, que cayó sobre un montón de botellines de Corona consumidos durante el campeonato. Negué con la cabeza. «Por suerte, no». Estaba borracho, no en coma. La botella estaba más que mediada cuando Pedro había empezado a servirme los chupitos. A propósito de chupitos… —Necesito otra —dije, y me alejé de la palmera tambaleándome. Ian cruzó los brazos. —Eres idéntico a él, ¿sabes? —Pues claro que me parezco a James. —«¡Imbécil!». —Me refería a tu hermano Thomas —repuso, señalando con la cabeza al vestíbulo de Casa del Sol. El capullo que había orquestado mi desastrosa vida. No me apetecía verlo, la verdad. Si me lo topaba, no respondía de mí mismo. Iba a saber de primera mano lo que era la cirugía facial reconstructiva y la distensión de los ligamentos del hombro. Ese había sido mi segundo recuerdo. Abrir los ojos y encontrarme a una mujer sentada junto a mi cama. Llevaba una blusa blanca y una falda gris y tenía las piernas, bien torneadas, cruzadas y ladeadas. Arrebatadoramente hermosa, ese fue mi primer pensamiento. Una especie de modelo exótica de un catálogo de ropa cara. O de esas retocadas hasta la perfección que aparecen en las revistas de papel cuché, como la que ella

estaba hojeando. Levanté la cabeza para ver qué leía y una fuerte punzada de dolor en el hombro me hizo gruñir. Levantó la cabeza de golpe. Soltó la revista y se inclinó sobre mí. Me cogió la mano con la suya, suave y fría al tacto, y cuando sonrió, brillaron sus ojos de color chocolate. —Tranquilo, tienes que descansar —me dijo con voz suave—. Te han tenido que reconstruir la nariz y los pómulos. Cuanto menos te muevas, menos dolor tendrás —añadió, recorriendo mi rostro con sus ojos nerviosos e indicándome los vendajes que me envolvían el cráneo—. Te lo has dislocado —dijo después, señalándome el hombro con la cabeza. Me explicó que por fin la inflamación había bajado lo suficiente para que el doctor Méndez pudiera recolocarme la articulación. Me la habían inmovilizado y tendría que hacer fisioterapia. Exploré su rostro, sus pómulos prominentes y su nariz recta, que parecía indicar ascendientes europeos. Fruncí el ceño. ¿Cómo podía saber eso si ni siquiera sabía quién era y menos aún cómo me llamaba yo? —¿Quién eres? —le susurré con los labios cortados. —Imelda. —Se alisó la falda pasándose las manos por el regazo—. Imelda Rodríguez. Soy tu hermana y voy a cuidar de ti, Carlos. ¿Sí? — añadió en español. —Sí —contesté yo en el mismo idioma. Tenía una hermana. No sabía por qué era importante. Era más bien una sensación. Aquella mujer me cuidaría mientras me recuperaba. De momento, me sentía a salvo. Mientras miraba a Ian, a unos pasos de distancia, me inundó una sensación de inquietud que se sumó al mareo que me había producido la ingesta de tanto alcohol en solo veinte minutos. Me pregunté si me sentía más a salvo aquel día que antes de entrar en el estado de fuga. Vi que Pedro dejaba el correo en la barra y se iba a la trastienda, a fumar, seguramente. No se enteraría si me acercaba a la barra a por otro chupito. —Voy a por un trago. ¿Quieres uno? Ian negó con la cabeza y se metió las manos en los bolsillos de los bermudas. —Bebiendo hasta perder el conocimiento no vais a solucionar vuestros problemas. —dijo, y yo resoplé asqueado—. Sí, tu hermano

también lleva una buena. No se ha movido del bar del vestíbulo desde que llegó hace dos días. —Me importa un cojón. En cuanto a mis problemas, esos chupitos me han venido de maravilla para olvidarlos —dije, y me dispuse a marcharme. —¿Te puedo dar un consejo? La arena caliente y el alcohol me estaban dejando grogui. Me tambaleé, mirándolo. No dijo nada, se limitó a ladear la cabeza y enarcar ambas cejas, expectante. Suspiré y dibujé círculos con la mano. «Vamos, tío, suéltalo ya». Quería largarme ya de allí. —Habla con él —me aconsejó. —¿En serio? —repliqué socarrón, y di media vuelta otra vez. —Pues ve a darle una paliza. Os sentiréis mejor los dos, créeme. —No quiero verlo —farfullé. A lo mejor no debería beber más. Solo me faltaba que Imelda tuviera que llevarme a casa a rastras. —Como quieras… —sentenció Ian, llevándose dos dedos a la sien a modo de saludo militar y señalando hacia donde se dirigía. Iría a hacer la maleta para el vuelo de vuelta a Estados Unidos. De vuelta con Aimee. —La quieres —le dije cuando llegó a los últimos peldaños del patio del hotel, donde este besaba ya la arena de la playa. Se volvió de pronto y me miró a los ojos. —Sí, la quiero. Muchísimo. —Cuídala. Parece que yo no lo supe hacer. Asintió con la cabeza y subió corriendo los escalones, de dos en dos. Me sonó el móvil. Un mensaje de Natalya.

¿Vienes a cenar? Me limpié el sudor de los ojos y contesté.

No. Esta noche no. No quería aparecer borracho. Menos aún antes de que los niños se acostaran. No hacía falta que vieran lo hecho polvo que estaba su padre. Pero Natalya…

Espérame levantada.

Por favor. Me respondió enseguida.

Vale. Ten cuidado. Yo la preocupaba. Me lo dijo cuando le expuse mi trágica historia como si fuera un pescado recién capturado, abierto en canal, limpio de piel y de espinas. Me sentía como ese pez fuera del agua. Convulso y jadeante. Corcoveando mientras intentaba encontrarle sentido a todo aquello. A las mentiras, al engaño. Al abandono. Mi familia me había dejado allí, como una chancla en la arena. Natalya se había quedado pasmada, boquiabierta, mirándome con unos ojos grandes como la luna llena desde la puerta de mi dormitorio. Luego lloró e intentó consolarme. No quería que me compadeciera y menos aún darle pena. En lugar de ello, di un puñetazo en la pared y salí a correr. Corrí con ganas, rápido, muchos kilómetros. Porque si me quedaba con ella, lloraría yo también. Guardándome de nuevo el móvil en el bolsillo, miré al mar, sin saber adónde ir a continuación. Al lado tenía el bar de la playa; a mi espalda, el hotel. Ian había ido hacia el vestíbulo y Thomas andaba por allí dentro. En el bar, seguramente. «Eres idéntico a él». Las palabras de Ian volvieron a mí como las olas con la resaca. Al diablo el tequila. Necesitaba pintar. Repasé mis obras, las anteriores a la fuga, que Thomas me había enviado con la excusa de que eran mías. Las escudriñé como si las viera por primera vez. Eran suyas, es decir, mías. De James. «Lo que sea». Revisé los lienzos, apoyándomelos, uno tras otro, en las piernas. Cuadros de paisajes que solo podía suponer que había visto alguna vez. Un encinar al atardecer. Un prado al anochecer. Un océano de color pizarra y piedra. ¿Dónde estaban aquellos lugares? ¿Qué significaban para él? «Para él, no, para mí», me corregí. ¿Qué significaban para mí? Nada. Absolutamente nada, joder. Furioso, volví a dejar los cuadros junto a la pared y abrí la ventana. Entró de pronto la brisa vespertina, cargada de sal marina y de humo de las

barbacoas instaladas en las aceras de abajo. Inhalé aquel olor intenso y una fuerte punzada de dolor me rebanó el cráneo como si mi cerebro fuera un pegote de pintura acrílica. Me apreté la frente con la base de la mano. Al día siguiente iba a tener una resaca terrible. Al fondo del estudio, los retratos de aquella mujer que tanto se parecía a Aimee me miraban burlones. Llevaba más de un año pintando a la protagonista de mis sueños. Su imagen había ido transformándose obra a obra hasta convertirse en una réplica casi exacta de la mujer a la que me había encontrado llorando a la puerta de mi local. Aquello había terminado de desquiciarme, verla allí sentada, tocar a la persona que me dejaba pasmado las noches que me visitaba. Siempre el mismo sueño, siempre yo acercándome a acariciarla, besándole los labios suavemente hasta que se desvanecía, dejándome los brazos vacíos y un anhelo en el alma. Un deseo de algo. ¿O era mi otro yo, mi parte James, la que la deseaba? Aquellos sueños me producían una mezcla de emociones primarias: alegría, tristeza, rabia y miedo. Todas menos el miedo desaparecían cuando despertaba sobresaltado, sin aliento. El miedo, en cambio, seguía aferrado a mí mucho después de que despertara empapado en sudor, con las sábanas húmedas enroscadas en los gemelos. Algunas noches tardaba horas en volver a dormirme; otras, me quedaba despierto hasta el alba. Me calzaba las zapatillas de correr y salía a quemar aquel miedo. Pero nunca desaparecía del todo. Ahora lo sabía. Lo cierto era que había tenido miedo desde el día en que había despertado en el hospital. Pensaba que era por la pérdida de la memoria, cuando quizá había sido otra cosa que me advertía de que todo lo que Imelda y los médicos me habían contado de mi pasado era una invención. Muy en el fondo, sabía que todo aquello era mentira. Que yo era mentira. Me froté los ojos con ambas manos, detestando aquella pesadilla. Odiaba esa imagen de Aimee atrayéndome hacia sí. Ella representaba todo lo que no recordaba e iba a perder. Maldita fuera. ¡Maldita Aimee! Bramé, agarré una de las versiones más antiguas de su imagen y la estampé contra la mesa. El marco de madera se astilló. Volví a golpear el lienzo. Una y otra y otra vez. ¡Dios, cómo me fastidiaba! Me fastidiaba soñar con ella. Me fastidiaba que hubiera venido a buscarme. Me había arruinado la vida. «¡No!». Estampé el lienzo contra la superficie de la

mesa. Imelda me había arruinado la vida. Thomas me había jodido vivo. Les había jodido a mis hijos la posibilidad de tener una vida normal. Con el cuerpo empapado en sudor y las venas de los brazos hinchadas, me esforcé por destrozar el cuadro. El marco de madera se hizo añicos y el lienzo quedó hecho jirones. Me abalancé a por otro. —¡James! Me volví de pronto, enseñando los dientes. Thomas estaba en el umbral de la puerta, con los pantalones del traje arrugados, el cuello de la camisa blanca desabrochado, remangado y con la chaqueta colgada del hombro. Iba despeinado y sus ojos pardos me miraban furiosos. Teníamos los ojos del mismo color. Le sonreí con desprecio. Se agarró al marco de la puerta, con la respiración agitada como si hubiera venido corriendo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Cuántas veces me había llamado? No, no me había llamado a mí. Había llamado a James. —No, James. No destroces tus cuadros. —No me llamo así —espeté—. No soy él. No quería ser él. Yo era yo. Mi cuerpo, mi vida. —Vale, Carlos. El nombre me da igual. Sigues siendo mi hermano. —Tú no eres mi hermano —le dije, acercándome rápidamente y amenazándolo con un dedo. Le di un puñetazo en la mandíbula. Se le fue la cabeza hacia atrás. Retrocedió unos cuantos pasos. Noté un dolor agudo e intenso en los nudillos que me llegó hasta el hombro y me sacudió el brazo entero. «Eso ha dolido». Agité la mano. Thomas se agarró al marco de la puerta para no perder el equilibrio, luego se apretó la barbilla, se masajeó la mandíbula. —Joder, supongo que me lo merezco. Se merecía muchos más como ese. Me dieron ganas de pegarle otra vez, de pegarle hasta destrozarle la nariz y partirle los pómulos. Más valía que se fuera. ¡Que se fuera ya! —¡Sal de aquí! —le dije, señalando la puerta. Debía pensar en mis dos hijos. Si volvía a casa bebido, magullado y ensangrentado, Natalya se pondría furiosa y Julian me haría preguntas. Tenía casi seis años y era listo. Deduciría que su padre se había peleado con alguien y querría saber por qué. «¡Mierda! ¿Cómo les cuento lo mío?».

No se lo cuento. Aún no. Son demasiado pequeños para entenderlo. Apenas era capaz de digerirlo yo. Doblando y estirando los dedos doloridos, le di la espalda a Thomas y recogí el lienzo roto del suelo. Se había partido por la mitad, justo por aquellos ojos preciosos que me habían tenido meses embrujado. Tiré el cuadro destrozado a la mesa, preguntándome si Aimee volvería a visitarme en sueños ahora que sabía quién era. ¿Seguiría esa otra parte de mí intentando comunicarse con ella mientras dormía? Porque eso era lo que me parecía que estaba haciendo James. Había algo que quería que yo supiera. Thomas entró en el estudio, bordeando la mesa. Se detuvo al otro lado. —Tenemos que hablar. —No, gracias. Imelda y Aimee ya me han contado bastante. —Solo te han contado lo que saben. Que era más de lo que me apetecía conocer. Cuanto más supiera de James, mayor sería la probabilidad de que saliera del estado de fuga. —No quiero oír más y menos aún de ti. —Me da igual lo que quieras —espetó Thomas. —Por eso estoy aquí, claro —bufé, apartándome de la mesa y señalando con los brazos extendidos la estancia, el pueblo… Oaxaca. Aquel puto país entero. —¡Maldita sea! —dijo Thomas, aporreando la mesa—. ¿Me quieres escuchar? Por favor. Escúchame. —¿Por qué ahora? ¿Por qué no hace diecinueve meses, cuando estaba tirado en una cama de hospital? ¿Por qué no cuando tenía la cara hinchada y el hombro reventado y me estaba volviendo loco preguntándome dónde demonios estaba? —De pronto recordé el hospital, el hombre que estaba a la puerta de mi habitación. Gafas de aviador, traje caro y la cara contraída por el dolor. Sentí una rabia que me encendió como una cerilla—. Estabas allí, en el hospital. —Thomas se revolvió incómodo. Abrió un poco la boca, como si fuera a decir algo, pero no. Asintió con la cabeza—. Tú fuiste quien le dio a Imelda el sobre con todos mis documentos. —Sí. —¡A mí no me contaste nada y a ella le pagaste para que mintiera! Agarré el bote de pintura que había a un lado de la mesa, el azul Caribe que tanto me había esforzado por personalizar para que igualara el

de los ojos de la mujer de mis sueños. Los ojos de Aimee. Le tiré el frasco. Me miró espantado. Se agachó. El frasco se hizo añicos en la pared, a su espalda. La pintura se esparció como en un cuadro de Jackson Pollock, chorreó, formó un charco en el suelo. Thomas se apartó enseguida, pero la pintura le manchó la camisa, le salpicó el pelo. De topos azules, como los de los animales de uno de los cuentos de Julian. Le estropeó la prenda. Me pasé los dedos por el pelo. —¡Vete! ¡Lárgate ya! Thomas titubeó, luego se sacó una tarjeta del bolsillo de la pechera y la dejó encima de la mesa. —Te he escondido para que estuvieras a salvo. Phil quería matarte. —¿El mismo tío que atacó a Aimee? ¿Dónde está ahora? —En la cárcel. —Entonces, no tengo que preocuparme por él. —Hay más… —Se interrumpió al verme levantar la mano. Se rascó un lado de la nariz—. Como quieras. Llámame cuando estés listo para hablar. Pero, de momento, creo que es preferible que no te muevas de Puerto Escondido. —No tengo la más mínima intención de hacerlo. Thomas me lanzó una mirada antes de dirigirse a la puerta. Cogió la chaqueta del suelo, donde la había soltado cuando yo le había dado un puñetazo, y se la colgó del brazo. —Prométeme que me llamarás si cambias de opinión. —¿Sobre lo de hablar o sobre lo de irme de Puerto Escondido? —Las dos cosas. —Me sonrió con tristeza—. Cuídate y… estate alerta. Dicho eso, salió del estudio.

Capítulo 3 JAMES

En la actualidad 21 de junio San José, California —Papá se va a enfadar. —¿Y a mí qué? Se enfada por todo. Además, no es nuestro papá de verdad. Julian regaña a Marcus por enésima vez, o eso le parece a James. Marcus, o Marc, como lo llama él, debe de estar harto de la actitud de su hermano, James lo tiene claro. Desde la puerta de la sala de reuniones, ve a Julian lanzar una pelotilla ensalivada al ventanal. Se ha dedicado a eso mientras James estaba con Thomas. El cristal está sembrado de pelotillas, como si hubiera nevado. Corta trocitos de servilleta, los convierte en pelotillas en la boca y los lanza con la pajita de plástico de los refrescos que se han tomado en la cafetería. La pelotilla se estrella en el cristal y se queda pegada. «Se acabó». —¡Julian! —espeta James con autoridad, un tono que adoptó nada más «conocer» a los niños en diciembre. Sobresaltado, el niño tira la pajita debajo de la mesa de juntas. James mira ceñudo el cuadro de pelotillas pegadas al cristal. ¡Qué desastre! Casi todo el personal de la oficina se ha ido a casa ya, por eso ha dejado a los críos allí solos con unas bolsas de patatas fritas y unos refrescos de las máquinas expendedoras de la cafetería. Seguramente no ha

sido una buena idea, pero no ha vuelto a tener ninguna desde que se fue de Estados Unidos hace años. Mira a Marc, que está sentado. Alrededor de su silla, el suelo, perdido de restos de Doritos, parece un paño salpicado de pintura. —Vamos a recoger un poco. Es hora de irnos. Julian suelta un soplido breve y fuerte que le levanta el flequillo. —¿Irnos adónde? —A casa. —Si la hemos vendido… —No empieces, Julian —le advierte James—. Y recoge eso. El niño protesta y agarra la pajita del suelo. La tira a la papelera. —Buena puntería —lo elogia James. Es un deportista nato. Lo ha visto regatear al fútbol con sus amigos y encestar varios triples seguidos en la canasta del patio de su casa de Puerto Escondido. Julian lo mira de reojo y se cuelga la mochila al hombro; luego se levanta de la silla y se dirige a la puerta. —¿No se te olvida algo? Con una súbita caída de hombros, el niño da media vuelta, arrastrando los pies. James le señala el ventanal. —Sí, vale, lo que tú digas —contesta antes de soltar la mochila en la silla de la que se acaba de levantar. —Tú también, Marc —le dice al pequeño, señalando el suelo. Marc mira al suelo y hace un aspaviento, sorprendido de verlo tan sucio. Se baja de la silla, recoge los trozos de Doritos y se mete un par en la boca. —¡Pero no te los comas! El niño lo mira, con un Dorito colgándole del labio inferior. Se lo limpia. —Lo siento, pap… —dice en español—. O sea, perdona —repite en inglés. James se pasa una mano por la cara. Se arrodilla al lado de Marc. —No, es culpa mía. No pretendía ser tan borde. Espera, que te ayudo. —Pone las manos en forma de cuenco y le hace una seña para que le eche ahí los trozos de Doritos—. Esta moqueta la pisa mucha gente. Igual hasta han pisado una cagarruta de perro en la calle…

—¿«Cagarruta»? —repite Marc, arrugando el gesto. La palabra le hace reír, luego, ladeando la cabeza, dice—: ¿Qué es una cagarruta? —Un excrement… —James no termina la frase, negando con la cabeza—. Eh… ¿una caca? —le dice en español. Marc sonríe de oreja a oreja, enseñando los dientes—. ¿A que te da asco? —El niño asiente con rotundidad y se limpia la lengua con el dorso de la mano. James ríe—. No te va a pasar nada. Tira los restos de Doritos a la papelera y coge los lápices de colores esparcidos por la mesa. Le llama la atención el cuaderno abierto de Marc. El boceto que ha hecho de una cabeza de lobo, aunque rudimentario, está muy por encima del talento propio de un niño de seis años. —¿Lo has hecho tú? —le pregunta, señalando el dibujo. Marc agarra el cuaderno, se lo acerca, lo cierra y lo guarda en la mochila abierta—. Es muy bueno. —Su padre le pasa el estuche. El crío le esquiva la mirada, como avergonzado por el cumplido. Mete el estuche también en la mochila y cierra la cremallera. James suspira, preguntándose si llegará a conectar alguna vez con ese niño. Aunque haya perdido la memoria, sigue siendo el mismo. Sigue siendo su padre. Puede que algún día Marc lo entienda, y Julian también. Se acerca al ventanal y despega del cristal algunas pelotillas. Sus manos rozan sin querer las de Julian, que se aparta. —Ya lo hago yo. —Muy bien —le contesta su padre en el mismo tono cortante. Seis meses viviendo bajo el mismo techo en Puerto Escondido y ya empieza a hablar como él. A lo mejor siempre ha sido así. Lo deja que termine de limpiar solo. Su hijo tira las pelotillas ensalivadas a la papelera, se frota las manos y luego se las limpia en el trasero de los vaqueros. Agarra la mochila y se va de la sala de reuniones. Marc rodea a James y sale corriendo detrás de su hermano. James suelta un resoplido, agarra la mochila de Marc y se la cuelga al hombro. Un día menos de divertidísima paternidad en Estados Unidos. Ya solo le quedan otros tropecientos mil. James está con los niños en el vestíbulo vacío del hogar de su infancia. Salvo por unos cuantos muebles (el sofá Henredon & Schoener

de su madre en el salón y la antiquísima mesa de nogal italiana del comedor), la casa está vacía. Julian tira la mochila al suelo y la estampa en la pared de una patada. —Esto es un asco. ¿Dónde se supone que vamos a dormir? Buena pregunta. Con suerte, aún hay camas. Son más de las diez, demasiado tarde para encontrar un hotel por la zona, que suele tener una tasa de ocupación del cien por cien entre semana. Les enseña la casa a sus hijos y tira la caja con los restos de pizza de la cena sobre la encimera de la cocina. Marc olfatea el aire y arruga la nariz. —Aquí huele fatal. Sí, es cierto. Nada más abrir la puerta, James ha detectado el olor acre y rancio a «casa vieja» que en su día asociaba a la muerte de su padre. También un leve aroma pulverulento, como si se hubiera estropeado el perfume de su madre. Le ha recordado demasiado a su infancia allí y por qué pasaba tantísimo tiempo con Aimee. —La casa lleva cerrada mucho tiempo. El olor se irá en cuanto abramos las ventanas —les dice a sus hijos. Marc se acerca a las puertas del balcón del salón y pega la nariz y las manos al cristal, asomado a la oscuridad del jardín trasero. —¿Dónde está la playa? —Aquí no hay —espeta Julian, dejándose caer en un sofá de piel demasiado moderno para haber pertenecido a su madre. Lo habrá traído Thomas del almacén de los Donato. Con suerte, habrá pedido camas también. —Sí que hay playa —replica James, lanzándole una miradita a Julian y acercándose a Marc—, pero está a veinte minutos de aquí. Allí al fondo hay un bosque. Mañana te lo enseño. Podemos caminar por el sendero. Igual vemos algún lince. Marc aprieta los puños contra el cristal y se mordisquea el labio inferior. James lo interpreta como un signo de interés. —Bueno, ¿dónde dormimos, en el suelo? —dice Julian, que se planta los auriculares Beats y se pone música a todo volumen en el iPhone. James suspira. Ojalá no tengan que dormir en el suelo. Thomas le dijo que equiparía la casa con lo esencial: toallas, lavaplatos, leche, algo de ropa… Confía en que se haya acordado de llevarles sábanas y almohadas. Y cerveza.

Saliva al pensarlo. Con el día que lleva, no le vendría mal una cerveza tostada bien fría. Llevan en pie casi veinticuatro horas. Los niños han dormido un rato durante la escala en Distrito Federal, pero a James le ha dado miedo pensar que, si cerraba los ojos, ya no estarían allí cuando despertara, así que no ha dormido nada. Vender su casa y la galería de Puerto Escondido ha sido una decisión fácil para él. Habría vuelto antes a California de no haber sido por sus hijos. Ellos no se querían marchar. Después de decírselo, solo mencionó alguna vez «la gran aventura que iban a vivir», para que pudieran hacerse a la idea. Además, les ha dejado acabar el curso. Ha preferido aguardar al verano y que tuvieran más tiempo para adaptarse a su nuevo entorno. Por otra parte, había que esperar a que estuvieran listos los visados de los niños y su propia documentación. Parecía que Julian y Marcus se habían hecho enseguida a la idea del traslado, hasta que vieron el cartel de SE VENDE clavado en el jardín. Entonces fue cuando la idea se hizo realidad y James se convirtió de inmediato en «el malo de la familia». Y está cansado de hacer ese papel. Lo único que quiere es instalarse y seguir adelante con su vida. Los niños se amoldan a todo. Terminarán acostumbrándose a su nuevo destino… y a él. Eso espera. Marc bosteza. James le tira suavemente de la manga de la camisa. —Ven, hijo. Vamos a ver si te encontramos una cama. Encuentran camas de matrimonio hechas, con sábanas, mantas y almohadas, en los antiguos cuartos de James y Thomas. Marc lloriquea: no quiere dormir solo. Después de que James le pinche un poco, Julian accede de mala gana a compartir cama con su hermano pequeño. James saca el equipaje del coche que su hermano con conciencia ecologista le ha comprado —un puñetero Prius— y acompaña a los niños por el pasillo. —¿Cuál preferís? —pregunta, señalando primero su antiguo cuarto y luego el de Thomas. —Este —contesta Julian, y se mete en el de la izquierda: el que era de James. Le sorprende lo bien que eso le hace sentir y no le dice ni una palabra al crío, no vaya a ser que cambie de opinión. Luego les enseña dónde está el baño y espera por allí a que se preparen para acostarse. Cuando ya están en la cama, se inclina para darle

un beso en la cabeza a Marc. El niño estruja la sábana con la que se ha tapado hasta la barbilla. James titubea, suspendido sobre su hijo. Como Julian no para de decir que James no es «su papá de verdad», Marc no sabe cómo comportarse con él. Ha estado más cariñoso con sus profesores y con el perro de los vecinos. Al menos a ellos los ha abrazado. James no recuerda la última vez que alguien lo abrazó a él, y menos aún la última vez que le hicieron una caricia, salvo por las veces que le han puesto una mano en el hombro o le ha dado un toque en el brazo para llamar su atención. Se yergue y le revuelve el pelo como de costumbre. Si intenta otra cosa, se arriesga a que se retraiga aún más. Marc sonríe y se esconde bajo las sábanas. El aire es más frío allí que en Puerto Escondido, donde las noches eran secas y salobres. Julian está tirado encima de la cama, en el otro extremo, con una camiseta raída y unos pantalones de gimnasio por la rodilla, oyendo su música con los auriculares puestos. James le hace una seña para que se los quite. —A dormir. Ya. Julian resopla, inflando los mofletes como un pez. Volviéndose de lado, se quita los auriculares y los deja de mala gana en la mesilla junto con el móvil. Le da la espalda a su padre y, en cuestión de segundos, está como un tronco. —Buenas noches —susurra James desde la puerta. Apaga la luz y cierra, dejando una rendija para que entre un poquito de luz del baño, al final del pasillo. Cuando está dando media vuelta, le llega un «buenas noches» en un susurro. James se queda pasmado y parpadea para no echarse a llorar. Mientras digiere las palabras de Marc, reza para sus adentros. Da un par de golpecitos en el marco de la puerta y vuelve a la cocina. Al guardar la pizza en la nevera, se encuentra un pack de seis Newcastle en el estante superior. «Menos mal». Abre una e inhala el aroma a frutos secos tostados de la cerveza. Sus músculos, contraídos por el viaje, se relajan. Se bebe media cerveza de un trago, luego se apoya en la encimera. Cruza los brazos, meciendo la botella entre los dedos, e inspira hondo y largo. Se le cierran los ojos. Por fin está en casa, pero no está en casa. Ese no es su hogar.

Aunque tampoco lo era México, por eso ha dejado atrás esa vida. No solo porque California es lo que conoce, sino porque Carlos tenía todo lo que James había querido antes del accidente: una galería de arte donde exponer su trabajo, un aula donde enseñar a otros y un estudio muy bien situado para aprovechar toda la luz natural del día… Luego estaba su obra artística: unos cuadros que superaban con mucho las aptitudes de James. Aunque le cueste reconocerlo, le tiene celos al hombre que era en México. Se aparta de la encimera y estira los brazos por encima de la cabeza. Le cruje la espalda y le duelen las piernas contraídas. Inquieto, mira por la ventana y considera la posibilidad de salir a correr a medianoche. Lo haría si no lo incomodara dejar a los niños solos. Aún son muy pequeños y es su primera noche en un país extranjero y en una casa extraña. Una casa que había sido el hogar de Phil en los meses previos a su detención. Mira fijamente el bosque oscuro de encinas y pinos que se extiende al otro lado del cristal y que tan tranquilo parece en los meses de verano. Un lugar de renacimiento y renovación. En invierno, en cambio, es oscuro y siniestro, con sus ramas desnudas y dobladas como huesos. Esqueléticos, como Phil. Seis días para que lo suelten. Seis días para decidir cómo evitarlo, a él y al resto de la familia. ¿Irá Phil a esa casa porque fue el último sitio donde vivió? Mira de pronto el cerrojo de las puertas de atrás. Maldiciendo por lo bajo, se pone un recordatorio. Cambiar cerraduras. Se guarda el móvil en el bolsillo de atrás y echa un vistazo a su alrededor. Toda la energía reprimida viaja de sus dedos temblorosos a sus pantorrillas contraídas. Puede que su vieja máquina de correr aún esté en el garaje. Se dirige allí, pulsa el interruptor de la luz. Los leds iluminan el garaje de cuatro plazas y el pecho se le infla con dificultad. Sabía que sus cosas estaban allí: lo que tenía antes y lo que se había enviado desde México. Pero saberlo y verlo son dos cosas muy distintas. El grueso de sus pertenencias ocupa el espacio de dos plazas, en cajas de cartón apiladas como pilares cuadrados y planos. Contienen todo lo que

ha querido guardar de una vida en México que ojalá nunca hubiera tenido y de una vida anterior que nunca había tenido intención de abandonar. Bañadas por la luz de los leds, sus dos vidas convergen sobre el hormigón liso. Entra en el garaje, atraído por las letras escritas con rotulador en una pila de cajas: MATERIAL DE PINTURA. Acaricia despacio las palabras, reconociendo la letra de Aimee. ¿Cuándo empaquetó ella sus cosas? ¿Antes o después de encontrarlo? Ni se imagina lo difíciles que debieron de ser para ella los meses posteriores al momento en que Thomas le comunicó su muerte. Solo de pensarlo siente unas ganas de abrazarla que casi lo dejan sin aliento. Las palabras se emborronan y, por segunda vez esa noche, se le empañan los ojos. Conociendo a Aimee, seguro que había guardado sus cosas muy bien organizadas, aún sabiendo que jamás volvería a usarlas. Y seguramente no lo haría. Aquel apetito interno, la necesidad de crear y de compartir su interpretación del mundo, se han esfumado. Como Aimee. Le da un puñetazo a la caja y vuelve dentro.

Capítulo 4 CARLOS

Cinco años y medio antes 8 de diciembre Puerto Escondido, México Ya era de noche cuando entré tambaleándome en el acceso a mi casa. Era la cuarta noche de esa semana que pasaba con Patrón, oro líquido y el único remedio que me permitía matar las solitarias horas de la tarde. Después de pasar como podía otro día dando clases de pintura, organizando la siguiente temporada de exposiciones de la galería y rematando los contratos de las diversas obras encargadas, me dejaba el coche en el trabajo y aterrizaba en un taburete de «La cantina del perrito», un bar que había en la misma calle de la galería. A Natalya no le hacía ninguna gracia. Los niños preguntaban por qué últimamente casi nunca estaba en casa. «Porque vuestro padre es una bomba de relojería ambulante, por eso». Mientras miraba la segunda planta, donde las ventanas de sus cuartos se veían como cuadrados negros sobre el estucado blanco de la fachada, ansié un poco de normalidad, que todo volviera a ser como antes de que Aimee apareciera. Con la cabeza levantada a las ventanas, di un paso atrás y tropecé con el borde de una jardinera. Me di un golpe fuerte con el murete de adobe que bordeaba mi propiedad. El dolor me recorrió en espiral el deltoides, como fuegos artificiales, y despertó la vieja lesión. Siseé furioso y aporreé los ladrillos. «¡Mierda!».

Debía recomponerme. ¡Y pronto! Si no por mí, por Julian y Marcus. Me chupé la piel levantada de los nudillos y sacudí la mano para aliviar el dolor. Thomas se había ido a California hacía seis días. Imelda me mandó un mensaje cuando él dejó el hotel. Mi hermano, fiel a su palabra, algo que no decía mucho de su carácter, no había vuelto a ponerse en contacto conmigo. Ella, en cambio, había intentado localizarme todos los días. Yo dejaba que le saltara el contestador y el numerito rojo de las notificaciones que me salía en el móvil no había dejado de crecer en toda la semana. Manipulé en vano la cerradura. La puerta se abrió de pronto. Natalya estaba allí, con los brazos en jarras, ceñuda. Llevaba un top blanco ajustado y una falda estampada con la que barría el suelo. Madre mía, qué colorido, como el de su pelo largo cobrizo, brillante y lustroso, de múltiples tonos. Parpadeé fuerte, procurando enfocar, y crucé el umbral dando un traspié. Me atrapó al vuelo antes de que cayera de bruces. Hundí la barbilla en su hombro embadurnado de bronceador. Sabía a coco y a sal. Había ido a la playa con los niños. Joder, casi vivía allí, aun después de haber pasado años surfeando profesionalmente. Había sido una estrella sobre la tabla, como su padre, el surfista de categoría mundial Gale Hayes. Natalya se tambaleó con el peso de mi cuerpo. —Hueles peor que el felpudo de un bar de mala muerte. Me erguí, fijando la vista en su cabeza para que la casa dejara de darme vueltas, y le recoloqué suavemente unos mechones de pelo. —Qué bonitos —murmuré sobre los colores. Al lado del pelo oscurísimo de su hermana Raquel, el suyo parecía rubio. Las dos eran hijas del mismo padre, pero habían salido a sus madres. —Estás borracho —me dijo, apartándome la mano con desdén—. Otra vez. —Sip. —Bajé la mano y tragué saliva, tenía la garganta más seca que la colina de detrás de nuestro vecindario—. Necesito agua. Me siguió a la cocina y hurgó en los armarios. Me llené un vaso de agua del dispensador del frigorífico. Ella destapó un frasquito de aspirinas que encontró al lado de las vitaminas de los niños y me puso dos comprimidos en la palma de la mano. —Esto empieza a ser costumbre. Le dediqué una sonrisita, me metí las aspirinas en la boca y me bebí el agua.

Me observó mientras bebía y su mirada zigzagueó del vaso a mi cara y de ahí a la mano. Inspiró hondo. —¡Carlos! —Me arrebató el vaso, lo dejó en la encimera y, cogiéndome la mano con las suyas, me pasó suavemente el pulgar por la zona despellejada—. ¿Qué has hecho? Me zafé de ella. —Me he chocado con una pared. Esa noche había vuelto a caer muy bajo. Llevaba toda la semana dando puñetazos: a la pared de mi dormitorio cuando le había contado a Natalya lo que había averiguado de Imelda, luego a Thomas, a principios de esa semana, y ahora a los ladrillos del murete de la entrada. Ya iba siendo hora de que me desintoxicara y… «¿Y qué?». No supe completar el pensamiento. ¿Qué demonios podía hacer para mejorar mi situación? ¿Cómo podía asegurarme de que mis hijos estaban bien cuidados si un día me despertaba siendo James? Natalya suspiró y yo la miré en busca de una respuesta. De pronto lo vi claro y luminoso como el sol de levante. Quizá ella fuera la solución. Me pasó un brazo por la espalda. —Venga, vamos arriba. Se quedó conmigo mientras me aseaba y me lavaba los dientes. Luego se acercó a abrir una rendija la puerta corredera del balcón para cerrar la mosquitera, con lo que dispuse de un momento de intimidad para desnudarme y ponerme unos bóxeres y una camiseta. Me dejé caer en la cama, con los brazos en cruz. La cabeza me daba vueltas al revés que el ventilador del techo. Gruñí y cerré los ojos y oí a Natalya rodear la cama. Oí el tintineo de las pulseras de plata de ley que llevaba siempre, el golpeteo firme de sus pies desnudos en el suelo de madera. El murmullo de las sábanas de algodón mientras me las sacaba de debajo del cuerpo. Protestando, levanté las caderas para facilitarle el trabajo. Estaba a los pies de la cama. Sonreí y meneé las cejas. Me miró asqueada, haciendo un gesto con los brazos, y ese gesto me golpeó con fuerza en el pecho, ahogando casi mi zumbido. —Te pareces a ella. Su rostro se tornó triste y me arrepentí enseguida de haberlo dicho. Condenado alcohol. Me soltaba la lengua. —No soy ella.

«No, no lo eres». Natalya levantó la sábana, dejándola flotar sobre mi cuerpo, luego se sentó al borde de la cama. —¿La ves siempre cuando me miras? —me preguntó intrigada. ¿Que si veía a mi difunta esposa cuando apoyaba la mano en la parte baja de la espalda de Natalya? ¿Que si la veía cuando me daban ganas de besar a Natalya? Aunque aún no lo había intentado, ella sabía que quería hacerlo por la forma en que los dos sabíamos que yo la miraba. Echaba de menos a Raquel, siempre lo haría. Era la madre de mis hijos. Pero no era a Raquel a quien veía cuando Natalya venía a visitarme. —Te veo a ti. —Descolgó los hombros y yo le cogí la mano. Entrelazamos los dedos y me vino a la cabeza una duda horrible, que brotó por todos mis poros como pintura al óleo aguada hasta cubrirme por completo y hacerme ansiar una respuesta—. ¿Fue de verdad lo mío con Raquel? «¿Ha sido de verdad algo de lo que me ha ocurrido aquí?». Natalya miró fijamente nuestras manos unidas. Le dio la vuelta a las mías y paseó un dedo por las líneas de las palmas. La presión me hizo cosquillas. —Nat —le supliqué, con el corazón acelerado. Le apreté los dedos. ¿Habría sobornado Thomas también a Raquel? —Yo creo que lo que Raquel sentía por ti era muy de verdad. —Me plegó la mano entre las suyas—. Nunca la había visto tan feliz como contigo. Te dio dos hijos. Suspiré. —Bien. —Me recosté de nuevo en la almohada—. Eso está bien. Me apretó el pecho con mi propia mano. —Descansa, Carlos —dijo, levantándose—. Yo me voy por la mañana y los niños te necesitan. —También te necesitan a ti. Y yo —añadí, tendiéndole el brazo. —A mí ya me tienen. —Abrió la boca, titubeó un instante, tomando una pequeña bocanada de aire y dijo—. Y tú también. Me gustas, Carlos, mucho. Meneé la cabeza. —No me refería a eso. —Parpadeó y miró a otro lado, con las mejillas sonrosadas de vergüenza—. Tú también me gustas. Pero escúchame.

Me pasé ambas manos por el pelo. Ella volvió a sentarse en la cama. —¿Qué pasa? Con el pecho encogido, miraba constantemente al pasillo, hacia donde estaban los cuartos de Marcus y Julian. Le había dicho a Aimee que jamás recuperaría a su James. Habían pasado casi dos años y estaba convencido de que me quedaría así para siempre, yo estaba convencido de que siempre sería Carlos. Pero apenas hacía nueve días que el descubrimiento de mi enfermedad me había hecho un agujero en el pecho. Ahora sabía que nada era seguro. Podría seguir siendo Carlos el resto de mi vida o despertar siendo James al día siguiente. Todo dependía de cuándo estuviera preparada mi mente para hacer frente al trauma que había desencadenado mi trastorno. —Cuando deje de ser yo, tú serás lo único que les quede. —Eso no va a pasar —replicó Natalya. —Puede ocurrir. Es una posibilidad real. No me fío de los Donato, así que ¿cómo voy a fiarme del hombre que debería ser? No sé cómo era antes. Podría ser como Thomas o como ese otro hermano del que me ha hablado: Phil, el que abusó de Aimee. No quiero que nadie así se acerque a mis hijos y menos aún que los críe. —¿Cómo puedes decir esas cosas? James y tú sois la misma persona. El mismo cuerpo, el mismo corazón. —Pero no la misma mente. —Tenéis la misma alma. —Me puso una mano en el corazón y yo me la pegué al pecho con la mía—. Me cuesta creer que James pudiera hacerles daño. Los querrás siendo James tanto como los quieres siendo tú. —Ojalá tuviera tu fe. Expandió los dedos sobre mi tórax. —Puede que la tengas algún día. Hasta entonces, ¿cómo te puedo ayudar? ¿Qué puedo hacer para tranquilizarte? —Quiero que adoptes a mis hijos. —¿Qué? —dijo espantada. —Lo que has oído. Me miró muy fijamente. Yo la miré a ella. —Lo dices en serio. —Mucho. Si a mí me pasara algo, quiero que los críes tú. —No te va a pasar nada. Estás bebido. No sabes lo que me estás pidiendo.

—Sí, estoy bebido, y sí, sé perfectamente lo que te estoy pidiendo. Tú eres su tía. Julian tiene más que ver contigo que conmigo y Marcus te adora. Tiene toda la lógica del mundo. —No tiene ninguna lógica —objetó ella—. Yo vivo en Hawái. ¿Esperas que aparte a tus hijos de ti, el único padre que han conocido, mientras aún vives? —Pero no seré yo. —Le agarré la mano—. No sabré quiénes son y es muy probable que me importen un pimiento, por no hablar del peligro que podrían correr si James se los lleva a Estados Unidos. Prefiero que vivan contigo en Hawái a que se muden a California con los Donato. Natalya se zafó de mi mano y se levantó. —Me voy a primera hora de la mañana. ¿Me dejas que me lo piense? Protesté, frustrado. Luego asentí con la cabeza. —Tómate tu tiempo. Hablamos en un par de semanas. —Iba a volver en vacaciones. Se inclinó sobre mí, con la cara a menos de treinta centímetros de la mía, y me cogió la mejilla. —Tú también deberías pensártelo. Puede que mañana no lo veas igual. Lo dudaba. Me dio un beso en la frente y yo la agarré por la nuca, para que sus labios estuvieran más tiempo en contacto con mi piel. Levantó la cabeza unos centímetros y me acarició la mejilla con el pulgar. —Cuida de tus hijos, Carlos. Y cuídate tú también. —Últimamente me está costando. —Lo sé, pero inténtalo. Si me necesitas, estoy abajo, en mi cuarto. Si no, te veo por la mañana. —Se acercó a la puerta y sus pies descalzos sonaron como un susurro por el suelo—. Buenas noches —dijo. —Buenas noches, Nat.

Capítulo 5 JAMES

En la actualidad 22 de junio Los Gatos, California James tendría que haber supuesto que, si volvía al hogar de su infancia, pasaría la noche en vela. O en duermevela, con un sueño intermitente. El interior frío y tremendamente silencioso de una casa demasiado grande para ellos tres no le deja pegar ojo. Tampoco su mente hiperactiva. Da vueltas en la cama, con las sábanas enroscadas en las piernas. Le preocupa que sus hijos no se adapten a su nuevo país de residencia. Le inquieta que no vuelvan a verlo como el padre que tenían. Lo angustia pensar que en cualquier momento vaya a oír a Phil acercándose por el pasillo. Y la persona con la que más le apetece hablar, la única con la que solía hablar a diario, es precisamente a la que no puede llamar. Con un gruñido, se levanta de la cama. Recorre la casa descalzo, comprobando tres veces todos los cerrojos, luego enciende el aire acondicionado. El motor arranca con un zumbido. Las rejillas de ventilación chirrían, moviendo el aire, llevándose la quietud opresiva de la casa. Quizá el ruido de fondo lo ayude a descansar. Curiosamente, echa de menos el mar al otro lado de las ventanas de su dormitorio. Echa de menos a Aimee. Un recuerdo se mueve con elegancia por su cabeza, cómo se movía Aimee entre sus brazos cuando bailaban y, de pronto, la tiene allí, con él, mientras la hace girar por la pista atestada de gente en la boda de Nick y Kristen. Su sonrisa deslumbra y es solo para él. «Te quiero», le dice ella.

Se inclina para besarla y el reloj del comedor da la hora. James se tensa y suspira frustrado, desesperado. Da un puñetazo a la pared. No tan fuerte como para causar daños, pero sí lo bastante como para que la punzada de dolor le recuerde que está solo en esa nueva vida. No tiene a nadie en quien confiar, en quien apoyarse, al menos no como lo había hecho con Aimee casi toda su vida. «¡Dios, la echo muchísimo de menos!». Se masajea el esternón con la base de la mano para aliviar el dolor y vuelve al cuarto de invitados, donde estaba durmiendo o intentando dormir. Enciende el portátil y abre el navegador. Debería ir a LoopNet y buscar un local comercial, pero ¿para qué? No le apetece pintar y, si no pinta, no tendrá obras que exponer y vender, lo que significa que tendrá que buscar un empleo. La parte de Donato Enterprises que le correspondía y que Thomas ha vendido en su nombre les bastará para salir adelante de momento, pero el dinero no durará eternamente. Abre Ladders, la web de búsqueda de empleo, y se queda mirando fijamente la página inicial. Hizo en Stanford un doble grado de Finanzas e Historia del Arte y, como su padre esperaba que se ocupara del negocio familiar de importación y exportación, también estudió español en esa universidad. Gracias a su experiencia, está más que cualificado para ocupar un puesto de dirección. Además, siempre puede volver a la universidad y conseguir un título para dar clases de Arte en institutos o escuelas superiores. Ninguna de las dos ideas lo atrae en absoluto. Abre otra ventana del navegador y se encuentra de pronto contemplando la vista satelital de Los Gatos. Tiene dos hijos a los que mantener, necesita un empleo, otra casa y, desde luego, un coche nuevo. Debería volver a pintar, pero le falta motivación para hacer otra cosa que no sea mirar la casa que un día compartiera con Aimee: un bungaló de tres dormitorios y dos baños en pleno centro. No es la primera vez que lo hace y duda que sea la última. Amplía la imagen hasta que el tejado llena la pantalla. No le suena el coche que hay a la entrada. Los plátanos de sombra del jardín trasero están enormes y la hierba se ha secado. Tamborilea distraído con el dedo índice en el borde del portátil. No le gusta lo deteriorado que está el jardín y se pregunta si habrá ocurrido lo mismo con el interior de la casa.

Aimee y él iban a criar a sus hijos en esa casa. Tenían ideas geniales para ampliarla: añadir una segunda planta y ampliar la parte trasera. Iban a envejecer juntos, más enamorados cada día. En lugar de ello, ella se ha casado con otro y tiene una hija. «¿Cómo habrá llamado a la niña?». Maldice por lo bajo y cierra de golpe el portátil. Menos mal que ya no vive en Los Gatos. No tiene claro cómo llevaría verla por ahí con otro hombre, pero, maldita sea, se siente un acosador cada vez que la guglea o mira la casa en Internet. O el café. No puede evitarlo. El mismo anhelo que lo llevó a pintar lo lleva ahora a averiguar todo lo posible sobre Aimee. No la merece y, en el fondo, sabe que debe dejar de obsesionarse con ella, pero eso tampoco lo puede evitar. Quiere recuperarla, la necesita, tanto como su cuerpo necesita el aire para respirar. Después de un paseo matinal con los niños por el bosquecillo de detrás de la casa, James se sorprende de pronto a la puerta del Aimee’s Café. No pretendía detenerse allí, pero la primera plaza de aparcamiento disponible estaba a tres portales de allí y los chicos tienen hambre. Están muertos de hambre, en realidad, como ha dicho Marc durante la excursión. Ya hace rato que deberían haber desayunado. Chirría un rótulo por encima de su cabeza y James levanta la vista. Enseguida reconoce el logo: una taza de café caliente que despide una sinuosa columna de humo. Él mismo lo había garabateado, un tosco boceto, muy lejos de lo que podía haber diseñado. Había querido despertar el interés de Aimee por abrir un restaurante, igual que el quería montar una galería de arte. Por entonces, los dos trabajaban para sus padres. No pensó que ella fuese a usarlo, pero lo emociona muchísimo. Es como si hubiera incluido pedacitos de él en su sueño. Julian, vestido con una camiseta arrugada del Escuadrón Suicida de DC Comics, unos bermudas de pinzas y unas chanclas Adidas, curiosea por el ventanal haciéndose sombra con las manos. —Este sitio pinta bien, podemos comer aquí —dice en español, desafiando descaradamente la petición de James de que hablen en inglés. Las clases empiezan dentro de dos meses y más les vale acostumbrarse a hablar el idioma.

—No —espeta James. Es tarde y también él está muerto de hambre, pero no piensa entrar en el café por nada del mundo. Julian lo mira furioso y se planta los auriculares, que siempre lleva encima. —Tengo hambre —lloriquea Marc en un inglés con mucho acento. —Y yo, colega —contesta su padre, luego le tiende la mano y lo sorprende que el niño le dé la suya. —Desde aquí no se ve la carta —dice Julian, colándose dentro. —¡Julian! Marc se suelta de la mano de James y sigue a su hermano. James maldice y echa un vistazo a la cafetería de más abajo, donde pensaba llevarlos. «¿Y ahora qué?». ¿Espera fuera como un imbécil con la esperanza de que sus hijos salgan al ver que no ha entrado con ellos o le echa valor y entra? Por el ventanal ve a Julian pidiendo. —Mierda. —Le echa valor. Abre de golpe la puerta. Las campanillas que cuelgan del techo describen una gran parábola y golpean el cristal enmarcado en madera. Todo el mundo se vuelve a mirarlo, justo lo que pretendía evitar. Saluda con sequedad a los presentes y se queda de piedra. Un collage de fotografías, estarcidos y cuadros cubre las paredes del fondo. Sus cuadros. Ella los ha guardado todos esos años. Los mira fijamente hasta que se le secan los ojos: escenas de graneros al pie de las montañas y prados cubiertos de rocío con vistas al mar, bosques donde la luz del sol asoma entre las copas de los árboles o luz de luna reflejada en las cascadas de Yosemite. Suelta un largo suspiro por la boca y se mete la mano en el bolsillo para aferrarse al omnipresente anillo de compromiso como si fuera un salvavidas. —¿James? Los tendones de detrás de las orejas se le tensan al oír su nombre. Se vuelve despacio y ve a una mujer con el vientre abultado. Ella lo mira como si hubiera resucitado de entre los muertos y, en cierto modo, así es. La mujer hace un aspaviento y retrocede un paso, con los ojos muy abiertos. James reconocería en cualquier parte esos ojos azul lavanda. —Kristen —dice él con voz ronca. Está igual, pero distinta. Estos siete años han madurado y mejorado a la hermosa mujer de su mejor amigo.

—¡Eres tú! ¡Eres tú de verdad! —exclama, abalanzándose sobre su pecho y estrujándolo todo lo que su embarazo le permite. Es el primer abrazo que le dan en más tiempo del que quiere recordar. Arruga el rostro para contener la inmensa emoción que siente y termina retrayéndose. No la abraza también, sino que le da unas inoportunas palmaditas entre los omóplatos. Ella se aparta para mirarlo bien. —Nick me dijo que volvías a casa y no me lo podía creer. Luego estaba deseando que vinieras a vernos. Y has venido —dice entre lágrimas. Esboza una sonrisa tonta de oreja a oreja, después empieza a dar saltitos de emoción—. ¡Ay, madre mía, que estás aquí! —chilla. James se encoge. Mira de pronto a la puerta batiente que conduce a la cocina, luego al pasillo de entrada y, por último, de nuevo a Kristen, que sigue brincando y chillando. Reprime una sonrisa. No, Kristen no ha cambiado casi nada, salvo por el vientre abultado, que James le mira de pronto como un bobo. —Estás embarazada. —Otra vez, ya sabes —replica ella con un resoplido. Nick fue a visitarlo a Puerto Escondido. Al ver que no podía localizar a Aimee, James había llamado a Thomas. El número de Nick había sido el tercero que había marcado. Había tenido que enterarse por Nick de que todo lo que Thomas le había dicho era verdad. Con todas las mentiras que su hermano le había contado durante años, lo único que él esperaba que fuese mentira, que lo habían abandonado en México, era la más absoluta y aterradora verdad. Nick se lo había confirmado con una afirmación rotunda: «Sí, es verdad, todo». A los pocos días, Nick estaba con él en México, informándolo de los seis años y medio de su vida que se había perdido. Entonces supo lo de Aimee, que nunca se había resignado, que al final lo había encontrado, pero había terminado renunciando a él para que pudiera seguir viviendo su vida como Carlos. Entonces Nick le pidió que se sentara, porque no había parado de pasearse por todo el salón como un loco enjaulado en una prisión, y le contó la cruda realidad sobre Aimee: que estaba enamorada de otro hombre, que se había casado y había tenido una niña. De todo lo que le habían contado, aquello fue lo que más le partió el corazón. Casi lo destrozó.

James estampó el vaso de whisky en la pared y lo dejó hecho trizas, como su corazón. Ahora es la mujer de Nick la que está embarazada de su tercer hijo. Kristen se acaricia en círculos el vientre. —Aún me quedan cuatro meses —dice con cara de pena. —Tienes buen aspecto —le dice él, sinceramente. —Tú también —contesta ella, superada ya la euforia de hacía un rato —. Me alegro de verte. Nunca pensé que… Se oyen cacharros en la cocina, voces que llaman la atención de James. Se le acelera el corazón. —¿Está…? —Mira angustiado a Kristen—. ¿Está ella aquí? Kristen niega con la cabeza. —No ha venido esta mañana. James emite un sonido gutural. Ella no está, mucho mejor. Cuando por fin la vea, no quiere tener público. Nota que le tiran de la camisa. Mira abajo y ve a Marc. —¿Me puedo comer un donut, por favor? —No vamos a comer aquí, Marc. —¿Desea algo más, señor? —le dice la cajera a James. Su hijo mayor, que encabeza la cola de pedidos, le lanza una mirada desafiante. —¡Julian! —brama James. Al final van a tener que comer allí. Le devuelve la mirada asesina al niño. —¿Qué pasa? Tengo hambre —dice Julian a la defensiva, como sorprendido por la regañina. Al pasar junto a su padre y a Kristen, cambia la cara por una de fingida inocencia. Ella enarca las cejas hasta el nacimiento del pelo recogido en una coleta mientras los dos ven a Julian abrirse paso por un laberinto de mesas desordenadas hasta dejarse caer en una silla vacía. —Veo que no soy la única que anda ocupada —le dice ella con una risita. James gruñe, pero esboza una sonrisa de complicidad: los dos son padres. —¿Por qué no os sentáis con nosotros? Nos acabamos de sentar — dice, señalando una mesa cerca de Julian donde hay una bebé en una trona comiendo papilla con fruición. De pie en una silla hay otra niña con los labios manchados de gelatina, canturreando.

—Siéntate, Nicole —le ordena Kristen. La niña se sienta—. Estoy encantada de que este sea niño —dice, dándose palmaditas en el vientre. —Los niños no son mucho más fáciles —reconoce James, pensando en cómo lo torean Julian y Marc. Kristen suspira. —Es distinto, supongo, ¿no? Ve a pedir y sentaos a comer con nosotras —le dice, señalando el mostrador con la cabeza. Marc explora el comedor. James lo redirige hacia Julian. —Siéntate con tu hermano. Ahora te llevo un donut. En el mostrador, James mira la carta y pide un café y una tortilla francesa. Trish, que así es como se llama la barista según la chapita tipo pizarra que lleva prendida del uniforme, le repite el pedido. James se enfurece al oírla recitar en voz alta todo lo que supuestamente han pedido. —Son nueve noventa y cinco —concluye. Julian ha pedido de sobra para los tres, para que desayunen, coman y cenen. James se saca malhumorado la cartera del bolsillo de atrás del pantalón y mete la tarjeta en el TPV. «Contrólate, tío, contrólate». —Salvo la tortilla, el donut y las tortitas, el resto pónmelo para llevar. —Claro, señor —dice Trish y, sonriente, le da el tique. Cuando se sienta a la mesa de Kristen, no se molesta en pedirles a los niños que se sienten con ellos. Que coman solos. Les vendrá bien un respiro después de los últimos dos días. Kristen le pasa a su hija mayor una servilleta. —Dile hola al señor Donato, Nicole. Es amigo de papá. —«Fola» —dice la pequeña con la boca llena y agitando las manitas pringosas de gelatina. James le devuelve el saludo a la cría, que es la viva imagen de su madre, a la que él conoce desde niña. Hechas las presentaciones, con las que se entera de que la pequeña de Nick se llama Chloe, y tras una breve conversación sobre los niños, sus edades y sus actividades favoritas, Trish les sirve la bebida. Un café normal para James y dos tazas enormes de chocolate caliente bajo una nube inmensa de nata para los chicos. Además, pone en el mantelillo de papel de Julian un café mexicano grande con una dosis de expreso. —Será una broma, ¿no? —protesta James. Kristen se parte de risa. Él la mira—. Yo no he pedido esto —reconoce, sin pensar en el doble sentido

de sus palabras. —Ya sé que no —le dice su amiga, apoyando la barbilla en la mano —, pero en ocasiones los mejores regalos de la vida son los que no sabíamos que necesitábamos. —James mira de reojo a sus hijos, los dos con un bigote de nata. De pronto, suelta una carcajada que le vibra en el pecho y le levanta el ánimo—. Bueno, ¿qué planes tienes? —pregunta Kristen, recuperando su atención. —¿Planes? —repite él mientras bebe de su taza. —Ya sabes, en qué vas a trabajar, a qué colegio vas a llevar a los niños, dónde vas a vivir… —dice, describiendo círculos con la mano, como invitándolo a seguir. —Quieres que te cuente mi vida. —Claro, pero en cuanto terminemos de desayunar, voy a llamar a Nadia. Aunque esta semana está trabajando en SoCal, querrá enterarse de todo. Nadia, la aglutinadora del trío Aimee-Nadia-Kristen. Mientras medita las preguntas de Kristen, James estudia el humo que desprende su taza. —¿Vas a llamar también a Aimee? —le pregunta. Ella guarda silencio un instante. —No sé… Lo está pasando mal, James. Quiere a Ian y son muy felices juntos, pero saber que vuelves a ser tú le ha recordado el pasado. — Arruga la servilleta sucia de Nicole y se queda mirando la pelota de papel como si contuviera la solución a todos los problemas—. Tendréis que decidir los dos cómo seguir adelante por separado. El desayuno no tarda en llegar y, en cuanto James termina, quedan en volver a verse. Kristen los invita a una barbacoa y un baño en la piscina de su casa el fin de semana. De camino a casa, James da un paseo en el coche por la ciudad. Les enseña a los niños el colegio al que irán y les señala una pista para monopatines atestada de chavales de la edad de Julian. Su hijo se yergue en el asiento para ver mejor por la ventanilla del copiloto y James toma nota mental de comprarle un monopatín. Julian hace surf, así que seguro que le gusta. Llegan a casa pasado mediodía. Cuando James cierra la puerta, les asalta los sentidos el olor a tostadas y a beicon. Los chicos levantan la

nariz y olfatean. El hedor a huevo cocido con vinagre hace arrugar la cara a Julian. Padre e hijo se miran sobresaltados unos segundos. Hay alguien allí. James deja en el suelo la bolsa de comida para llevar. —Quedaos aquí —les ordena a los niños antes de adentrarse con cautela en la casa. Le sudan las axilas. ¿Habrán soltado a Phil? Juraría que Thomas le había dicho que aún faltaban seis días. Cinco ya, porque eso había sido el día anterior. Aprieta los puños. Maldita sea, ojalá tuviera un bate de béisbol. O un arma. Le palpita la cicatriz de la cadera. Vuelve la esquina en la que el pasillo desemboca en la cocina y se detiene en seco. Parpadea intentando procesar lo que tiene delante. Plantada junto a la isla con encimera de mármol, cortando huevos cocidos en rodajas, está su madre, Claire. —¿Qué haces aquí? Debería estar contentísimo de verla por primera vez después de tantos años. Cualquier buen hijo lo estaría, pero él no era un buen hijo y Claire nunca había sido la más tierna de las madres. Tiene que cambiar las cerraduras cuanto antes para asegurarse de que no aparece sin avisar ningún otro miembro de la familia. Claire suelta el cuchillo y le hace la ficha. James no se ha afeitado esa mañana y lleva la camisa por fuera y sin planchar. No le hace falta preguntar si pasa la inspección: su gesto arrugado lo dice todo. Su madre se da unos golpecitos en la barbilla, como indicándole que debería haberse aseado antes de salir de casa. Tiene treinta y seis años, ¡por el amor de Dios! Nadie lo va a hacer sentirse mal por su aspecto. Bastante agobiado está ya con otras cosas. —¿Qué es todo esto? —pregunta él, señalando la comida. —He preparado el almuerzo —contesta ella, limpiándose las migas de las manos—. Bienvenido a casa, James. James oye que los niños entran en la cocina detrás de él. Marc chilla. Julian se queda pasmado y asoma a su rostro la primera sonrisa desde que aterrizaron en California. Su semblante es todo expresividad. —Señora Carla, ¿qué hace aquí?

Capítulo 6 CARLOS

Cinco años antes 17 de junio Puerto Escondido, México Marcus se volcó un cubo en la cabeza. Chilló, pateando con sus piernecitas regordetas mientras por el cuerpo desnudo le caía arena que se le pegaba a las zonas de la piel donde llevaba crema solar. Añadí otra torre al castillo y Marcus se propuso destrozarla. Agitó los brazos y tumbó otro muro. —¡Marcus! —Lo agarré por las axilas y planté su trasero desnudo más lejos de nuestra obra maestra. Le pasé su cubito y su pala—. Toma, derriba tu propio castillo. —Rio y se metió un puñado de arena en la boca —. ¡No te la comas! —Lo agarré por la muñeca y le pasé los dedos por la lengua. Marcus empezó a masticar y yo oí crujir los granos ásperos. Arrugó la cara como un papel y abrió mucho sus ojitos pardos, mirándome confundido—. ¿Ves lo que pasa cuando te comes la arena? Empezó a hacer pedorretas y la arena empapada en saliva le cayó por las comisuras de los labios. Reí y me volví hacia el castillo de arena, decidido a reparar el muro que Marcus acababa de reventar. Cerca de la entrada al jardín trasero de nuestra casa, Julian jugaba al fútbol con sus dos amigos, Antonio y Héctor. El balón pasó rozando a nuestra nueva vecina, tumbada bajo la sombrilla que tanto le había costado plantar en la arena hacía una media hora. Terminé el muro, añadí otra torre más y fui a buscar mi móvil, que estaba entre el montón de toallas. Natalya quería que le mandase una foto del último castillo de arena de Marcus.

Vi que Julian le robaba el balón a Héctor. Chutó, un bonito pase que se elevó por encima de la cabeza de Antonio y aterrizó justo encima de la sombrilla de nuestra vecina. La sombrilla se derrumbó y enterró debajo a su propietaria. Ella gritó. —¡Mierda! —exclamó Antonio. Unas piernas pálidas asomaron por debajo de la sombrilla volcada, agitándose como batidoras. —¡Socorro! A Julian se le descolgó la mandíbula. Yo agarré a Marcus. —¡Ayúdala! —le grité a Julian. —Ay, vale —dijo el niño, saliendo bruscamente de su sorpresa y hablando en inglés como lo había hecho yo, porque, a juzgar por los chillidos que emanaban de debajo de la sombrilla, nuestra vecina era americana. Dejé a Marcus en la arena, advirtiéndole muy serio de que no se moviera. —¡Quítamela, quítamela de encima! —No paraba de mover las piernas como una posesa, sacando de pronto una mano. —Agarrad el palo —les dije a Héctor y a Antonio, luego me situé detrás de la mujer y agarré la parte superior de la sombrilla—. ¡Levantadla! Mientras lo hacíamos, cerré la sombrilla, procurando que las varillas de aluminio no se le engancharan en el pelo ni en la ropa. La ladeamos y la dejamos caer en la arena. Nuestra vecina estaba desparramada en una silla de playa que se sostenía en precario equilibrio sobre un lado. Los pies se le habían hundido en la arena. Se quitó el sombrero de ala ancha que llevaba aplastado sobre la cabeza y se apartó el pelo platino adherido a los ojos y a la frente. Acalorada y respirando con dificultad, señaló a Julian con un dedo huesudo terminado en una uña afilada y pintada de granate. —Eres… —empezó, inclinándose hacia delante. La silla volcó y ella echó enseguida las dos manos a los reposabrazos. Julian se balanceó sobre los talones, luego se pasó una mano por el pelo lleno de arena y empapado en sudor, se balanceó un poco más y volvió a pasarse la mano por el pelo. La mata de pelo corto y recio se le quedó de punta.

—Lo siento, señora —le dijo en español. Me miró de pronto y luego se miró los pies—. Lo siento —repitió, esa vez en inglés. —Ya puedes sentirlo. —Se levantó de la silla y se alzó sobre él—. Te iba a gritar que «menudo chute», pero tienes que afinar un poco la puntería. —Sí, señora —contestó él de nuevo en español antes de repetirlo en inglés. Julian se pasó la mano por el pecho y se dejó un rastro de arena, se lo sacudió y se rascó la piel. Yo lo agarré de la muñeca y lo miré muy serio para que dejara de toquetearse. Nuestra vecina se estiró el caftán estampado de paramecios de colores. Los puños y el bajo estaban rematados de lentejuelas doradas que producían destellos a la luz del sol. —Parece que me he quedado sin sombrilla —dijo, examinando por encima del hombro el artilugio aplastado. Miró al sol con los ojos entornados. Pegaba fuerte, el aire era seco y hacía un día asfixiante. Me corría el sudor por el pecho y por la espalda y a nuestra vecina le brillaba la frente. Julian y sus amigos no paraban de moverse: la arena les quemaba las plantas de los pies—. Bueno, pues supongo que, si no quiero quemarme, más me vale meterme en casa —añadió nuestra vecina, frotándose las manos para deshacerse de la arena. —Le compramos otra sombrilla —ofrecí, mirando de reojo a Julian. Lo pondría a ayudar a la recepcionista de mi galería los próximos sábados por la mañana. Había que fregar el suelo y desempolvar los expositores. Julian masculló otra disculpa. —No hace falta —terció nuestra vecina frunciendo la boca—, aunque a lo mejor —dijo, repasando con la mirada a la tropa perdida de arena mientras se daba unos golpecitos en la barbilla— tu hijo y sus amigos podría ayudarme a llevar la silla y la bolsa adentro. Accedí sin reservas. Era lo mínimo que podía hacer. —¿Chicos? —les dije al ver que no se movían. —Tengo limonada y he comprado unas… ¿Cómo las llamáis? —dijo, chascando los dedos—. Galletitas, ¿no? Creo que así es como les decís a las cookies. Si os apetecen… —Sí, señora —contestaron los niños en español.

Acto seguido, agarraron sus pertenencias (la silla, la bolsa y la toalla) y se las llevaron al jardín. Yo cogí en brazos a Marcus, que se acababa de embadurnar el pelo de arena. —Soy Carlos, por cierto, su vecino —le dije a la señora, señalando con la cabeza mi casa y tendiéndole la mano. No me la estrechó porque no la vio. Miraba fijamente a Marcus, con los ojos empañados. Me pregunté si le recordaría a sus nietos, pero caí en la cuenta de que a mi espalda el sol deslumbraba. Me desplacé un poco para que no nos diera a ninguno de los dos en la cara. Ella parpadeó y me miró un instante varias veces para luego centrarse de nuevo en Marcus. —Yo soy Cl… —Carraspeó—. Soy Carla. ¿Este es hijo tuyo? —Sí —dije en español—. Este es Marcus —dije, me lo recoloqué debajo del brazo y él soltó una risita. —¡Más, más…! —dijo, dando palmas y suplicándome que le hiciera otra voltereta. Carla entrecruzó los dedos y se llevó las manos al pecho. —¿Qué edad tiene? —Casi diecisiete meses —contesté, mirando a Marcus, que saludaba a Carla con las dos manos—. Creo que le cae bien. —Y él a mí —dijo ella, esbozando una sonrisa. Marcus se retorció en mis brazos. —¡Porfa, papá! Una carcajada entrecortada le amplió la sonrisa a Carla. —Papá —repitió, observando cómo Marcus se retorcía en mis brazos. Se le empañaron aún más los ojos y bajó la vista a la arena—. Ay, más vale que me vaya. —Se limpió las manos en la cadera—. Tu hijo y sus amigos están esperando la merienda. —Encantado de conocerla —dije, y volví a ofrecerle la mano. Esa vez me la estrechó. —Igualmente, Carlos —contestó. Se la veía muy sola. —Señora Carla —la llamé cuando llegó a la cancela de su jardín—. ¿Le apetece cenar con nosotros mañana por la noche? Es noche de tacos. Los hago de bacalao a la brasa. —He… he quedado para cenar fuera —contestó, toqueteándose nerviosa el cuello del caftán.

—Si cambia de planes, pase por casa. A las seis. —Saludó a medias con la mano y se metió en su jardín—. Venga, Marcus, vamos a asearte. Cinco años antes 18 de junio El sol se escondía ya en el horizonte y se había levantado una brisa seca que apenas nos refrescaba a Julian y a mí, que jugábamos al fútbol en el jardín trasero. Con cada pase, se acercaba más a la barbacoa. —Ten cuidado, que está caliente —le dije, y chuté hacia la zona más apartada del jardín, lejos de la parrilla. El balón rodó y se detuvo junto a la cancela de acceso a la playa. Fui a echar un vistazo a la barbacoa. Julian llevó el balón hasta el centro del jardín, dándole toques, tomó impulso con el pie y disparó, propinándole un golpe fuerte al cuero. El balón salió disparado por el aire, pasó por encima del murete de adobe y entró en el jardín de la señora Carla. El niño protestó. —Ve a por él antes de que vuelva la señora Carla —le dije, agitando la brocha de la parrilla, porque daba por supuesto que había salido a cenar como tenía previsto. Julian cruzó como una bala la verja de hierro forjado y se acercó a la casa de la vecina. Yo rasqué la rejilla de la barbacoa y bajé la tapa para que se calentara un poco más. —¿Listo para comer tacos, hombrecito? —le pregunté a Marcus, que empujaba un camión de juguete por la hierba. —¡¡Tacos!! —Di: «Quiero un taco». —¡Taco! —repitió, sonriente. —Casi. —Sonreí yo también. Volvió Julian con el balón bajo el brazo. Le abrió la cancela a Carla. —Me he encontrado a la señora sentada en el jardín ella sola —dijo muy rápido antes de cerrar la cancela de golpe. Carla se sobresaltó. Lo miró y Julian sonrió—. Le he dicho que viniera a cenar con nosotros — añadió, luego tiró el balón al suelo, lo llevó por todo el jardín pasándoselo de un pie a otro y lo dejó. Carla se quedó junto a la cancela, incluso pareció que iba a abrirla, pero se llevó la mano a la cara y se atusó el pelo. Se había recogido la

coleta de color pizarra a la nuca con una pinza, un complemento elegante de sus pantalones de lino blanco y su blusa de color salmón. Parecía incómoda y dispuesta a marcharse. Volvió a abrir la cancela. Solté la brocha y crucé deprisa el jardín. —¿Se queda a cenar con nosotros? —Tenía pensado salir, pero… Me miraba el pecho. Se agarró al hierro forjado. —Pero ¿qué? Estudié su rostro intentando averiguar qué le impedía quedarse con nosotros. Su semblante se oscureció un instante, se tornó sombrío. Luego hizo un esfuerzo y levantó la barbilla. No me miró a los ojos. —El plan se ha cancelado —me dijo con una leve sonrisa. —Pues quédese —insistí—. Hay pescado de sobra. —Cerré la cancela cuando se me ocurrió que su reticencia quizá no tuviera nada que ver con la vergüenza de que su plan no hubiera salido adelante, ni con que fuéramos desconocidos—. ¿No será alérgica…? —¿Al pescado? No. Me encanta el pescado —dijo, frotándose las manos. —Entonces le van a encantar los tacos de pescado. Son famosos en todo el mundo. —Crucé con ella el jardín y le ofrecí una silla en la mesa de jardín—. ¿Algo de beber? —Sí —dijo ella en español, y se sentó. Sonreí, escudriñándola. —Apuesto a que no bebe tequila —dije, dándome unos golpecitos en la nariz y señalándola—. Ginebra. —Inspiró, el aspaviento se oyó perfectamente—. Ginebra, pues —sentencié antes de dar unas palmadas—. Marchando un gin-tonic —añadí agitando un dedo, y me metí en casa—. ¿Con lima? —le grité desde la puerta corredera de la cocina. —Fenomenal. —Julian, ven a por las patatas fritas y la salsa. Cuando le preparé la copa y cogí una cerveza para mí, Carla vigiló a los niños mientras yo asaba el pescado. —¿Qué la trae por Puerto Escondido? —Nunca había estado por aquí —contestó ella, haciendo girar el agitador de plástico por el interior del vaso.

—¿Has estado en muchos sitios? —le preguntó Julian al tiempo que se metía en la boca una patata impregnada de salsa. La masticó con un sonoro crujido. Carla frunció el ceño. —Sí, en muchos. —¿Viaja mucho? —le dijo Julian con la boca llena de patata frita. Ella entornó los ojos y yo miré a mi hijo y me señalé la boca. Julian tragó ruidosamente—. ¿Viaja mucho? —repitió. Carla dejó el gin-tonic en la mesa. El culo del vaso brillaba de la condensación. —Antes sí. —¿En serio? ¿Dónde ha estado? Comprobé si el pescado estaba listo, intrigado yo también. —En toda clase de sitios —respondió ella, y suspiró soñadora—. En Italia, en Francia, en Inglaterra… También he estado en Hong Kong, en Tokio, en San Petersburgo… —¿Y eso dónde es? —En Rusia. Julian silbó. —¿Por trabajo o por placer? —dije, retirando el pescado de la parrilla. —Casi siempre por negocios, pero este viaje… —Carla sacó el agitador del vaso y exprimió la lima en el interior—. Este viaje es para mí. He venido aquí a pasar el verano. —Ajá. Hice un puchero mientras meditaba lo que decía. Por lo general, en los meses de verano, alquilaba la casa de al lado un chorreo constante de extranjeros: surfistas, turistas, graduados universitarios que viajaban por Centroamérica y Sudamérica antes de volver a casa e insertarse en el mercado laboral… Al menos una vez a la semana presentaba una queja por ruido. El exceso de fiesta no dejaba dormir a mis hijos. Dudaba que fuéramos a tener ese problema con Carla. Dejé la bandeja de pescado en la mesa entre las tortillas y la col. Carla apartó su vaso y su anillo de casada brilló a la luz ya escasa del sol. —¿Va a venir también su marido? Carla se estremeció y me miró perpleja. Yo le señalé la alianza con las pinzas de servir.

—Aaah. —Estiró los dedos y miró fijamente el anillo—. Siempre me olvido de que lo llevo. No, no, no va a venir. Falleció hace unos años. Lo he llevado puesto tantísimo tiempo que es absurdo que me lo quite solo porque haya muerto. —Bajó la mano al regazo—. No tengo interés en conocer a nadie más. —Nunca se sabe —dijo Julian, preparándose un taco—. Es una señora mayor, pero no tan mayor. —¡Julian! —lo reprendí, dejando con firmeza las pinzas en la mesa. —Aún es guapa —dijo el crío, encogiendo un hombro. —¡Julian! —volví a decirle en un susurro furioso. Carla se sonrojó y se revolvió incómoda en el asiento—. Tiene seis años y medio —le dije, como si su edad lo excusara. Le pasé su plato y lancé a mi hijo una mirada de advertencia—. Discúlpate, por favor. —Lo siento —masculló el niño. Luego se dejó caer en una silla y se metió una patata en la boca. Se acercó Marcus, bamboleándose, y llamó la atención de Carla. —Tu hijo es precioso. Se parece mucho a ti —dijo ella. Miré a Marcus. Tenía mi pelo y mis ojos castaños, pero las mejillas y el color de piel eran de su madre. Se me hizo un nudo en la garganta, aunque menos que antes cuando pensaba en Raquel. Ya hacía casi año y medio que había muerto. Marcus levantó los bracitos, con un camión de juguete en cada mano. Lo subí a su trona. —¿Y usted, señora Carla, tiene hijos? No dejaba de mirar a Marcus. Su semblante se tornó triste. —Tuve tres hijos. Hace tiempo. Más tarde, contemplé la foto enmarcada de Raquel y yo que tenía en la cómoda de mi cuarto, con la frente y la nariz pegadas el uno al otro, riéndonos los dos. No recuerdo de qué, pero a menudo me partía de risa con su humor ácido, me daban calambres en el estómago y me lloraban los ojos. Las carcajadas disipaban las sombras que acechaban en los rincones más escondidos de mi mente, aunque solo fuera un rato. Nos habíamos casado en el patio de Casa del Sol, con las olas caóticas y salvajes de Playa Zicatela de fondo. Nuestro amor era así: ágil y dinámico. A menudo me pregunto si me habría enamorado de ella tanto y

tan rápido de no haber estado aterrado y destrozado, pero la había querido desde el instante en que se había acercado a mí en la consulta de fisioterapia. Se metió el pelo por detrás de la oreja, en la que vislumbré el orificio sin adornos de su lóbulo, y quiso estrecharme la mano al presentarse. Aquel primer contacto me despojó de la capa exterior de angustia que me había tenido el corazón acelerado desde que había despertado en el hospital hacía un mes. Solté un suspiro y experimenté un asomo de esperanza. Todo iría bien. En cuestión de minutos, me sacó de mi amargura y me levantó de la silla con una determinación que al principio envidié y después adopté. Si no podía curarme el cerebro, tendría que reunir todo lo que llevara dentro para curarme el cuerpo. Mis heridas eran más que nada superficiales: huesos faciales que soldaban, laceraciones que se transformaban en cicatrices rosadas y un hombro que pronto mejoraría. Según me comentó Raquel, a juzgar por el estado de mi cuerpo, debía de haber sido atlético toda la vida. Ignoraba qué deporte había practicado para estar tan en forma, pero en cuestión de cuatro meses, ya corría diez kilómetros diarios. Había estado entrenando para un maratón cuando apareció Aimee y me puso la vida del revés. El día de la carrera, una semana después de que se fuera, andaba resacoso y revolcándome en la autocompasión, así que me levanté de la cama horas después del pistoletazo de salida. Acaricié el cristal, recorriendo con el pulgar el contorno del recogido desenfadado de Raquel, salpicado de paniculata. Con sus mechones de castaño dorado y sus ojos de color miel, jamás había estado más deslumbrante. Vestida de seda blanca, con la cintura suelta sobre el vientre en el que crecía nuestro bebé, irradiaba felicidad. Aquel gozo me había atrapado. Raquel había sido una luz intensa, un faro en mi mundo oscuro. Echaba de menos a mi difunta esposa, esa noche más que en los meses anteriores, pero siempre la anhelaba cuando arropaba a los niños por las noches. Algunas la veía allí, sentada al borde de la cama, acariciándole el rostro a Julian con sus dedos largos y elegantes mientras le cantaba una nana. Esa noche la ilusión me pareció tan real que casi creí oír su voz. ¡Cuántas veces había deseado que Marcus hubiera tenido ocasión de oírla decirle «Te quiero»! Había muerto durante el parto, de un aneurisma, mientras yo veía a mi hijo recién nacido, lavado y secado, gemir en mis brazos. Lloramos los

dos. Dejé la foto en su sitio en la cómoda y pensé en Carla. La desesperación que le producía la pérdida de sus seres queridos (yo aún no sabía cómo) era evidente. Me había impactado. El aire de mi cuarto se había vuelto caliente y asfixiante. Encendí el ventilador del techo, agarré el móvil de la mesilla de noche y abrí la puerta corredera que daba a la terraza. Las tablas crujieron cuando crucé la tosca cubierta de madera. Apoyado en la barandilla, quité de la pantalla la notificación del mensaje de Imelda —«Por favor, ven a verme cuando cierres el lunes»— y llamé a Natalya. —¡Hola! —masculló. El suave desenfado de su voz me inundó y alivió mi soledad. Siempre tenía ese efecto en mí: me calmaba y me tranquilizaba. —¿Te he despertado? —No pasa nada —dijo ella bostezando—. Me he quedado dormida en el sofá. Se oyó el roce de la ropa, el clic de una cerradura y una puerta corredera. Crujió la madera y ella suspiró. Me la imaginé instalándose en la silla de jardín, contemplando el mismo océano que veía yo, a miles de kilómetros de distancia. Apoyé los codos en la barandilla. —¿Un día largo? —Allí era medianoche, de modo que en Hawái debían de ser las nueve de la noche. Emitió un ronroneo de asentimiento. —He ido a hacer paddle surf con Katy y sus alumnos —contestó. Katy llevaba un campamento de verano de surf y paddle surf en Hanalei —. Hemos ido contra el viento todo el rato, pero la puesta de sol ha sido alucinante. Parecía un polo de naranja derritiéndose en el agua. Esbocé una sonrisa. —Ahora tengo antojo de helado. Rio un poco. —Y yo. ¿De qué sabor? —De pepitas de chocolate. —¡Qué aburrido! —protestó. —¿De qué, entonces? —De poi. —¿De poi de taro?

—Sí —rio ella. —¡Puaj! —dije yo, poniendo cara de asco. —Está de muerte. Tienes que probarlo. Chasqueé la lengua. «¿Cuándo?», me dije. En Puerto Escondido no había poi y yo no iba a viajar. Durante los últimos seis meses, me había negado a salir siquiera del estado de Oaxaca. A la luz de la luna, la marea lamió la orilla como la lengua de un perro lame un cuenco de agua. Con calma y con ritmo. —No pretendía insinuar que… —No, Nat. —Me apreté el puente de la nariz—. No te disculpes. A ella le fastidiaba recordarme mi trastorno sin querer. Pasamos un rato sin decir nada ninguno de los dos. Escuchamos el ritmo de nuestra respiración y yo deseé que estuviera conmigo. Suspiró. —Seguro que no me has llamado para hablar de helado, así que ¿de qué te apetece hablar? Tenía mucho que contarle y un gran favor que pedirle, pero las palabras se evaporaron en mi boca como se evapora el agua en la acera caliente. —De nada en particular —dije—. Solo quería oír tu voz. Soltó una sonora carcajada. —¡Madre mía, voz de cazallera! —Debería colgar. ¿A qué hora es tu vuelo? —Muy temprano —protestó ella—. Y tengo reuniones en Los Ángeles toda la tarde. ¿Nos vemos dentro de unos días? —Sí. Estamos impacientes. —Porque tal y como yo lo veía, Natalya era la única forma de que yo mantuviera la promesa que le había hecho a Raquel cuando había besado su cuerpo sin vida por última vez. «Cuidaré bien de ellos». Cinco años antes 22 de junio Encontré a Imelda justo donde esperaba encontrarla a las tres menos cuarto: trabajando en su portátil en La Palma. El restaurante al aire libre de Casa del Sol tenía las mejores vistas de todo el hotel: el océano

Pacífico que se extendía hasta el horizonte y la brisa marina, que propagaban las palmeras próximas, siempre eran de agradecer. En días como ese, en que el aire olía a leña quemada y el sol abrasaba las cejas, yo solía llevar la camisa empapada a mediodía. La camisa de lino holgada de color azul cielo que me había puesto hacía solo una hora ya tenía una mancha de sudor en la zona donde la espalda había ido pegada al asiento de cuero del coche. Imelda almorzaba en La Palma todos los días. A la misma hora y en la misma mesa. Comía despacio, mientras se reunía con el personal del hotel y actualizaba las hojas de cálculo. Confiaba en ella tanto como en Thomas, o sea, cero. Nada. Pero me fiaba de una cosa: de su horario. Otra cosa no, pero constante sí era. Fui zigzagueando entre las mesas hasta plantarme enfrente de ella, de espaldas al mar. Tecleaba rápido en el portátil, con un auricular inalámbrico en la oreja, el ceño fruncido. Llevaba una blusa de seda blanca y una de esas faldas ajustadas superrectas de color gris. Básicamente lo mismo que todos los días, incluido aquel día en el hospital, cuando se había presentado como mi hermana. «¡Maldita sea!». En cuestión de segundos, volvía a estar furioso con ella. Sin quitarme las Maui Jim polarizadas, conté hasta diez para mis adentros mientras veía a un surfista desaparecer bajo una ola inmensa, luego toqué con los nudillos en la mesa para llamar la atención de Imelda. Ya era hora de que solucionáramos lo nuestro. Levantó la vista con una mezcla de sorpresa e impaciencia. Luego abrió mucho los ojos. —Carlos… ¿Qué haces aquí? Se levantó y agarró un bolígrafo de la mesa, que sostuvo entre la yema del pulgar por un lado y las de los otros dedos por el otro, y sonrió. —Me has pedido que viniera. ¿Qué es tan importante como para que no me lo puedas contar por teléfono? —Sí, sí, claro. Siéntate, por favor —dijo, señalando la silla que tenía al lado. Me miré el reloj como si tuviera prisa y me senté, con las piernas separadas, la espalda pegada al respaldo y los codos en los reposabrazos. Me botaba la rodilla. Imelda volvió a su sitio. Apretó el pulsador del bolígrafo.

—¿Cómo están los niños? Miré el bolígrafo. Llevaba uno en la mano, con el que no paraba de hacer clic, cuando me había confesado que no era mi hermana y me había dicho que yo no era Carlos. Entre su llanto y aquellas pulsaciones compulsivas, había tardado una barbaridad en contarme toda la historia. O había sido por eso o se había parado el tiempo, no sabría decirlo. Toda aquella semana era un borrón para mí. Visto con perspectiva, creo que siempre sospeché que me ocultaba algo. Aquellos sueños que tenía ocasionalmente sobre Aimee y mi obsesión por pintar su rostro… Solo eso tendría que haber sido motivo suficiente para que cayera en la cuenta de que pasaba algo raro. Podría justificar que aquello no me intrigara de diversas maneras: porque me estaba recuperando de mis heridas, porque me había enamorado de Raquel, porque estaba ocupado con mis hijos, con la vida cotidiana. Pero eso no eran más que excusas. Lo que ocurría era que tenía miedo. Y eso me asqueaba aún más. —Los niños están bien —dije, pasándome una mano por la nuca sudada—. Están en casa de los Silvas. Imelda hizo girar el bolígrafo como si fuera la hélice de un avión. Abrió la boca, pero no dijo nada. Quería preguntarme más por ellos, pero se me acercó un camarero con la carta. Yo levanté una mano para indicarle que no iba a comer. —¿Estás seguro? El ceviche de lenguado al limón de Diego es ligero y está delicioso. Perfecto para un día de tantísimo calor como hoy — añadió, abanicándose el cuello con una carpeta. Negué con la cabeza. —Me tengo que marchar en veinte minutos. El vuelo de Nat llega en una hora. —Imelda despachó al camarero y yo la miré desconcertado—. ¿Por qué trabajas aquí? Se encogió de hombros. —La costumbre. ¿Cómo está Natalya? —Bien. Venía a México por trabajo, pero iba a quedarse unas semanas, algo que solía hacer en verano. Pasaba sus vacaciones con nosotros. Imelda suspiró, ella sabía que no le iba a dar más detalles. Volvió el camarero con un capuchino que ella había pedido antes de que yo llegara. Se lo dejó al lado del portátil, hizo una pequeña reverencia

y se fue. Imelda rasgó el sobrecito de azúcar, lo vació y revolvió hasta que se disolvieron los cristales. Levantó la taza, sopló un poco y dio un sorbo para comprobar la temperatura. Empecé a mover la rodilla y a tamborilear con los dedos en el brazo de la silla. —Thomas firmó la escritura. Me quedé quieto. —¿Cuándo? Le dio otro sorbo al café y dejó la taza en la mesa. —El invierno pasado. El hotel va mejor que hace dos años. Como parte del trato que había hecho con Thomas de hacerse pasar por mi hermana mientras me recuperaba físicamente y de disolver cualquier interés que yo pudiera tener en averiguar quién era en realidad, mi hermano le había prestado dinero, pero a condición de que incluyera su nombre en la escritura. Imelda consiguió conservar su hotel y a mí me tocó en suerte una extraordinaria canguro. —¿Aún te manda los cheques? Thomas también la había retribuido por sus servicios. —Desde diciembre ya no. Hace más de un año que dejé de cobrarlos. —¿Y por qué te los seguía mandando? —Supongo que porque se sentía culpable —dijo ella después de dar otro sorbo a su capuchino—. Se odia por lo que te hizo. Yo no podía saberlo. No había hablado con él desde que se había ido de Puerto Escondido en diciembre. —Lo están investigando por fingir tu muerte. Imagino que tu amiga Aimee mencionó que estabas vivo cuando cursó una orden de alejamiento contra él. —¿Te lo ha contado él? Devolvió la taza al platillo y cogió el bolígrafo. —Sí. Aún hablamos. —¿Después de todo lo que ha hecho? —Me mordí la lengua. Imelda accionó el pulsador del bolígrafo y yo maldije por lo bajo—. Me tiene vigilado. —Se preocupa por ti, Carlos. —Me importa una mierda. Por mí, que se pudra en la cárcel. Me da igual.

—No va a ir a la cárcel por fingir tu muerte. En tu país no hay leyes que… —¿En mi país? —No pretendía… —Se aclaró la garganta—. Tienes razón. Perdona. En Estados Unidos. Por lo visto, maquinar una muerte ficticia no es delito, eso fue lo que hizo Thomas. Tu funeral y tu entierro fueron teatro. Las autoridades están estudiando las consecuencias de tu muerte. Quieren saber si Thomas obtuvo algún beneficio económico. Me apreté el puente de la nariz para limpiarme el sudor y me recoloqué las Maui Jim. —Los Donato son ricos. Seguro que se ha beneficiado. —Más bien al contrario. A Donato Enterprises no le ha ido muy bien desde la detención de Phil. Tu cartera de acciones sigue intacta. Thomas lo tiene todo en un fideicomiso que ha estado gestionando él. No cobró el seguro a tu muerte. —Qué detalle por su parte. Imelda levantó los ojos al techo con cara de resignación de hermana mayor. —Tus inversiones, tus cuentas, todo. Lo tienes ahí para cuando lo quieras. Pero yo no lo quería. Hizo clic de nuevo con el bolígrafo. Me dieron ganas de arrancárselo de la mano y tirarlo por el balcón. —Gracias, pero no. Cuando te informen de que lo han detenido, avísame si quieres con un mensaje. Me levanté de la silla y las patas de madera arañaron el suelo de porcelana. —Siéntate, Carlos —me dijo con su tono de hermana mayor, señalando la silla con el bolígrafo. Se me erizó el vello y no llegué a levantarme del todo—. Por favor. Esto te afecta. Ódianos todo lo que quieras a Thomas y a mí, pero, lo creas o no, nos preocupas a los dos. Y queremos a tus hijos. Volví a instalarme en la silla, con la cabeza ladeada mientras me azotaba la brisa fresca. —¿Qué tiene esto que ver con ellos? Imelda miró a la izquierda, luego a la derecha. Soltó el bolígrafo y se inclinó hacia delante.

—Las autoridades están haciendo preguntas a Thomas sobre tu muerte. Me preocupa que vengan a buscarte para verificar todo lo que él les ha contado. Aquí solo tú y yo sabemos lo tuyo —dijo, dando dos golpes secos en la mesa—. Tu hermano me dio tus documentos identificativos. No tengo ni idea de dónde los sacó ni de cómo los consiguió. Podrían ser legales, por lo que yo sé, pero si no lo son… No respiré. No podía. Me dejé caer con fuerza sobre el respaldo. —Podrían encarcelarme o deportarme. Porque podría estar en México de forma ilegal. Con un carné falso y sin visado. —Nadie puede saber que te he ayudado. Perdería el hotel. Y tú, Carlos —dijo aterrada—, podrías perder a Julian.

Capítulo 7 JAMES

En la actualidad 22 de junio Los Gatos, California —¿Tú eres la señora Carla? —Bueno… sí —contesta ella, aunque esa revelación no debería sorprenderlo. James maldice. No se lo puede creer. Claire ha pasado todos los veranos y todas las Navidades en Puerto Escondido durante los últimos cinco años. Había intimado tanto con Carlos y con sus hijos que era casi como de la familia, pero no les había insinuado siquiera que lo fuese. James se agarra la nuca con fuerza y mira furioso por la cocina. ¿Cuándo iban a terminar las mentiras y los engaños? Marc pasa corriendo por su lado, se abraza a la cintura de Claire y descansa la cabeza de lado en su vientre. Claire hace un aspaviento, luego asoma a su rostro la mayor sonrisa que James recuerda haberle visto jamás. Ella apoya la mano en la espalda del niño y lo estrecha contra su cuerpo. —Lo quieres. Las palabras suenan a acusación. Siente una fuerte angustia por dentro. Aparta la mirada bruscamente, celoso del afecto que su madre le profesa a su hijo. «Es su nieto». James traga saliva para deshacer el nudo de amargura que se le ha hecho en la garganta. Por mucho que quiera ocultarles la verdad a Julian y a Marcus, al final tendrá que decirles quién es en realidad la señora Carla. ¿Cómo afectará esa noticia a sus hijos después de tantos cambios?

«Ya no se fiarán de nadie», piensa sombrío. Imelda no era su tía. Carla no era solo una vecina. Y Carlos no era la verdadera identidad de su padre. La única persona auténtica de todo ese lío es su tía, Natalya Hayes. Menos mal que al menos la tienen a ella. Claire se agacha para ponerse a la altura de Marc. Lo agarra por los hombros. James inspira con fuerza entre dientes. «¿Se lo va a decir?». «Más le vale no decir ni una palabra». Está indignado. Son sus hijos. No va a tolerar que su familia los atormente. Entre la muerte de su madre y que su padre ha olvidado toda su vida en común hasta hace seis meses, ya han soportado más pesares y contratiempos de los que cualquier niño debería soportar. —Os he echado de menos —le dice Claire a Marc y, aunque solo sea momentáneamente, James se relaja un poco. Ella le da un montón de besos en la frente al pequeño—. Te he traído una cosa. A Julian también —dice, sonriendo a su hijo mayor. Julian ha conseguido rodear a James para abrazar a Claire. Los niños esperan ilusionados mientras Claire mete la mano en una bolsa de compra reutilizable. Entonces le da a Marc una caja de acuarelas. James casi se cae de espaldas. Una caja de acuarelas… de la mujer que le obligó a devolver la primera caja de pintor que le dieron a él, regalo de cumpleaños de Aimee. Durante su adolescencia, le dejó bien claro que debía centrarse en los estudios y en el deporte, no en frivolidades. Le viene un recuerdo a la cabeza. Él a los trece años, con la camiseta sudada pegada al pecho, los pantalones de fútbol manchados de verdín y ceñidos a las caderas, el casco arañado colgado de dos dedos, llegando a su dormitorio después del entrenamiento y encontrándose a Claire hurgando en sus cajones. Se detuvo en el umbral de la puerta, con el corazón aporreándole las costillas. —¿Qué haces? —Miranda me ha dicho que tenías la camiseta manchada de pintura —le dijo Claire, cerrando de golpe uno de los cajones de la cómoda y abriendo otro. El ama de llaves. Debía de haber visto la camiseta entre la ropa sucia. La pintura al óleo dejaba mancha, por eso siempre se ponía camisetas viejas cuando pintaba en casa de los Tierney, camisetas que su madre no fuera a echar de menos si tenía que tirarlas.

Claire metió la mano en otro cajón, apartando los pelotones de calcetines. Uno cayó al suelo. Ya no iba a encontrar más prendas manchadas, ni pinceles, ni tubos de pintura, si eso era lo que buscaba. Se había convertido en un experto en mantener en secreto sus frecuentes visitas a la casa de los Tierney. Tenía doble motivo para pasar tanto tiempo allí. Aimee le gustaba muchísimo. Era guay y divertido estar con ella, pero además le encantaba pintar y los Tierney le habían cedido un espacio en su casa para que lo hiciera. Hasta le compraban pinturas y pinceles. ¿Por qué no podían hacer sus padres lo mismo? ¿Por qué no podía su madre fomentarle aquella pasión como hacían los Tierney? Sus aptitudes habían mejorado muchísimo con el apoyo de los padres de Aimee. Claire paró un momento y lo miró a los ojos. —¿Estás pintando? ¿Por qué le parecía tan despreciable que lo hiciera? Se tragó aquella sensación angustiosa y la miró él también. —No. También había aprendido a mentir. —Pues explícame la mancha que ha encontrado Miranda en tu camiseta. —Me manché en el colegio, con un trabajo de clase. —Quiso retirar las palabras nada más decirlas. Había lanzado una mala pelota. Al colegio iba con uniforme—. La hermana Katherine nos dio permiso para quitarnos la camisa si llevábamos camiseta interior. No tenía batas suficientes para toda la clase. Su madre cerró el cajón y se acercó a él, dándole sin querer una patada a la bola de calcetines con la puntera afilada de sus exclusivos zapatos de tacón. Le cogió con una mano el moflete manchado de tierra. Le miró primero el pelo empapado en sudor y luego los labios agrietados para terminar de nuevo en sus ojos. Abrió la boca y soltó un suspiro de resignación. —James, la camiseta que me enseñó Miranda está vieja y dada de sí. No te pongas ropa así para ir al colegio. Tienes un cajón lleno de camisetas interiores limpias. —Infló un poco las aletas de la nariz—. Ve a ducharte —dijo, le dio una palmadita en la mejilla y se fue. Se miró los calcetines manchados de verdín y empapados de sudor y deseó que su madre pusiera tanto interés en su pintura como en su atuendo y su higiene. Por lo menos los Tierney le enmarcaban los cuadros. El

último que había pintado, de un quarterback en posición de lanzamiento justo antes de soltar el balón, le había hecho pensar que se le daba mejor blandir un pincel que pasar un balón. James observa a su hijo escudriñar la caja de acuarelas. Marc no tiene ni idea de lo colosal que es ese regalo. —También necesitarás esto —le dice Claire, enseñándole un bloc de papel para acuarela. Marc lo coge nervioso. —Gracias, señora Carla —le dice en español. —Eres un artista extraordinario, como tu padre. —Pero ¿qué co…? —James no termina la exclamación soez. Debería disfrutar de ese momento con Marc, alegrarse de que el niño tenga una actividad con la que entretenerse mientras se instalan, pero la rabia y la envidia le atenazan el pecho. Le fastidia sentirse así. Ha leído los diarios de Carlos. Sabe por qué su madre despreciaba sus obras. Pero aún le duele. Claire se aventura a mirarlo, pero aparta los ojos cuando detecta su mal humor. —Esto es para ti, Julian. Su voz siempre firme tiembla. Le da un balón de fútbol. —Guay —dice el niño, y se lo pone debajo del brazo. Su otro balón está guardado en alguna de las cajas de mudanza del garaje. —Y esto también —dice Claire, metiendo la mano en la bolsa—. Un balón de rugby. —Eso no es un balón de rugby —dice Julian, burlón. —Perdón, de fútbol americano —rectifica ella, sonriendo enseguida —. Tu padre solía practicar ese deporte. Llegó a hacer muy buenos pases. Tendrás que pedirle que te enseñe. Julian encoge un hombro. —Claro. Lo que usted diga. —Ve a chutar un rato al jardín con tu hermano —le dice James. —¿Por qué? —pregunta el crío, sobresaltado—. Hace casi un año que no veo a la señora Carla. —Ella y yo tenemos que hablar.

—Yo también quiero hablar con ella. —¡Julian! —espeta James, alto y cortante, y el nombre resuena por toda la cocina. Julian palidece. Mira a su padre, después a Claire y de nuevo a su padre. Traga saliva y James sabe que presiente que algo va mal. ¿De qué conoce su padre a esa mujer si no la recuerda? Se mueve inquieto en el sitio y tira el balón con rabia al suelo. Lo coge al primer bote y se lo pega a la cintura. —Venga, Marc, vámonos de aquí —dice antes de sacar a su hermano de la cocina agarrándolo por la nuca. Cuando la puerta del balcón que sale al jardín trasero se cierra de golpe, James se vuelve a mirar furioso a su madre. Claire tuerce la boca. Coge el cuchillo y sigue cortando los sándwiches de huevo. —Me habrías despachado si te hubiera contado la verdad —le explica, refiriéndose a sus vacaciones en Puerto Escondido—. Quería… — dice, dejando el cuchillo suspendido sobre el siguiente sándwich. James cruza los brazos con fuerza sobre el pecho. —Dilo, madre. —La mira con desdén, agotada ya la poca paciencia que le quedaba para su familia—. ¿Qué querías? Ella levanta la barbilla. —Quería conocer a mis nietos. —Un pensamiento inquietante se le pasa por la cabeza como un frente frío. Se le eriza el vello de los brazos. ¿Sabía desde el principio que Thomas había fingido su muerte?—. Sé lo que estás pensando —le dice ella—. Thomas no me contó lo tuyo ni me dijo por qué te tenía escondido hasta después de que Aimee te encontrara. También me contó lo que Phil le había hecho a Aimee y que piensa que quiso matarte en México. —Hace una pausa y, con la yema del dedo, limpia una gota de mayonesa del borde del plato—. Huelga decir que tus hermanos y yo ya no tenemos muy buena relación. «Tuve tres hijos. Hace tiempo». Carlos había escrito muchas de las conversaciones mantenidas con la señora Carla. James recuerda haber leído esa pequeña confesión. La soledad de Carla había apelado a la propia desolación de Carlos. Ansiaba disfrutar de una compañía genuina, pero le costaba mucho confiar en la gente. Carla y él llegaron a ser como familia. Había entre ellos una franqueza que no se habría producido si él hubiera sabido que era su hijo.

Claire limpia la encimera, friega el cuchillo y vuelve a clavarlo en su sitio, en el portacuchillos. —He preparado el almuerzo —dice, señalando los sándwiches. Cuatro. Una ofrenda de paz, supone James. —No esperes seguir por donde lo dejamos. No soy el hombre al que conociste en México. —Claire parpadea con fuerza y se lleva los dedos, nerviosa, al primer botón de la blusa—. Tampoco eres la mujer que mis hijos creen que eres —le susurra a modo de advertencia. Sus miradas se funden desde ambos lados de la isla de mármol. Al cabo de un rato, la expresión decidida de su madre se derrumba, abatida. Baja la barbilla, asintiendo discretamente. Vacía la bolsa de la compra: ositos de goma para Marc y Oreo para Julian. Sus favoritos. Después le pasa a James una cajita rectangular, plana, atada con un lazo rojo, luego coge sus llaves y su bolso. James la ve marcharse. Se detiene a la puerta de la cocina. —Bienvenido a casa, James. No espera su respuesta y al poco él oye cerrarse la puerta de la calle. James se queda mirando la cajita que tiene delante. Su madre nunca le hacía regalos porque sí. Salvo en los cumpleaños y en Navidad, jamás le regalaba nada. Intrigado, deshace el lazo. Le fastidia que se le acelere el corazón de la emoción y sentirse como sus hijos hace un rato: eufórico. Levanta la tapa y ve el juego de pinceles Filbert, de pelo de cerdo, ideales para mezclar óleos y acrílicos. Se le hace un nudo inmenso en la garganta. Su madre le ha comprado pinceles, después de tantos años. «Un poco tarde, mamá». Ya no tiene ganas de pintar. Vuelve a dejar la caja en la encimera y tira el cuarto sándwich a la basura. Envuelve los otros para luego, porque aún está lleno del desayuno y seguramente los niños también. Sus hijos y él pasan la tarde deshaciendo las maletas y las cajas y organizando sus cuartos. Solo han traído ropa, juguetes, documentos importantes y algunos recuerdos, como fotos de su madre. Salvo un par de cajas pequeñas de libros y archivos, James deja sus cosas sin tocar. Su forma de vestir es distinta de la de Carlos y no tiene estómago para ver los trajes de chaqueta y las camisas de vestir que Aimee decidió guardar en lugar de donar. Ropa del James de antes.

Ahora ve su vida dividida en dos épocas: antes y después de la fuga. La tercera época, la de entre medias, siempre estará envuelta en un halo de misterio, como ese instante de antes del alba en que no es ni de noche ni de día y el mundo es de un gris neblinoso. Solo sabrá lo que Carlos quiso anotar en sus diarios. Y leerlo es muy distinto de haberlo vivido. Mira de pronto el resto de las cajas que hay en el garaje. Son suyas. Empezará de cero la época «posfuga» e irá de compras al día siguiente. El cerrajero y la empresa de alarmas llegan pasadas las tres. Mientras cambian las cerraduras e inspeccionan el sistema de alarma y lo cambian por un servicio nuevo, Marc pinta en la mesa de la cocina. Confiando en ganarse a Julian, James instala su Xbox. Su hijo declina el desafío de jugar con él y enseguida empieza una partida de Halo en solitario. Julian no ha dicho nada de la señora Carla y, aunque a James le preocupa, agradece que su hijo no quiera hablar de ella. Al menos de momento. Tampoco él está preparado para hablar de su madre. En el fondo, aún está furioso por cómo los ha engañado durante cinco años, pero teme aún más que la verdad destroce a sus hijos, sobre todo a Julian. Pasó sin padre los primeros cuatro años de su vida y el padre que lo adoptó no recuerda por qué lo hizo. Solo sabe lo que Carlos escribió. Tiene que manejar la situación con la misma cautela que si capturara un pez con las manos, para evitar que se le escape. Cenan los restos del desayuno y, cuando los críos ya están en la cama, James recorre nervioso los pasillos, deseando poder salir a correr. Tiene que comprarse una máquina de correr. Necesita salir. Coge una cerveza de la nevera, la abre y, sin dejar de deambular inquieto por la casa, se plantea si llamar a Nick para que le haga compañía. Es tarde, son más de las diez y media, y es un día laborable, lo que le recuerda su otro dilema. Tiene que pensar en serio en buscar trabajo, se dice, mientras pasea por delante de la ventana que da a la calle y ve de reojo el exterior a oscuras. Se detiene, con la cerveza pegada a la boca. Le vibra el móvil en el bolsillo de atrás, pero lo ignora. Lleva todo el día sonando y no le apetece nada hablar con Thomas después de la visita inesperada de su madre. El tío no lo deja en paz. Además, toda su atención está puesta en el SUV que hay aparcado delante de su casa, con las luces encendidas y el motor en marcha. Lo oye por la ventana abierta.

Al ver movimiento dentro del vehículo, se le pone el corazón a mil, como si le aporrearan el pecho. El gesto le suena tan familiar que lo sobresalta. Siente una especie de electricidad por toda la piel y una bocanada de aire sale de sus pulmones pronunciando una palabra: Aimee.

Capítulo 8 CARLOS

Cinco años antes 22 de junio Puerto Escondido, México El corazón me aporreaba el pecho como el día en que había muerto mi mujer, cuando la enfermera me había puesto a Marcus en los brazos y Raquel había depositado su confianza en mí. Mi pasado era tan desconocido para ella como para mí y, aun así, nos habíamos enamorado y casado. Me había entregado a su hijo, Julian. Y de pronto podía perderlo. Salí con el Jeep descubierto a toda velocidad por la Costera, cambiando a la marcha más alta. El viento me secaba el sudor del pelo, pero no aliviaba del calor, y menos aún de las preocupaciones de Imelda sobre mi documentación. Preocupaciones que eran lícitas. Aunque no había tenido problemas, me pregunté por la validez de las tarjetas que llevaba en la cartera. No había sonado ninguna alarma y las autoridades no habían venido corriendo cuando me había casado con Raquel, adoptado a Julian y pagado mis impuestos, lo cual no significaba que no se hubiera falsificado mi documentación, solo que no había hecho nada que alertara a nadie. Podía seguir adelante con mi modus operandi: mantener la galería, socializar con los vecinos y participar activamente en la comunidad, pero eso no resolvía el inmenso interrogante de Julian, sobre todo porque mi estado mental ya era cuestionable. ¿Sería Julian hijo mío legalmente? Si empezaba a hacer preguntas, levantaría sospechas. Igual me encarcelaban o me deportaban. Solo había una persona que lo sabía todo y

me cabreaba tener que pedirle ayuda. También me aterraba. Agarré el cambio de marcha y bajé una, luego viré hacia el aeropuerto. Mi conversación con Imelda había durado mucho más de los veinte minutos de que disponía. El vuelo de Natalya había tomado tierra hacia cuarenta y, con lo impaciente que era, seguramente ya se había cogido un taxi y estaba camino de mi casa. Le había escrito cuando salía de Casa del Sol, pidiéndole que esperara. Ella ya me había dejado un mensaje en el buzón de voz preguntándome dónde estaba. Agarré el móvil de la guantera y vi su último envío.

No vengas. He cogido un taxi. Maldiciendo, tiré el móvil al asiento del copiloto. Se me había escapado por los pelos. ¿No podía haber esperado cinco minutos más? Cuando venía a vernos, a veces parecíamos un matrimonio. Nuestros planes iban encajando mientras cada uno hacía sus cosas. Compartíamos comidas y tareas al tiempo que organizábamos entre los dos las actividades de los niños y nos quejábamos de las costumbres molestas del otro. Ella se hurgaba entre los dientes con las uñas y yo usaba las tazas de café para lavar mis pinceles. Además, yo guardaba muchas porquerías, cosas que ella consideraba basura, como periódicos y revistas viejos. Esperaba con ilusión sus visitas, me encantaba tenerla con nosotros y la echaba de menos cuando se iba. Me hacía sentir yo, fuera lo que fuera eso. Y me fastidiaba necesitar más de ella. Natalya no quería mudarse a Puerto Escondido y yo había rechazado su invitación a trasladarme a Hawái, donde me ayudaría a criar a Julian y a Marcus. No he salido del estado de Oaxaca desde diciembre. El miedo a viajar es una puñeta. Pero a pesar de la distancia, lo que teníamos en común nos mantenía unidos. Natalya había estado en la sala de partos conmigo cuando a Raquel se le había parado el corazón. Había ocurrido tan deprisa. La presión sanguínea le había caído en picado como un avión abatido en el cielo, luego se había desatado el caos mientras veíamos cómo lo que debía haber sido uno de los días más felices de nuestra vida se convertía de pronto en un desastre. Cuando quise darme cuenta, el médico me estaba dando el pésame por la pérdida en el mismo tono en que habría pedido a un paciente que no pusiera los pies vendados en el suelo y descansara. Me

agarró el hombro, cabeceó una vez y salió del quirófano. La enfermera me recolocó a Marcus en los brazos y, cuando estuvo segura de que no se me iba a caer, masculló una felicitación poco entusiasta seguida de una disculpa, desviando enseguida la mirada. Miré a Natalya por encima de la cabecita negrísima de mi hijo recién nacido. Su expresión era un reflejo de mi total incredulidad. Natalya había venido para el nacimiento de Marcus y había previsto quedarse un par de semanas para ayudar con Julian mientras nos adaptábamos a la vida con el recién nacido. En cambio, se quedó dos meses, mientras nos adaptábamos a la vida sin Raquel. No teníamos experiencia en el cuidado de bebés y nos apañábamos como podíamos con las tomas de biberón y los cambios de pañal, agotados y tristes. Su lealtad inquebrantable la mantuvo en casa con nosotros y su compasión nos permitió a Julian y a mí tener un diálogo sincero sobre lo ocurrido a su madre. ¿Cómo le dices a un niño de cinco años que su madre nunca va a volver a casa? No había una forma fácil de hacerlo. Pero la naturaleza compasiva de Natalya la trajo a mí la víspera del día que se marchaba. Los niños ya se habían acostado hacía rato y ella les había dado las buenas noches y luego se había ido a su cuarto. Yo me di una ducha, a solas con mis pensamientos, preguntándome cómo demonios iba a criar a dos niños con la cabeza llena de problemas propios. Abrí el grifo de la ducha y la temperatura del agua bajó de golpe una veintena de grados al abrirse la mampara de cristal con una ráfaga de aire frío. Se me puso la carne de gallina y solté un aspaviento al notarme sus manos en la cadera. Me volví, mientras el agua me caía a chorro por la nuca y los hombros. —¿Qué ha…? No terminé la pregunta. El agua camuflaba sus lágrimas, pero no la irritación y la inflamación de sus ojos. Había estado llorando. Durante dos meses, Natalya había antepuesto nuestras necesidades a las suyas. Había mantenido unida a mi pequeña familia y nos había empujado hacia delante mientras digeríamos nuestro dolor, sin mostrar apenas que a ella le dolía tanto como a nosotros. Me miró con los ojos vidriosos y los labios húmedos, desnuda no solo de cuerpo, y caí en la cuenta de que en las últimas ocho semanas nadie la había abrazado. Le enterré los dedos en el pelo y apreté. Abrió la boca espantada. No había venido en busca de consuelo y solaz. Aquel era un momento de

cruda emoción en el que la necesidad de tomar superaba al deseo de dar. Anclé la boca con fuerza a la suya. El sabor de su angustia era tan palpable como la necesidad imperiosa de sentirse viva. En un revoltillo de extremidades y de manos y de bocas, el cuerpo de Natalya se fundió completamente con el mío. Gruñí, asombrado por el grave bramido de deseo que nació de mi garganta y, agarrándola de los muslos, la levanté. Ella enroscó las piernas y los brazos en mi cuerpo y yo giré y apoyé su espalda en los fríos azulejos. La penetré despacio y nos miramos. Nos hablamos sin palabras, conectando de esa forma en que solo dos personas que comparten el mismo dolor pueden hacerlo. Pero no fue a mi difunta esposa a quien vi en los rasgos de su cara ni en el arco de sus cejas. No fue en ella en quien pensé cuando empecé a moverme. Fue solo en Natalya. Una emoción innegable brotó en mí. Abrazándola fuerte, la penetré con fuerza. Nos sacudimos el uno contra el otro, con vehemencia, con dureza, hasta tener la mente y el corazón tan desnudos como el cuerpo. Luego la bajé al suelo y nos recostamos el uno en el otro. Lloró en mi hombro, sacudiéndose en mis brazos y yo besé su pelo mojado, el hueco de su sien, la curva de su oreja. Ella me dejó un reguero de besos por la clavícula y descendió hasta el corazón, que me latía a toda velocidad. Después me dejó, frío, desnudo, perplejo. Natalya se marchó a la mañana siguiente. Ninguno de los dos tuvo el valor de mencionar la noche anterior y ella apenas me miró cuando se despidió de Julian y de Marcus con un beso, pero en el aeropuerto, después de sacar su equipaje del maletero del Jeep, después de que me abrazara brevemente y me besara en el cuello, la agarré por la muñeca cuando ya se iba. No quería que se fuera, pero no fue eso lo que le dije, sino que esperaba no haberla dejado embarazada. No habíamos usado protección. Una sonrisa triste asomó a sus labios y negó suavemente con la cabeza. —Te mando un mensaje cuando aterrice. Volvió a Puerto Escondido varios meses después y entramos en una dinámica muy cómoda para ambos, como si fuéramos amigos de toda la vida. Después empezó a visitarnos varias veces al año y hablábamos por teléfono un par de veces a la semana. Nos mandábamos mensajes casi todos los días, pero yo me preguntaba si alguna vez pensaba en esos instantes en la ducha en que me había mirado a los ojos. ¿Me veía a mí o al viudo de su hermana? Porque yo, desde luego, no había olvidado

aquellos momentos de pasión, la forma en que su cuerpo se había acoplado al mío y los gemidos de placer que había proferido mientras la penetraba. Cómo había dicho mi nombre cuando se había corrido. El recuerdo me aceleró el pulso. Tendría que haberme remordido la conciencia por hacer el amor con mi cuñada solo un par de meses después de la muerte de mi esposa. Pero no. Tenía que seguir adelante, pensar en el futuro. Lo que sí me producía remordimientos era que no podía dejar de pensar en Natalya de esa forma. La deseaba como un adolescente salido. Cambié a primera y me detuve en el arcén, dejando pasar a un taxi que iba camino del aeropuerto. Luego di media vuelta y regresé a casa. Natalya se había duchado y se había ido a una reunión antes de que yo llegara a casa con Julian y Marcus. Cuando terminó su reunión, nosotros ya habíamos cenado y Marcus estaba en la cama. Yo recogía la casa, haciendo las rondas de final del día, cuando se abrió la puerta de la calle. —¡Tía Natalya! —¡Julian, qué alegría verte! —exclamó ella, hincándose de rodillas. Julian corrió a su encuentro. Por encima de sus cabezas, vi el taxi que salía marcha atrás del recinto de la casa. En el porche, había un zapato suelto del tamaño de la palma de mi mano. Haciendo malabares con un montón de cuentos infantiles, un tren de madera y una chancla solitaria, cogí el zapato y me volví hacia Natalya. —Quiero enseñarte un truco nuevo que he aprendido —dijo Julian, yéndose para la cocina. Oí abrirse y cerrarse de golpe la puerta corredera. Natalya se levantó y me dio un beso en la mejilla. —Hola. Sonreí. —Hola. Los mechones de pelo cobrizo le caían por la cara y se le enroscaban en el cuello. Llevaba unos cuantos pelos en el labio. Se los aparté y le di sin querer con el zapato en la barbilla. —¡Ay! Me disculpé, riendo. —Eso ha sido un gesto de novato.

Natalya se ruborizó y miró a su espalda. El taxi se había ido. Mis vecinos, Raymond y Valencia Navarro, habían salido a dar su paseo vespertino. Me saludaron con la mano, yo les devolví el saludo y cerré la puerta de la calle. Julian corría por el pasillo, dando toques a un balón de fútbol. —Mira esto, tía Nat. —Levantó el balón con la puntera y empezó a botarlo de una rodilla a otra. Natalya contó hasta dieciséis toques antes de que le botara en el canto del muslo y estuviera a punto de estamparse en la lamparita de la mesa—. ¡Uy! —Julian salió detrás del balón. Ella aplaudió. —Impresionante. Solté todo lo que llevaba en la cesta de la colada, llena de cosas que tenía que subir a los dormitorios. —Cada vez lo haces mejor, hijo —le dije desde la habitación—, pero no se juega al balón en… —En casa. Sí, sí, ya lo sé. Natalya y yo salimos fuera con Julian, donde nos pasamos el balón, comparando la precisión de nuestros tiros y nuestras aptitudes para la defensa. Julian señaló que yo era el que peor lo hacía, pero no estaba del todo centrado en el juego. Tenía la cabeza en mi conversación con Imelda y en cómo afectaría lo que habíamos hablado al futuro de Julian. —Pero colegaaa… —me reprendió mi hijo al verme pasmado mirándolo. Se me había vuelto a escapar el balón. Natalya me miró intrigada y yo negué con la cabeza. —Perdona. —Corrí detrás del balón y se lo pasé a ella. Con la coordinación de una atleta profesional, ella lo detuvo con el talón y se lo pasó a Julian. Mi hijo recitó de memoria la alineación del Albrijes de Oaxaca, un equipo de fútbol mexicano, mientras nos íbamos haciendo pases. Al final, Natalya bostezó fuerte y se tapó la boca con el dorso de la mano. Julian hizo lo mismo y se frotó los ojos con los puños—. Venga, futbolista profesional, a la cama —le dije, cogí el balón y lo tiré a una de las sillas de jardín. Julian le dio un abrazo a su tía. —Buenas noches —le dijo Natalya, y le dio un beso en la cabeza. Ayudé a Julian con su ritual nocturno de recoger la habitación y lavarse los dientes, luego le leí un cuento rápido. Se quedó dormido antes de que llegara a la última página. Dejé el cuento, le di un beso de buenas

noches y le revolví el pelo, deteniéndome más de lo habitual. Había perdido muchas cosas en su corta vida: su padre biológico lo había abandonado y después había muerto su madre. Y luego lo mío. Le acaricié los mechones de color castaño oscuro, ásperos de la sal y del sol del verano. Con Julian, me preocupaban tres cosas; dos, con Marcus. Las autoridades podían privarme de la custodia de Julian si la adopción no era legal. Quizá yo los abandonara. Podía ser mañana o dentro de unos años, pero un día despertaría y no los recordaría. ¿Y si no quería tener hijos? ¿Me iría sin ellos? Debía considerar esa posibilidad. ¿Qué sería de Julian y Marcus si yo volvía a California? Luego estaba el último caso posible, el que había estado intentando digerir desde diciembre. No tenía claro si quería que James tuviera la custodia. El pelo de Julian se me escapó de los dedos y me pregunté cuándo me pasaría lo mismo con mis recuerdos de él. Encontré a Natalya en el cuarto de Marcus, de pie junto a su cuna. —Hay que ver lo que ha crecido —me susurró cuando me situé a su lado—. Es precioso. —Marcus se movió. Protestó, levantando el trasero al aire, y la sábana le resbaló del cuerpecito. Hizo un ruidito con la boca y Natalya sonrió. Le subió la sábana hasta los hombros y le dio unas palmaditas suaves en la espalda—. Lo he echado de menos. Y yo la había echado de menos a ella. Me daban ganas de decirle que ella también era preciosa. El color asombroso de sus ojos verdes, aun allí, a la escasa luz del pasillo que se colaba en el cuarto de Marcus, siempre me pillaba desprevenido la primera vez que la veía después de unos meses separados, pero lo que me conmovía de Natalya como nunca había podido conmoverme con Raquel por no haber tenido apenas tiempo para verlo y por ser su madre era cómo cuidaba de mis hijos. Los quería como si fueran suyos. Siempre me había sorprendido que no se hubiera casado y tenido hijos propios. Habría sido una madre increíble. —¿Te apetece una cerveza? Ella ronroneó a modo de asentimiento. Bajamos. Salió por la puerta corredera de la cocina y yo cogí las cervezas de la nevera y las abrí. Cuando me reuní con ella, la encontré mirando las estrellas.

—La luna está muy brillante esta noche. —Iluminaba su rostro de luz azul. Le pasé una botella—. Gracias —me dijo, le dio un sorbo largo y suspiró. Las cigarras cantaban su canción nocturna y las palmeras se mecían con la brisa del mar, suficiente para refrescarnos del calor del día. Percibí en el aire salobre un delicado aroma a jabón. Natalya se había duchado mientras yo acostaba a Julian y se había puesto un vestido que parecía más bien una camiseta larga. El bajo apenas le cubría la parte superior de los muslos. Cruzó aquellas piernas increíbles por los tobillos y se recostó en uno de los postes que sujetaban el balcón de madera que teníamos encima. Miré a otro lado y di un buen trago a mi cerveza. —Háblame de la reunión. —Ha ido bien. La cena ha sido fantástica. Hemos estado en la nueva marisquería de la avenida Benito Juárez. —¿En Luna’s? Asintió con la cabeza. —Yo he pedido tacos de lampuga. Mari ha accedido a hacernos tres diseños exclusivos. Hemos quedado en vernos dentro de unos días para concretar algunos aspectos. —¿Se ha embarcado ya Gale? Natalya rio un poco de mi juego de palabras, meneando la cabeza. A lo mejor se reía de su padre o de ambas cosas. —No del todo. Además, no le va a gustar la contraoferta de Mari. Hayes Boards, destacado fabricante de tablas de surf fundada por su padre, Gale Hayes, y con sede en Hawái, era célebre por sus exquisitos acabados y sus diseños vanguardistas. Sus tablas estándar carecían de gráficos exclusivos. Demasiado masculinas y de colores corrientes, en opinión de Natalya. El número de chicas que habían empezado a interesarse por el surf había crecido muchísimo en los últimos diez años y Natalya estaba decidida a expandir el mercado de Hayes Boards para incluir una línea de tablas personalizadas con diseños que atrajeran a esa generación. Había visto esa oportunidad en Mari Vásquez, pintora de tablas de surf de renombre mundial. Como ambos éramos artistas, Mari y yo nos movíamos en los mismos círculos y se la había presentado a mi cuñada en noviembre, durante el campeonato. Natalya le dio un sorbo largo a su cerveza.

—Papá ha accedido a encargarle a Mari tres diseños —dijo, levantando tres dedos—. Haremos impresiones digitales en fibra de vidrio y luego las aplicaremos a un número limitado de tablas grandes para ver cómo se venden. Apoyé la espalda en el poste de enfrente para tenerla delante. La temperatura estaba bajando y por fin me sentía a gusto con la camisa de lino que había llevado todo el día. Los vaqueros eran otra cosa, ya estaba deseando ponerme unos bermudas. —¿Qué pide Mari a cambio? —Su nombre en la tabla, algo que yo ya esperaba y no me parece un problema. Papá, en cambio, cree que es como venderse. Las tablas deberían hablar por sí solas, no depender de los diseños que lleven grabados ni de los surfistas profesionales que las usen. Por eso no patrocinamos a ningún equipo como hacen muchos de nuestros competidores. —A Gale no le importará que Mari firme las tablas cuando se vendan tan rápido que no deis abasto fabricándolas. Esbozó una sonrisa y sus dientes blanquísimos resaltaron en su rostro. —Entonces será cuando se le infle la vena. Mari no trabaja a tanto alzado: quiere derechos de autor. Me llevé la cerveza a los labios y reí y el sonido reverberó en la botella. —A Gale se le va a inflar más de una vena —dije antes de brindar con ella. —¿Y tú? —preguntó Natalya, haciendo una mueca—. Algo te ronda la cabeza —añadió, dándose golpecitos en la frente. Crucé los brazos. —¿Qué te hace pensar eso? Se terminó la cerveza. —Estabas a otra cosa antes, cuando jugábamos al fútbol. Te he notado distraído. ¿Quieres que lo hablemos? No estaba seguro de si quería hacerlo. Aún no lo tenía todo decidido. —No, estoy bien —dije, y le tendí una mano, listo para volver adentro. Me miró con recelo, pero no insistió. Se encendió una luz en una de las ventanas de la segunda planta de la casa de al lado y Natalya se volvió

a mirar. —¿Quién está de vacaciones ahí? No estoy acostumbrada a ver esa casa tan oscura y silenciosa. No solía estarlo en esa época del año: atronaba la música y había luz en todas las habitaciones. —La ha alquilado para todo el verano una mujer estadounidense. —¿De qué estado? Levanté un hombro, sorprendido de que no se me hubiera ocurrido preguntárselo a Carla. —Ni idea, pero parece agradable. Igual la conoces. Vigila a los niños cuando juegan en la playa. Asintió, bostezando. —Es tarde, me voy a la cama —dijo, señalando la puerta corredera. Cuando se puso en marcha, la cogí de la mano. Ella hizo lo mismo, sin mirarme, y yo la estreché en mis brazos. Casi suspiré de lo bien que me sentó el contacto. Los choques con los puños y los abrazos de los niños eran geniales, pero no aplacaban mi soledad. Natalya se abrazó a mi cintura y yo enterré los labios en su pelo. El abrazo fue platónico hasta que yo prolongué el beso, siguiéndole la raya del pelo. Se agarrotó y la solté, por miedo a haber cruzado alguna línea invisible. Lo de la ducha había sido hacía ya casi quince meses. Era como si nunca hubiera ocurrido. Se apartó un poco y me miró, explorándome el rostro. Frunció el ceño. —¿Nos tomamos unas cervezas mañana después del trabajo? Así hablamos de lo que te preocupa. —Sonrió. Le devolví la sonrisa. —Unas cervezas siempre están bien. —Pero la charla no. Ahora sí que tengo claro que te preocupa algo — me dijo, amenazándome con un dedo—. Tranquilo, no te voy a insistir. Aún. Entró en casa y yo la seguí. Nos dimos las buenas noches en la cocina y la vi enfilar el pasillo. Se detuvo a mirar las fotografías de la pared. Yo sabía cuál en concreto: una de Raquel y ella en nuestra boda, muertas de risa. Las dos preciosas con sus vestidos: Raquel de blanco; Natalya, de lavanda. Se besó los dedos y trasladó el beso a la foto. Luego se metió en el baño.

Tiré las botellas vacías al contenedor de cristal y subí a escribir. Por prescripción médica. Pero lo que había empezado como un ejercicio diario con la esperanza de recuperar mi pasado se había convertido en los últimos seis meses en una herramienta de supervivencia. Si al final James me reemplazaba, mis recuerdos seguirían allí.

Capítulo 9 JAMES

En la actualidad 22 de junio Los Gatos, California —Aimee. Su nombre llena la estancia antes de que James se dé cuenta de que lo ha dicho en voz alta. La angustia de no verla, de no oír su voz suave y melodiosa, de no poder estrecharla en sus brazos, arrimar sus curvas femeninas a su pecho firme inunda la oquedad que lleva dentro y casi lo derrumba. La botella se le escapa de los dedos, aterriza con gran estrépito en la moqueta de lana. El líquido ambarino se vierte sobre las fibras de color crema, empapándole la planta del pie descalzo. Apenas lo siente. Todos sus sentidos están pendientes de la mujer del vehículo aparcado a la puerta de su casa. Se apagan los faros; luego, tras unos cuantos tictacs del reloj de pared antiquísimo y espantoso que tiene a la espalda, una reliquia familiar que alguien tuvo la terrible idea de dejar allí, vuelven a encenderse. Es como si Aimee no tuviera claro qué hacer. «Se va a marchar». James apenas repara en la zancada que da para salvar la distancia que los separa, como tampoco repara en que lleva el pie empapado de cerveza, ni en la fuerza con que abre la puerta de la calle, estampándola en la pared. Se había jurado que no se pondría en contacto con ella. Aimee está casada y tiene una hija. No quiere alterar su vida, ni empeorar el enredo que ha

provocado Thomas. No quiere que ella sufra más de lo que ha sufrido ya. No quiere que sufra tanto como él, si no más. Pero allí está Aimee, después de años de separación para ella y lo que a él le han parecido meses, y nada le va a impedir subirse a ese coche. Quiere sentirla cerca. Quiere oír su voz. Golpea con fuerza la ventanilla del copiloto. Ella da un respingo en el asiento y se vuelve hacia él, aferrada al volante con ambas manos. Un complejo estofado de emociones le inunda el rostro, visible bajo el resplandor neblinoso de la farola que ilumina el interior del vehículo. James ve el mismo anhelo que él siente en lo más hondo de su ser, junto con un fuerte remordimiento, pero también ve decepción y resentimiento. El corazón se le parte un poco más. Él le hizo daño y traicionó su confianza. Le había ocultado muchas cosas. Se había sentido tan avergonzado… —Aimee —le dice, sacudiendo la manilla de la puerta—. Abre. —Se le acelera el pulso. Se lo nota en la garganta. Tiene la piel caliente y rara, las axilas empapadas de sudor—. Por favor —añade, sacudiendo de nuevo la manilla. Se oye el chasquido de la cerradura y James abre la puerta y se cuela dentro. Luego cierra y apoya la espalda empapada en el cuero para no abalanzarse sobre ella. Le cuesta respirar e infla las aletas de la nariz como si hubiera corrido diez kilómetros a toda velocidad. Al inhalar su olor, se le acelera aún más el corazón y se le encoge el pecho: jazmín y flor de naranjo. El aroma de Aimee. Mucho más potente que el recuerdo. Sus miradas se funden en la consola central y él siente como un calambre, un subidón de emoción. Susurra su nombre apasionadamente, con cara de adoración. Por los hombros le cae con elegancia un río de pelo castaño ondulado, un pelo en el que él solía enterrar los dedos cuando la besaba. Los ojos azul Caribe que él conoce tan bien nadan en mares de lágrimas sin derramar. Sus pestañas brillan; la piel delicada del contorno de sus ojos está hinchada. Lleva un tiempo llorando. Las manchas de lágrimas le salpican los vaqueros. Se sorprende alargando la mano e intentando acariciarle la mejilla, queriendo limpiarle las lágrimas con besos, envolverla con sus brazos y no soltarla jamás, pero ya no es él quien debe cuidarla, aliviar su

preocupación. El anillo de oro que lleva en el dedo, que brilla como las estrellas al resplandor de la farola, es un triste recordatorio. Ya no la tiene. Baja el brazo y ella lo sigue con la mirada. —Estás temblando. —Porque estoy deseando acariciarte —dice él con voz ronca. Ella vuelve la cara y deja a la vista su perfil, la suave pendiente de su nariz, el temblor de su barbilla. Con la base de la mano, se limpia las lágrimas que le brillan en la mejilla. —Aimee… —Se le empañan los ojos a él también. Parpadea rápido para no llorar—. Aimee, mi vida, dime algo. Ella cierra con fuerza los ojos un instante y James se maldice por el apelativo cariñoso que se le ha escapado. No quiere espantarla. Aimee inspira hondo. —Llevo dos horas dando vueltas a la manzana. —Mi vida… —Esa vez le da igual el desliz. No le gusta verla triste ni disgustada. Ni destrozada. Aimee se vuelve a limpiar la cara. Le tiembla la mano y él no puede contenerse: le agarra los dedos y se echa a llorar. Ella intenta zafarse al principio, sobresaltada por el contacto, pero termina agarrándolo con fuerza. Se vuelve hacia él, sentándose sobre una pierna. —Hace un tiempo que sé que has vuelto a recordar. —¿Cuánto? ¿Desde diciembre? —Y no se ha puesto en contacto con él. Aimee asiente con la cabeza. —Me llamó Kristen cuando tú llamaste a Nick. Me preguntaba a menudo si te recuperarías. Carlos no lo creía posible. O sea, que a ti no te lo parecía. Pero yo tenía mis dudas. También me preguntaba cómo sería cuando volvieras. Eso me lo he preguntado desde el principio —reconoce en voz baja. —¿Desde México? —Sí, desde que te encontré. —Aimee mira por la ventanilla, al infinito, y James se pregunta si estará recordando su visita a Puerto Escondido. Lo único que sabe él de ese viaje es lo que Carlos escribió en su diario: que se había sincerado con él y consigo misma antes de marcharse. Le había costado una barbaridad leerlo, pero admiraba su fortaleza. No le había gustado que lo abandonara, pero entendía que hubiera tenido que hacerlo—. No estaba segura de cómo me sentiría

viviendo cerca de ti sin estar contigo. ¿Me daría cuenta de que aún estaba enamorada de ti? ¿Dejaría a Ian para volver a tu lado? —Baja la voz hasta que casi no se la oye. Se humedece los labios y mira fijamente las manos entrelazadas de los dos, su piel pálida irlandesa en contraste con el intenso bronceado de él después de vivir años bajo el sol mexicano—. Nick me llamó ayer y me dijo que estabas aquí —dice, señalando la casa—. Con tus hijos. Y de pronto… —Se interrumpe a media frase, como intentando decidir de qué forma expresar lo que quiere decirle. James le aprieta la mano para animarla y ella lo mira sin levantar la cabeza—. De pronto ya no tuve que preguntármelo más. Lo supe. No voy a poder invitarte a las barbacoas de los sábados por la noche. Ni voy a poder ir a las fiestas que Nick y Kristen organizan en su piscina si tú vas también. —Frunce el rostro en un gesto de tristeza y James se muere por dentro. Pero tiene razón. Aunque oírlo no le duele menos. Será incómodo para los dos—. Ojalá… ojalá hubiera hecho caso a Lacy. Te habría encontrado antes — añade, llorando mucho e hipando mientras habla—. Pero era tan rara… Me daba miedo y no la conocía y la idea de que siguieras con vida… —Cariño…, mi amor, no —la tranquiliza él. Se está fustigando y a él le duele cada golpe. Está al tanto de lo de la amiga de Imelda, la que abordó a Aimee en su funeral. Imelda le contó todo lo que sabía de cómo Lacy, a la que ella conocía como Lucy, había convencido a Aimee para que lo buscara. Imelda por fin había tenido el valor de llevarla hasta allí. Estaba cansada del engaño y dispuesta a arriesgarse a desatar la ira de Thomas y el odio de Carlos por su bienestar. Tenía derecho a saber la verdad—. No te culpes. No es culpa tuya. —Ella se muerde el labio inferior y asiente abstraída. James le acaricia los dedos—. Aimee… — susurra su nombre una y otra vez. No puede parar de decirlo, incluso lo murmura en su piel cuando se acerca a los labios los dedos entrelazados con los suyos. —Kristen me ha dicho que has estado en el café esta mañana — gimotea—. Por eso no estaba yo. No me atrevía, por si… aparecías. Tenía… tenía miedo. Calla y le vuelven a correr las lágrimas por las mejillas, en regueros finos que le empapan los labios y le cuelgan de la barbilla. Algunas le caen al regazo, manchándole aún más los vaqueros ajustados que adornan sus piernas, esas piernas que él anhela ver enroscadas a sus caderas.

Sin pensar muy bien en lo que hace, James le suelta el cinturón de seguridad y la atrae hacia sí. Le pasa un brazo por la cintura y entierra una mano en esos rizos que tanto le gustan. Agarrándola por la nuca, le ofrece su hombro para que llore en él. Para sorpresa suya, ella lo besa, llorándole en la boca. Le devuelve el beso, que sea lo que Dios quiera. El contacto lo golpea con una fuerza descomunal. La ha echado muchísimo de menos: su sabor, su tacto, su aroma. ¡A ella! Vierten los dos en ese beso todo lo que son, todo lo que tienen y todo lo que han perdido. Funden sus lágrimas, temblando el uno en brazos del otro. Él interrumpe el beso y le coge la cara con ambas manos, apretando la frente contra la de ella. Tiene tantas cosas que decirle, tantas cosas que explicarle. Sabía que a ella le fastidiaba que él no quisiera nunca hablar de sus padres o de lo que significaba criarse en un hogar donde debía ganarse el afecto de sus progenitores. En su casa nada se daba gratuitamente, como el cariño que los Tierney profesaban tan generosamente a Aimee. Le había costado una barbaridad ocultarle la verdad sobre Phil: que era su hermano, no su primo, como su familia hacía creer a todo el mundo. A todos ellos los asqueaba de un modo u otro que su madre hubiera tenido una relación incestuosa con su hermano. A James, en cambio, le daba vergüenza. Su familia y la forma en que se trataban, la forma en que su madre despreciaba su pintura y la forma en que su padre impartía los castigos. Todo eso lo avergonzaba. Aunque, con perspectiva, entendía que el pasatiempo favorito de Phil fuera andar fastidiando a sus hermanos. Su madre se negaba a reconocerlo como propio públicamente. Puede que fuera hijo del presidente ejecutivo de Donato Enterprises por entonces, pero para el mundo su madre biológica era un misterio. Tío Grant nunca hablaba de ella. Jamás reconoció que se había acostado con su propia hermana, hasta que Phil y James los vieron dándose el lote. James suelta un suspiro gutural, de desesperación. Las palabras se le amontonan en la boca. Quiere explicarle a Aimee por qué siguió a Phil a México. Que la empresa familiar se habría hundido si Phil hubiese seguido metiendo dinero procedente del narcotráfico en las cuentas de Donato Enterprises. Que los federales les habrían confiscado los activos. Que él lo

habría perdido todo, incluidos sus sueños. Agotadas sus inversiones, no habría podido abrir su galería, ni habría podido llevar la vida que creía que su futura esposa merecía, no aquella que le permitiría el sueldo de un artista. Que no habría hecho falta que Phil abusara de ella. El blanqueo de dinero habría bastado para destrozarle la vida. Había estado a punto de arruinar a Thomas. Pero no son esas las palabras que salen de su boca. Besa a Aimee en la frente, en la sien y en la mejilla. —Lamento mucho haberte dejado. No debería haberlo hecho —dice, y ella llora aún más—. Lamento muchísimas cosas. Debería haberte contado lo de Phil. Debería haber estado a tu lado, haberte ayudado a recuperarte… Aimee suelta un grito y, antes de que James se dé cuenta, ya está de vuelta en su sitio, abrochándose el cinturón de seguridad, y ha dejado un espacio frío y vacío donde estaba su cuerpo, pegado al de él. James se queda agarrotado y hueco por dentro. A Aimee le caen las lágrimas por la barbilla. Él le limpia una con el dedo y ella se estremece. Se aferra al volante con ambas manos y arranca el motor. —¿Aimee…? —dice James, titubeando. Nota que se aparta de él y que se lleva consigo su corazón. —Te quiero, James —solloza ella sin mirarlo—. Siempre te querré. —Levanta sus ojos de color azul Caribe y los ancla en los ojos pardos de él—. Pero estoy enamorada de Ian. Lo quiero muchísimo. Tenemos una hija preciosa. Se llama Sarah, como la madre de Ian. Somos una familia, una familia muy feliz. A James se le cae el alma a los pies. Sus palabras lo matan. En el fondo, sabe que nunca estarán juntos, pero oírselo decir a ella lo deja sin aliento. No puede respirar. Tiene que bajar del coche. Tira de la manilla y abre la puerta de un empujón. Baja para no hacer ninguna estupidez, como volver a subirla a su regazo a la fuerza o reemplazarla al volante y llevársela en plena noche. Cierra la puerta despacio y mira al suelo, sin saber bien qué decir o qué hacer ni adónde ir. No quiere volver adentro. Esa casa no le parece suya. Nunca será un hogar para él, no como la casa que Aimee y él tenían. Ella baja la ventanilla del copiloto.

—¿James…? —Él se obliga a mirarla una vez más, porque muy posiblemente sea la última. Se ha dado cuenta de que no puede vivir cerca de ella si no la tiene. Aimee se inclina sobre el asiento del copiloto para mirarlo—. Te perdono. Destrozado, él asiente sin entusiasmo. Aimee suelta el freno, mete la marcha y se va. James hunde las manos en los bolsillos delanteros del pantalón y la observa hasta que las luces de freno parpadean y el coche vuelve la esquina y desaparece. Desaparece de su vida. Acaricia con los dedos el anillo de compromiso que lleva consigo desde diciembre. El anillo que ella nunca se pondrá. Le dan ganas de maldecir al mundo. Le dan ganas de darle una paliza a Thomas. Le vibra el móvil y le entra un mensaje. Thomas lleva todo el día llamándolo. «¿Qué demonios quiere?». Saca el teléfono. Ve cuatro notificaciones en la pantalla.

Se ha con rmado que sueltan a Phil el martes que viene. Estoy hablando con él por teléfono ahora. Quiere instalarse en casa de mamá. Maldita sea, James, te juro que yo no le he dicho nada, pero sabe que sigues vivo. ¿Cómo diablos lo sabe? Quiere verte. Quiere hablar de lo que pasó en el barco, en México. ¿Qué pasó?

Capítulo 10 CARLOS

Cinco años antes 25 de junio Puerto Escondido, México La señora Carla vino a verme a «El estudio del pintor» esa tarde. Se había encontrado a Julian en la playa con sus amigos y él le había dicho dónde estaba mi galería. Me dijo que quería ver mi obra, pero yo creo que se sentía sola. —Tus obras son tan distintas —me dijo con fascinación. Llevaba unos pantalones piratas de color blanco y una blusa rosa, hecha a medida y de aspecto caro. Varias pulseras le habían resbalado por la manga hasta la muñeca al bajar el brazo. Los diamantes brillaban cuando se movía. —¿Distintas de qué? —le pregunté, remangándome mientras me acercaba a ella. Entonces levantó un hombro huesudo. —De lo que esperaba. Son luminosas y dinámicas. He mirado de reojo la obra que ella admiraba, de un surfista surcando una ola inmensa. La había abordado con un estilo impresionista, usando espátulas. El lienzo era un estudio en azul y el surfista era un cuerpo inerte, como si volara por la superficie lisa de la ola, que era precisamente lo que decían los surfistas que sentían cuando pillaban la ola máxima, y lo que yo pretendía conseguir con mi pintura: esa sensación de flotar en el aire. Pasó a la siguiente: otro surfista surcando la cresta de una ola más pequeña por delante del pliegue, con su cuerpo recortado sobre el sol

poniente. —La armonía de tus escenas y los tonos que empleas… la forma en que las abordas… la perspectiva… el tono general… dan una idea de… — Se dio un golpecito en la barbilla con un dedo curvo y me miró de reojo—. Intento encontrar las palabras adecuadas. Descansé las manos en las caderas. —Pruebe así: ¿qué le hacen sentir? —¿Que qué me hacen sentir? —Separó los labios, teñidos del color de la limonada de fresa que a Julian le encantaba beber. Giró el cuello hacia el cuadro. Guardó silencio un momento—. Me arrepiento de no haber ido con mis hijos a surfear. Miré al suelo de hormigón pulido para disimular la sonrisa que me había producido imaginar a Carla subida a una tabla de surf. Carraspeé tapándome la boca con el puño, enarcando las cejas. —¿Le gustaría surfear? —Santo cielo, no —contestó espantada. Subió y bajó los hombros, suspirando con resignación. Cogió una tarjeta promocional del expositor que había junto al lienzo—. No me interesaba lo más mínimo verlos surfear. Tampoco es que le sacaran ningún provecho. «Como competir en campeonatos profesionales». Me mordí el labio inferior y procuré no analizar cómo Carla estaba desentrañando mis obras. A mí todos los intereses y las actividades de Julian me fascinaban y me pasaría lo mismo con Marcus cuando se hiciera mayor. Le dio la vuelta a la tarjeta, leyó la descripción de la obra y volvió a dejarla en su sitio. —Tienes un estilo fresco y descarado. Y muy buena técnica con el pincel. —Habla como un crítico de arte. —Y crítica a sus hijos, lo que explicaría por qué pasaba el verano sola. Había dicho que había tenido tres hijos, pero no había mencionado que hubieran muerto. Se pasó una mano por el pelo platino y se recolocó unos mechones sueltos. Su melena, recogida en la nuca, caía en línea recta, paralela a su rígida columna vertebral. La pose de Carla y sus rasgos refinados decían muchísimo de ella. Aunque sonara a tópico, venía de una familia con dinero. —No soy crítica. Procuro no serlo.

Me vino una idea a la cabeza y entorné un poco los ojos. Si, en efecto, venía de una familia con dinero, seguro que su juventud había estado repleta de clases de baile, de música. De arte. Le miré las manos de huesos finos. —Usted es artista. Rio como si hubiera dicho un disparate y negó despacio con la cabeza. —No mucho tiempo. No desde… —Se interrumpió y se alejó. —Apuesto a que antes pintaba. —En otra vida. —Paseó la mano por encima de una talla de una barca de pesca hecha en un tronco a la deriva. Levantó la cara para mirarme—. No he vuelto a pintar desde que era más joven que tú. —¿Y por qué lo dejó? Encogió un hombro con delicadeza. Se me ocurrió algo y sonreí de oreja a oreja. Di una palmada que resonó por toda la galería. Carla se sobresaltó. —Tiene que volver a pintar —dije, señalándola con el dedo—. Ahora mismo. —Se quedó boquiabierta, con una expresión casi cómica—. Nunca es demasiado tarde para pintar o, en su caso, volver a empezar. —Pero…, pero yo no pinto —contestó ella, abrochándose el primer botón de la blusa. —Pintaba. ¿Por qué no volver a hacerlo? Está de vacaciones. Hizo un mohín. Juntó las manos en el pecho, con los dedos entrelazados. Estaba nerviosa, puede que un poco asustada. ¿Por qué habría abandonado su vocación artística? Empeñado en tranquilizarla, salvé la distancia que nos separaba en dos largas zancadas y la cogí de las manos. Tenía los dedos como si hubiera estado a la intemperie, bastante más al norte, expuesta a un aire gélido. Le apreté las manos para darle confianza. —Arriba tengo un estudio donde doy clases. ¡Pía! —la llamé por encima del hombro. Carla se tensó y yo le sonreí un instante. Pía, mi recepcionista, asomó por encima de las páginas desgastadas de la novela romántica que estaba leyendo. ¡Dios! Ya podía tapar al menos la cubierta para que no la vieran nuestros clientes—. Vigila la tienda —le dije—. Le voy a dar una clase de refresco a la señora Carla. —Sí, Carlos —contestó, sonrió a Carla y volvió a desaparecer detrás del libro.

Carla apretó los labios en señal de desaprobación. Doblé el brazo y enhebré el suyo en el mío, señalando hacia la puerta. Para llegar al estudio había que subir una escalera exterior. —Por aquí. Titubeó al salir al patio. Miró la escalera metálica de caracol. —No sé si quiero… —Solo una —dije, levantando el dedo— y ya no le insisto más. Pía asomó la cabeza por la puerta. —No olvides la cita de las tres en punto —me recordó en español. Miré el reloj. Las dos y cuarto. —A ver qué podemos hacer en cuarenta y cinco minutos. Sonreí y la conduje arriba antes de que cambiara de opinión. Para mi sorpresa, la señora Carla decidió quedarse cuando le dije que tenía que ausentarme para poder asistir a mi cita. Le había hecho una demostración de distintas pinceladas, de pinceladas entrecruzadas para dar sensación de profundidad, de cómo superponer colores claros sobre los oscuros para que pareciera que la cobertura era irregular y de cómo apilar capas finas de colores traslúcidos para imitar el aspecto del cristal. Asimiló mis enseñanzas como un atleta de talento que se ha ausentado varias temporadas para recuperarse de una lesión. Y quiso pintar flores. Cogí prestado el ramo que el novio de Pía le había enviado a la galería el día anterior por su primer aniversario de pareja. Con un guiño exagerado, le prometí que le devolvería el jarrón antes de que las flores se marchitaran. —Contigo desaparecen las cosas, Carlos —protestó Pía, señalándome con la cubierta medio porno de su libro—. Eres como una ardilla. Te lo llevas y lo escondes en esa casa tuya de la playa. ¿Qué haces, guardar para el invierno? ¿Prepararte para el apocalipsis? Sí. El mío. —Solo me llevo a casa periódicos y libros y solo cuando ya los has leído. —Pues este no te lo vas a llevar —dijo, abrazándose a su novela romántica. Abrí mucho los ojos.

—Tranquila, Pía, que ese no me lo llevo. —Cerré la puerta y subí los escalones de dos en dos hasta la planta de arriba. En cuanto tuve una escena preparada para que Carla la pintara, bajé de nuevo para reunirme con un comprador que me había encargado un acrílico para su restaurante. Cuando terminamos, volví con Carla. Absorta en su tarea, se sobresaltó. Apoyé una mano en su hombro y fruncí el ceño. Temblaba. La miré—. ¿Qué ocurre? —Hace mucho que no pinto —me dijo, señalando el lienzo con sus dedos elegantes—. Me ha quedado horrible. ¿Bromeaba? Un espectador aficionado ni lo habría notado. Su habilidad para mezclar los colores era excepcional. —Es un comienzo estupendo —le dije como si aconsejara a un alumno y sin querer desalentarla. La verdad era que me había impresionado. Tenía talento. Arqueó la mano sobre la paleta de óleos mezclados. Habíamos empezado con un material con el que estaba familiarizada, al contrario que con los acrílicos. Inspiró hondo. —Había olvidado cuánto me gusta este olor. Reí. Solo un verdadero artista apreciaba el olor químico e intenso de la pintura. Le di una palmadita en el hombro. —Lo echaba de menos —le dije, bajando la mirada, y casi me perdí su cabezada de asentimiento—. Bien, porque tenemos que hacer una cosa —añadí, y fui al almacén. —¿Qué tenemos que hacer? —preguntó, de pronto aterrada. —Un momento… —le pedí, levantando un dedo mientras daba media vuelta. Luego le dediqué una amplia sonrisa. Me miró espantada. A saber lo que se estaría imaginando. Debió de pensar que estaba loco. Aunque, en mi defensa, debo decir que me emocionaba un poco cuando un nuevo alumno demostraba pasión y talento. Sacudí una bolsa de papel usada y metí en ella pinceles para principiantes, tres lienzos en blanco y una caja de pinturas al óleo para principiantes también, y se la di. Miró la bolsa con nerviosismo. —Nos vamos a asegurar, señora Carla, de que sigue pintando. Llévese esto a casa. —No… no, no, no —dijo, agitando un dedo—. Esto ha sido solo un experimento. No puedo… —añadió, mirándome y mirando luego la bolsa

y después a mí otra vez. —Claro que puede, insisto en que lo haga. Es usted brillante. Deje aquí la obra hasta que seque —propuse, refiriéndome al lienzo húmedo—. Vuelva la semana que viene y le doy otra clase. Y usted —dije, señalando con un dedo acusador la paleta y esbozando una sonrisa— me puede dar a mí una clase sobre cómo mezclar colores. —Bajó la barbilla y esbozó una sonrisa que enseguida reemplazó por un ceño fruncido—. El loft de la segunda planta de su casa tiene una excelente luz natural y las ventanas de esa estancia son enormes. —Lo son. —Un sitio perfecto para montar un estudio durante el verano. —Se toqueteó el botón del cuello de la blusa y miró a otro lado—. Carla —le susurré, luego me arriesgué—, aquí no hay nadie que le impida pintar. Se abrió la puerta del estudio y entró Natalya. Carla se retiró, distanciándose de las pinturas, los pinceles y los lienzos que yo insistía en que se llevara. Natalya me sonrió y la sala de pronto se caldeó y cobró vida con su llegada. Se me aceleró el pulso y se me secó la boca. Ella aún dormía por la mañana cuando yo había salido, primero a correr un buen rato antes de que hiciese demasiado calor y luego allí, a la galería. Estaba impresionante. Las ondas cobrizas de su pelo le bailaban por la cara. Tenía el rostro sonrosado del calor que hacía fuera. Llevaba un vestido de verano de color pastel que le ceñía todas las curvas que yo estaba deseando pintar. Pintar y otras cosas. Entró y cerró la puerta. —Pía me ha dicho que estabas aquí arriba —dijo, agarrándose la bandolera de la bolsa de trabajo que llevaba cruzada al pecho. —Y aquí estamos —contesté, y le tendí el brazo—. Ven, que te presento a mi vecina de este verano. —Natalya se acercó a mí. Yo le puse la mano en la parte baja de la espalda y la miré. Llevaba algo de rímel en las pestañas y algo de brillo en los labios. Me aclaré la garganta y miré a otro lado—. Nat, esta es la señora Carla. Natalya le tendió la mano. —Buenos días —le dijo en español—. Encantada de conocerla — añadió en inglés. Carla le estrechó un instante la mano. No paraba de mirarnos a los dos, alternativamente.

—Natalya Hayes —la presenté—, mi… —¿Es tu novia? —me preguntó con sequedad. Natalya y yo nos miramos. —No —contestamos a la vez. ¿Qué le había hecho pensar eso? Probablemente yo mismo. Hice un mohín. La cara que había puesto cuando había entrado lo decía todo. «Geniaaal». Me pasé los dedos por el pelo. —Es de la familia. La tía de mis hijos —le aclaré. Carla volvió a mirarnos alternativamente. —Ah…, ah. —Casi vi cómo iba desentrañando mentalmente nuestra relación, pasando del ceño fruncido a los ojos de sorpresa. Sabía que mi mujer había fallecido. Sonrió, como disculpándose, mientras cogía el bolso—. Debería irme ya —dijo, mirando angustiada a la puerta. —No se olvide de esto —le dije yo, y cogí la bolsa con los útiles de pintar. Me lanzó una mirada asesina. —¿Es suyo? —preguntó Natalya, rodeándonos y acercándose al caballete donde estaba el lienzo de Carla—. Es muy bueno. —Gracias —dijo Carla, manoseando el bolso. Miró la bolsa. Yo la sacudí, haciendo sonar lo que llevaba dentro—. Muy bien. —La agarró—. Encantada de conocerla, señorita Hayes. Gracias… Carlos —dijo, titubeando con mi nombre, luego dio media vuelta para irse. Cogí un pincel y lo hice rodar entre las manos. —Le hago un hueco para el mismo día y a la misma hora la semana que viene. —Se detuvo junto a la puerta—. Hay una papelería en avenida Oaxaca donde venden productos de primera calidad —le dije, señalando la bolsa con el pincel—. Por si acaso. Me miró ceñuda. Yo levanté las manos como a la defensiva y me encogí de hombros. Abrió la puerta y se fue. Me volví hacia Natalya y sonreí, con los labios pegados y las cejas enarcadas. —Es interesante —me dijo. —Lo es —coincidí—. Pero es increíble —añadí, señalando con el pincel lo que había pintado. Natalya me lo quitó de la mano. —Le vas a sacar un ojo a alguien.

—Lleva tiempo sin pintar y me ha costado convencerla de que subiera —dije, y empecé a recoger el material que había utilizado Carla—. ¿Qué tal con Mari? Se recogió el pelo de manera improvisada antes de dejárselo caer por encima de un hombro. Luego se abanicó la cara con la mano. Siempre le costaba varios días acostumbrarse a nuestro calor seco. —La reunión ha ido bien. ¿Hasta qué hora pueden cuidar los Silvas de los niños? «Toda la noche». La idea me patinó por la cabeza como una bici de montaña cuesta abajo. Se me encendió la cara. —Espera, que les pregunto. Me deben un favor. Les mandé un mensaje. —Y tú me debes una cerveza. Levanté la vista de la pantalla. —¿Gale ha aceptado las condiciones de Mari? —No —contestó, algo abatida. Me guardé el móvil en el bolsillo de atrás. —Aún no se lo has dicho. Negó con la cabeza. —Pero le he traído a Pía un montón de libros nuevos. —Entorné los ojos—. Thrillers. De los que no llevan gente medio desnuda en la cubierta. —Te debo más que una cerveza. —Los diseños de Mari son radicales —me estaba contando Natalya cuando nos dirigimos en Alfonso’s, un bar que había un poco más arriba de la galería—. Me ha enseñado cinco dibujos. Se los he mandado a papá en un mensaje durante la reunión y hemos elegido tres. Mira, que te los enseño. Nos detuvimos en una esquina. Los turistas, que volvían de la playa o salían a cenar, atestaban las calles peatonales. Me situé detrás de Natalya y miré la pantalla por encima de su hombro. Pasó un grupo muy escandaloso y tropezaron con nosotros. Le pasé un brazo por la cintura para que no nos tiraran. No se tensó ni se zafó de mí y yo la miré de reojo, intrigado. Estudiaba el móvil con atención. —Aquí están —dijo, y me enseñó el primer boceto, un mosaico de resplandores solares en amarillo y naranja.

Le cubrí la mano y ladeé la pantalla para evitar los reflejos. Ella se recostó en mi pecho y, sin pensármelo dos veces, enterré la cabeza en el hueco de su hombro. Olía a playa y a algo exótico. Inhalé más hondo. A mandarinas. «¡Dios, qué sexi!». Se retiró un poco y giró el cuello para mirarme. —¿Me acabas de oler? Me puse como un tomate. Menos mal que siempre estaba bronceado y no se notaba que me ardían las mejillas. —Ay, madre mía, ¿huelo mal? —Se olió el sobaco y yo reí. Se aireó la blusa—. Siempre se me olvida el calor tan seco que hace aquí. —Hueles bien, Nat. —Más que bien. Le apreté la cadera—. Enséñame los otros. Pasó a la siguiente imagen, un montaje de flores y olas en blanco y negro, y a la tercera, una escena submarina de peces y pulpos. —Esta es mi favorita —dijo. —Mmm, déjame ver la primera otra vez. Retrocedió un par de fotos. —Esa es la mía. Se volvió sin soltarse de mi brazo para mirarme otra vez. Su expresión se ablandó. —A ti te encanta el sol. Asentí con la cabeza y noté que una pizca de melancolía se enredaba en mi corazón. El mundo se detuvo a nuestro alrededor, se esfumó hasta que solo quedamos Natalya y yo, mi conversación con Imelda y esa probabilidad amenazadora en el centro de mi vida. ¿Cuándo iba a cambiar el chip? —Cada puesta de sol es un día más que he pasado con mis hijos. Cada amanecer es… —Un día más en el que recuerdas el día anterior —terminó por mí. Retiré el brazo de su cintura. Se volvió del todo y me puso una mano en un lado de la cara, enterrando los dedos en mi pelo y rodeándome la nuca. Sentí una leve presión, como si quisiera acercar mi rostro al suyo. Abrió la boca y yo jamás había deseado tanto besarla como en aquel momento, pero entonces me pasó el pulgar por la mejilla y su expresión se tornó preocupada—. ¿Has estado pensando en la fuga? —me dijo. —En eso pienso a todas horas.

Lo recuerdo todos los días cuando me siento a escribir. Por eso escribo. Frunció el ceño. —Entonces, ¿qué es? ¿Te ha llamado Thomas? —A mí no, a Imelda. —La agarré de los dedos y tiré de ella—. Luego te lo cuento. Vamos, tengo sed. Rodeados de gente y con un calor sofocante, nos dirigimos al bar. La música atronaba por los altavoces: un par de artistas obrando su magia con las guitarras. El humo de la parrilla que había fuera se pegaba al techo y propagaba el aroma de los famosos tacos de pescado rebozado en cerveza de Alfonso’s. Mis amigos Rafael Galindo y Miguel Díaz estaban aparcados junto a la barra. Los conocía del gimnasio. Hacíamos rutas juntos en bici de montaña cada equis semanas y, cuando podía escaparme de los niños, quedaba con ellos para tomar unas cervezas. Le di una palmada en el hombro a Miguel. —¡Hombre, Carlos, amigo mío! —Me saludó golpeando su puño cerrado con el mío, luego vio a Natalya a mi lado—. Mi preciosa novia americana —le dijo, y la abrazó. —Has acertado en dos cosas: en lo de americana y en lo de preciosa. —Me partes el corazón —le contestó Miguel, aporreándose el pecho —. Ya que no quieres ser mi novia, ¿por qué no me enseñas tus truquitos con las olas? —Ni lo sueñes. —Le besó la mejilla—. Las surfistas nunca revelamos nuestros secretos. Le estreché la mano a Rafael. Hablamos un poco y después nos excusé, pedí dos margaritas con hielo y nos los llevamos al patio, donde Natalya pilló una mesa que quedaba libre en ese momento. Brindé con ella. —Por Mari y la nueva línea de tablas grandes personalizadas de tu empresa. Por que tengas éxito. Natalya dio un sorbito a su bebida. —Mmm, está rico. —Se limpió las comisuras de los labios—. No me cabe duda de que tendrán una buena acogida, ni de que encontraré un modo de convencer a papá para que acepte las condiciones de Mari. Pero vamos a hablar de ti. —Dejó a un lado la copa y se inclinó hacia delante, con las manos enlazadas y los antebrazos apoyados en la mesa—. ¿Qué pasa con Thomas e Imelda? Pensaba que él había dejado de llamarte.

—Lo había hecho. —Eché un vistazo al patio atestado de gente—. Oye, no puedo hablar de esto ahora. Me miró extrañada. —¿Porque hay demasiado ruido o porque no estás preparado? —Demasiada gente. —Le di un buen trago a mi bebida. El hielo me golpeó los dientes. Dejé el vaso casi vacío en la mesa con más ímpetu del necesario y le hice una seña a la camarera para pedirle otra ronda. Arrimé mi silla a la suya y me acerqué para susurrarle al oído—. ¿Recuerdas cuando en diciembre te pedí que adoptaras a mis hijos? Soltó unas carcajadas. —Estabas bastante borracho. —La miré fijamente y ella me miró a mí—. ¿No lo dirías en serio…? —¿Lo has pensado? No habíamos vuelto a hablar del asunto. Lo evitábamos, igual que el incidente de la ducha. —Pues claro que no. ¿Por qué iba a adoptarlos si tú eres perfectamente capaz de criarlos solo? —Soy un hombre sin pasado, ¿recuerdas? —dije, dándome unos golpecitos en la cabeza. —Ya hace más de dos años, Carlos, y sigues siendo tú. —Debo ser precavido. —¿Podrías desprenderte de tus hijos? ¡Madre mía, qué disparate! — Se peinó con los dedos, apartándose la mata de pelo cobrizo de la cara—. ¿Aún piensas que eres igual de capullo que tus hermanos? —Sí. No podía ser de otro modo. Me habían metido en aquel lío, me habían abandonado en un país extranjero. Luego estaba lo que me había contado Aimee. Me horrorizaba mi propia conducta hacia ella. ¿Quién demonios hace algo así? Natalya dejó de tocarse el pelo y paseó un dedo por el borde de la copa. Sin mirarme. —Sé que Raquel y tú no pasasteis mucho tiempo juntos, pero no podía haber elegido un padre mejor para sus hijos. —¿Eso es lo único que soy para ti, el padre de tus sobrinos? —Me recosté en el respaldo de la silla, de pronto tan amargo como la copa que me estaba tomando—. ¿Un cuñado?

Natalya parpadeó, pasmada por mi tono y por la forma en que le había dado la vuelta a la conversación. No era mi intención preguntarle eso, allí no, y menos aún de esa forma, pero… ahí estaba, ya lo había soltado y se había quedado flotando entre los dos como el humo de la parrilla. Esperé a que digiriera el hecho de pronto evidente de que yo sentía algo por ella o se lo quitara de en medio como uno se quita el humo que le irrita los ojos. Me iba el corazón a mil. Un rubor le teñía la piel pecosa, de las mejillas al pecho. Se me secó la boca y levanté la mirada. Ella entornó los ojos, apretó la mandíbula y se le tensaron los músculos de la cara. «Genial, ahora se ha cabreado». No tenía que haber dicho nada. Apartó su silla de la mesa y se levantó justo cuando volvía la camarera con nuestras copas. Alcé la mirada. —¿Adónde vas? Natalya se pasó la bandolera por la cabeza y se la colgó del hombro. —No me apetece hablar de eso ahora. —Pero si me has dicho… —Maldita sea, Carlos. James y tú sois la misma persona —dijo antes de marcharse furiosa. Maldije por lo bajo, tiré unos billetes a la mesa, me bebí de un trago el margarita y fui detrás de ella. Cuando conseguí darle alcance, estaba ya a dos manzanas de distancia. La agarré por el brazo y la obligué a volverse hacia mí. —¿Por qué me dejas plantado? Se zafó de mí y me lanzó una mirada asesina. —Ni se te ocurra renunciar a tus hijos. Y menos aún renunciar a ti mismo. Piensa en lo furioso que te pondrías cuando descubrieras que los has regalado. —¿Y cómo sé que voy a querer tener hijos? —Por eso. No lo sabes. Me alucina que te lo plantees siquiera. —¿Qué te hace pensar que es tan fácil? —le pregunté, cortante—. Estoy mirando por su seguridad. Te apuesto lo que quieras a que, siendo James, me los llevaré a California, con la misma familia que me abandonó aquí —digo, señalándome el costado, donde se esconde bajo la camisa la cicatriz de la bala en forma de rodada pálida de neumático que me cruza la cadera—. Mi hermano mayor intentó matarme. ¿Quieres que tus sobrinos crezcan rodeados de gente así?

—No me cargues el muerto a mí. No me hagas sentir culpable por pensar como pienso. Abrí la boca para objetar. No pretendía cargarla con el muerto. Solo quería que entendiera mi punto de vista. Pero me calló con una mirada de rabia. Levanté las manos en señal de rendición y retrocedí. Se cubrió las sienes, desesperada. —Esto es un lío. —Suspiró, rendida, bajó los brazos y se quedó mirando fijamente una grieta en el hormigón—. En cuanto a tu otra pregunta… —¿Qué otra pregunta? —Eres más que un cuñado para mí. «Ah, esa pregunta». —Mira, Nat, no era mi intención… —Me miró a los ojos y el deseo que vi en ella me tumbó como un surfista arrollado por la ola que intenta surfear—. Nat… —Estoy enamorada de ti. Siempre lo he estado. Y me siento fatal por haberme aprovechado. «¿Qué?». Me la quedé mirando, algo aturdido. Pensé mil cosas hasta que por fin di con la única que tenía sentido. —¿Lo de la ducha…? ¿Por qué piensas eso? Habían sido los diez minutos más increíbles de los últimos años. —Venga ya, Carlos. No me creo que seas tan lerdo… —Pues se ve que sí. Ilústrame. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla enseguida. Se le inflaron las aletas de la nariz, dio media vuelta, con la melena agitándose sobre sus hombros, y se fue. «¿Y ahora qué pasa?». —¿Adónde vas? —pregunté, levantando las manos, confundido. —Vuelvo a casa. —Pero el Jeep está por allí —repuse, señalando hacia la galería. —Voy a coger un taxi —me gritó por encima del hombro. Me quedé allí plantado, atónito. ¿Qué demonios acababa de pasar? Recogí a Julian y a Marcus en casa de los Silvas y cogí el coche de vuelta a casa, una casa oscura y vacía. Natalya no contestó cuando llamé con los nudillos a su puerta. La abrí una rendija. Un leve resplandor azul

procedente de la luz del jardín me reveló que la habitación estaba tan vacía como la casa. Preocupado, le mandé un mensaje. Se había enfadado, pero no tanto como para pasar la noche fuera. Quizá hubiera decidido dormir en un hotel. Ese pensamiento me inquietó, porque quería verla. Teníamos que hablar de Julian y Marcus. De mí. Y había que abordar esa inmensa revelación que me había soltado en plena calle y que había sido como si me cayera encima un sofá de un camión de mudanzas. De eso no se iba a escapar. Al ver que no me contestaba inmediatamente, la llamé. Oí vibrar su teléfono en un rincón de la habitación. Aún estaba en la bolsa. Seguramente había soltado sus cosas y se había ido a dar un paseo. Era tarde, así que acosté a los niños y me fui a mi cuarto a ponerme unos bermudas y una camisa limpia; luego iría a buscar a Natalya. A ella le gustaba salir a pasear por la noche y probablemente anduviera deambulando por la playa… o igual iba corriendo como una máquina y fustigándose por lo que me había dicho. Me pasé ambas manos por el pelo. ¡Dios! Estaba enamorada de mí. Lo había estado todo ese tiempo. Y nunca me había dicho nada. «¿Por qué no?». Captaron mi atención unas cortinas que se inflaban hacia fuera. La puerta corredera del balcón estaba abierta. Salí al jardín y me encontré a Natalya, envuelta en una mantita, en una tumbona. Había refrescado. Miraba fijamente al mar. El agua azotaba la orilla y el romper de las olas desentonaba con el latido errático de mi corazón. Aparte de Raquel, Natalya significaba más para mí que nadie que hubiera conocido en los últimos años. Era mi única amiga, mi única persona de confianza. Era una mujer segura de sí misma, compasiva y tan independiente como hermosa. Me encantaba toda ella. La quería. Pero por razones que no alcanzaba a comprender, le remordía la conciencia por la única vez que se había entregado a mí. Pensaba que se había aprovechado. Creía que me había seducido. «Síii, claro», me dije, riendo. Me limpié las manos sudadas en el trasero de los vaqueros y me instalé en otra tumbona, enfrente de ella. Le caía una lágrima solitaria por la mejilla. Paseé el pulgar por la piel suave de su rostro y ella me agarró la

muñeca y me plantó un beso en la palma de la mano. Después me soltó y apretó el puño. Inspiró hondo, inflando el pecho. —Tengo hermanos en distintos países, gracias al trotamundos de mi padre, que no puede tener la picha quieta. Adoro a mi hermano sudafricano y a mi hermana australiana, pero Raquel era mi favorita. Nos llevábamos muy bien. —Ella sentía lo mismo por ti. Se cubrió bien los hombros con la mantita. —El padre biológico de Julian era un capullo. Lo mejor que hizo en la vida fue renunciar a sus derechos como padre para que pudieras adoptarlo. Cuando tú y yo nos conocimos, quise odiarte. —Me miró como disculpándose—. Raquel se enamoró tanto y tan pronto de ti que pensé que la había camelado otro capullo. Fue demasiado rápido y tú eras… —Mercancía dañada —dije yo. —¡No! —exclamó—. ¿Cómo puedes pensar algo así? —Estaba bastante jodido. Hizo un mohín. —Sí, pero era evidente que tú la querías tanto como ella a ti. Por eso me fastidiaba que me atrajeras. En esas primeras semanas, después de la muerte de Raquel, me enamoré de ti y, luego, prácticamente te he impuesto mi presencia. ¿Qué clase de hermana hace algo así? —dijo, meneando la cabeza asqueada, y me dieron ganas de estrecharla en mis brazos, de hacerle olvidar el remordimiento a besos. —Nat —le dije. Se limpió las lágrimas—. Nat, mírame. —Lo hizo y sus preciosos ojos verdes brillaron a la luz de la luna—. Tú no me obligaste a hacerlo. —Me metí en la ducha contigo sabiendo que lo estabas pasando mal. Me aproveché de tu dolor. —Los dos lo estábamos pasando mal. Los dos queríamos aliviar ese dolor. Yo quería a Raquel y guardo en mi corazón el poco tiempo que pasamos juntos, pero ocurrió algo entre nosotros en esa ducha, algo que no creo que podamos seguir ignorando. —No, no creía que debiéramos ignorarlo. Se le entrecortó la respiración—. Yo siento lo mismo, Nat. Te quiero —le susurré, tirando del extremo de la manta. Quería tenerla en mi regazo, donde pudiera besar su piel pecosa y hundir mi rostro en el hueco de su hombro e inhalar su aroma. Quería

enterrar todo lo que me apartara de ella y de mis hijos, quería ser solo yo. Sin quitarme los ojos de encima, se levantó. La manta le resbaló de los hombros y cayó a sus pies. «¡Madre mía!». —Vas desnuda. Los nervios, la emoción, la ilusión, todas las emociones que me aceleraron el corazón e hicieron que me zumbara la cabeza se me bajaron ahí. Ella soltó una carcajada grave, entre lágrimas. Me empujó por los hombros hasta recostarme en la tumbona y se subió a horcajadas encima de mí. La agarré de las caderas. Mi yo sensato quería hablarlo primero. ¿Estaba segura? ¿Cómo iba a afectar aquello a nuestra relación? Pero la parte de mí que llevaba dos años ardiendo de deseo estaba harta de que la ignoraran. Acariciándole los costados, la agarré por la nuca y la besé. Y madre mía, cómo besaba. Sus labios eran exquisitos y su aroma embriagador. Dios, me encantaba cómo olía. Recorrí con mi boca la suya mientras ella me desabrochaba la camisa con desesperación. Al poco, tenía las manos en mi bragueta y mi yo sensato la agarró de las muñecas. Bajó la barbilla y me miró desde arriba. Un destello de vergüenza le iluminó los ojos. Una leve vulnerabilidad hizo que le temblara el labio. Me dieron ganas de besarla entera. —No llevo protección —conseguí decir con voz muy ronca. Habían sido casi dos años. No había habido nadie desde ella y aquellos diez minutos espléndidos en la ducha. Cerró los ojos y meneó la cabeza. —No la necesitamos. Estaba tomando la píldora. Solté un suspiro hondo. Paseó el pulgar por mi labio inferior y yo lo mordisqueé. Se le encendió la mirada y en cuestión de segundos me estaba besando y yo estaba perdido. Consumido por el deseo que me inoculaba y mi necesidad de poseerla. Allí mismo. En la terraza. ¿A quién le importaba que pudieran vernos? A nosotros no, desde luego. Me bajó la cremallera y me levantó las caderas. Entonces, yo le levanté las suyas, rozándole la piel dura de ambos lados, y me la puse

encima. Quise preguntarle por las cicatrices que le había visto antes, cuando iba en bañador, y que yo estaba tocando por primera vez, pero la sensación que me produjo estar dentro de ella me dejó sin palabras. Gemimos y empezamos a frotarnos el uno contra el otro, con la respiración cada vez más acelerada. La embestí como si intentara llegar a esa parte de ella que me había estado ocultando hasta esa noche en que me había destapado sus sentimientos y había salido corriendo, como si esperara que se los tirase a la cara, envueltos para regalo y todo, acompañados de un «No, gracias». Yo había hecho justo lo contrario: había tomado su declaración y me la había guardado muy adentro, donde ella había ido dejándose pedacitos de sí misma todos esos meses. Porque con Natalya me sentía entero. Íntegro. Poco después, Natalya yacía en mi pecho y nuestra respiración entrecortada empezaba a normalizarse. Paseé los dedos por su columna, admirado de lo que acababa de ocurrir entre nosotros. Quería más de todo aquello. De la conexión y de ella. Tembló. Cogí la manta y nos la eché por encima. Le rodeé la cintura con los brazos y la besé en la frente. Suspiró y me besó en el cuello. —He estado pensando —susurró. Y yo. En lo que quería para mis hijos, en quién era y en qué pasaría con Natalya ahora. Estuve a un tris de decirle «¡Cásate conmigo!». —¿En qué? —pregunté. Cruzó los brazos sobre mi pecho y apoyó la barbilla en las manos. Tenía su boca a un beso de distancia, pero cuando le vi los ojos, me detuve. Se mordió el labio inferior. Volvía a parecer vulnerable—. ¿Qué pasa? —Deberías ir a California. —¿Qué? —Todo el calor que habíamos engendrado se disipó como si hubiera entrado un frente frío. Se me heló todo por dentro. Retiré los brazos de su cintura—. ¿Por qué? —Para descubrir… —¿Descubrir qué? —la interrumpí bruscamente. ¿Que mi carné era falso y que me detuvieran al embarcar en el avión? Me peiné nervioso con los dedos y me agarré la nuca. Ella se incorporó y la manta se derramó a su espalda.

—Para descubrir quién eres, para eso —dijo con dureza, irritada e impaciente. ¿Por si me olvidaba de mí mismo? Quizá viera algún rostro o algún lugar, oyera alguna voz, cualquier cosa que me sacara de mi estado de fuga. —Yo no viajo. —Escucha, Carlos, sé que tienes miedo. —Apreté la mandíbula. Me agarró la cara y yo resistí la tentación de volverme hacia otro lado. A un hombre no le gusta que le digan a la cara que tiene miedo, aunque él también lo piense—. Hace seis meses que sabes lo de James. ¿No crees que es hora de que dejes de esconderte de quien eres en realidad? —No me escondo, solo que… —Entonces, ve a ver a Aimee. —Es que… ¿Cómo has dicho? Se levantó y se echó la manta por los hombros, desviando la mirada. —Ella te conoce mejor que nadie.

Capítulo 11 JAMES

En la actualidad 25 de junio Saratoga, California James no ve otra alternativa. Los niños y él tendrán que ir a Kauai, a casa de Natalya. Thomas quiere que James y Phil se reúnan en su despacho, pero James no lo cree necesario. Aún no recuerda lo que ocurrió aquel día y, mientras no lo sepa, Phil negará haberle disparado. Lo que lleva a James a huir de sus hermanos es la súplica desesperada de Carlos de que cuidara bien de Julian y Marc. Y no puede hacerlo si piensa que es mayor la probabilidad de que vuelva a casa y se encuentre allí a Phil en vez de a su madre que la de que recuerde lo que fuera que le provocó la fuga. Además, necesita un sitio donde pensar en qué van a hacer sus hijos y él ahora, porque ya tiene claro que no puede vivir en la misma ciudad que Aimee si no están juntos. Su decisión de volver a Los Gatos no ha sido más que otro de una larga sucesión de desaciertos. Pero Nick piensa que viajar a Kauai es un error. Su mejor amigo se lo dijo en el jardín de los Garners, sobre el fuego de la barbacoa donde se estaban asando los filetes. James acababa de hablarle de su relación con Natalya. —¿Te parece acertado? —le preguntó Nick. ¿Alojarse en casa de una mujer de la que había estado enamorado? Probablemente no. Aunque se conocían desde hacía casi siete años, habían sido íntimos durante cinco y compartido cama, deseos y miedos, salvo por las fotos que había visto en la pared, no recordaba su cara, menos aún ni

uno solo de los momentos que había pasado en su compañía. No, alojarse en su casa no iba a incomodarlo en absoluto. Le da un vuelco el corazón como siempre que piensa en Natalya. Igual sí debería buscarse un hotel. —Los niños confían en ella —dice, agitando la cerveza rubia que se está bebiendo. Parece que Nick se lo piensa. Baja la temperatura de la parrilla, retira dos filetes y deja el de Kristen y el de Julian un poco más. Hace un rato ha hecho perritos para sus hijas y para Marc. Con las pinzas en la mano, se pasa el dorso de la muñeca por la frente sudorosa. —Que te vayas a un par de miles de kilómetros de Phil no lo frenará. Ya lo sabe, pero evitar a Phil no es la única razón de su marcha. Le da un buen trago a la cerveza. En un bolsillo de los bermudas lleva aún el anillo de compromiso de Aimee, con el que juguetea. —Julian y Marc estarán más seguros allí con ella. A Nick casi se le cae el filete de Kristen. —¿Los vas a dejar con ella? —Todavía no lo he decidido. —Este podría ser un buen momento para empezar —le dice su amigo, mirándolo fijamente. James le hace una peineta. Pero su amigo tiene razón: va a salir corriendo otra vez. Fue una imprudencia seguir a Phil a México. Y también lo fue abordarlo a la entrada de aquel chiringuito. James se queda inmóvil, con los labios pegados a la boca de la botella, mientras un recuerdo asoma intermitentemente a su memoria como una perturbación en la pantalla del radar: Phil sentado a una mesa con otros dos hombres. De por allí, a juzgar por su forma de vestir, su tono de piel y sus modales informales. La imagen desaparece antes de que pueda ver las caras de los hombres y el lugar. Cierra los ojos. El esfuerzo mental le produce jaqueca. Kristen grita desde dentro que la ensalada y las patatas ya están listas. Nicole chilla sentada a la mesa de jardín y Marc responde con una carcajada. Nick pone el último filete en el plato y limpia la parrilla, quitando los restos de comida. James coge el plato. —Como te decía, los niños confían en ella. Y, por lo que he leído, yo también.

En la actualidad 27 de junio Dos días después, James y sus hijos están de nuevo en el aeropuerto y él está pensando en la mujer a la que va a ver dentro de seis horas. «Es de la familia», se dice, mientras pasa el control de seguridad detrás de Julian y Marc. De momento, Natalya es el único miembro de su familia que no lo ha jodido ni ha intentado controlar algún aspecto de su vida. Más bien al contrario, en realidad. Ha sido más que una cuñada para él y una tía para sus hijos. A su juicio, está en deuda con ella. Aunque solo sea por curiosidad, quiere conocer a esa mujer que tanto lo había querido. Cuando recogen sus cosas de la cinta del arco de seguridad y James se calza, Marc empieza a dar saltitos. —Me hago pis —dice, agarrándose sus partes. —Al baño los dos, luego desayunamos —le dice James a Julian. Tras la visita al baño y una breve pelea con Marc para que se lave las manos, pide chocolate a la taza y algo de bollería para los niños y un café con cereales para él. Se lo llevan a la puerta de embarque, que está atestada de turistas vestidos de vivos colores y estampados tropicales, y buscan un sitio junto al ventanal. Marc se pone de rodillas en el asiento para observar el avión y al poco se le cae el donut por detrás de la silla. Mira a James y le tiembla el labio inferior. —¡Tú eres tonto! —le suelta Julian a la vez que parte por la mitad el suyo y le ofrece un trozo a su hermano. —Gracias. Marc se limpia la nariz con la mano y le da un mordisco al donut. James ve a su hijo mayor sentarse en el suelo, apoyado en la mochila y siente ese vértigo instantáneo que produce el déjà vu, como cuando te tiras de un trampolín. Marc le recuerda a él. La forma en que dobla los dedos como si sostuviera un pincel cuando tiene muchas ganas de pintar. El modo en que ladea la cabeza cuando escucha con atención. Y el fervor con el que mira a su hermano mayor, como si las palabras de Julian fueran el evangelio. Pero por primera vez, la forma en que interactúan sus hijos le recuerda su relación con Thomas. Julian es hostil y autoritario con su hermano menor y James se culpa por ello. Los niños han vivido varios acontecimientos de los que te cambian la vida en los últimos seis meses,

pero a pesar del trastorno, Julian sigue cuidando de Marc y este idolatrando a su hermano. Están más unidos entre ellos que con él, que es lo mismo que les pasaba a Thomas y a él con sus padres. Le quita la tapa al café y sopla, recordando un caso en concreto en que Thomas le salvó el pellejo. Una tarde, James se había pasado por la papelería después de clase para comprar pinturas y pinceles, pero con las prisas por llegar a casa y cambiarse para ir al parque a jugar al fútbol con Nick y sus colegas, se había dejado en el sofá del salón la mochila con lo que había comprado. Llegó a casa dos horas más tarde, sudoroso, manchado de verdín y de barro, y se encontró a Phil en el comedor cotilleando sus apuntes de geometría. El libro de texto, con el lomo agrietado hasta el último tema que James había estudiado, estaba junto al codo de Phil, que había dejado su mochila, abierta del todo, en la silla de al lado. —¿Qué haces con mis cosas? James miró primero a Phil, luego la mochila y de nuevo a Phil. No quería que resultara demasiado descarado que buscaba los pinceles y las pinturas que había comprado, pero ¿dónde estaban? La bolsa con sus compras había desaparecido. Oyó a su madre hablar por teléfono en la otra habitación. ¿La habría cogido ella? Lanzó una mirada asesina a Phil, que levantó la vista del cuaderno como si nada. —Mamá me ha contado que has suspendido el último examen. He pensado que igual te podía ayudar a estudiar. James puso cara de extrañeza. Las matemáticas eran la asignatura que mejor se le daba. A lo mejor había fallado un par de preguntas y le daba igual que para su madre eso fuera un suspenso. No necesitaba la ayuda de Phil para estudiar. Y desde luego tampoco quería que Phil hurgase en sus cosas sin permiso. Cerró de golpe el libro de texto, lo metió de mala gana en la mochila y tiró del cuaderno que Phil tenía pillado con su antebrazo. No cedió. Volvió a tirar y Phil sonrió despacio, recostándose en el asiento. —¿Qué has estado haciendo? —le dijo, señalando a James con la barbilla, con un codo apoyado en el respaldo de la silla. —Jugando al fútbol con mis amigos —contestó, y guardó el cuaderno. —¿Y ya está?

James cerró la cremallera de la mochila y se la colgó al hombro. —Y ya está —replicó antes de salir del comedor. —Yo solo intentaba ayudar —le gritó Phil. James le hizo una peineta por encima del hombro. Luego peinó el salón en busca de la bolsa de las cosas que había comprado; miró primero debajo del sofá, luego detrás de la mesa. Echó un vistazo en la encimera de la cocina antes de subir a su cuarto. Tiró la mochila a la cama y se quedó allí plantado, frotándose los antebrazos. ¿Se la habría dejado en la tienda? No, recordaba perfectamente habérsela metido en la mochila antes de salir pitando para casa. Demasiado angustiado para caer en la cuenta de que había metido la pata hasta el fondo, se sentó a su escritorio y se puso a estudiar. Frotó el lápiz con ambas manos. Dio unos picotazos con la punta en el libro abierto. Se enterró los dedos en el pelo tieso y apretó. Los ángulos complementarios y obtusos se emborronaron en las páginas cuando el corazón empezó a latirle en la garganta. Se le secó la boca y deseó tener un vaso de agua cerca, pero no quería ir a por uno por si se topaba con su madre. Cuanto más rato pasaba allí sentado, mirando fijamente los deberes, más claro tenía que su madre le había registrado la mochila y había encontrado sus pinturas y sus pinceles. No tardaría en saber que ya estaba en casa. Lo castigaría meses. Alguien llamó suavemente a la puerta. James se volvió en la silla y miró espantado a la puerta. Se abrió una rendija. Apareció la bolsa con sus compras, meciéndose, colgada de un dedo. A los pocos segundos, las espaldas anchas de Thomas llenaron el marco de la puerta. Su hermano entró, cerró y le tiró la bolsa a James, que la atrapó al vuelo. —¿Dónde la has encontrado? —En el suelo del comedor —contestó Thomas, tumbándose en la cama bocarriba, con las manos en la nuca y las piernas cruzadas por los tobillos—. Se habrá caído cuando Phil ha empezado a hurgar entre tus libros. Menudo capullo. —Gracias por cubrirme —le dijo James, y guardó la bolsa en el último cajón de su escritorio, debajo de un montón de cuadernos antiguos de clase—. Seguro que me habría hecho pasar un mal rato. —Él no tiene la culpa de ser como es —dijo su hermano, agarrando la pelota de béisbol metida en el guante que James tenía tirado en el suelo,

junto a la cama. La lanzó hacia arriba y la atrapó antes de que le aterrizara en la nariz. —O sea, que es culpa mía que se ponga a revolver en mis cosas, ¿no? —Solo quiere hacerte saltar, pero escucha… —Thomas volvió a lanzar la pelota, luego se incorporó, se sentó al borde de la cama y la atrapó, todo en un solo movimiento. Apoyando los antebrazos en las rodillas, empezó a pasarse la pelota de una mano a otra—. Mamá nos obligó a ir al centro comercial de Valley Fair hace un par de días. Nos topamos con la secretaria de papá. —¿La señora Lorenzi? —Era tan estirada como su madre y tendría que haberse jubilado hacía diez años. —Ya sabes que mamá, papá y tío Grant no reconocen nunca en público que Phil es hijo de mamá… —Sí, ¿y…? ¿Qué pasó? Thomas se encogió de hombros. —Ya conoces a mamá: no puede evitar hablar de lo estupendo que es. «Mi sobrino esto, mi sobrino aquello…» —dijo Thomas, imitando la voz y el tono de su madre. Luego se rascó la cabeza, con la pelota aún en la mano—. Lo lógico habría sido que Phil se hubiera puesto chulito con tanto elogio, pues no, se puso malo de oírla y algo triste. Me dio pena, el pobre. James lo miró extrañado. —¿Qué tiene que ver eso con que sea un capullo? Thomas encogió un hombro. —No sé. Tengo la sensación de que nuestros padres y tío Grant se están metiendo en la boca del lobo. Un día de estos Phil se va a hartar de que lo llamemos primo. —Le tiró la pelota y James la cogió y la guardó. Thomas se levantó y se dirigió a la puerta—. ¿Sabe Aimee lo de Phil? —le preguntó intrigado. James frunció los labios y negó con la cabeza. Le daba muchísima vergüenza contarle la verdad. Lo asqueaba que su madre se hubiera liado con su propio hermano. Eso sería como acostarse con Thomas si fuera chica. ¡Qué asquerosidad! Aún recordaba el escarnio que había sufrido su familia antes de marcharse de Nueva York. —Sí, creo que los dos hemos hecho un buen trabajo barriendo ese escándalo bajó la alfombra. Yo tampoco se lo he contado a nadie. — Thomas giró el pomo y se detuvo antes de abrir la puerta—. ¿Me aceptas un consejo?

James ya se había vuelto hacia el escritorio para retomar sus deberes. Miró a Thomas de medio lado. —¿Qué? —Haz lo mismo con tu material de pintura. Has cometido un par de deslices últimamente. James estaba de acuerdo. Se había descuidado. Miró el cajón donde había escondido la bolsa con sus compras. —Si no tuvieras que trabajar en la empresa de mamá y papá al acabar la universidad, ¿qué te gustaría hacer? Thomas guardó silencio un momento. —No sé. La verdad es que no lo he pensado. —¿Y si lo pensaras? —El padre de Brian Holstrom trabaja en el FBI. Nos ha contado algunas cosas muy molonas. —Se encogió de hombros—. Cenamos en cinco minutos —dijo después, levantando cinco dedos. Cerró la puerta y dejó a James con cuatro minutos exactos para asearse y uno para bajar corriendo a la mesa. Se metió a toda velocidad en el baño y pensó en que Phil se iba por el sumidero junto con la mugre y la porquería. Suena la megafonía por los altavoces del techo y le recuerda a James dónde están y por qué. El embarque de su vuelo empezará en breve. Le da un toque a Julian en la pierna con la puntera de la zapatilla. —Eso ha sido un detalle por tu parte —le dice, refiriéndose a la mitad de donut que ha sacrificado—. Eres un buen hermano. Julian no contesta, se limita a mirarlo, luego entierra la cara en el móvil y se mete el resto del donut de golpe en la boca. De pie junto a sus hijos, James se termina el café y remueve los cereales, añadiéndole un paquetito de frutos secos. Mientras come, pasan por delante de él chanclas y mocasines. Está rebañando el cuenco y comiéndose el último bocado cuando un par de sandalias de mujer con diamantitos de imitación invaden su campo de visión. Brillan una barbaridad. Entonces percibe la presencia de su propietaria y se agarrota entero. Se nota muchísimo el pulso en el cuello. No le hace falta mirar para saber quién lleva ese vestido de verano hecho a medida con un fino cinturón de piel ajustado a su esbelta cintura. Tampoco tiene que mirar

más allá del botoncito nacarado del cuello ni del gesto torcido para saber a quién tiene delante. Los cereales que se acaba de comer se le quedan tiesos en el estómago. «¿Qué demonios?». —Hola, James —lo saluda su madre, sonriéndole con la boca cerrada. Por segunda vez esa semana, la inesperada presencia de su madre hace que se le caiga el alma a los pies. Está a punto de pedirle a Marc que la recoja del suelo junto con el donut sucio. James mira boquiabierto a la mujer que les mintió a él y a sus hijos durante cinco años. La misma que detestaba tanto su talento artístico que lo obligó a devolver su primera caja de pinturas al óleo, que Aimee le regaló cuando cumplió doce años. «Una frivolidad en la que no debes malgastar tu tiempo». Eso dicho por una mujer que también era artista. Y brillante. James había visto la pieza expuesta en el pasillo de la planta superior de su casa de Puerto Escondido. Además, Carlos había descrito en sus diarios las otras obras que ella había pintado durante sus largas estancias en México. Le retumba el pulso en los oídos. —¿Qué haces aquí? Claire tuerce el gesto y su sonrisa mínima se tambalea. —¡Señora Carla! —exclama Marc y, levantándose de un salto, abraza a Claire y le pone el vestido perdido de azúcar y de toppings. Ella no pestañea siquiera, sino que vuelve a sonreír, esta vez con ganas, de oreja a oreja—. ¿Viene a Hawái con nosotros? Tía Natalya se pondrá muy contenta de verla —le dice Marc acelerado y en español, incapaz de contener la emoción. Julian levanta la vista desde donde está sentado y mira a Claire fijamente, con los ojos como platos, tan sorprendido como James de verla allí. Se levanta despacio, se quita los auriculares y se los deja colgados del cuello. Mira a James de reojo, luego a Claire. James sabe que su hijo no tardará en descubrir quién es ella y lo que lleva años ocultándole. Claire le besa la cabeza a Marc, luego a Julian, que va soltándose poco a poco. El niño la abraza, luego estudia la mirada furiosa de James. —¿Os importa que os acompañe? —Dadme unos minutos —dice James a sus hijos, luego agarra a Claire por el brazo y se la lleva unos asientos más allá.

—¡James! —protesta ella, espantada. James se detiene junto a la papelera y tira el cuenco de los cereales, luego se abalanza sobre su madre. Aprieta los dientes para poder controlar el tono y el volumen de su voz. —Puede que tuviéramos «amistad» en México, pero las cosas son como son: te aprovechaste de mi pérdida de memoria. No esperes que retomemos lo nuestro por donde lo dejamos. —A mí no me hables así —le dice ella, mirando a izquierda y a derecha, porque por nada del mundo querría dar un espectáculo público. James le suelta el brazo y se relaja. —¿A qué has venido? Ella se toquetea el botoncito nacarado del cuello con sus uñas pintadas. —Thomas me ha dicho que te ibas. Ha pensado que querría saberlo —contesta ella, suavizando el gesto—. Te puede venir bien mi ayuda. Los niños me conocen. —Conocen a la señora Carla. Creía que ya no hablabas con Thomas. Hace una mueca. —Hablamos solo lo necesario. James, cariño, por favor. Apenas has estado en casa y Thomas no sabía cuándo volverías. Los echo de menos — dice, mirando a la espalda de James—. No los veo desde diciembre. Un escalofrío le recorre la espalda como a un escalador en la pared de un acantilado. —¿Estuviste en México en diciembre? Lo mira extrañada. —Pues claro. He estado yendo todos los años justo después de Acción de Gracias para pasar allí las Navidades. Pero él no la había visto. Lo que, para James, solo puede significar una cosa: que sabía que había vuelto a ser él y había abandonado el país. Por megafonía, la azafata anuncia el embarque de los pasajeros de primera. Claire abre el bolso y saca su billete. —No eres el único progenitor de esta familia al que le preocupa el bienestar de sus hijos. ¿Cuándo se había preocupado ella por él? —Una caja de pintor cara no compensa años de ignorar algo que a mí me apasionaba muchísimo. Claire cierra de golpe el bolso y lo mira ceñuda.

—¿Cómo que te «apasionaba»? —Al final te has salido con la tuya, madre. He dejado de pintar. Ella se mete el bolso debajo del brazo y vuelve la cara. Observa como suben el equipaje al avión. —Voy a ir de todas formas. Tengo billete y reserva en un hotel. La azafata anuncia el embarque del siguiente grupo y los pasajeros se dirigen en tropel a la puerta. Julian lo mira impaciente y le dice por lo bajo «¡Vamos!». James levanta un dedo para indicarle que enseguida va, luego se vuelve hacia su madre. —No te lo puedo impedir, pero sí puedo, y lo voy a hacer, decidir cuándo y cómo vas a relacionarte con mis hijos. —¿Cuándo piensas decirles quién soy? —No sé si lo voy a hacer. —Pero soy su abuela. No tienes derecho a privarles de mí. —¿No lo dirás en serio…? —dice él con una sonora carcajada—. Tengo todo el derecho del mundo —le dice a su madre con cara de asco y, meneando la cabeza y riendo aún de la osadía, vuelve con los niños. Anuncian el embarque de su fila. —Coged las cosas, chicos. Nos toca. —¿Dónde se sienta usted, señora Carla? —le pregunta Marc cuando ya están haciendo cola. —Estoy al principio del todo. —Como era de esperar —espeta James, abriendo torpemente la cremallera de su mochila para sacar los billetes. Julian lo mira sorprendido. —¿Y a ti qué te pasa? —La vida, Julian. —Le da a su hijo su billete—. No lo pierdas. —¿En serio? —protesta el crío—. ¿Qué crees, que se me va a caer de aquí a la puerta? —Una mujer con un niño muy pequeño pasa corriendo por delante, tropieza con Julian y le tira el billete, que cae al suelo. James suelta una carcajada. No lo puede evitar—. No tiene gracia —masculla Julian, pero cuando recoge el billete, se le escapa una sonrisa. James le da una palmadita en el hombro a su hijo y deja la mano allí mientras se acercan a la puerta de embarque. Para sorpresa suya, el niño no se zafa de él.

Capítulo 12 CARLOS

Cinco años antes 8 de julio Puerto Escondido, México Me desperté cuando el sol asomó sobre la cima de las montañas del este y salí a correr como todas las mañanas, diez kilómetros por las calles de Puerto Escondido para terminar en la atestada Playa Zicatela. Unas nubes rotas poblaban el cielo, dejando entrever trocitos de azul dorado, y el aire estaba cargado de electricidad. El viento soplaba hacia el interior. Cuando empecé a caminar por la playa, con los gemelos ardiendo y el cuerpo empapado, vi que Natalya me estaba esperando, sentada en el murete, bebiéndose un café. Se iba en unos días. La llevaría al aeropuerto, le daría un beso de despedida y le haría prometer que me llamaría en cuanto aterrizase. Ella me volvería a preguntar cuándo tenía pensado volar a California. Me paré delante de ella y ella me miró sonriente. —Buenos días. La agarré por la nuca y le di un beso rápido y fuerte. —Buenos días —dije. —Necesitas una ducha —dijo ella, arrugando la nariz. —Solo si te duchas conmigo. Me senté a su lado, gruñendo al inclinarme para desatarme las Nike. —¿Una carrera dura? —Una buena carrera. Natalya sonrió y bebió un sorbo de café. —He estado pensando.

La miré con fingida sorpresa, aún doblado. —Impresionante. —Ja, ja —dijo y, después de darme un empujón de broma en el hombro, se puso seria—. El trabajo va a ser una locura estos próximos meses. —¿Las tablas grandes de Mari? Asintió con la cabeza. —Entre la producción y la comercialización, estaré bastante liada. No volveré hasta el campeonato. —¿En noviembre? Esa sería la primera vez que estaríamos tanto tiempo sin vernos desde que nos conocíamos. Se nos haría aún más largo ahora que nuestra relación había tomado un nuevo rumbo. Habíamos trasladado su equipaje a mi cuarto a la mañana siguiente de nuestra primera noche juntos y, desde entonces, había dormido en mi cama todos los días. Me quité las zapatillas y los calcetines empapados, molesto por aquel dolor en el pecho al que no estaba acostumbrado. —¿No te estarás arrepintiendo de lo nuestro…? —No, no, en absoluto. —Me cogió la mano. Entrelazamos los dedos —. Pero respecto a lo que he estado pensando… Sí, sé pensar —bromeó, y yo sonreí—. Suponiendo que tu viaje a California salga bien —dijo, dándose golpecitos en la cabeza como para referirse a mi fuga y a que siguiera siendo yo, Carlos—, ¿vendrías a verme? Noviembre queda muy lejos. —No sé, Nat. —Me solté de su mano—. Aún no he decidido si voy a ir. —Pero dijiste que irías a ver a Aimee. Ya lo hablamos. —No sé si puedo ir. Puede que no me dejen salir del país. —Aún te preocupa tu identificación… —Sería imbécil si no me preocupara. —Bueno… si Jason Bourne lo puede hacer, tú también. —¿Quién es Jason Bourne? —Me lo iba a explicar—. Da igual —la interrumpí, poniéndome de pie. Avancé unos pasos. Con las manos en las caderas, me volví hacia Natalya—. Ayer llamé a Thomas. —Se quedó pasmada—. Me ha dicho que mi identidad es legal. Le pregunté cómo, pero no me lo quiso explicar, no por teléfono. Solo me lo puede contar en persona.

—¿Y tú qué le dijiste? ¿Va a venir? Me encogí de hombros. —Ni idea. Le colgué. —¡Carlos…! —me dijo con un aspaviento—. ¿Por qué? —¿Me lo dices en serio? Todas estas intrigas y misterios son la razón por la que no quiero tener nada que ver con esa familia. —Querrás decir con tu familia. —Puso los ojos en blanco y se levantó, sacudiéndose el trasero de la falda de algodón—. Te guste o no, estás emparentado con ellos y solo hay una forma de averiguar si os parecéis. Ve a California. Ve a ver cómo viven. Ve a conocer a tus amigos y averigua cómo eres. Ve a hablar con Aimee. —¿Y cuando descubra que soy exactamente igual que ellos…? Suspiró, mirando al infinito. —No sé. ¿Podemos hablar de esto cuando vuelvas? Inspiré hondo y cerré un segundo los ojos. —Sí. —Podía vivir con eso. De momento. Luego se me ocurrió algo y lo solté sin pensarlo—. Podríamos casarnos. —Carlos… —dijo abatida. —Pensaba que me querías. —Sabes que te quiero —le susurró ella con vehemencia. «Pero no lo suficiente como para casarte conmigo o mudarte a Puerto Escondido». Me volví hacia el mar, sin verlo en realidad. —Olvida que te lo he pedido —le dije por encima del hombro, porque tenía razón. Más me valía conocerme a mí mismo antes de atarme a nadie más. La oí suspirar, luego noté sus brazos alrededor de mi cintura. Me besó la espalda y yo cubrí sus manos con las mías. —Encontraremos una solución, Carlos. Ya lo verás. —Apoyó la mejilla en mi espalda—. Eres mejor persona de lo que crees. Levanté la vista al cielo y al sol que desaparecía. Sonó un trueno y la vibración me caló los huesos. A mi espalda, a salvo en casa, dormían mis hijos, porque aún era temprano para una mañana de verano. Thomas me había dicho que mi identidad y toda la documentación correspondiente eran legítimas. ¿Cómo iba a fiarme de su palabra después de todo lo que me había hecho pasar?

Pero si los documentos no eran falsos, eso significaba que yo era legalmente el padre de Julian. Aquello me alivió un poco, pero también me angustió. Aunque no había querido fiarme de Thomas, en ese caso no me quedaba alternativa. Solo podía tranquilizarme viajando a California. También era la mejor forma de conocer a James. Esperaba poder ir y volver con la identidad intacta, mental y burocráticamente.

Capítulo 13 JAMES

En la actualidad 27 de junio Lihue, Kauai, Hawái James no para quieto. Tamborilea con los dedos en el brazo que separa su asiento del de sus hijos y mueve la pierna. Le coge un lápiz de color a Marc solo para tener algo en la mano. No es un pincel, pero a sus dedos nerviosos les da igual. Y a él le da igual la razón de su nerviosismo. Casi están llegando y Julian lo mira, molesto, así que James se levanta y va y viene por el pasillo. Cuando el comandante activa el aviso de que hay que abrocharse el cinturón de seguridad y anuncia el descenso, se le encoge pecho. Por fin va a ver en persona a Natalya. Una mujer que lo conoce íntimamente. Hasta hace seis meses, su relación iba en serio, no solo se mandaban mensajes picantes y se pasaban toda la noche desnudos bajo las sábanas. James gruñe y se deja caer en el asiento, luego se abrocha el cinturón. Les dice a sus hijos que empiecen a recoger sus cosas y ayuda a Marc a organizar los lápices de colores, recogiendo los que han rodado al suelo. Cinco lápices, el mismo número de veces que Natalya y él han hablado por teléfono desde que salió del estado de fuga. La primera fue la mañana en que Julian se metió en su armario y le puso una caja metálica de seguridad en el regazo. Mientras Natalya, desde su casa de Hawái, intentaba calmar a su sobrino, James fue leyendo los documentos y las cartas que había en la caja. Luego vomitó en el váter y llamó a Thomas. Tenía la sensación de que se iba a desmayar. El pánico y la incredulidad casi le impedían respirar. Le dieron ganas de coger el primer

vuelo a casa. En su lugar, le tendió una mano temblorosa al hijo que acababa de conocer y le pidió el teléfono. —¿Con quién hablo? —dijo tenso, con un hilo de voz. —Soy Natalya Hayes, tu cuñada, estadounidense igual que tú. Vivo en Hawái —le explicó ella. Le gustó su voz. El apellido le sonaba familiar. Le recordaba a trajes de neopreno y tablas de surf, a mañanas montando las olas en Santa Cruz. Julian corrió arriba, gimoteando. Se oyó un portazo. James se llevó el teléfono afuera. Necesitaba aire y luz… y un billete de ida a casa. Necesitaba a Aimee. Respiraba con dificultad. Dios, ella era la persona con la que tenía que hablar desesperadamente, a la que ansiaba estrechar en sus brazos tanto que el vacío que sentía le robaba el aliento. Tuvo que esforzarse para no llorar de angustia. —Sé que estás confundido y que Julian está disgustado —le dijo Natalya con una voz que apenas controlaba—. Está enfadado y lo va a estar mucho tiempo, pero es tu hijo. Sabía que esto podía ocurrir. Lo preparaste para esa posibilidad. —¿Qué posibilidad? —espetó él, frotándose la frente con la base de la mano. —La de que olvidaras quién es. Has vivido seis años en estado de fuga. Eso era lo que le había dicho Thomas. Le parecía un disparate. Surrealista, como sacado de una película de ciencia ficción. Debía investigar su trastorno y buscarse un médico en cuanto saliera de México. —¿Y el otro niño? —El que lo había despertado saltando en la cama. —¿Marcus…? —dijo, y su voz se quebró como cuando llenas de hielo un vaso caliente—. También es hijo tuyo. —¿Y qué coño se supone que tengo que hacer con ellos? —preguntó con cara de angustia. No pretendía decir eso en voz alta. —Lo que has hecho siempre: ser su padre. —¿Y su madre? ¿Mi «mujer»? —La palabra le quemó en la lengua —. ¿Ha muerto? —Sí —contestó ella sin más. Pero James detectó el tono de dolor y de pérdida por encima del bramido de su propio remolino interior. Raquel era hermana de Natalya. Había visto los certificados de matrimonio y defunción. A pesar de la conmoción, había sido capaz de ver

que había muerto el día en que había nacido Marcus. —Lo siento. La disculpa fue automática, pese a que daba gracias a Dios por no tener ataduras. Fue un pensamiento cruel, pero, joder, bastante tenía ya. —Julian quiere venir a Hawái. Le he dicho que no, pero puedo coger yo el próximo vuelvo para allá. —No —respondió demasiado rápido. Paseó nervioso por el jardín—. No, necesito pensar. Necesito tiempo. —Parecía maja por teléfono, pero era una extraña para él. ¿Podía fiarse de ella? —Te has dejado un diario. Léelo. Creo que las respuestas a casi todas las preguntas que te haces estarán allí. Y… ¿James? Sé que estás asustado, pero tus hijos también. Te quieren y confío en que puedas encontrar dentro de ti la forma de volver a quererlos tú también. Son buenos chicos. Cuando terminó de decirle aquello, estaba llorando. Luego colgó antes de que él pudiera darle las gracias. En las siguientes conversaciones que mantuvieron, ella fue agradable, incluso atenta. Pero ¿la última, de hacía unos días? Se había mostrado como un témpano cuando él le había dicho que iba a aceptar su propuesta de llevarle los niños a Hawái. A pesar de su gélida respuesta, él se recordó que ella había amado al hombre que era antes. Siendo Carlos, él la había amado y le había hecho el amor. Pero siendo James había leído y releído todo lo relativo a los momentos íntimos que habían compartido. Sabía que se comía una naranja por las mañanas y que la pelaba de forma circular para que la monda saliera entera en una espiral larga. Sabía que su perfume era cítrico y que cuando se mezclaba con la crema solar de coco que se ponía durante todo el día, el aroma era embriagador, incluso excitante. Los fragmentos del diario lo fascinaron, igual que la mujer, pero también le perforaron el estómago como la barrena de un pozo petrolífero perfora la tierra hasta el fondo. El remordimiento que sentía por haber estado no con una sino con dos mujeres cuando debería haber estado con Aimee a menudo lo asqueaba sobremanera. Estuvo a punto de dejar de leer los diarios por esa razón. Ya se odiaba bastante. Cuando aterrizan y bajan del avión, James se pregunta si reconocerá a Natalya. Carlos había sentido pena por Aimee, pero no se había sentido atraído por ella. ¿Les pasaría lo mismo a Natalya y a él? El corazón le golpea el pecho como un puño enguantado. Inspira hondo,

concienzudamente, dejando que el aire le llene los mofletes mientras espira. Los nervios y la humedad le empapan las axilas y la zona lumbar. La ve enseguida, de pie, sola, al otro lado del carrusel de la zona de recogida de equipajes al aire libre del aeropuerto de Lihue. Los vientos alisios levantan la mata de luminoso pelo cobrizo que Carlos había descrito con detalle. Siena tostado. Naranja cadmio. Rosa tierra. Amarillo ocre. El pelo de ella tiene todos esos colores y más. Y James no puede dejar de mirarla. No alerta a los niños, que están ocupados con el equipaje, que da vueltas a paso de tortuga en la cinta, y apuestan sobre cuál saldrá primero. No les dice que la está viendo porque quiere poder observarla, inadvertido, antes de que ella lo vea a él. La estudia como si fuera la modelo de uno de sus cuadros. El marcado ángulo de su brazo doblado y la forma en que la luz del sol juega con su piel bronceada. La prolongada pendiente de su cuello cuando se curva hacia sus hombros, por encima del abultamiento de sus pechos. Tira de las pulseras de plata que lleva en las muñecas, luego se enrosca el pelo en una coleta improvisada, dejándolo caer por el hombro. James vuelve a tener esa sensación de déjà vu, como si hubiera sido testigo de esos detalles antes. Aunque sabe que eso es imposible. Solo le resulta familiar porque ha leído cosas de ella. Natalya explora con la mirada a todas las personas que rodean la cinta hasta llegar a él. Se miran y, por un instante, no hacen otra cosa. A James le palpita el corazón, pero no se mueve. El pecho de ella se eleva bruscamente. Se aferra a la bandolera de su bolso y camina hacia él. A él le empiezan a sudar las manos. «Maldita sea». Deja de mirarla, se limpia las manos en los vaqueros y le da un toque en el hombro a Marc para que vea quién viene. Necesita un momento para recomponerse y Marc es una buena distracción. Además, quiere ver cómo reaccionan sus hijos. ¿Será todo lo que cuenta Carlos en su diario? ¿Los querrá como él dice? —¡Tía Natalya! —exclama Marc en español, sale corriendo y se echa a los brazos abiertos de ella, que le llena la cara de besos y le susurra algo al oído. Su hijo ríe como un bobo y James experimenta una extraña sensación de celos. Quiere que Marc reaccione así cuando lo ve. Natalya coge a Marc de la mano y se dirige a James. Julian la ve y se le ilumina la cara una barbaridad. Marc divisa su maleta en la cinta y

James la agarra por el asa. Se vuelve a tiempo para ver la reacción de Natalya al descubrir que su madre, que acaba de llegar a la cinta de equipajes, viaja con ellos. —¿Señora Carla? —dice extrañada. James suelta la maleta, que aterriza en el suelo de porcelana con un fuerte estrépito. Contiene la respiración, esperando a que su madre cercene el tenue vínculo que está creando con sus hijos con más rapidez que unas tijeras de cocina. Julian los observa a los tres, pensativo. Por suerte, su madre no corrige a Natalya. Al contrario, su actitud cambia por completo. Claire sonríe y abraza a Natalya, que frunce el ceño y lo mira intrigada. Él se pasa una mano por el pelo y mira a otro lado. No tenía pensado que su madre estuviera allí cuando conociera a Natalya. ¿Cómo se lo explica ahora? —¡Qué alegría volver a verte! ¿Cómo estás? —le dice Claire, agarrándola por los hombros. —Yo… estupendamente. ¿Y usted? —Fenomenal. De maravilla. —Sonríe a todos—. Tenemos mucho que contarnos. Ya hablaremos cuando se hayan instalado todos —dice Claire, dándole a Natalya un apretón amistoso en la mano. —Vale —dice Natalya con dificultad—. No esperaba una persona más, pero supongo que puede instalarse conmigo en mi cuarto. —No te preocupes por mí —le dice con un gesto despreocupado—. Tengo una reserva en el St. Regis. ¿Podrías acercarme a Princeville? ¿O… cojo un taxi? —dice, mirando a James. —La puedo acercar yo —contesta Natalya, luego mira también a James, como preguntándole qué hacer. James suspira y se frota la cara con ambas manos. —Danos un momento —le dice a su madre. Claire sonríe. —Ya veo mi maleta. Julian, échame una mano. Julian y Claire se alejan en busca de la maleta móvil. James se vuelve hacia Natalya. —No sabía que fuera a venir. —No lo entiendo, ¿cómo os conocéis? —Se llama Claire. Es mi madre. Natalya da un paso atrás. —¿Tu madre!

Mira a Claire espantada y James imagina que está pensando en todo el tiempo que la señora Carla pasó con ellos. Los había engañado a todos. James frunce los labios y asiente con la cabeza. Natalya lo mira fijamente. —Qué retorcido. Él esboza una sonrisa. —Como todo en mi familia. Marc le da una palmada en la cadera a James y señala la cinta. —Tu maleta. —Gracias, colega —contesta él, le da un toque en la visera de la gorra y se vuelve hacia Natalya. Su expresión ha cambiado, y es indescifrable. James se revuelve, inquieto. Seguramente está pensando en la doblez de su madre y en que Carlos no confiaba en los Donato pero allí está, con su matriarca. Seguramente también está pensando que no lo conoce. No es su Carlos, igual que Claire no es la señora Carla. Pero la diferencia es que él nunca le ha mentido. —Los niños aún no lo saben —dice él, mirando a Claire—. Con todo lo que han pasado últimamente, no sé cómo se lo tomarían —le explica, volviéndose de nuevo hacia ella. Sus miradas vuelven a cruzarse y él la oye inspirar hondo. Lo siente en un lugar inesperado, muy dentro de sí. Se acerca un paso. Natalya lo ha acogido en su hogar y quiere que se sienta cómoda teniéndolo allí. Quiere que lo conozca. —Por cierto, soy James —dice, tendiéndole la mano. Natalya se la estrecha, disimulando enseguida con una tímida sonrisa el temblor del labio inferior. —Aloha, James. Yo soy Nat. Bienvenido a Hawái.

Capítulo 14 CARLOS

Cinco años antes 13 de agosto Puerto Escondido (México) y San José (California) Después de que Natalya se fuera, tardé dos semanas en reunir el valor para reservar mi viaje a California, cosa que hice con otras dos semanas de antelación. Aunque me concedí tiempo para prepararme, los nervios se me agarraron al estómago días antes de mi vuelo, y no solo por mi miedo a volar en mi estado. Viajar a California significaba que me fiaba de Thomas y de su palabra de que mi identificación no era falsa y de que no me detendrían en la aduana, ni me encarcelarían, ni me deportarían. A pesar de mis temores, debía ir. Debía averiguar si podía confiar en que James cuidaría de Julian y Marcus. Además, quería saber más sobre cómo y por qué había nacido Jaime Carlos Domínguez. Thomas no quería contármelo por teléfono. Tenía que contármelo en persona. Siendo así, lo haríamos a mi manera, por eso no le había dicho a Thomas que iba. No quería que fuera él quien decidiese qué y a quién iba a ver solo para convencerme de que me quedara y provocarme la salida de mi estado de fuga. Los niños se quedarían con los Silvas y Pía llevaría la galería. Yo le había estado dando clase a Carla todas las semanas, así que el mismo día en que me iba pasé por su casa para reprogramar la siguiente clase para después de mi regreso. Me invitó a subir. —Quiero enseñarte mi estudio. La seguí arriba.

—¡Guau! La luz natural inundaba el espacio diáfano como oro líquido, pero lo que me pasmó de verdad fue la cantidad de cuadros que había pintado en las últimas cuatro semanas. —Encontré la papelería que me recomendaste. —Sí, ya lo veo. Junto a la ventana había tres caballetes con lienzos en diversos estados. La mesa del centro de la estancia estaba atestada de tubos de pintura, pinceles, paletas y frascos de aguarrás. —Estoy probando también con acuarelas. —Me enseñó una mesa más pequeña en un rincón de la estancia. Cogió un pincel del frasco y lo hizo rodar entre sus manos. El mango sonaba al chocar con sus anillos—. No puedo dejar de pintar. Es como si estuviera recuperando el tiempo perdido. Esbocé una sonrisa. Conocía bien la sensación. El brillo de la pintura en el lienzo, el olor acre de los disolventes y la fricción de la espátula en el pigmento me atraían al estudio como el aroma de una mujer a la cama. Pensé en Natalya, en su casa de Hawái. La echaba de menos. Estaba deseando que llegara noviembre. Estudié un óleo que estaba secando. La superposición de colores era técnica y avanzada. —Estos son geniales. —La vio frotar más rápido el pincel entre sus manos—. Yo también hago eso cuando estoy deseando pintar —le dije. —Ah —dijo Carla, mirando fijamente el pincel, luego lo metió en el frasco y me cogió de las manos—. Gracias por volver a introducir la pintura en mi vida. —De nada. Ella sonrió y me soltó las manos. Agarró un tubo de óleo y un frasco de aguarrás. Yo cogí un pincel limpio y acaricié los pelos. Se me metieron por debajo de una uña. —Siento curiosidad… ¿Por qué lo dejó? De espaldas a mí, Carla guardó silencio. Organizó los tubos de pintura por colores, luego los acarició con elegancia. —A mí padre no le hizo gracia una decisión que tomé y el castigo fue severo. Me quitó lo que más me apasionaba. —La pintura. ¿La obligó a dejarla?

—Hizo algo más que eso. Me lo prohibió. Y me amenazó con desheredarme si encontraba un solo pincel en casa —dijo, levantando un dedo. Carla, ya huesuda y delicada, me pareció aún más menuda y frágil tras aquella confesión. Percibí su angustia y me compadecí de ella. —Lo siento —dije en voz baja, cruzando los brazos. Me aclaré la garganta con la intención de cambiar de tema y hablarle de lo que me había llevado allí. Mi vuelo salía en unas horas. —Ahora estoy bien. Eso fue hace mucho tiempo. Vivíamos en una antigua casa de piedra en la parte alta de Nueva York, con una chimenea enorme. —Colocó los pinceles limpios en una caja de madera. Me miró por encima del hombro y una sonrisa triste asomó a sus labios—. Me encantaba aquella chimenea y leer junto a ella. Mi padre encendía el fuego durante todo el invierno para que ardiera hasta bien entrada la noche. Hasta que… —Se interrumpió y acarició un pincel, aireando los pelos, luego inspiró hondo y dejó el pincel en su sitio—. Hasta que un día cogió todos mis trabajos e hizo uno de sus fuegos inmensos. Las llamas subían por la garganta de la chimenea. Me notaba el calor en las mejillas desde el otro extremo de la estancia. Me ordenó que tirara mis lienzos al hogar y me obligó a ver cómo se quemaban. Cerró de golpe la caja de los pinceles, pero no se volvió. Analicé su trabajo. Era cada vez menos evidente para el ojo inexperto que llevaba años sin pintar. A mí me costaba creer que la pausa hubiera sido tan larga. —¿No intentó pintar cuando se mudaron? Carla negó con la cabeza. Volvió la cara hacia mí, revelando el ángulo perfecto de su barbilla, su nariz respingona. —Por entonces yo era una joven menor de edad con un hijo al que mis padres odiaban y mi padre obligó a mi hermano, seis años mayor que yo, a que lo criara. Yo me casé un par de años después y pronto tuve dos hijos más. No había tiempo para pintar y terminé perdiendo el interés. Durante años, todo lo relacionado con la pintura, el olor, los materiales, incluso ver a otros pintar, me recordaban la horrenda vergüenza que había hecho caer sobre mi familia. Aún me pasa. —Se volvió e hizo un gesto circular con la mano—. Pero no has venido aquí a que te cuente mi lamentable vida. ¿Qué lo trae hoy por aquí, don Jaime Carlos Domínguez? —me preguntó con cierto aire de formalidad y una leve sonrisa.

Desde que le había dicho lo que significaba la firma, JCD, de mis obras, me tomaba el pelo con mi nombre completo. Hasta amenazaba con llamarme Jaime cuando le apretaba las tuercas en clase. Esbocé una sonrisa. —Bueno —empecé—, tengo que cambiarle de día la clase de mañana. —Vaya —dijo, algo decepcionada—. Espero impaciente nuestras clases. ¿Va todo bien? Miré al suelo, donde jugaba con un clip suelto, que movía con la punta del pie. —Sí…, sí, todo bien. Me ha surgido una oportunidad de última hora de asistir a un congreso de arte en el Distrito Federal. Cogí el clip del suelo y me lo pasé de un dedo a otro. Aparte de Natalya, no quería que nadie más supiera adónde iba. A Pía y a los Silvas les había puesto la misma excusa. —Parece una aventura maravillosa. Hice una mueca. «Si ella supiera…». Carla rodeó la mesa y toqueteó un ramo de flores, al que quitó dos margaritas marchitas. —¿Quieres que te cuide a los niños mientras estás fuera? Enarqué las cejas. —Eeeh…, no… Pero gracias. Los niños se quedan en casa de unos amigos. Quería que supiera que no estaremos en casa en unos días. Podemos dar las dos clases la semana que viene. Recolocó las flores, organizó algunos tallos. Vi un bloc de notas adhesivas en la mesa y anoté el número de teléfono de los Silvas. —Por si necesita algo. Ya tiene mi móvil. Leyó la nota y la dejó a un lado. —Pues nos vemos dentro de unos días, entonces. —Eso esperaba, porque querría decir que no había terminado en la cárcel ni me habían prohibido volver a entrar en México. Se me encogía el pecho y me sudaban las manos de pensar en todo lo que podía salir mal en los próximos cinco días—. Antes de que te vayas… —dijo Carla, señalando una estancia que había a la izquierda—. Lo estoy pasando fatal con mi wifi. Se corta cada dos por tres. ¿Podrías echarle un vistazo? Me miré el reloj. —Claro —dije, y la seguí al cuarto de invitados.

Cinco años antes 14 de agosto El comandante anunció el descenso a San José y al poco ya habíamos salido del avión. Había llamado a Natalya durante la escala en Los Ángeles en cuanto había pasado el control de aduanas. El agente me había escaneado el pasaporte, me había preguntado la naturaleza de mi estancia (visitar a mi familia), dónde iba a alojarme (en el centro de San José) y la duración de mi visita (cuatro días). Después de mirarme a los ojos un momento, me había sellado el pasaporte y dado la bienvenida a los Estados Unidos de América. Natalya y yo suspiramos hondo. Incluso le había dado la risa, por los nervios. Pero yo me había quedado pensativo. ¿Cómo demonios me había podido crear Thomas una nueva identidad en tan poco tiempo? Le había dado a Imelda la documentación a la semana o así de mi accidente. Tras entretenerme un poco en el lavabo de caballeros, volví a llamar a Natalya camino de la cinta de equipajes. Lo cogió al segundo tono. —¡Lo has conseguido! —Lo he conseguido. —Suspiré con dramatismo y ella rio. —¿Qué tal el último tramo del viaje? —Rápido. Mi compañero de viaje me ha dejado en paz esta vez. En el vuelo a Distrito Federal, la mujer que iba sentada a mi lado me había notado nervioso (era preciosa, si te van las que se pintan como puertas y llevan las uñas de color chile rojo) y no había parado de ofrecerme gin-tonics para calmarme los nervios. Natalya rio. —Menos mal, o habría tenido que ir a rescatarte. Entonces… ¿cuál es el plan? —El plan es: ducha, cena, cama. —Son solo las dos de la tarde en California. —Ya lo sé. —Me rasqué la barba de dos días. No había dormido nada en el avión ni durante las escalas—. Voy a alquilar un coche y daré una vuelta por ahí. Iré a ver a Aimee cuando vuelva a ser persona. —Mi maleta cayó a la cinta de equipajes y la agarré por el asa y la puse de pie en el suelo de un solo movimiento—. Te llamo esta noche —le dije, y crucé las

puertas correderas automáticas que salían a la zona de llegadas, directo a Thomas. Me detuve en seco. Vestido con un traje de color gris pizarra, con los brazos cruzados, estaba recostado sobre un Tesla negro obsidiana metalizado. Me saludó brevemente con la mano y me dedicó una sonrisa tensa, con los labios apretados. —¿A qué hora crees que llamarás? —me estaba preguntando Natalya —. Para volver a tiempo de la playa. Se me pusieron de punta todos los nervios de mi ser. El pulso me zumbaba en los oídos. El corazón me aporreaba el pecho. «¿Cómo demonios había sabido que venía?». —Nat, luego te llamo. —Espera, ¿qué? Colgué. Thomas descruzó los pies y se apartó del vehículo. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón. —Hola, Carlos. Bienvenido a California.

Capítulo 15 JAMES

En la actualidad 27 de junio Hanalei, Kauai, Hawái Julian y Marc suben al asiento de atrás del Jeep Wrangler descapotable de Natalya. A James no le pasa inadvertido que conduce el mismo tipo de vehículo que tenía Carlos. Claire pone mala cara cuando James le ordena a Marc que se mueva al centro. Insiste en que ella se siente con los niños. —Tenías ganas de ponerte al día —le dice con una sonrisa socarrona. Natalya lo mira de reojo cuando se instala en el asiento del copiloto. Se abrocha el cinturón de seguridad y le sonríe. Ella se ruboriza, luego mira despacio a otro lado. Se calza la gorra de visera plana manchada de crema solar con el logo de Hayes Boards, que es una tabla surfeando el nombre de la compañía, cuya tipografía se asemeja a una ola. Arranca el Jeep con movimientos bruscos y el vehículo da una sacudida hacia delante. Natalya está callada durante el trayecto de cuarenta minutos a Princeville y solo responde con monosílabos a las preguntas. Su recepción ha sido tan fría como su tono del otro día por teléfono. James interpreta perfectamente las señales: no está de humor para hablar… con él. Así que contempla el paisaje que van dejando atrás. Isla Jardín, con sus aguas azul celeste, sus nubes como pintadas con aerógrafo, sus montañas como de Parque Jurásico y sus inmensas palmeras, resulta arrebatadora. Después de seis meses soportando el calor seco de México, el último sitio donde esperaba viajar era a otra población costera, pero esa isla es distinta, hermosa casi sin quererlo. Puede sentir el magnetismo. Su espiritualidad

es casi tangible. El aire está cargado de humedad y de aroma a plumerias. Ahora entiende por qué ella quería que Carlos fuera a verla. Kauai es mágica. Una obra de arte viva. Mientras bordean la isla, Natalya mantiene la vista fija en la autopista de Kuhio. Ella no saca tema de conversación, así que él estudia con disimulo su perfil. Lo fascina su nariz y las constelaciones de pecas que pueblan sus mejillas; las extremidades bien torneadas que le indican que probablemente podría correr con la misma facilidad con que surfea, y ese pelo que se agita desatado alrededor de su cabeza como si fuera el látigo de Indiana Jones. Todo ello lo fascina. Igual que ella. ¿Será como la retrata Carlos en sus diarios? Las pulseras de plata de ley tintinean mientras cambia de marcha y sale de la autopista. Recorren Princeville hasta el hotel y detienen el Jeep a la entrada. Un botones ayuda a Claire a bajar del vehículo. —¿Se alojan todos en nuestro hotel? —le pregunta a James al ver que él baja también. —No, solo ella —contesta, señalando con la cabeza a su madre, y le entrega discretamente un billete a la vez que le indica cuál es su equipaje. —¿Quiere que la recoja luego para la cena, Carla? —le pregunta Natalya. Ella se cuelga el bolso del brazo. —No, gracias. Pasaré el resto del día aquí. ¿Nos vemos mejor mañana para el desayuno? —le pregunta a Natalya, aunque mira a James. En realidad, él no quiere que se vean para nada, pero ¿qué va a decir sin generar preguntas que no está preparado para responder? Julian lo mira atentamente; su mente inquisitiva está a pleno rendimiento. James se encoge de hombros y se acerca a Natalya. —¿A qué hora paso a por ella? —No, no te preocupes por mí —le dice su madre, quitándole importancia—. Ya me cojo un taxi. —El desayuno es a las ocho. —Estupendo. Claire dice adiós a sus nietos y hace una seña al botones para que la siga. Julian se despide con un gesto y Marc con la mano. —Adiós, señora Carla —le dice.

—¿Te importa esperarme un segundo? —le pregunta James a Natalya. —Aparco ahí —contesta ella, señalando una plaza vacía en el aparcamiento. —Gracias. Vuelvo enseguida — contesta él, dando dos palmadas en el borde de la ventanilla abierta del Jeep. Natalya se va y James corre detrás de su madre. Le pone la mano en la espalda y la empuja al vestíbulo. El botones los sigue deprisa con el equipaje. —James… —le dice ella entre dientes cuando la lleva a un aparte. El botones se queda por allí. —Discúlpenos un momento —le pide James. —Sí, señor. Señora, sus maletas la esperan en recepción cuando esté lista. James se vuelve de nuevo hacia su madre. —No sé qué haces aquí ni qué te propones… —No me propongo otra cosa que ver a mis nietos. —Él entorna los ojos, ella los pone en blanco—. Vale —resopla—. He venido a asegurarme de que no renuncias a esos niños. James se aparta espantado. —¿Y por qué iba a hacer algo así? —Carlos temía que pudieras hacerlo. Me contaba cosas. Éramos amigos. —Porque no tenía ni idea de quién eres. Claire mira a otro lado. —Muy bien. —Al poco, inspira hondo y echa los hombros hacia atrás —. Voy a registrarme y a comer. Quizá me haga también una manicura — dice, mirándose las uñas mientras se aleja. James se frota la cara. Necesita una ducha y un afeitado. Y comer algo. Lo que no necesita son los dramas de su madre. Cubriéndose la cara con las manos, suelta un gruñido y sale del hotel. De vuelta en el Jeep, se encuentra con más dramas. Sus hijos lloriquean y protestan. Se masajean el estómago, quejándose de que tienen muchísima hambre. —No hay tiendas de alimentación ni restaurantes en la isla —dice Natalya mientras él se instala en su sitio. Se miran y a ella le brillan los

ojos—. Tenemos que coger la fruta de los árboles y matar a los pollos nosotros. Los niños miran a su tía asqueados. —Puaj —dice Julian. —¿No habéis visto pollos corriendo por ahí? —Asienten—. Si pilláis uno, es vuestro. Nos lo cenaremos. —Lo estaba pensando hace un rato —observó James. Las aves de corral salpicaban las carreteras e inundaban los aparcamientos. Las había visto durante todo el trayecto. —En 1992, el huracán Iniki se llevó por delante todas las granjas — les explica Natalya, echando marcha atrás. El vehículo se sacude y James se agarra al salpicadero—. Esas aves no son fáciles de atrapar y no hay depredadores naturales en la isla, así que la población se ha multiplicado. Ahora no son más que mascotas molestas que andan pidiendo limosna en los aparcamientos —dice, señalando a un grupito. —Son más bien como despertadores ambulantes —tercia James, pensando en todos los gallos que ha visto. —No te haces una idea. —Natalya arranca y salen del aparcamiento —. Conozco el sitio perfecto para almorzar —les grita a los niños por encima del hombro. —¿Y vamos a tener que matar algún pollo? —pregunta Marc emocionado. —No —responden James y Natalya al unísono. Se miran. Él estudia su rostro y ella frunce el ceño. Él suspira y se pasa una mano por el pelo alborotado por el viento, se recuesta en su asiento y se pregunta qué le gustaría de Carlos, porque está claro que de él no le gusta nada. Comen algo en una gastroneta situada en la carretera principal, que cruza la población de Hanalei. Ve a sus hijos interactuar con Natalya mientras ella les explica lo que hay en la carta: cerdo kalua, poi y batidos de taro. Maneja las caras de descontento y las objeciones de los niños por las opciones de comida que no conocen como James supone que se enfrentaría a una ola brava, con astucia y pericia. Pese a sus protestas, ella insiste en que sean aventureros. —Confiad en mí —les dice, y ellos lo hacen. Carlos confiaba en ella sin reservas y verla con sus hijos es como si las páginas de su diario hubieran cobrado vida. Aparta la mirada un

instante, la punzada que siente en el pecho le quema mucho y muy hondo. Quiere que sus hijos confíen en él, que lo quieran como lo querían cuando era Carlos. Se limpia un poco los lagrimales e inspira hondo para calmarse. Luego pide él también, asomándose por encima del hombro de Natalya. La cajera les dice el total y James saca unos cuantos billetes a la vez que ella saca la tarjeta de crédito. —Ya pago yo —le dice él. —Puedo pagar perfectamente. —Seguro que sí. No es cuestión de dinero. Es… —Calla. Natalya se ha puesto blanca—. ¿Qué pasa? —Me lo comentaste una vez, cuando eras Carlos. Por lo visto, el dinero no es problema para ti —dice ella, y planta furiosa la tarjeta en el mostrador. James frunce el ceño y se guarda el dinero. Reprime las ganas de corregirla. No nada en la abundancia, precisamente. Se reúne con sus hijos en una mesa metálica y se sienta en una silla de plástico. Comen deprisa. Los niños están impacientes por ver la casa de tía Natalya e ir a la playa. Los sigue al Jeep y agarra la puerta del asiento del conductor cuando ella está a punto de cerrarla, situándose en el espacio triangular que se forma entre la puerta y ella. —Oye, que antes no pretendía presumir de dinero… Ella agarra el volante con ambas manos y suspira. —Ya. Es que… —Solo quería pagar yo la comida. Tú eres nuestra anfitriona. —Y vosotros mis invitados. James se pasa una mano por la cabeza y se agarra a la barra antivuelco. —Mira, sé que no soy Carlos… —No, no lo eres. —… pero creo que, por el bien de los niños, deberíamos intentar por lo menos llevarnos bien. Ella aprieta los labios y asiente con la cabeza. —Tienes razón. Pero es que… me cuesta. Y la verdad —dice, volviendo las manos sobre el volante y dejando al descubierto las palmas —, no estoy de acuerdo con lo que estás haciendo. James se queda helado.

—¿Y qué es lo que estoy haciendo? —No me apetece hablar de eso ahora. Sube al coche. Los niños quieren nadar. La casa de Natalya podía haber estado a escasa distancia a pie de donde habían almorzado. Tras un par de giros rápidos, se encuentran en Weke, una calle paralela a la bahía de Hanalei. Muchas de las casas son modestas, villas que recuerdan a las postales antiguas, pero las propiedades son grandes y la ubicación es excelente. Natalya gira hacia un largo camino de entrada. Pasan por un pequeño bungaló y se detienen delante de una vivienda más grande de estilo isleño pintada del color del exuberante follaje tropical que rodea la propiedad, que es estrecha y profunda. Al otro lado del jardín está el parque de Waioli Beach y el rompiente de Pine Trees. ¿Y a ella le preocupa que él sea rico? Les cuenta que la casa ha sido de su familia durante varias generaciones. Su abuelo compró la propiedad muchos años atrás. La casa era ahora de su padre, pero él vivía en el bungaló situado al principio de la propiedad, con vistas a las montañas. ¿Y qué si los dos vivían en las casas en las que se habían criado? Al menos tenían eso en común. Aunque tampoco busca tener algo en común con ella, ni tiene pensado seguir viviendo en la antigua casa de sus padres. La zona principal destinada a vivienda está en la segunda planta. Abajo está el garaje, un taller para sus tablas y el despacho de Natalya, donde va a dormir James, en un sofá-cama. —Vamos, niños, que os enseño vuestros cuartos. —Y luego la playa, ¿vale? —dice Julian, cogiendo la maleta que James le da. —¡Claro! —exclama ella, y le da un puñetazo cariñoso en el hombro. El crío intenta devolvérselo, pero ella lo esquiva. Cuando Julian ataca de nuevo, ella le hace una llave de cabeza y le siembra la cara de besos. Él se retuerce y protesta como un bebé y una vez más a James le repta por dentro la culebrilla verde de la envidia. Cierra su puerta de un portazo. Arriba, una terraza descubierta amplía la extensión posterior de la casa. Tanto el dormitorio de matrimonio como el salón se abren a la terraza y dan a la bahía. La cocina y los cuartos de los niños, decorados como si vivieran allí permanentemente, lo que da que pensar a James, miran a las montañas. El mobiliario es espartano, con cierto aire bohemio,

pero los electrodomésticos de acero inoxidable y el equipo multimedia son de primerísima categoría. Una escalera de caracol conduce a su despacho en la planta baja y a un baño completo que James puede usar. Otra escalera de caracol baja de la terraza a un patio con una barbacoa y un ahumador. A su juicio, piensa James mientras baja su maleta, la casa de Natalya está equipada con lo esencial. Cuarenta minutos más tarde, asignadas e inspeccionadas las habitaciones, deshechas las maletas y puestos los bañadores, cruzan el jardín y el parque hasta la playa de Hanalei, de arena fina y tostada. Las aguas son bravas, así que caminan hacia el malecón hasta que Natalya encuentra un sitio donde le parece que pueden nadar sin peligro. Los niños sueltan las toallas y se tiran enseguida al mar, emocionados de volver al agua. —El mar los llama —dice Natalya a su lado. Él le mira la gorra que lleva en la cabeza, esa sucia gorra de béisbol bien podría pertenecer a un camionero. El bajo de su pareo multicolor se levanta con la brisa y baila alrededor de sus muslos, largos, musculosos y bronceados. James traga saliva y vuelve la vista a sus hijos, que se salpican agua el uno al otro. Disfruta del calor del sol y de la arena caliente que pisa. Teniendo en cuenta lo desesperado que estaba por alejarse todo lo posible de Playa Zicatela, le apetece zambullirse en esas aguas, olvidar lo poco que recuerda de los últimos siete años y ser él, sin más. —«La’i lua ke kai» —dice Natalya. —¿Qué significa? —pregunta James y, al volverse, ve que ella se está quitando el pareo. Se obliga a apartar la vista de su cuerpo atlético, pero le da tiempo a registrar las dos cicatrices que tiene Natalya en la cara interna de las caderas. James se toca sin querer la de la cara. —El mar está en calma, todo es paz —traduce ella. Marc salpica a Julian, que le hace una aguadilla a su hermano. —Eso no es paz —replica James riendo. —Pero la energía sí lo es. Adoran el mar. Como toda mi familia. El agua es vida. La vida es familia. —Lo mira con los ojos entornados por debajo de la visera de la gorra y le toquetea el cuello de la camisa—. No creo que Carlos tuviera ni una sola camisa con cuello.

James se mira el polo blanco de Under Armour y el bañador gris que se parece más a unos bermudas de vestir que a la ropa que uno se pone para ir a la playa. Su atuendo no es muy distinto de lo que solía ponerse para ir a la playa y no es lo que habría llevado en México. —No soy Carlos —masculla. Suena a disculpa y, en cierto modo, lamenta no poder ser el hombre al que ella ama. —Ya. Tengo que estar recordándomelo todo el tiempo. Lo dice con cierta melancolía. Él va a hacerle una caricia, pero ella se aparta y se vuelve de espaldas. Se quita la gorra y corre al mar; agarra a los niños por la cintura y se sumergen los tres. James los mira desde la orilla y se siente demasiado arreglado y desintonizado con su familia. Fuera de lugar en su propia vida.

Capítulo 16 CARLOS

Cinco años antes 14 de agosto San José, California Thomas abrió la puerta del copiloto con una floritura y señaló dentro. —Demos un paseo. —Paso, gracias —dije, aferrado al teléfono que no paraba de sonar —. ¿Qué tal si nos vemos mañana en tu despacho? Thomas se apoyó en la puerta. —Venga ya, Carlos. Tienes una pinta espantosa y seguro que estás muerto de hambre. Lo menos que puedo hacer es invitarte a comer. Como si no hubiera hecho ya bastante. —¿Cómo has sabido que venía? —¿No es esa la pregunta del millón? —Sonrió socarrón—. Estoy dispuesto a hablar si tú estás dispuesto a escuchar. La última vez te pusiste como un energúmeno —dice, frotándose la mejilla, donde le di un puñetazo en diciembre. No estaba mentalizado para hablar con él. Tenía pensada mi propia estrategia, estrategia que Natalya y yo habíamos ensayado mucho. Ni la improvisación ni un tour con Thomas de guía formaban parte del plan. —Voy a coger un coche y te sigo —contesté, dando media vuelta en busca del kiosco de alquiler de vehículos. —No conoces a nadie ni sabes adónde ir. Súbete al puto coche, hermanito, o llamo a mi colega de allí y le digo que te mande de vuelta a México.

Cerca de la puerta que conducía a la zona de recogida de equipajes había un hombre. Llevaba un polo de golf, unos pantalones de sport y unas gafas de sol envolventes. Parecía un turista más del aeropuerto, salvo por la pose, que cantaba a gritos que era funcionario del Gobierno. Nos observaba con atención. El miedo me corrió por las venas y me dejó frío. Eché un vistazo al aeropuerto, reparé en los coches que pasaban sin cesar por delante de mí y en el ruido ensordecedor de un avión que nos sobrevolaba, y no vi alternativa. O montábamos un numerito o me iba con Thomas. Solté la bolsa a sus pies como si fuera un aparcacoches y me instalé en el asiento del copiloto. —Me podrías haber llamado. Me habría dado tiempo a prepararme —dijo, y cerró de golpe la puerta. Me vibró de nuevo el móvil y la cara de Natalya iluminó la pantalla. Pulsé el botón rojo para que saltara el buzón de voz, luego apagué el teléfono. Con suerte, me perdonaría después. Confiaba también en que no fuera la última vez que reconociera su cara. —¿Adónde vamos? —pregunté cuando Thomas se sentó al volante. Terminó de mandar un mensaje, dejó el teléfono por allí y arrancó. —A comer y, si estás por la labor, a dar un paseo por la calle del recuerdo. —No me interesa. —Chorradas. ¿Por qué has vuelto a casa si no? —Esta no es mi casa y no es asunto tuyo. Thomas frenó bruscamente en un semáforo. Me agarré al salpicadero para no vencerme hacia delante con la inercia. —Todo lo que te concierna es asunto mío. Tu situación es fruto de una cagada mía y tengo intención de arreglarlo. Así de simple. Además, somos familia. ¿No sientes la más mínima curiosidad por el tío de tus hijos? —A ellos no los metas en esto. Tiré del cinturón, que había olvidado ponerme. Me miró, luego miró a la carretera. —Seguro que has venido a ver a Aimee. Ha pedido una orden de alejamiento contra mí. Reprimí una sonrisa. Le estaba bien empleado. —Ian y ella se han casado hace poco.

—Me alegro por ellos. Thomas me miró de reojo. —Te da igual, ¿no? Encogí un hombro. Soltó una retahíla de palabrotas. —Ni de coña quiero estar cerca cuando James descubra que se ha casado con otro. Va a querer sangre. —Rio sin ganas—. La mía. —Confiemos, por el bien de los dos, en que eso nunca ocurra. —¿Y a Nick, tienes pensado ir a verlo también? —¿Quién es Nick? Se dio una palmada en la frente. —Se me olvida todo el rato que no eres tú. Ha sido tu mejor amigo desde que nos vinimos de Nueva York. —¿Cuántos años teníamos entonces? —le pregunté antes de caer en la cuenta de que prefería no hacerlo. —Sientes curiosidad —dijo, señalándome con un dedo, luego cambió de carril y aminoró la marcha para salir de la autovía—. Tenías once años. Yo tenía trece y Phil quince, igual dieciséis. No me acuerdo. Al oír hablar de Phil, de pronto me dieron ganas de salir corriendo. Agarré la manilla de la puerta. —Aún estará en la cárcel otros cinco años o así. Cuando fue procesado por blanqueo de capitales, pidió a la fiscalía que le redujeran la condena e hizo un trato con los federales a cambio de contarles todo lo que sabía del cártel de Hidalgo. Aun así, lo condenaron a unos diez años. Con toda la mierda en la que me ha metido, haría lo que fuera por que no saliera de ahí. Por eso confío en que James recuerde lo ocurrido en México. Salvo por la herida de la cadera, no tengo pruebas de que Phil te disparara. Es su palabra contra la mía. Eh, tío, ¿estás bien? —me dijo, dándome un codazo en el brazo. —Para. —Solté una bocanada de aire, mareado. —Vamos a comer, ¿recuerdas? —He perdido el apetito. —Aguanta, ya casi hemos llegado. Barrone’s es tu favorito. Siempre te gustó comer allí. Sentí una rabia incontenible. —¿Qué parte de «no me interesa dar un paseo por la calle del recuerdo» no has entendido?

Thomas levantó una mano en señal de rendición. —Solo vamos a comer y a hablar. Te dejaré en el hotel en cuanto terminemos y no volveré a molestarte mientras estés aquí. —¿Por qué será que me cuesta creerte? Thomas rio. —Vale, vale. No te fías de mí, lo entiendo. Pero no olvides esto: desde niños, siempre te he apoyado. Nunca dejaré de cuidar de ti. Pensé en Julian y en Marcus. Se llevaban cinco años y Marcus aún era demasiado pequeño para jugar al balón y salir con Julian y sus amigos, pero se le iluminaba la cara cuando su hermano mayor le hacía caso y, cuando no lo tenía cerca, andaba siempre buscándolo como un bobo. ¿Estarían más unidos cuando crecieran? ¿Daría la cara Julian por su hermano pequeño? No podía imaginarme cómo había sido la vida entre Thomas y James. Yo no tenía lazos familiares. Thomas entró en el aparcamiento del restaurante y ocupó una plaza libre. A pesar de la necesidad imperiosa de comer y salir corriendo, Barrone’s me gustó. Mientras comíamos, charlamos de cosas normales y habló sobre todo él. Me contó que estaba reconstruyendo Donato Enterprises, haciéndose con nuevos clientes en Asia y Sudamérica, y se quejó de que «nuestra madre» no paraba de darle la lata con que se casara y procreara. Luego me preguntó por mi pintura y por mis hijos. Me recosté en el asiento y tiré la servilleta a la mesa. —¿Julian es hijo mío? —Pues claro que sí. ¿Por qué no iba a serlo? —Por la adopción. ¿Fue legal? ¿Yo soy legal? Me dijiste que mi identidad es de verdad. ¿Cómo es posible? Thomas echó un vistazo al comedor, se inclinó sobre los antebrazos y bajó la voz. —Tu situación es única. No podía hablarte de ello en México y tampoco deberíamos hablarlo aquí, en público, pero no sé cuánto tiempo más me darás, así que te lo cuento. Phil por fin confesó su relación con el cártel de Hidalgo. Me habló del blanqueo de capitales, del tiempo que llevaba registrando pedidos ficticios y pasando nuestras mercancías por la frontera, y de que tú le habías dicho que estábamos al tanto, que Donato Enterprises y la DEA habían hecho un trato y tenían en marcha una operación encubierta. Los federales querían al intermediario de Phil con la esperanza de que los condujera a Fernando Ruiz, que es quien dirige el

cártel de Hidalgo. Phil no sabía que yo estaba en México, buscándote, cuando me llamó la primera vez para contarme lo de vuestra supuesta excursión de pesca y decirme que te habías perdido en el mar. Por entonces, yo te acababa de encontrar en el hospital. Llevabas allí unos cuantos días y delirabas, así que no le conté a Phil que te había localizado. Su versión inicial de los hechos, antes de confesarlo todo, fue que te habías caído por la borda y habías desaparecido. Esa fue la versión de que me serví cuando tuvimos que fingir, con la ayuda de la DEA, que habías muerto. Yo creo que quiso matarte o que lo presionaron para que te matara. —¿Quién? —Phil confesó algo más —dijo Thomas, dando golpecitos con un dedo en la mesa—. Estaba reunido con un par de lugartenientes del cártel cuando los sorprendiste. Tras una breve conversación, te llevaron a un cuartito. Phil dice que te dejaron allí cerca de una hora y que, cuando te sacaron, estabas medio inconsciente. Tenías la nariz rota y un lado de la cara —me señaló la cicatriz— destrozado y ensangrentado. Dijo que parecía que alguien te hubiera atizado con un tablón. Fue entonces cuando te sacaron a rastras del chiringuito y te subieron a un barco para tirarte al mar. Phil no cree que les contaras a los del cártel el trato que habíamos hecho con la DEA y yo tampoco lo creo porque no conocías los detalles, pero sí que piensa que el tío que te torturó es el mismo al que persigue la DEA: Fernando Ruiz. Él no llegó a verlo, pero cree que tú sí y, si se enteran de que sigues vivo, puede que intenten matarte otra vez. Todos los demás están impacientes por saber a quién viste y lo que oíste. Podrías tener información que nos condujera a Fernando Ruiz. Con un poco de suerte, lo atraparemos sin tu ayuda y entonces podrás salir del programa sin pasarte el resto de tu vida guardándote las espaldas. Puedes salir del programa en cualquier momento. Es tu vida. Fui yo quien insistió en que te metieran con el pretexto de que podrías ser un testigo creíble en el juicio contra Fernando una vez lo capturen, pero que tu vida corre peligro entretanto. Además, quería esconderte de Phil. Necesitábamos que se centrara en su trabajo para el cártel, no en buscarte. Lo miré como si me acabara de contar el argumento de un novelón de verano y no la secuencia de acontecimientos que me había llevado a ser quien era entonces. Me latió la cicatriz de la cara y me ardió la de la cadera, las únicas conexiones físicas que tenía con lo ocurrido ese día,

heridas que los médicos e Imelda pensaban que me había hecho tratando de llegar a tierra, de los golpes que las olas me habían dado contra las rocas. Así era como yo lo recordaba en mis sueños. —¿Qué programa es ese del que hablas y quién es Jaime Carlos Domínguez? —Eres tú. Estás en un programa de protección de testigos mexicano. Por suerte para ti, recientemente se aprobó por ley una medida que autoriza algunos beneficios para los testigos, entre los que se encuentra el de una nueva identidad. Debido a la situación, aproveché que me debían algunos favores y presenté una solicitud urgente. Me habías otorgado poderes y no estabas en condiciones de tomar decisiones sobre tu vida en esos momentos. El Gobierno emitió tu documentación identificativa, pero yo compré tu galería y tu casa. Te abrí las cuentas bancarias y te traspasé fondos. Inventé tu historia. Te reinventé para salvarte —me explicó Thomas, remarcando cada afirmación con un golpe de su dedo en la mesa. —¿Y por qué en México? ¿Por qué no me trasladasteis aquí? —Allí o aquí seguirías necesitando protección hasta que se capture, juzgue y condene a Fernando Ruiz. Ocultarse a plena vista es la base de cualquier programa de protección de testigos. La fuga sirvió de refuerzo. Te escondimos de ti. Para que James dejara en paz a Phil y pudieran llevar a cabo la operación encubierta. La camarera le entregó la cuenta a Thomas y él le dio las gracias. Miró a cuánto ascendía y sacó la cartera. —No puedes contarle nunca a nadie quién eres de verdad. Debes permanecer escondido hasta que capturen a Ruiz y puedas prestar declaración. —¿Y si James no recuerda nada? —Entonces, lo mejor será que os traigamos a ti y a tus hijos a casa y entréis en un programa de protección de testigos aquí. Hasta que capturen a Fernando, el cártel de Hidalgo tiene que pensar que estás muerto… o mandarán a alguien a buscarte. Le di un buen trago a mi vaso de agua. Menudo lío. —¿Qué pinta Imelda en todo esto? ¿Lo sabe todo? —No sabe que estás en el programa. Convencí a mi contacto para que la dejara interpretar el papel de tu hermana porque era una figura reconocida en la ciudad. Ofrecía credibilidad, así que la incluí en tu

historia. La gente la conocía y la creerían. Creerían que tú eras quien decía y, a su vez, seguirías creyéndolo tú también. No preví que se cansaría de fingir, teníamos un acuerdo económico. Pensé que acudiría a mí primero. —Te tenía miedo. Se encogió de hombros, indiferente. —Aun así, yo debería haber previsto lo que haría. —Thomas chascó los dedos para llamar a la camarera, que cogió la cuenta y la tarjeta de Thomas—. ¿Has investigado más tu trastorno? Dejé el vaso de agua en la mesa con más fuerza de la debida. —No… ¿Por qué? —Yo he leído algunos estudios. La fuga disociativa no es fácil de tratar. —No busco tratamiento. —Sí, eso también lo he leído. Los tipos como tú no quieren recuperar su verdadera identidad. ¿A qué crees que se debe? —Aparte de porque lo único que haríamos sería cambiar unos recuerdos por otros, ¿qué te parece porque nuestros yos verdaderos eran unos capullos? Volvió la camarera con el resguardo. Thomas lo firmó y se guardó la tarjeta. —James era mejor persona que yo. —Aun así, prefiero seguir siendo el hombre que soy ahora. —¿Tanto ha mejorado tu vida? —Dímelo tú. No tengo nada con lo que comparar. Thomas inspiró hondo, inflando las aletas de la nariz. —Eso me pareció al principio. Te ayudé a instalarte para que tuvieras la vida que James aspiraba a tener, pero ahora… —dijo, señalándome con la mano de arriba abajo—. Ahora te veo asustado. —Cauto. —Frágil. Apreté los puños. —Desconfiado —dije—. ¿Hemos terminado ya? Thomas se recostó en el asiento y cruzó los brazos. —Durante mi investigación, me topé con algunos casos interesantes. Ya sabes que no hay ningún medicamento que te pueda ayudar. —No necesito ayuda. Estoy estupendamente como estoy. —¿Has probado la hipnosis?

—Hemos terminado aquí —dije, levantándome. Thomas suspiró hondo. Miró al fondo de la sala, a nada en particular. Dio un golpe en la mesa y se puso en pie. —Te llevo al hotel. Cuando salíamos, le sonó el móvil. Miró la pantalla, luego a mí. —Perdona, tengo que responder. —Atendió la llamada mientras íbamos hacia el coche—. ¿Ya estás listo? —Hizo una pausa, escuchó—. Voy enseguida. —Miró ceñudo el teléfono mientras colgaba—. Tengo que pasarme por el almacén. Ahora está en otro sitio, pero nos pilla de camino. ¿Te importa? Será solo un momento. —Claro. —Mientras me acercara a una ducha caliente, una cama limpia y un momento de intimidad para llamar a Natalya… Fuimos en coche hasta el almacén y Thomas aparcó detrás. —No voy a tardar, pero ¿quieres venir? —Paso. Gracias. Thomas me miró fijamente un momento. —Como prefieras. Abrió la puerta y se fue. Lo vi teclear un código en el panel que había junto a la puerta y oí el chasquido de la cerradura al abrirse. Thomas entró y yo esperé en el coche. A los cinco minutos, aún estaba esperando. A los diez, me bajé del coche y empecé a pasearme nervioso. A los veinticinco, cabreado como una mona, decidí entrar y sacarlo de allí a rastras. Entonces recordé que la puerta tenía una cerradura de seguridad. Llamé con los nudillos, pero no contestó nadie. Aporreé la puerta. Nada. Tiré con fuerza del pomo y la puerta se abrió. —¡Madre mía! —Detuve el impulso de la puerta con el pie y me asomé dentro. Estaba completamente a oscuras—. ¿Hola? —dije, y agucé el oído. La puerta se cerró de golpe a mi espalda. Recorrí a tientas la pared, encontré el interruptor y lo pulsé. Se encendió una bombilla de alto voltaje a unos metros de mi cara, deslumbrándome. «Mierda». Me hice sombra en los ojos con el antebrazo. —Carlos —me llamó una voz incorpórea desde el otro lado de la luz —. Mírame hasta que yo te diga. Bajé el brazo y miré con los ojos entornados. —¿Quién hay ahí?

—No hables, solo escucha. Escucha… escucha… escucha —dijo la voz con una suave cadencia—. Dentro de un momento, voy a decir uno, dos, tres y, cuando lo haga, quiero que asientas con la cabeza. —Escuché y esperé—. Uno… dos… tres… —sonó la voz monótona. Asentí—. Sigue asintiendo y, mientras lo haces, quiero que cierres los ojos, que notes que te pesan los párpados como si te hubieras quedado levantado hasta muy tarde. Estás cansado, Carlos. —Zigzagueé—. Te pesan los párpados…, te pesan mucho… —Cerré los ojos—. Duerme, duerme. Me desplomé en el suelo. Mientras se disipaba la oscuridad de mi mente, me llegó el murmullo de unos susurros acalorados. Me obligué a abrir los ojos y fue como si me arrancara cinta americana de una herida abierta. Emanaba una luz del techo. Era cegadora como la que juraría que me había alumbrado la cara hacía un momento, pero esta quemaba. Me lloraban los ojos y me latía la frente. Me pesaban las extremidades como si estuviera sujeto adonde fuera que estaba tendido. Intenté mover la cabeza hacia las voces. Sentí una fuerte punzada en la sien. «Mierda, eso dolía». Gruñí. Los susurros se disiparon y apareció encima de mí una cara que me tapaba la luz. Me resultaba familiar. —¿Cómo te llamas? —Extrañado, gemí de nuevo—. ¿Cómo te llamas? —me preguntó con más firmeza. —¿Cómo me llamo? Me llamo… me llamo… me… llamo… Carlos. La palabra me arañó las cuerdas vocales secas. —Mierda. El rostro desapareció y volvieron los murmullos acalorados. Quise mover los brazos. Crujió un plástico duro debajo. Me agarré la cabeza con las manos. ¿Alguna vez me había dolido tantísimo? Una vez, me dije. En los primeros días después del accidente. Solté un suspiro al tiempo que me venían a la cabeza los recuerdos: el accidente, la rehabilitación, mi mujer, su muerte, mis hijos… Thomas, menudo capullo. Natalya. «¡Ay, Dios!». Tenía que llamarla. Fijando la mirada en la luz del techo, procuré controlar un poco el dolor. Se alzaron las voces, pasando de un susurro a un susurro furioso, rápido. Dos o quizá tres personas estaban allí conmigo y discutían. Los

ligamentos de detrás de las orejas se me tensaron mientras intentaba descifrar sus palabras a pesar del dolor. —Inhibición de la memoria… desequilibrio cerebral… Necesito una imagen neurológica de antes del episodio… —No es posible. ¿No podemos intentarlo otra vez? —Aquí no… No debería haber venido… Podrían inhabilitarme… Tráemelo. Intenté incorporarme. Sentí una punzada de dolor que me iba de la cabeza a las últimas vértebras de la columna. Emanó de mi pecho un gemido largo y grave. —¿Qué le pasa? —La sugestión no ha desaparecido del todo. —¿Le ha provocado dolor de cabeza? Alguien maldijo, luego soltó un suspiro largo e impaciente. —¿Qué más podemos hacer? —Nada, la verdad, salvo identificar los factores de perturbación y tirar de eso. Se hizo un largo silencio. —Creo que podría haber otra forma. Tengo que llevarlo al hotel antes de que su chica piense que ha estado haciendo algo más que turismo. Fuera lo que fuera lo que hablaban, no iba a enterarme de nada. Me hice un ovillo y me dejé caer de lado. Mi nariz, mi pecho y mis rodillas entraron en contacto con el suelo de cemento. —¡Bah! Deslicé las rodillas hacia dentro y me cubrí la nariz. Resonaron unos pies a mi lado. Unas manos me agarraron de las axilas y me arrastraron al sofá cubierto de plástico donde había estado tumbado. Apoyé los codos en las rodillas y dejé caer la cara en las manos. Me dolía muchísimo la nariz. Me toqué con cuidado el puente. El sofá se hundió a mi lado. —Dudo que te lo hayas roto. Por fin mi cerebro conectó la voz de quien se había sentado a mi lado con Thomas. —Que te den —le dije, y las palabras sonaron apagadas por mis manos. —No pretendía tardar tanto. Ya me iba cuando has entrado. —¿Qué ha pasado?

Me reventaba la cabeza y cerré los ojos con fuerza. Seguía viendo esa luz cegadora cada vez que los cerraba, su forma y su intensidad grabadas en mi retina. —Has pulsado el interruptor del foco, has tropezado con el cable y has caído al suelo. Has caído con más fuerza que una viga de acero de una grúa. Me has dado un susto de muerte. —Rio inquieto. Levanté la cabeza y miré alrededor. —¿Dónde están los demás? Thomas me miró con cara rara. —¿Quiénes? —Las otras personas que había aquí… Negó despacio con la cabeza. —Aquí no hay nadie más que nosotros. —He oído voces… Thomas esbozó una sonrisa y yo cerré la boca enseguida. Sabía lo que me hacía parecer aquella afirmación: ¡loco! —¿Cómo te encuentras? Las náuseas se enroscaban en mi estómago como la serpiente de hermano que tenía al lado. No creía una palabra de lo que me decía, pero no estaba en condiciones de discutir. Me dio una palmada en el hombro. —Vamos, que te llevo al hotel. Me levanté despacio y no tardé en perder el equilibrio. Thomas me agarró del brazo y yo me zafé de él. —No me toques. —Empecé a caminar hacia la puerta—. Déjame… en paz… de una… puta… vez. Levantó las dos manos en señal de rendición. —Claro, hermanito. Thomas me dejó en el hotel sin volver a proponerme una visita a la casa en la que nos habíamos criado ni a las oficinas de lo que nuestros padres nos habían dejado en herencia, pero seguía queriendo hablar y se ofreció a invitarme a una copa en el bar. Yo solo quería tomarme tres aspirinas, darme una ducha y llamar a Nat.

No volví a hablarle de las personas que habría jurado que estaban en el almacén con nosotros. Y, cuanto más nos alejábamos, más me preguntaba qué había pasado exactamente. Envuelto en la densa niebla de una migraña, el incidente se fue desvaneciendo poco a poco. Thomas paró a la entrada del hotel y yo me bajé del coche. Abrió el maletero desde dentro y el botones sacó mi equipaje. —Carlos… —Thomas se inclinó sobre el asiento del copiloto y me ofreció su tarjeta de visita—. Llámame si me necesitas o si tienes alguna duda —me dijo como si acabara de venderme un seguro de vida. Igual lo había hecho. En el almacén había pasado algo y yo había salido de allí intacto. Seguía siendo Carlos. Se puso serio de pronto. —Te he echado de menos. —Sí, seguro —mascullé yo antes de cerrar la puerta. Él se marchó y yo tiré su tarjeta a la papelera. Una vez instalado en la habitación con la maleta y el equipaje de mano dentro del armario del tamaño de un estuche de lápices, me tomé tres aspirinas, a palo seco, y me di una ducha. El agua hirviendo me empapó el pelo y me cayó por los hombros. La vi correr por mis abdominales y formar riachuelos por la entrepierna y el muslo, luego se fue por el sumidero, llevándose a las alcantarillas toda la porquería del viaje. Me latía la vena de la cabeza y apreté los dientes. «¿Qué demonios ha pasado hace un rato?». Cada vez que pensaba en ese almacén e intentaba recordar las voces que susurraban a mi alrededor, por borrosas que fueran las imágenes o indescifrables que resultaran las palabras, el revientacráneos que llevaba en la cabeza volvía a arrancar su martillo neumático. Me apreté los lagrimales, tentado de arrancarme los ojos para aliviar la presión. Cerré el agua y me sequé con la toalla el cuerpo dolorido. Ni la ducha ni las aspirinas me habían servido de nada. Estaba hecho una mierda. Me lie la toalla a la cintura y me senté al borde de la cama para llamar a Nat. Saltó el buzón de voz. Colgué y volví a llamar unos segundos después. Esa vez le dejé un mensaje. «He tenido un día de locos. Estoy bien. Luego te lo cuento, pero ahora mismo estoy que me caigo. Te quiero». Colgué de nuevo, le mandé un mensaje de texto breve con el número de mi habitación porque le había prometido que lo haría y tiré el teléfono a

la mesilla de noche. Resbaló de la mesa y cayó al suelo, pero me dio igual. Estaba demasiado cansado. Con un gruñido, me desplomé sobre las almohadas. Se me cerraron los ojos y dormí, toda la noche y buena parte del día siguiente.

Capítulo 17 JAMES

En la actualidad 27 de junio Hanalei, Kanuai, Hawái Esa noche, asan pollo, pollo que Natalya ha comprado en el mercado local. Se pone el sol en un intenso despliegue de lavanda y dorado. Una vista espectacular que pintaría si le apeteciera, pero no le apetece. Natalya contempla la caída del sol y él experimenta una caída similar, pero de decepción de sí mismo. Ella siempre había querido que él pintase su puesta de sol. James la mira de reojo desde el rincón de la terraza donde están comiendo, haciendo girar el tenedor como hace con los pinceles. La conversación entre ellos es poco natural y a veces está convencido de que ella no para de parlotear con sus hijos para no tener que hablar con él. —Hoy ha sido un día genial, tía Nat —sentencia Julian entre bostezos y Marc hace lo mismo. Se frota los ojos—. ¿Podemos ir a pillar olas mañana? —pregunta. —Yo quiero hacer más castillos de arena —dice Marc, y bosteza otra vez. James disimula su propio bostezo. Están acostumbrados a otra zona horaria. En Puerto Escondido son cuatro horas más. Se levanta y recoge los platos. Natalya se dispone a quitárselos de las manos. —Ya lo hago yo —le dice él—. ¿Por qué no vas tú a acostarlos? Recuerda haber leído que a ella le gusta participar en el ritual nocturno cuando va a verlos a México. James lleva los platos dentro.

No hay mucho que limpiar. Salvo por la ensalada, que los niños han ayudado a preparar, han cocinado en la barbacoa. Termina enseguida. Natalya sigue con sus hijos, así que él vuelve a la terraza para estar un rato a solas y sigue caminando, baja las escaleras, cruza el jardín y luego el parque. Se sienta donde la hierba alta se encuentra con la arena fría y escucha el mar. Respira al ritmo de las olas y piensa en los años que ha perdido, en su paternidad instantánea y en que no podrá estar tranquilo hasta que arregle las cosas con sus hermanos, con lo que Phil podría terminar otra vez en la cárcel. Tiene la cicatriz, una línea visible que le cruza la cadera, pero no tiene el recuerdo. Quiere más pruebas que el convencimiento de Thomas de que Phil quiso asesinarlo. Su madre no digerirá bien otro escándalo familiar, menos aún con todo lo que ha pasado ya. Por lo visto, tuvo una depresión después de su muerte. Que a su hijo mayor lo encerraran otra vez podría hacerla volver al «retiro» al que la llevó Thomas el verano después de que James «se perdiera en el mar». Pero a estas alturas ya le da igual. La seguridad de sus propios hijos es su máxima prioridad y no le extrañaría que Phil los amenazara para llegar a él otra vez. Porque Phil ha perdido mucho más que James: su sitio en la familia, su patrimonio y cinco años de libertad. El océano interpreta su canción, devolviéndolo a Puerto Escondido y a esas playas de olas gigantes que atraen a los surfistas experimentados, que las surcan en una carrera hasta la orilla antes de que ellas los devoren. James nota que se hunde, que gira, que su mundo se oscurece hasta que está plantado junto a la mesa de un chiringuito. La luz del sol es turbia y el aire está inundado de humo de puro. —Te has metido en el avispero, Jim. James miró a Phil, vestido con camisa negra y bermudas turquesa. Se parecía a la familia de su madre más que Thomas y él, algo lógico, teniendo en cuenta que su padre y su madre eran hermanos, hijos de sus abuelos maternos. Phil volvió aquel rostro de halcón hacia él, con la boca torcida en una sonrisa desdeñosa. Negó despacio con la cabeza. Unas RayBan oscuras le ocultaban los ojos, pero James sabía que los entornaba a modo de advertencia. Phil le había dicho que no lo siguiera al chiringuito. Su hermano continuó meneando la cabeza, bajó la barbilla, al parecer más fascinado con el tapón de la botella que hacía girar en la mesa. A James le dio un vuelco el corazón. Sabía que lo que pasara después iba a ser su

puñetera culpa. Maldijo su impaciencia. Lo enfureció su propia ira y sus ganas de venganza. —¿Este es el tío que decías? James miró a los otros dos hombres. El que había hablado y que estaba sentado al lado de Phil tenía un brazo encima de su inmensa tripa y la mano metida por debajo del otro brazo, fuera de la vista. James cruzó los suyos para esconder las manos sudadas. No quería pensar en lo que aquel tipo le escondía a él y al resto de los parroquianos del chiringuito. —No, Sal —contestó Phil con rotundidad—. Ese es mi otro hermano. Jim ya se iba. El otro hombre, que vestía camisa de seda y pantalones de lino, y llevaba tatuajes en los brazos, le dio una patada a la silla vacía y golpeó con ella a James en las espinillas. —¿Por qué no te sientas? —¿Te importa que me siente? James parpadea y levanta la vista, desorientado. Hay una cerveza suspendida en su campo de visión. La condensación de la botella y el sudor le salpican el nacimiento del pelo. La acepta y se recoloca, apoyando los antebrazos en las rodillas. Natalya se sienta a su lado. —¿Qué tal los niños? —pregunta. —Marcus se ha dormido antes de que terminara de leerle el cuento y Julian ya había caído cuando he ido a su cuarto. Da un sorbo a la cerveza y el sabor le estalla en la boca. Abre mucho los ojos, sorprendido por el regusto a mango y a cítrico. Mira la etiqueta. —Cerveza, al estilo hawaiano —dice Natalya antes de dar un trago a la suya. —Es… distinta. Prefiere una cerveza más oscura, pero en una noche como esa, en que los húmedos vientos alisios son más agradables que el calor asfixiante de Puerto Escondido, agradece el cambio. —¿En qué pensabas? Frunce el ceño. —¿Cuándo? —Hace un momento. Te he llamado y no me has oído. Igual me ignorabas a propósito. —Ríe un poco, nerviosa. —No, yo no haría algo así —dice, tirando de la esquina de la etiqueta —. Pensaba en mi hermano. Nada en particular.

Intenta atrapar el recuerdo otra vez, pero es como humo. Los detalles se desvanecen como la marea con cada segundo que pasa. Se le eriza el vello de la piel. Nota que Natalya lo observa y se vuelve hacia ella. El cielo nocturno da un tono azulado a su piel. La mira inquisitivo, como invitándola a preguntarle algo. Debe de tener muchas cosas en la cabeza. Ella lo mira de arriba abajo, luego su pecho se hincha con un suspiro hondo. —Te lo voy a soltar sin más: me cuesta muchísimo mirarte y no ver a Carlos. —¿Mi ropa pija y mi pelo corto no te bastan para diferenciarnos? — dice él, intentando bromear para deshacer la tensión en que la nota envuelta desde su llegada. —Ojalá fuera tan sencillo, pero no. Durante mucho tiempo, Carlos vio su situación de forma distinta a como la veía yo. Os veía como dos personas distintas. Hablaba de ti como si fueras su hermano o su primo. —¿Cómo me ves tú? —Eres la misma persona. Casi —añade, pensándolo mejor—. Corre la misma sangre por tus venas. Tienes el mismo corazón y la misma alma. Así que, dime, James Charles Donato, ¿quién eres? No lo sabe. No queda mucho de su antigua vida. Bebe un buen trago. —Venga ya —lo insta ella—. Tienes que darme algo. ¿Qué te hace distinto de Carlos? —¿Que yo no colecciono periódicos? —dice él. Ella asiente, meditándolo. —Eso es algo. Pero ¿sabes que lo hacía por ti? James coge un puñado de arena y la deja escapar entre sus dedos. Había encontrado más pilas de periódicos de las que había podido contar, metidas en cajas en el garaje de México. Periódicos que Carlos le había dejado a James, para que no se perdiera las noticias de un solo día. James las había tirado sin abrirlas siquiera. Aquella montonera lo angustiaba. Se sumaba a la cantidad ingente de problemas con los que tenía que lidiar. —Hay bastantes similitudes entre vosotros. Los dos corréis, sabe Dios por qué. —James ríe, a pesar de lo deprimido que está. Apura la cerveza—. Los dos pintáis. —Ya no. —¿Por qué?

Levanta un hombro. —No me apetece. Ella lo escudriña un instante. Le escuece la piel de la forma en que lo mira. Él no es su Carlos y está cansado de que lo comparen con un hombre que ya no existe. Ya se ha comparado bastante él mismo. Entierra la botella en la arena, a su lado, y se plantea volver a la casa. Igual es preferible que hablen por la mañana. Se le ha oscurecido el ánimo con la noche. Natalya entierra los pies en la arena y menea los dedos. —Yo tenía cuatro años cuando murió mi madre. Mi padre estuvo un tiempo sin surfear. Allí estaba, en la cima de su carrera y sin poder competir. El surf es como cualquier deporte. Tienes que estar centrado — dice, dándose unos golpecitos en la frente—. Y él no tenía la cabeza en el agua, así que decidió tomarse un descanso y superar el duelo. Luego se tomó otro año sabático para montar su empresa, pero el mar lo llamaba y no tardó en volver al agua y ganar títulos, porque cuando volvió, estaba preparado para volver. Ahora tiene un negocio próspero, viaja por todo el mundo patrocinando competiciones y tiene un amor en cada puerto. —Raquel y tú eráis hermanas, ¿no? —Medio hermanas. Papá es un espíritu libre. Siempre ha sido muy abierto con sus relaciones. Yo adoro a todos mis hermanos. —¿Cuántos tienes? James recordaba haber leído algo sobre su familia, pero no los detalles. Aquellos eran los tíos y tías de sus hijos. Su familia. —Mi hermana Tess vive en Sídney y mi hermano Calvin en Sudáfrica. Él es el pequeño. Yo soy la mayor. —¿Cuántos años tienes? —Treinta y tres. —Seguramente ya sabes que yo tengo treinta y seis. Me siento como si tuviera treinta. —Mmm, me pregunto por qué. —Mentalmente —dijo, dándose unos golpecitos en la sien—, me estoy tomando una cerveza con una mujer mayor que yo. —Natalya lo mira atónita, luego suelta una carcajada—. No me he podido resistir. —De todas formas, te he contado lo de mi padre por una razón. —¿Que es…? —Que no estás preparado para pintar.

—Bueno… —dice, levantándose y sacudiéndose los bermudas—. Mándame una nota cuando sepas cuándo será eso. —Lo dice en broma, pero el tono prepotente es incuestionable. —Ah, ya lo sé —le contesta ella en el mismo tono. Se levanta y coge la botella vacía de él—. Volverás a pintar cuando dejes de odiarte y de odiar tu vida. Se tensa. Carlos no había escrito nada del descaro de Natalya. Aparte de por haberle dicho en diciembre que no necesitaba su ayuda, no sabe qué ha hecho para merecer el tono cortante con que ella se dirige siempre a él. —Me tienes calado —dice él, y cruza los brazos—. ¿Qué pasa contigo? ¿Quién demonios eres, Natalya? —¿No te escribió Carlos todos mis secretos íntimos? James chasquea la lengua. —Aaah… Con que sabes lo que escribió en sus diarios… Su rostro se torna carmesí en la penumbra. —He leído algunos fragmentos. —Ella bebe un buen sorbo de cerveza y él no tiene que adivinar a qué partes se refiere. Lo que Carlos escribía, como sus cuadros, era muy detallado—. Incómodo. La palabra resuena en la botella. Parece triste y él no puede evitar sentirse como un capullo. —No recuerdo nada de… eeeh… nosotros —dice él, señalando entre los dos. Ella aprieta los labios con fuerza y asiente. Le brillan los ojos. —Igual es mejor. Así lo de mañana será más fácil. —¿Qué pasa mañana? —Vendrá el abogado a casa para redactar los papeles de la adopción.

Capítulo 18 CARLOS

Cinco años antes 15 de agosto San José, California Un ruido sordo retumbó por toda la habitación. Sonaba como si clavetearan en la pared con un martillo, pero yo lo sentía como si me lo estuvieran haciendo dentro de la cabeza. Un dolor espantoso me reventaba el cráneo. Zas, zas, zas. Abrí despacio los ojos legañosos a una habitación oscura. Parpadeé una y otra vez, procurando adaptarme a la absoluta oscuridad. Zas, zas, zas. «¡Carlos!», oí que me llamaban al otro lado de las paredes. Los recuerdos de la noche anterior, o la ausencia de ellos, se esparcían por mi cerebro como plantas rodadoras por una carretera desierta. Sin rumbo y a merced del viento. En algún momento de la mañana, había corrido la cortina opaca para que no entrase el sol. No veía una mierda. Me froté los ojos con la base de las manos. Zas, zas, zas. —¡Abre la condenada puerta, Carlos, o pido a recepción que lo hagan ellos! —¡Voy! —grazné. Bajé de la cama rodando y caí sobre una rodilla. La migraña que me quemaba por dentro como un incendio forestal había disminuido durante

la noche, pero me dolía el cuerpo entero y tenía los músculos agarrotados de dormir tan profundamente las últimas horas. Me puse de pie y llegué a tientas hasta la puerta, con las manos por delante, buscando paredes. Me di con la silla del escritorio en el dedo gordo del pie y maldije. El golpe me irradió por la espinilla. De un empujón, volví a meter la silla (que no recordaba haber sacado) debajo del escritorio. Zas, zas… Quité con torpeza el cerrojo y abrí la puerta. Nat me miró como un gato sorprendido in fraganti e hizo un aspaviento; luego la tensión se disolvió. —Estás aquí, menos mal. —Bajó la vista y puso otra vez los ojos como platos—. Vas desnudo. —Me plantó ambas manos en el pecho y me empujó adentro de nuevo. La puerta se cerró de golpe a su espalda. Con el contacto piel con piel, se me despertó el cerebro. El cuerpo también. —Nat —gemí, y la abracé como un pulpo. La estampé contra la pared y pegué el cuerpo entero al suyo—. Estás aquí. —«Y estás impresionante». La besé con vehemencia. Le metí las manos por debajo de la blusa y le cogí los pechos. Mecí las caderas. Gemí de nuevo. —Carlos… —me dijo espantada. —Aquí me tienes —dije, y le mordisqueé el cuello. —Ay, Carlos… —Me plantó las manos en los hombros. «Diablillo impaciente», me dije con un gruñido de placer. Intenté bajarle la cremallera de los vaqueros. Metió una rodilla entre los dos, me la clavó en los abdominales inferiores. —Ufff… Escapó retorciéndose de mis brazos y se apartó. —Pero ¿qué coño haces, Carlos? —espetó furiosa, y encendió la luz. —¡Aaah! —Cerré los ojos con fuerza. —¿Qué demonios crees que estás haciendo? La miré con los ojos entornados. Parecía muy cabreada, con la cara coloradísima bajo las pecas y los brazos en jarras. Estaba preciosa y supersexi y era una puñetera maravilla tener allí conmigo a la única persona de la que me fiaba en todo el mundo. Eso me excitó aún más. —Es que me pones a mil, Nat —dije, señalándome la entrepierna. Ceñuda, miró la cama deshecha.

—¿Has estado durmiendo todo este tiempo? —Eeeh… —Me apreté la nuca y miré enseguida a la cama, con las sábanas amontonadas en el suelo—. Sí. Se le inflaron las aletas de la nariz. —Tendrás que hacer pis. —En cuanto mencionó aquella necesidad fisiológica, noté que me reventaba la vejiga y la erección se desvaneció—. ¿Qué te ha pasado? —Me hago pis. Encendí la luz del baño y cerré la puerta de una patada. —¡Lávate los dientes también! —me gritó ella—. ¡Apestas! Me alivié, me lavé las manos y me eché agua fresca por la cara con la esperanza de que el frío disipara la densa niebla que se había formado dentro de mi cabeza. No podía pensar ni centrarme. Luego me lavé los dientes, dos veces, y me puse unos bóxeres y una camiseta antes de volver con Nat. Ella había descorrido la cortina y encendido el aire acondicionado para que se disipara el olor a cerrado de la habitación. También había hecho la cama. Las sábanas volvían a estar sobre el colchón. La encontré hojeando un cuadernillo. Levantó la vista cuando me acerqué. Volvió a dejar el cuadernillo en su sitio. —Me tenías preocupadísima. Te he estado llamando y mandando mensajes desde que me colgaste. Miré de pronto a la mesilla de noche. —¿Dónde está mi móvil? —Aquí —dijo, y me lo pasó—. Me lo he encontrado en el suelo, junto con mis tropecientos mensajes y llamadas sin contestar. Activé la pantalla, vi la cola de notificaciones y lo tiré al escritorio. Me dejé caer en la silla. —Se me olvidó «desilenciarlo» antes de quedarme dormido. —Dudo que lo hubieras oído. Dormías como un muerto. ¿Sabes cuánto rato he estado aporreando la puerta? Diez minutos —contestó ella misma al ver mi cara de «ni idea». Me froté la cara, áspera por la barba incipiente. —Joder, Nat. —Me fastidiaba haberla preocupado y que hubiera tenido que cogerse un vuelo hasta allí para ver si estaba bien—. Luego te pago el vuelo.

Me miró espantada y frunció la boca. Supongo que el comentario le molestó, porque se acercó airada a la ventana. Cruzó los brazos y observó un avión a punto de tomar tierra. —Dios, Carlos, te quiero, pero no me des estos sustos —dijo cuando el avión por fin aterrizó en la pista. Se pasó un dedo por debajo de cada ojo. Me dieron ganas de llorar a mí también, pero supuse que ya me había humillado lo suficiente en su presencia. «Capullo salido». —Ven —le dije, con los brazos abiertos. Se acurrucó en mi regazo y apoyó la cabeza en mi hombro, enterrando la cara en mi cuello. Nos abrazamos y nos quedamos allí sentados un rato. En la gloria. —Procuraré no volver a darte un susto así. No era una promesa en firme, teniendo en cuenta que yo mismo estaba aterrado. Le di un beso suave, confiando en que eso nos tranquilizara a los dos. Se recolocó en mi regazo, más adentro. —No te preocupes por mi vuelo. Pensaba volar a Los Ángeles el lunes de todas formas. —¿Qué tienes en Los Ángeles? —pregunté, mordisqueándole la oreja. —A Miss Malibú Pro. Vive en Santa Mónica. Papá y yo hemos quedado con ella para hablar de la comercialización de nuestras nuevas tablas grandes. Miss Malibú Pro organiza un campeonato amistoso de surf en tabla grande. —Las de los diseños de Mari. —Esas mismas. Pero no quiero hablar de eso. —Se recostó en mis brazos, se colgó de mi cuello y me acarició la mandíbula con los pulgares. Oí, más que sentí, cómo mi barba raspaba su piel. Frunció el ceño—. ¿Qué te pasó ayer? —No lo sé. No me acuerdo. —Se me aceleró el corazón al reconocerlo. —¿No me acuerdo tipo amnesia o no me acuerdo tipo bebí como un cosaco y perdí el conocimiento? —Lo último, pero sin las ventajas del alcohol. —Le apreté suavemente el muslo enfundado en los vaqueros—. Thomas me estaba

esperando en el aeropuerto. Natalya me miró boquiabierta. —¿Qué? ¿Cómo? —Igual mi pasaporte hizo saltar alguna alarma cuando crucé el control de aduanas. —Inspiró hondo y yo le besé la nariz—. No te preocupes. No me detuvieron. Pero fuera como fuera, avisaron a Thomas de que yo estaba allí. Además, me parece que aquí me tienen vigilado. —¡Carlos…! —me dijo alarmada. —Thomas se ofreció a darme una vuelta por ahí y presentarme a viejos amigos. Supuso que había venido porque sentía curiosidad sobre mi verdadero yo. —Y acertó —terció Natalya. —Sí, pero le dije que no. Me llevó a comer y… Fruncí el ceño. Mis pensamientos se volvían esquivos cuando intentaba recordar lo sucedido el día anterior. Me eludían. —¿Y qué? —dijo ella, dándome unos golpecitos en la nuca. —Thomas no les dijo a Imelda y a Aimee todo lo que le pasó a James. Se lo conté entonces a Natalya y, cuando terminé, una mezcla de incredulidad y angustia inundó su delicado rostro. —Madre mía, Carlos. Tienes que coger un avión y volver con tus hijos enseguida. Tu vida podría correr peligro —dijo, y el pánico fue creciendo en su voz con cada palabra. Negué rotundamente con la cabeza. —No, no lo creo. Phil está en la cárcel y no sabe de mi existencia. Mientras él y el cártel de Hidalgo piensen que James está muerto y Carlos no recuerde lo ocurrido, no tengo ningún valor para nadie. —Lo tienes para mí. Y para Julian y Marcus. —Sí, lo sé. Pero escucha, que hay más. Después de comer, Thomas recibió una llamada. Me dijo que tenía que pasarse por un almacén antes de llevarme al hotel. Recuerdo que lo estuve esperando en el coche y luego… y luego… —Fruncí el ceño—. Luego me estaba dejando a la puerta del hotel. —¿No recuerdas nada desde que te quedaste esperándolo hasta que te dejó en el hotel? Levanté a Natalya de encima de mí y paseé nervioso por la habitación.

—No. Y me revienta la cabeza cada vez que intento pensar en lo ocurrido. —Algo sucedió, porque lo anotaste. Me detuve de pronto. —¿Sí…? Se puso blanca mientras pasaba las hojas del cuadernillo. —¿Qué? —Me parece que Thomas te hizo algo —contestó, con el cuadernillo pegado al pecho, como si no quisiera que yo lo leyese. —Déjame verlo. A regañadientes, me lo pasó, luego enterró la mano en la mata de pelo que le adornaba la cabeza. Lo hojeé rápidamente, leyendo por encima las palabras que había escrito en algún momento de la noche. Había llenado el cuadernillo entero. Sentí náuseas de repente, seguidas de un mareo. Me dejé caer sobre el borde de la cama y maldije. —Por eso Thomas solo quería hablarme de mi identidad en persona —dije, agitando el cuadernillo. El papel crujió y sacudió el aire con el movimiento—. Quería que viniera a él y ya lo tenía todo preparado. El muy capullo me hipnotizó. Dejé en la cama mis anotaciones y me levanté de un brinco. Thomas era mi hermano. También era el tío de mis hijos. Un hombre al que mis hijos estarían expuestos si mi cabeza trastornada lograba encontrar el modo de arreglarse. Porque James querría volver a California. Me acerqué a la ventana. El sol ya había recorrido tres cuartos del cielo. Miré de pronto el reloj de la mesilla: las 15.45. Había perdido el día durmiendo. —¿Entiendes ahora por qué quiero que tengas tú la custodia de los niños? —Carlos… —empezó ella. —¿Quieres que Julian y Marcos convivan con esa clase de gente? — le dije, señalando furioso el cuadernillo. —Claro que no. —Pues lo harán. Esas son las personas con las que celebrarán las Navidades, con las que pasarán sus vacaciones de verano y las que se empeñarán en que mis hijos trabajen en sus negocios. —Eso no lo sabes.

—Es la puta familia de James, Nat. ¡Mi familia! —dije, golpeándome el pecho. Me enterré ambas manos en el pelo y tiré fuerte. Miré a Natalya, luego el reloj, el cuadernillo y, por último, el armario. Crucé la habitación con vehemencia y saqué la maleta. Fui al baño por mis cosas de aseo y las tiré dentro. —¿Qué haces? —Recoger. Me voy a casa. —Entonces recordé que apestaba. —¿Carlos? —Saqué ropa limpia, agarré mis útiles de aseo de nuevo y me metí en el baño—. ¡Carlos! —¿Qué? —espeté desde el umbral de la puerta. Ella se sonrojó. —Aquí pasa algo más, Carlos —dijo con firmeza—. Con tus sentimientos y lo que te inspiran James y los Donato. —¿Qué se supone que quiere decir eso? —Que te producen reacciones violentas. —No puede ser de otro modo, Nat. Mi hermano me hizo hipnotizar en contra de mi voluntad. —Sí, entiendo que lo desprecies, pero cuando se trata de tus hijos, tienes esa especie de necesidad primaria de protegerlos. —Forma parte del ser humano y de ser padre. —No todos los padres se sienten así. Si no, habría muchos menos casos de maltrato y abandono infantil en el mundo hoy en día. Me puse la ropa debajo del brazo. —¿Adónde quieres llegar? —¿Se te ha ocurrido pensar que James pudiera opinar lo mismo de tu familia que tú? Su hermano mayor abusó sexualmente de su prometida. Tú me has contado que soñabas con Aimee antes de saber quién era y el pánico que te producía no ser capaz de protegerla. No te vayas hasta que sepas más de James. Porque si antes te parecías lo más mínimo al hombre que eres hoy, y tengo que creer que sí, James dará su vida por mantener a salvo a Julian y a Marcus.

Capítulo 19 JAMES

En la actualidad 27 de junio Hanalei, Kauai, Hawái —¡Para, para, para! —James se levanta de un brinco. Le pican las pantorrillas de la hierba y la arena, pero lo ignora—. ¿De qué demonios me estás hablando? —Natalya ladea la cabeza. El resplandor de las luces de la casa recorta su silueta y deja en sombra su rostro. No le ve la cara—. Esos documentos… ¿Para qué son? —pregunta. —Para la custodia de Julian y Marcus. A eso has venido, ¿no? —¡No! —contesta él espantado. —Pero por teléfono me dijiste… —Se interrumpe. —¿Qué te dije? —Se acerca un paso. Ella frunce el ceño e inspira hondo, entrecortadamente. —Dios, qué lío. Hablaba de Carlos, no de ti. Es que cada vez que te miro… lo veo a él. Aunque ese es el primer día que James la ve en persona, ella lleva años con él. La cirugía facial permitió a Aimee distinguirlo de Carlos, pero para Natalya James tiene exactamente el mismo aspecto que el hombre al que ella amaba. Agacha los hombros y baja la cabeza—. Todo esto es muy raro. Él se mete las manos en los bolsillos y la mira a la cara. —Por si te sirve de consuelo, yo voy en el mismo barco. Verla es como ver a un personaje de una novela hecho realidad. Con todo lo que ha leído sobre ella, conoce muchísimos detalles íntimos, como por qué tiene cicatrices en el vientre y que lo pasó tan mal cuando su padre viajaba por el mundo como las mujeres a las que él iba dejando por ahí.

Los ojos de James se han ido adaptando a la oscuridad de la noche y ve un destello blanco cuando ella sonríe brevemente. Una suave brisa le agita la falda y a él lo impresiona mucho lo guapa que es. Su cuerpo le ha hecho el amor. Sus manos han acariciado sus pliegues más íntimos. Y su boca ha adorado todas y cada una de sus curvas femeninas. Su mente, en cambio, no recuerda ni un solo segundo de eso y, curiosamente, James lo lamenta. Natalya se recoge el pelo, lo retuerce un poco y lo deja caer sobre su hombro. —Deja que te lo cuente con otras palabras para que no resulte confuso para ninguno de los dos. Carlos no quería que sus hijos se criaran con los Donato. No se fiaba de ellos y eso te incluye a ti. Además, estaba convencido de que no querrías cargar con dos críos que no habías querido tener. Me pidió que solicitara yo la custodia legal de los niños. Me dijo que te lo «pondría fácil» escribiendo en su diario, que yo me encargaría de ellos en caso de que tú no quisieras criarlos. Cuando me llamaste y me dijiste que me traías a tus hijos… —Pero no de forma indefinida —dice él como cortando el aire con la mano—. Igual una o dos semanas, si eso. Pero volvamos a lo de Carlos. En una cosa estamos de acuerdo y es en lo de mi familia. No me fío de mis hermanos andando cerca de mis hijos. Natalya suelta un largo suspiro de alivio y esboza una sonrisa espléndida. —No sabes cómo me alivia oír eso. James entiende de pronto por qué lo ha recibido tan fríamente en el aeropuerto. Pensaba que la estaba cargando con sus hijos. —Mi madre, en cambio, es otra historia. —Sí —dice ella poniéndose un instante de puntillas—. Me he quedado pasmada. Me cuesta creer que Carla sea tu madre. ¿Debería preocuparme? Le pica la nuca, luego el codo. —La puedo manejar. Los niños no lo saben y no sé cómo se lo tomarían. —Le coge las botellas vacías a Natalya y le hace una seña para que vuelvan dentro. Le están picando los mosquitos—. Ya están cabreados conmigo porque no soy su papá «de verdad». ¿Cómo crees que se sentirán cuando se enteren de que la anciana de la casa de al lado, la que les compraba helados y churros, tampoco es quien ellos creen?

—No lo sé, pero la señora Carla quería a tus hijos, lo que significa que tu madre quiere a sus nietos. A veces corremos riesgos y hacemos cosas inexplicables por las personas a las que queremos. La afirmación de Natalya no podría ser más cierta. James ha sido culpable de eso en más de una ocasión y se siente un hipócrita cuando dice: —Pero les ha mentido. —Y eso te molesta. —Muchísimo. —Porque mintió a Aimee durante años sobre su familia y mira cómo ha terminado. Arranca una flor de hibisco de un arbusto por el que pasan y retuerce el tallo—. ¿Y a ti? —Sí, pero… entiendo por qué hizo lo que hizo. Carlos no la habría dejado acercarse a ellos si le hubiera dicho la verdad. Además, tampoco creo que quisiera solo estar con los niños. —¿No? —dice, haciendo girar el tallo de la flor. —Pasaba casi todo el tiempo contigo, James. Iba allí a verte a ti. Eres su hijo, un hijo al que ella creía muerto. Supongo que, al final, Thomas le contó lo tuyo. ¿Imaginas cómo debió de sentirse? —No se hablan. Al menos no hablan a menudo, como antes. —No me extraña. Se mueve una brisa entre ellos, cargada de lluvia y de sal. Natalya se detiene cerca del primer escalón que conduce a la terraza y se vuelve hacia él. —Deduzco que, si no me vas a entregar a tus hijos, es porque los quieres. —Incondicionalmente. —Le dije a Carlos que sería así. —Sonríe un instante, luego empieza a rascar distraída la barandilla de madera con una uña—. Recuerdo que Carlos me contó lo nerviosa que estaba Carla cuando fue a verlo a México la primera vez. Imagina cómo te sentirías tú si te enteraras de que Julian o Marcus estaban vivos después de haberlos enterrado. Es muy fuerte. Tiene razón. —Aun así, no me fío de ella. Natalya le quita la flor que está mutilando y se la pone detrás de la oreja. —Dale tiempo. Ella es tu ohana. «Ohana significa “familia”, y “familia” que estaremos juntos siempre».

James esboza una sonrisa y arranca otra flor del seto que tiene junto al muslo. —¿Me estás citando una frase de Lilo y Stitch? —Muy bien. Me has dejado impresionada. —Tengo un hijo de seis años. —Sí, es cierto. Natalya le envuelve la mano con las suyas, pidiéndole en silencio la flor. Él se la da y ella se la pone a él detrás de la oreja. El cosquilleo de los pétalos en la mejilla, el levísimo roce de sus dedos en la piel sensible de la cara y su cálido aliento en la barbilla le hacen hiperventilar. Un montón de sensaciones le recorren el cuerpo y lo despiertan como si hubiera pasado años hibernando. Ella mira la flor, luego lo mira a él y sonríe de oreja a oreja. James se ruboriza como un adolescente y le chorrea el remordimiento por dentro como chorrea la pintura de la punta de un pincel. Aparte de Aimee, en su despedida enloquecida y desgarradora de hace unos días, ninguna mujer lo ha tocado ni besado en más tiempo del que puede recordar. El abrazo de Kristen no cuenta: fue del todo platónico y bastante incómodo. Luego están los abrazos a medias que le da Marcus, que siempre lo suelta enseguida. Salvo por eso, a James no lo ha abrazado nadie, y menos aún una mujer, en una eternidad. Suspira hondo y se toca la flor. —Gracias —le dice, tenso, lleno de una emoción que apenas entiende. Esa vez es ella la que se ruboriza. —Entonces… ¿a qué has venido? James enarca una ceja. —¿De vacaciones? —¿Por qué será que no te creo? Una ráfaga de aire le produce un escalofrío. De repente, se nota cansado, agotado, como si llevara meses sin dormir, que los lleva. O le preocupaba la seguridad de sus hijos o cómo les afectaría a largo plazo todo aquello o cómo alimentar el vínculo padre-hijos. No es mala persona y está cansado de que lo traten como si lo fuera. Pero en ese momento, lo único que quiere es dormir durante días. Sorprendentemente, allí, en Hawái, con sus hermanos a miles de kilómetros y Natalya a su lado, por fin tiene la sensación de que va a poder hacerlo. Se siente a salvo.

De pronto cae en la cuenta de la verdadera razón por la que ha llevado a sus hijos allí y es mucho menos complicado que por huir de Phil hasta que vuelva a ser persona o evitar que Thomas le de la lata con ese lapso de tres horas que nunca consigue recordar. James ha ido a Kauai porque no tenía otro sitio adonde ir. No tenía nadie más a quien acudir que comprendiera bien no solo lo que estaba ocurriendo a su alrededor, sino también lo que le estaba pasando a él. No tiene a nadie más que a Natalya. A lo mejor puede hallar consuelo en ese pensamiento. O a lo mejor solo quiere su amistad. Aún tiene que averiguar qué es lo que busca, pero puede que lo encuentre allí, en el paraíso, con la ayuda de una mujer que no es ni una desconocida ni una amante, sino que de momento no es más que su ohana. Empieza a lloviznar y Natalya mira al cielo. —Va a caer el diluvio. Vamos adentro. En la cocina, James tira las botellas al cubo de reciclaje y suelta un enorme bostezo. —Me voy a retirar ya —dice—. Gracias por la cerveza y por la charla. —De nada. Ha estado bien. Espero que no te importe que te haya instalado en mi despacho —le dice ella, mirando de reojo a las escaleras que llevan a la primera planta—. Mi padre volverá pronto y normalmente nos reunimos ahí para ponernos al día cuando vuelve de sus viajes de negocios. Puedo poner a los niños juntos en literas y trasladarte arriba a uno de sus cuartos si te parece mucha intrusión. —No te preocupes. Lo había instalado en un sofá-cama en su despacho. Le había hecho la cama y le había dejado toallas y jabón para el baño contiguo. —¿Tienes todo lo que necesitas? —Creo que sí. —James empieza a subir las escaleras, luego se detiene—. Gracias por alojarnos aquí. Natalya lo está mirando fijamente, viéndolo marchar. Se encoge de hombros y suspira hondo, luego lo mira a los ojos. —Claro, sois familia. —Ohana —dice él. Ella sonríe. —Sí, ohana —responde, retorciéndose las manos. Eso lo inquieta.

—¿Todo bien? Natalya asiente con la cabeza y hace un gesto con la mano, como si borrara sus pensamientos. —Te mueves como él, o sea, que te mueves como siempre. Supongo que esperaba que hubiera alguna diferencia más, aparte del nombre. —Somos distintos. Seguro que antes de mañana por la noche ya me has echado a patadas de tu casa porque te parezco demasiado pijo —dice, señalándose el polo que lleva puesto. Ella ríe. —Lo dudo. Pero, a propósito de mañana, tengo trabajo. Espero que no te importe que te robe tu sitio en el despacho. —En absoluto. Me llevaré a los niños de excursión. —Bueno… pues… buenas noches, entonces —dice, y enfila el pasillo que lleva a su habitación. —Buenas noches, Natalya. La mira mientras se va. Carlos le habría dado un beso de buenas noches. O la habría llevado a su cuarto y le habría hecho el amor hasta caer rendidos, jadeando y sudorosos, sobre las sábanas arrugadas. Ha leído esos fragmentos muchas veces y a menudo se ha preguntado si Carlos sería muy distinto a él en la cama. ¿Notaría Natalya la diferencia si cerrara los ojos? Gruñe para sus adentros. ¿Por qué está pensando siquiera en acostarse con ella? Se acaban de conocer. Algo avergonzado, se rasca la nuca y se va. —¿James? Se vuelve hacia ella. —Julian me ha dicho que los vas a dejar a Marcus y a él aquí. ¿Cuándo iba a entender Julian que jamás los abandonaría? —¿Qué más te ha dicho? Natalya vuelve a entrar en el salón. —No cree que lo quieras. Y Marcus se cree todo lo que le dice su hermano. James maldice. Se frota la frente, se rasca la picadura del codo. —Te seré sincero: aquellas primeras semanas, cuando salí de la fuga, fueron muy duras. Poner en orden nuestras vidas no ha sido fácil. Vale, ha sido complicadísimo, por decirlo suavemente. —Sonríe un poco al

reconocerlo—. Pero son mis hijos. Los quiero y nunca los voy a abandonar. Ojalá me creyeran. Cuando James salió del estado de fuga, al principio, los niños y él estaban confundidos y asustados. Aunque Carlos había preparado a Julian para la posibilidad de que ocurriera, no por eso la situación era menos aterradora. Como tampoco lo eran las instrucciones que Carlos le había dejado al niño. Le había dicho que a lo mejor se olvidaba de él y necesitaba ayuda para volver a ser su padre. También le había advertido que quizá James no los quisiera y que entonces podían irse a vivir con tía Natalya. James le habría dado una patada en el culo a su otro yo por eso. El crío no tenía más que diez años entonces. ¿En qué demonios estaba pensando? —No sé qué les dijo Carlos a sus hijos, pero pensaba que tú podrías ser como tus hermanos —le dice ella, mirándolo de arriba abajo—. No eres como ellos, ¿verdad? —Ni de coña. —Lo sabía —dice Natalya, y le tiende la mano—. Quiero ayudarte. —¿Cómo? La ve recorrer con el dedo las líneas de su mano. Esa caricia levísima le produce un escalofrío que le sube por el brazo. Se le cierra la garganta de la emoción contenida. —Mis sobrinos confían en mí. Deja que nos vean interactuar y que vean que me caes bien, que me fío de ti. —Levanta la cabeza y lo mira—. A lo mejor así ellos hacen lo mismo. —A lo mejor —murmura él, mirándola fijamente. Ahora entiende por qué Carlos amaba a esa mujer. Y ella acaba de reconocer que él, James, le cae bien—. Gracias. —¿Te puedo pedir una cosa? —Él asiente con la cabeza—. ¿Me dejas que te abrace? —Eh… claro. James abre los brazos y ella se refugia en ellos, apoyando la oreja por encima de su corazón. Él se queda allí plantado, con los brazos tiesos y el pulso acelerado, sin saber qué hacer. ¿La abraza él también? ¿La estrecha contra su cuerpo? Entonces nota cómo el calor de ella cala en él. Descubre que lo reconforta y, soltando la respiración que no había notado que contenía, la envuelve con sus brazos.

Natalya ronronea, satisfecha. Al cabo de unos segundos, tras unas respiraciones pausadas, susurra en un suspiro: —El mismo corazón.

Capítulo 20 CARLOS

Cinco años antes 15 de agosto Los Gatos, California Varias semanas después de que Aimee se plantara en México e Imelda me contara lo que sabía de mi situación y del papel que ella había desempeñado, recibí por correo un paquete de Thomas. Un iPhone. Cuando Thomas le había contado a Aimee que el móvil era para mí, ella se había descargado de iCloud todos los contactos, la música y las fotos de James. Por si le encontraba alguna utilidad. No se la había encontrado, hasta entonces. Me había traído el móvil conmigo y lo había cargado mientras me duchaba. Natalya hizo café y, cuando el teléfono se pudo encender, echó un vistazo a los contactos de James. Luego a sus fotos. —Hay un montón de fotos tuyas con Aimee —dijo sin entusiasmo antes de darme el móvil cuando ya me había vestido. Se retorció el pelo y miró al teléfono que yo había dejado en la mesilla, donde había un montón de fotos nuestras. —Eh —susurré, cogiéndole la cara y pasándole el pulgar por la mejilla pecosa, de piel tan suave como unas sábanas caras—. Yo te quiero a ti —le dije, la besé con ternura y después apoyé la frente en la suya—. A ti. Asintió con la cabeza. —Ya, solo que… —No hace falta que vengas conmigo.

—Sí, sí que hace falta. Alguien tendrá que protegerte para que no te vuelvan a tumbar. —Reímos los dos—. ¿Has visto las fotos? —Negué con la cabeza. Ver la vida de James en fotografías era un desafío al que no quería someter a mi mente. Se apartó de mí y agarró el bolso—. He encontrado la dirección de la casa donde vivías. Deberíamos ir. Ahora estábamos sentados en el coche que Natalya había alquilado, aparcados una casa más abajo de la propiedad que yo tenía… o había tenido. En el jardín, dos niños jugaban a lanzarse una pelota de béisbol y la mujer que estaba sentada en el porche no era Aimee. —Se habrá mudado —conjeturó Natalya. Cuando íbamos de camino, yo le había dicho que Aimee e Ian se habían casado recientemente. Esa parte de mi conversación con Thomas sí la recordaba. Sentí un dolor sordo en la frente. Saqué del bolsillo delantero del pantalón las dos aspirinas que me había traído y me las tragué a palo seco. Natalya me pasó una botella de agua. —¿Cuántas te has tomado desde que te has despertado? Me bebí de un trago media botella. —Seis, creo. —Enrosqué el tapón y volví a ponerla en el sujetavasos de la consola central—. No me hacen nada. —Igual habría que ir al hospital. —No. Médicos, no. No quiero que nadie más me toquetee la cabeza. No quiero olvidarme de mis hijos. Ni de ti —añadí, agarrándole la mano y besándole la cara interna de la muñeca. —Dios, qué cabezota eres. Nada de médicos salvo que tu dolor de cabeza empeore. ¿Me lo prometes? Me incliné sobre el asiento y la besé. —Te lo prometo. Encendió el motor. —¿Adónde vamos ahora? ¿Al café? Según el reloj del salpicadero, eran las 17.56. —No nos da tiempo. Cierran a las seis. —Entonces, ¿cuál es el plan? Me froté la frente y, de pronto mareado, cerré los ojos. —Estaba pensando en la casa de los padres de Aimee. Ellos nos dirán dónde está viviendo. Pero necesito comer algo. Natalya metió la marcha y salió de donde estaba aparcada.

—Entonces, vamos a dejarlo por hoy. —Qué pérdida de tiempo —protesté, apretándome la frente con la base de la mano. Ella me miró preocupada. —Iremos a ver a los Tierney mañana. Esta noche te invito a cenar. Y luego te voy a dar un masaje en la espalda. —¿Solo en la espalda? Soltó un bufido y me dio un puñetazo cariñoso en el hombro. —Vamos a llenar ese estómago tuyo y luego ya veremos. Era media mañana cuando toqué el timbre de los Tierney. Natalya estaba a mi lado, hombro con hombro. Le agarré la mano con fuerza. Ella me masajeó la frente. Yo le aflojé la mano. —Estoy tan nerviosa como tú —dijo, arrimándose más. Unos pasos ligeros se acercaron a la puerta y, tras un instante de vacilación, sonó la cerradura y nos recibió una versión mayor y más menuda de Aimee. Unos ojos azules, grandes y luminosos, bajo una elegante mata de pelo entrecano, corto y de punta, me miraron, luego a Natalya, luego a mí otra vez. Nos escudriñó, parpadeó varias veces, retrocedió un paso e hizo un aspaviento. Con las manos, se tapó la nariz y la boca y se le empañaron los ojos. —¿Señora Tierney? —pregunté. Se apartó las manos de la cara. —¿James? Natalya me clavó las uñas en la mano. La miré de reojo. Estaba pálida. —Carlos —dije, y le tendí la mano. —Sí, claro…, Carlos. —Me cogió la mano con las suyas—. Carlos —repitió, como rumiando mi nombre—. Te veo diferente de… lo que podía haber imaginado. —Apretó los labios, con la barbilla temblona, y me soltó la mano. Se tocó el pelo, se bajó la pulsera de plata que llevaba en la muñeca y miró por encima del hombro al fondo de la casa, luego se limpió las lágrimas con disimulo—. Ay, Dios mío, me he emocionado un poco —murmuró. Imaginé que encontrarme a la puerta de su casa era como ver un fantasma. Habían asistido al funeral de James y al entierro posterior.

Natalya me tiró del brazo. —Natalya Hayes, mi… —Soy su cuñada —dijo ella, mirándome. Fruncí el ceño y ella meneó la cabeza, luego le tendió la mano a la señora Tierney—. Encantada de conocerla. —Catherine —contestó ella, algo aturdida. —¿Podemos pasar? —le pregunté. —Cielo santo, ¿dónde están mis modales? Pasad, pasad —contestó, abriendo la puerta un poco más. Natalya entró primero y yo titubeé. El pánico se apoderó de mí. ¿Y si reconocía las estancias? ¿Y si había fotos de Aimee conmigo? ¿Y si, de pronto, olvidaba quién era entonces y recordaba todo lo que había sido? Ella me miró por encima del hombro y me apretó la mano para que le leyera los labios: «No pasa nada», me dijo en voz muy baja. Pasé al recibidor y di una vuelta completa sin moverme del sitio. Aparte de una pintura al óleo de una antigua vía ferroviaria que yo sabía que era de James (por el estilo y por la firma), no vi nada que me resultara familiar. Exhalé y sonreí a Natalya para tranquilizarla. Catherine cerró la puerta de la calle, observándonos: que Natalya no se separaba de mí, que íbamos cogidos de la mano, las miradas secretas que nos dirigíamos, que por lo visto no eran tan secretas. —Es más que tu cuñada. —La quiero. Catherine hizo un mohín y asintió. —No puedo ni imaginar cómo será tu vida habiéndolo perdido casi todo. Con todo lo que te han hecho los tuyos… —Le tembló de nuevo la barbilla—. Aquí sigues siendo bienvenido. Para nosotros siempre serás de la familia. Me alegro de que te tenga a ti —añadió, volviéndose hacia Natalya, que se recolocó nerviosa la bandolera del bolso. —Gracias —susurró. —Me alegro de que no estés solo —me dijo Catherine a mí. Se le llenaron los ojos de lágrimas, que cayeron como ríos por sus mejillas ajadas. Los hombros le temblaron y se echó a llorar desconsoladamente. —¡Ay! —exclamó Natalya, y abrazó a Catherine mientras la anciana lloraba en su hombro. —¿Cathy? —retumbó un vozarrón.

—Estoy aquí, Hugh —contestó ella entre lágrimas. Unos pasos pesados resonaron por la casa y volvió la esquina un hombre corpulento. —¿Por qué lloras? —preguntó Hugh a su mujer. Vi, tristemente divertido, como su semblante pasaba de la confusión a la sorpresa al verme—. ¡Jesús! —No precisamente, pero supongo que se podría decir que los dos hemos resucitado de entre los muertos. Natalya me dio un golpe en el pecho. —¡Carlos! Catherine me agarró de la muñeca. —¿Os quedáis a comer con nosotros? —Cathy, no creo que… —¿A comer? —pregunté, luego vi la mesa del comedor puesta para cuatro y acto seguido se abrió de golpe la puerta de la calle. —¡Hola! Ya estamos… aquí. —Aimee se quedó a media frase, la última palabra le salió en un susurro. Se detuvo bruscamente en el umbral de la puerta, con sus ojos del azul intenso del mar y sus rizos morenos cayéndole por los hombros como una cascada. Soltó un extraño sonido gutural—. Carlos. Ian apareció detrás de ella. —Aparta, cariño, que se me va a caer… Nuestras miradas se encontraron. Aimee había palidecido, pero Ian se puso muy serio y colorado. Un destello de miedo le oscureció la mirada. —Tranquilo —le dije—. Sigo siendo Carlos.

Capítulo 21 JAMES

En la actualidad 28 de junio Hanalei, Kauai, Hawái Acostumbrado a un huso horario distinto, James se despierta antes de que amanezca. La lluvia repiquetea fuera, como ha estado haciendo intermitentemente toda la noche. Se pone los pantalones de correr y una camiseta que se preparó anoche y se ata las Nike. Hace muchas semanas que no deja a los niños solos. El invierno pasado le daba igual. Salía a correr noventa minutos y no le importaba dejar en casa a un niño de cinco años y a otro de once que todos los días le hacían plantearse el salir zumbando para el aeropuerto. Tenía un trastorno mental y el mundo que conocía había seguido adelante sin él. Tenía que salir a correr, mucho y rápido, hasta que le ardieran los pulmones y le dieran calambres en las piernas. Y lo hacía. Esa mañana, en cambio, corre por pura diversión, por ese subidón de adrenalina que te da ir sumando kilómetros. Porque esa vez sus hijos están a salvo, durmiendo profundamente bajo el techo de su tía. Se pone el Apple Watch, elimina de la pantalla un mensaje de texto de Thomas sin molestarse siquiera en leerlo y activa la aplicación de entreno. Va a ser una buena carrera y se propone que sea larga. Corre hacia la autopista de Kuhio, a ritmo constante, pasando por delante de las viviendas ensombrecidas por los nubarrones. Sabe que las copas altas de los árboles y el césped que se extiende hacia la carretera son tan verdes y luminosos como una pintura acrílica. Los vio ayer, cuando iban en el coche, rumbo a la casa de Natalya. Mientras que a Carlos le

había encantado el calor y el atractivo rústico de Puerto Escondido, su aire preñado de sal y de polvo, seco como los montes que lo rodeaban, James prefería el ambiente vintage de aquella población costera. Hanalei es como una postal de los cincuenta y pasar corriendo por delante de las tiendas, de la escuela de primaria y del pequeño jardín de la iglesia Wai’oli Hui’ia es como retroceder en el tiempo. Mientras va devorando kilómetros, haciendo resonar sus zapatillas en el asfalto empapado de lluvia, deja vagar su pensamiento. Hasta las horas que dedicaba a entrenar al fútbol, corriendo esprintes, encabezando el equipo. Luego se retrotrajo aún más, a la época en que vivían en Nueva York y todo cambió. James tenía nueve años ese fin de semana de Acción de Gracias en que él, Phil y Tyler, el amigo de Phil, habían sorprendido a su madre con tío Grant, el padre de Phil, en el cobertizo, enroscados el uno en el otro, con la ropa medio quitada. Tras un instante de estupefacción, Tyler agarró a Phil por el cuello de la camisa y lo sacó a rastras de allí. Grant corrió detrás de ellos, rogándole a su hijo que esperara. La madre de James se estiró la falda y agarró a su hijo por los hombros. —Tienes que olvidar lo que has visto —le rogó—. Tu padre no puede enterarse nunca y no se lo puedes contar a Thomas. Promételo. —¿Cómo iba a olvidar algo así? Al ver que no contestaba, su madre lo zarandeó—. Promételo. Lo hizo, pero no fue por James por quien su padre terminó enterándose de que su mujer andaba retozando con su propio hermano en el cobertizo. A Phil le habían dicho, siendo muy pequeño, que su madre lo había abandonado y que su padre lo había tenido que criar solo, pero, después de lo del cobertizo, se propuso encontrar su partida de nacimiento. Siempre le había parecido raro que su madre y su tía llevaran el mismo apellido, pero habiendo visto a su padre con su tía, quedó patente su parentesco en la caligrafía exquisita de su tía que, siendo ya mayor, pudo identificar. CLAIRE ANNE MARIE DONATO. Por desgracia para Phil y el resto de la familia de James, Tyler estaba con Phil cuando encontró el documento. Al poco de que Phil supiera la verdad, también se enteraron sus amigos del colegio y, al final, toda la pequeña población, y la iglesia a la que asistían. Pronto en los pasillos y los cubículos de Donato Enterprise, que por entonces tenía su sede central en Nueva York, no se hablaba de otra cosa

que de la debacle de Acción de Gracias. Porque la noticia de la aventura de Grant Donato con su hermana era un cotilleo demasiado jugoso como para no divulgarlo. Deshonrado, su padre, Edgar, cogió a su familia y se mudó a la otra punta del país, no sin antes negociar un trato ventajoso que lo convirtió en el segundo mayor accionista junto con Grant. Creó la división occidental de Donato, que terminó convirtiéndose en la sede principal de la compañía a la muerte de tío Grant. Curiosamente, Edgar seguía queriendo a su mujer, pero su amor por la empresa era mayor. Aunque Phil no era consciente entonces, fue ese trato y lo que había presenciado en el cobertizo lo que le hizo perder la posibilidad de heredar Donato Enterprises. Jadeando, tanto por los recuerdos como por el esfuerzo físico, James llega al parque de Haena Beach antes de lo que en principio había calculado. Ha corrido a ritmo de carrera los diez kilómetros que hay desde la casa de Natalya. Se dobla hacia delante, apoya las manos en las rodillas y respira entrecortadamente. Le cae tanto sudor del pelo, de la nariz y de la barbilla que aterriza en la hierba. Phil cambió al enterarse de quiénes eran sus padres. Joder, todos lo hicieron. Pero, al final, Phil consiguió lo que se había propuesto. Los federales confiscaron buena parte de los activos de Donato Enterprises y James perdió a Aimee. Lo fácil sería echarle la culpa de todo a Phil, pero, en realidad, los tres —Phil, Thomas y James— prendieron la mecha del explosivo que reventó a su familia. Con él escondido en México, Phil encerrado en la cárcel y Thomas reconstruyendo Donato, se pregunta si los últimos años no habrán sido solo el ojo del huracán. ¿Qué quiere Phil de él? ¿Ha saciado ya su sed de venganza o aún busca sangre? ¿O se trata de otra cosa completamente distinta? Maldita sea, ojalá pudiera recordar lo que pasó en aquel chiringuito y en el barco. Aunque le encantaría quedarse en Kauai, sabe que debe volver a California y reunirse con Phil. Averiguar qué pasó el día en que perdió la memoria. Si de verdad Phil quiso matarlo, James está completamente de acuerdo con Thomas: tendrán que hacer todo lo posible para volver a encerrarlo.

En la carrera de vuelta a Hanalei, los primeros rayos de sol asoman entre las nubes bajas y se cuelan por las copas de los árboles, tiñéndolo todo de dorado. Mueve nervioso los dedos como si tuviera un pincel imaginario. Por un segundo, quizá dos, considera la posibilidad de buscar en Google alguna papelería en la isla, hasta que recuerda los acrílicos de Carlos, esas pinturas de colores tan vivos como la paleta floral del jardín trasero de Natalya. Lienzos pintados con una pericia que él jamás podría replicar. A Natalya le encantaba la obra de Carlos. En su casa hay tres cuadros suyos. Escenas de Puerto Escondido, ninguna de ellas es una puesta de sol. En Hanalei, para a comprar café, pide uno para él y otro para Natalya, luego vuelve a casa. Deja las zapatillas en la terraza y abre la puerta corredera de cristal. Solo se oyen carcajadas y ruidos de cacharros por todas partes. Sigue el bullicio y el aroma dulce y empalagoso de las tortitas hasta la cocina y se encuentra a Natalya delante de los fogones, vertiendo la masa en una sartén de hierro. Julian sirve un zumo de color rosa brillante en vasos de plástico y Marc blande un cuchillo de untar mantequilla en una lucha de espadachines imaginaria mientras pone la mesa. Claire corta fruta con la pericia de una chef. James parpadea y, si no fuera porque lleva los cafés hirviendo en la mano, se frotaría los ojos, porque no puede creer lo que está viendo. Primero los sándwiches de huevo en Los Gatos y ahora esto. ¿Desde cuándo disfruta su madre en la cocina? No recuerda haberla visto cocinar nunca nada. El ama de llaves les dejaba la merienda preparada a Thomas y a él en la encimera de la cocina. Era ella la que cocinaba. Y Dios santo, ¿qué es esa tienda de campaña de floripondios que lleva puesta? Es tan chillona que deslumbra. Claire desliza la hoja del cuchillo por una papaya madura y lo ve de pronto. Le dedica una sonrisa tan deslumbrante como su atuendo. —Buenos días, James. Se queda boquiabierto. —Eeeh… No puede dejar de mirarla. La prenda, que James supone que es una especie de caftán, la hace parecer joven, bohemia y divertida. Juega a ser la abuela divertida. Claire frunce los labios y sus arrugas se acentúan. Ah, esa sí que es su madre.

—James, por Dios, cierra la boca. Las lagartijas que he visto correteando por aquí van a pensar que es su nuevo hogar. Sí, desde luego es ella. Marc ríe como un bobo. Resopla divertido. —¿Te parece gracioso? —pregunta James socarrón. El pequeño asiente con la cabeza. —Ajá. —Graciosísimo —dice Julian sin entusiasmo. —Julian… —le advierte Natalya. James la mira desde el otro lado de la cocina. Le sudan las manos por el café caliente. Natalya sonríe. «Buenos días», le dice solo con los labios. Lleva el pelo recogido con una goma en una especie de moño alborotado a la altura de la nuca y unos semicírculos de color malva le rodean los ojos verdes. Es la única del animado grupo que parece cansada. No serán más de las ocho, pero todos menos ella funcionan ya con la hora del Pacífico. Echa unas tortitas al montón donde están las otras y apaga el fogón. Luego le hace una seña para que la siga al salón. —No hace falta que cocines para nosotros —le dice él cuando ella empieza a recoger las revistas de la mesita de centro. —No me importa. —Las recoloca en el estante de debajo de la tele —. A los niños les encanta ayudar en la cocina. —No tenía ni idea. Claro que tampoco es que él cocine mucho. Casi siempre comen fuera. Deja los cafés en la mesa y toma nota mental de que deber ir a la tienda de ultramarinos hoy. Echa de menos las barbacoas y lo pasó bien echando una mano con la cena anoche—. Tu madre ha llegado hace como una hora. Sabía que los niños se despertarían pronto —dice, colocando los dibujos que Marc ha dejado tirados por el sofá. James la ayuda y recoge las pinturas de colores de su hijo—. Y no —dice Natalya con una sonrisa de medio lado—, no saben quién es de verdad. La gran revelación te la dejo a ti. —Gracias —le contesta James con una mueca, colocando los lápices encima de la mesa. Uno de ellos cae al suelo y rueda hacia el pie descalzo de Natalya. Ella se lo da y él lo añade al montón, luego se sienta en el sofá —. No pensaba que se lo fueras a decir. —A Claire no le entusiasma mucho la idea. Dios, qué raro se me hace llamarla así. —Se arrodilla en el suelo y mira debajo del sofá por si hay algún lápiz extraviado, encuentra dos—. ¿Marc se ha traído pinturas?

James niega con la cabeza. —No quería que lo pusiera todo perdido. —Tengo un hule. Se puede poner en la mesa de la cocina o en la de la terraza. La juguetería de Princeville también es papelería —dice, rascándose el cuero cabelludo con un lápiz—. Me ha llamado mi padre esta mañana. —Vuelve a asomar a su rostro esa sonrisa de medio lado que le sienta tan bien—. Ha sido él quien me ha despertado, no tus hijos, por si te lo preguntabas. —No, pero ¿va todo bien? —Sí, él está estupendamente. Viene antes de lo previsto. Esta tarde. —Ah. ¿Me informas o me adviertes? Ella ríe nerviosa y se sienta a su lado. Mira fijamente los lápices de colores, que mueve de un lado a otro. —Confiaba en que no viniera hasta dentro de unos días, para que pudiéramos estar solos un tiempo. Por cierto, ¿cuánto tienes pensado quedarte? «Indefinidamente». La palabra le viene a la cabeza sin que le dé tiempo a pensar en una respuesta más realista. Aprieta fuerte la boca para no decirla, aunque le gustaría que fuera verdad. La vida en California ya no es lo que era y la persona a la que más quería allí ya no está con él. Pero sabe que debe volver pronto. —Había pensado en un par de semanas, si no te importa. —No me importa en absoluto. Podéis quedaros más tiempo. De hecho, me encantaría que los niños y tú os quedarais más tiempo. Hace mucho que no los veo. No empiezan las clases hasta agosto, ¿no? —Él asiente con la cabeza y ella apoya una mano en su antebrazo—. ¿Os quedaréis? —Creo que a los niños les va a encantar el plan. —¿Y a ti? —Lo busca con la mirada—. ¿Tú quieres quedarte? James piensa en el anillo de compromiso que lleva en la maleta, que seguramente se guardará en el bolsillo en cuanto se duche y se cambie. Piensa en sus hijos, que comen en la cocina, y en la forma en que la mujer que tiene al lado se ha ofrecido a ayudarles a estar más unidos. —Sí, quiero quedarme. —Genial —dice ella, sonriendo—. Aunque igual cambias de opinión cuando llegue papá.

—¿Nos conocemos ya? —Os visteis una vez. En tu boda. Le da un vuelco el corazón y piensa de pronto en Aimee y en la boda que nunca se celebró. Ella pasó en su funeral y su entierro ese día especial que tenían reservado en el calendario desde hacía casi un año. Luego recuerda que Carlos se casó con Raquel. —¿Qué ocurrió en la boda? No había demasiada información en los diarios. Por entonces, Carlos no escribía como si los diarios fueran su salvavidas. —Bueno… —Natalya se frota las manos y se levanta. Coge la mochila de Marc y saca sus libros. Los apila en la mesita de centro—. Papá es un ligón y estuvo acosando a Imelda, la mujer que te dijeron que era tu hermana —añade al ver su cara de extrañeza—. No se estaba poniendo demasiado pesado, pero ella estaba molesta y tú le zumbaste. — James la mira espantado. Natalya abre la cremallera de todos los bolsillos. Mete la mano dentro y añade todo lo que encuentra a la pila cada vez mayor de la mesita—. Cuando eras Carlos, enseguida te exaltabas. Eras un hombre muy físico. Agacha la cabeza y se le deshace el moño. El pelo le cae hacia delante y le tapa la cara, pero no lo bastante rápido como para que James no haya reparado en el sonrojo de sus mejillas. Se siente avergonzada; está nerviosa también, porque ha registrado todos los bolsillos más de una vez. James se levanta y coge la mochila. Quiere decirle que no tiene que ponerse tan nerviosa cuando está con él, pero la ve incomodísima y le da miedo espantarla y que vuelva a esconderse detrás de su gélida coraza. Deja la mochila a un lado. —Deduzco que no le caigo muy bien a tu padre. —No mucho. —Sin saber por qué, su sinceridad le da risa—. ¿Qué te hace tanta gracia? —Él ríe a carcajadas. Se limpia las lágrimas—. Ay, Dios, no te imaginas lo que me tranquiliza saber que no soy el único que tiene una familia rara. Y yo que creía que eras perfecta —le dice, bromeando. —Bueno, también es tu suegro. James abre mucho los ojos. —Muy bueno. Pero no te preocupes por él. Haré todo lo posible por arreglarlo. Dios sabe qué. —Sé tú mismo. Le caerás bien.

Reprime una sonrisa mientras la mira desde arriba. Percibe el olor de su perfume, del que Carlos escribió más de una vez. Al olerlo, se le calienta el corazón y se le acelera el pulso. —¿Y James? —¿Mmm? —pregunta él, hipnotizado por la línea de la clavícula de ella, que desaparece bajo el cuello de su blusa. De pronto, siente el impulso de besar el hueco que hay entre ese hueso y el hombro. —Apestas. —Uf… Es que hoy he corrido veinte kilómetros —dice, y se le enciende la cara. Ríe, retrocede y rodea la mesa para situarse al otro lado. —¿Eso es para mí? —pregunta ella, señalando el café. —Sí, los he cogido en el asador que hay a un par de manzanas de aquí —dice, y le da el suyo. Ella levanta la tapa, sopla un poco y da un sorbo con cautela. Lo mira sorprendida. —¿Cómo has sabido qué café me gusta? —Es tu favorito, ¿verdad? —Con un poquito de leche de coco y un chorrito de sirope de nuez de macadamia. —Sí, pero… Se pasa un dedo por el labio, incómoda. James sabe que está pensando en los diarios de Carlos. Debería disimular un poco todo lo que sabe de ella. Su relación ya es bastante rara de por sí. —No me parece justo que tú sepas tantas cosas de mí y yo tenga que volver a conocerte otra vez —dice ella, como leyéndole el pensamiento. Pero en su comentario detecta una invitación. —Pero… ¿quieres? —le pregunta él. Ella da unos golpecitos en el borde del vaso y asiente con la cabeza. Él sonríe, complacido de que sí quiera. Coge su café, brinda con ella y bebe un poquito por el pequeño orificio de la tapa. —No te preocupes por tu padre. Estoy deseando conocerlo. —Sonríe de oreja a oreja—. Otra vez. Mientras Julian surfea con su tía, James coge prestado el coche de Natalya y va con Marc y con su madre a comprar comida. Apenas han llegado al pasillo de alimentación cuando el crío empieza a protestar. Se

aburre. Quiere hacer castillos de arena en la playa con tía Natalya. Y colorear. —Ayúdame a elegir los calabacines —le propone James, y echa al carrito la calabaza que piensa hacer a la parilla. —¡Qué rooollo! —protesta Marc, descolgando los brazos, derrotado. James empuja el carrito a la zona de frutas tropicales. Marc lo sigue a regañadientes, arrastrando las chanclas por el suelo de linóleo. Su padre elige dos piñas y compara el peso. —No sé cuál está madura. No le cuesta elegir un buen corte de carne para ponerlo con las patatas y la ensalada, pero Aimee siempre había comprado todo lo demás. Ella era la que cocinaba de los dos. —Huélelas —le dice Claire, dejando en el carro una bolsa de fruta granate y espinosa. James olfatea cada piña—. ¿Huele o no huele? —le pregunta su madre. —Esta huele dulce —dice, botando la piña que mantiene en equilibrio en la mano izquierda, la dominante—. Y esta no huele a nada. Su madre le señala la piña que no huele y James pone en su sitio la dulce, demasiado madura. Marc se asoma al carro y señala la fruta espinosa. —¿Y eso qué es? —Pitahaya, fruta del dragón —contesta Claire. —¡Hala! —exclama, tocándola—. ¿La comen los dragones? —Puede —le dice ella, siguiéndole el juego—. Luego la probamos, cuando volvamos a casa de tu tía —añade, e inspecciona los plátanos de Jamaica, una variedad más pequeña y sabrosa, como lee James en la etiqueta que hay al lado del precio. Añade la piña a la compra. Marc se columpia en el carro. —¿Ya hemos terminado? —Casi. Ahora vamos a la juguetería de al lado. —¿Y si me lo llevo yo ahora? —¿Qué? —dice James, asiendo con fuerza el carro. —¡Sí, sí, sí! —canturrea el niño en español, agarrando de la mano a Claire—. Digo, sí —repite en inglés—. Vamos. —Intenta tirar de Claire. —No lo voy a secuestrar. No tengo coche. La mira ceñudo y no porque sospeche que su madre se va a largar con su nieto como ella cree que piensa, sino porque él quiere pasar tiempo con

Marc. —¿No quieres ayudarme a hacer la compra? —le pregunta a su hijo. El crío niega rotundamente con la cabeza y tira de Claire. —Vamos, señora Carla. Su madre hace un mohín al oír el nombre y James no puede evitar reírse con disimulo a su costa. Luego apoya los antebrazos en el asidero del carro, entorna los ojos y la observa. —No le voy a decir nada —protesta, mirándolo alterada—. Tanto Natalya como tú me lo habéis dejado bastante claro, pero James —añade, dejando que Marc tire de ella—, hacer la compra no es la forma en que Marc quiere pasar tiempo con su padre. James agacha la cabeza y suspira. Le fastidia reconocerlo, pero su madre tiene razón. —Dadme veinte minutos y nos vemos allí. Ella le dice adiós con un dedo. —Hasta luego. James los ve marcharse, cogidos de la mano, y se pregunta cuándo hará su hijo lo mismo, voluntariamente, con él. En cuanto desaparecen de su vista, mira la hora en el móvil y se encuentra la pantalla plagada de notificaciones de mensajes del buzón de voz: una de su colega Nick y varias de Thomas. Se vuelve a guardar el teléfono en el bolsillo y toma nota mental de llamar a Nick. Thomas puede esperar. Aunque siente curiosidad por saber si su hermano se ha enterado de que su madre ha ido con ellos a Kauai. Probablemente no. Puede que Thomas la mantenga informada a ella del paradero de James, pero duda que ella le devuelva el favor. Se encoge de hombros. No es problema suyo, piensa, empujando el carro hacia la sección de carnicería. Se muere por un buen filete. Treinta minutos más tarde, James está a la entrada de Spotted Frog Toy & Art Supply, un rincón de lo más pintoresco. Montones de estanterías repletas de una gran variedad de puzles, juegos, libros y pinturas. Mira por toda la tienda y lo asalta el pánico. No ve a su madre y a su hijo por ninguna parte. Llega diez minutos tarde y ya se habrán ido, pero ¿adónde? Echa un vistazo por todo el centro comercial. La capacidad de concentración de Marc es más corta que los lápices con los que le gusta

pintar. Su madre le ha prometido quedarse por la zona, así que debe de andar deambulando por las tiendas para tenerlo entretenido. Mira entonces hacia el aparcamiento, se mete las manos en el bolsillo y agarra con fuerza las llaves del coche. ¿Puede confiar en que no se haya marchado? Quiere hacerlo, pero esa mujer les ha mentido a él y a sus hijos durante cinco años. Se aparta a regañadientes de las pinturas, los pinceles y los lienzos y va a buscarlos. Tras echar un vistazo en las boutiques de ropa de mujer, las tiendas donde esperaba encontrar a su madre con su hijo aburridísimo, los ve en un local vacío y solo porque oye las carcajadas de Marc. Suelta un suspiro de alivio y procura tranquilizarse, observando a su hijo desde el umbral de la puerta. Marc va de una pared a otra, respondiendo a las preguntas de Claire. «¿Cuántas obras? ¿De qué serán? ¿Conservará las luces del techo o las cambiará por otras nuevas? ¿Cuántos empleados? ¿Dónde pintará? ¿Qué nombre le pondrá a la galería?». —«El estudio del pintor» —contesta Marc—. Como la de su papá. Entonces ve a su papá allí plantado. El entusiasmo de Marc desaparece como la viruta de la goma de borrar que él sacude de sus dibujos. A James se le cae el alma a los pies junto con esos diminutos residuos de borrador. Quiere que Marc vuelva a sonreír. Quiere que su hijo lo mire a él con el mismo entusiasmo con que estaba hablando de Carlos. Quiere que su hijo lo llame «papá». Entra en el local y Claire se vuelve. —Bien, ya has vuelto. —¿Qué hacéis? —le pregunta. Marc se acerca a un rincón y coge una bolsa. James advierte el logo de la juguetería en ella. —Marcus me estaba hablando de la galería de arte que quiere abrir cuando sea mayor, ¿verdad, Marcus? —Sí, señora Carla —responde en español, luego mira nervioso a James y se aclara la garganta—. O sea, sí, señora Carla —dice, esta vez en inglés. Claire carraspea. —Bueno, caballeros, hace muchísimo calor aquí dentro. Os espero en el coche. —Se dirige con elegancia a la puerta y aminora un poco la marcha al pasar al lado de su hijo—. Este local sería una galería estupenda. La iluminación es perfecta.

Después de haberse pasado media vida oyendo a su madre decirle que pintar era una frivolidad, James tiene que contener un aspaviento. ¿Quién es esa mujer? ¿Por qué ha cambiado de cantinela después de tantos años? A lo mejor están cambiando todos. —Mamá… Claire se vuelve y enarca una ceja bien depilada. —Gracias por cuidar de Marc. —«Y por animarlo a pintar», le gustaría añadir, pero se le hace un nudo enorme en la garganta porque le recuerda demasiado lo que su madre nunca hizo por él. Ella baja la barbilla, sale y rodea el edificio en dirección al coche. Suena una bolsa de plástico a su espalda. James baja la vista y ve a Marc con los ojos como platos, boquiabierto. —¿Listo para ir a la playa? —le pregunta. —Sí —contesta él, primero en español y luego en inglés. —Yo también. Y una cosa, Marc… —dice, dándole la mano—: mientras entiendas y puedas hablar el inglés, que sé que sí y que lo haces muy bien, a mí me puedes hablar en el idioma que quieras. Marc sonríe de oreja a oreja. —Gracias, papá —contesta su hijo, cogiéndole la mano, y James mira a otro lado mientras salen de la galería imaginaria de Marc, porque le arden los ojos como si hubiera estado mirando fijamente al sol.

Capítulo 22 CARLOS

Cinco años antes 16 de agosto Los Gatos, California La comida con los Tierney fue… incómoda. Catherine no paró de parlotear durante todo el almuerzo, salmón a la parrilla y verduras de temporada. Estaba sentada en un extremo, a mi izquierda, enfrente de su marido, Hugh. Natalya, que picoteaba el pescado como un pajarillo, estaba a mi derecha, agarrándome el muslo por debajo de la mesa. Dudo que alguno de los presentes estuviera cómodo y sabía que Natalya se estaba arrepintiendo de haberme sugerido que pasara tiempo con Aimee. Yo me arrepentía, porque desde luego no esperaba tener público cuando volviera a verla. Aimee estaba sentada enfrente de Natalya. No nos miraba a ninguno de los dos, ni participaba en la conversación. Yo tenía enfrente a Ian, que no me quitaba la vista de encima mientras Catherine me bombardeaba con preguntas. «¿Cuántos hijos tienes? ¿De qué edades? ¿Qué deportes practican? ¿Estás a gusto en México? ¿Aún pintas? ¿Qué pintas?». Preguntas inocuas, hasta que Ian se inclinó hacia delante, apoyándose en los codos y con las manos cogidas. —¿A qué has venido, Carlos? Aimee soltó el tenedor con violencia. —Ian, no. Hugh se aclaró la garganta y agachó la cabeza, con los puños algo apretados a ambos lados del plato. Ian miró a su mujer.

—Es una pregunta razonable y que todos queremos hacerle —dijo, mirando al resto de los comensales. Natalya volvió bocarriba la mano con la que me agarraba el muslo y me cogió la mía. Yo le apreté la suya. Esa era la razón de mi visita y era hora de que la pusiera sobre la mesa, literalmente. —Seguro que estáis al tanto de mi trastorno —me dirigí a todos, pero mirando a Ian—. Puede que me quede así y siga siendo Carlos el resto de mi vida o que recupere mi verdadera identidad de un día para otro. Zas — dije, chascando los dedos para darle mayor dramatismo. Natalya hizo un ruidito gutural y yo le pasé el pulgar por los nudillos. —Aimee me contó lo que te ha pasado —dijo Catherine, mirando un segundo a su hija—. ¿Qué puede hacer que vuelvas a ser…? Ay, no quiero decir «normal»… Uy, ya lo he dicho. Pero ¿qué puede hacer que vuelvas a ser James? —Cada caso es distinto, pero suele ocurrir cuando la persona está preparada para enfrentarse al trauma que le produjo la fuga. En realidad, cualquier cosa me puede hacer volver: un entorno familiar, ver a mis parientes y amigos… —Te has arriesgado mucho viniendo aquí —sentenció Hugh. —Sí —dijo Natalya al instante. —Por eso no entiendo a qué has venido —espetó Ian, cruzando los brazos al borde de la mesa—. En diciembre fuiste inflexible: no querías tener nada que ver con tu antiguo yo. —No me fío de los Donato. Ni siquiera de James —añadí, mirando de reojo a Aimee, que exhaló entrecortadamente y clavó la vista en la comida casi intacta de su plato. —No son de fiar —coincidió Ian. —Si vuelvo a ser James, me olvidaré por completo de mis hijos. James no los conocerá, no habrá querido tenerlos y puede que tampoco quiera quedárselos, aunque siga siendo su padre. No puedo preguntar a ninguno de los Donato qué clase de hombre era James. ¿Será un buen padre? ¿Es un ser humano decente? ¿O es como sus hermanos? ¿Puedo confiar en que sabrá criar a mis hijos? Ian se recostó en el asiento. —No te ofendas, pero cuando pienso en tu situación, alucino —dijo, levantando una mano. —No me ofendo.

Catherine alargó una mano y me agarró el hombro. —James no era en absoluto como sus hermanos. Nosotros lo adorábamos. —Me alivia oír eso. Pero tengo preguntas. —No puedo con esto —dijo Aimee y, tirando la servilleta a la mesa, se levantó bruscamente. Ian agarró la silla para que no cayera sobre el aparador—. Disculpadme —añadió antes de abandonar la estancia. Ian la siguió con la mirada. Al oír la puerta de la calle, se levantó, se excusó y corrió detrás de ella. Salió y cerró de un portazo, haciendo vibrar la ventana del comedor. Por aquella ventana, vimos a Aimee y a Ian discutir en el jardín delantero, gesticulando mucho, con el pecho agitado y los rostros serios y colorados. —Haz algo, Hugh —le dijo Catherine. —¿Qué quieres que haga? —contestó él, metiéndose un trozo de salmón en la boca y sacándose a los labios una espina grande que dejó al borde del plato—. Ian ya lo tiene todo bajo control. Fuera, Ian se agarraba el pelo con ambas manos, con los codos en alto, y daba vueltas en un pequeño círculo. Catherine suspiró, mezcla de preocupación por Aimee y exasperación por Hugh. Aimee se echó a llorar. Ian intentó consolarla y ella se zafó de él. —¡Hugh, tú eres su padre! —espetó Catherine. —Y él es su marido y no pienso meterme entre los dos —replicó, señalando a la ventana con el tenedor. Plegué la servilleta. —No deberíamos haber venido. —Bobadas —repuso Catherine—. Sois de la familia. Solo que no esperábamos… que estuvieras aquí… —Suspiró—. Nos ha sorprendido, nada más. Aimee le tendió una mano furiosa a Ian y él se metió la suya en el bolsillo y sacó unas llaves que dejó suspendidas sobre la mano de ella. Se miraron hasta que Ian soltó las llaves en la mano de Aimee y ella cerró el puño. Ian volvió y se detuvo a la entrada del comedor, con los brazos cruzados. Se miró los pies hasta que entró Aimee y se puso a su lado. Luego él levantó la cabeza y me miró a mí.

—No estoy conforme con lo que está haciendo ni me hace gracia que te lleve a ningún sitio. Ya hemos tenido bastante con verte. Todos nosotros. —Por el amor de Dios, Ian —espetó Aimee con los ojos irritados y la cara hinchada—. Quiero enseñarte una cosa, Carlos. ¿Vienes conmigo? Natalya se levantó enseguida. Me miró desde arriba, aterrada. Los dos sabíamos lo que había pasado la última vez que me había ido solo. Me puse en pie y le pasé un brazo por la cintura. Ella se apoyó en mi costado. —No me va a pasar nada —le susurré al oído—. Dudo que intente hipnotizarme. Me puso una mano en el pecho. —No tiene gracia. —Volvemos enseguida, Natalya —le dijo Aimee con un retintín innegable. Aunque estuviera casada con Ian y enamorada de él, era evidente que no le gustaba que Natalya y yo fuéramos pareja, no podía disimular su fastidio. Ian se miró el reloj. —Si no has vuelto en una hora, voy a buscarte. Aimee alzó la vista al techo, exasperada. —¿Cómo? Si el coche me lo llevo yo. Papá, asegúrate de que Ian se está quietecito. Hugh enarcó las cejas por encima de la copa de vino que estaba bebiendo. —Siéntate, hijo —le dijo a Ian, señalándole la silla con el tenedor—. Así ahora Cathy y tú podéis interrogar a Natalya. —¡Hugh! —resopló Catherine, molesta. Ian le dio un beso en la mejilla a Aimee, le susurró algo y volvió a su sitio. Catherine se levantó del suyo—. Natalya, ¿te apetece otra copa de vino? —No, gracias. —Pues yo necesito una. Y tú también, Ian —dijo, dándole una palmadita en el hombro al pasar por detrás de él, camino de la cocina—. De hecho, creo que lo que necesitamos es otra botella. Agarré a Natalya de la mejilla. —No me va a pasar nada. Sus ojos buscaron los míos. —¿Y si te lleva a un sitio que despierta a James y estando con ella te olvidas de mí…? —me preguntó en voz baja, para que lo oyera solo yo.

La besé en la boca para callarla. —Te quiero, Nat. Luego me fui con Aimee antes de que cualquiera de los dos cambiara de opinión. Además, ya estaba harto de tener público. Yo había ido a California a ver a Aimee y era a ella a quien quería ver más que a nadie. Aimee condujo su monovolumen por callejuelas hasta llegar a la autopista. No era Thomas y había sido un peón más en aquel juego de tenerme escondido, pero las manos me sudaban igual. No podía evitar que el corazón se me saliera del pecho. No me había dicho adónde íbamos, pese a que se lo había preguntado. —Ya lo verás —me había contestado, conteniendo las lágrimas. Supuse que le costaba muchísimo explicármelo. Aun así, fui con ella. Al poco salió a una autovía. Hablaba con serenidad, señalando lugares emblemáticos aquí y allá. No vi nada que significara algo para mí y, por su tono, tampoco eran importantes para ella. Sus comentarios no pretendían más que llenar el vacío que había entre nosotros. Al cabo de unos kilómetros, inició el ascenso por una montaña, sorteando carreteras residenciales. Tuve un momento de pánico pensando que íbamos al prado que una vez me había dicho que era el sitio favorito de James y ella, un lugar que significaba mucho más para ellos dos y el único que yo imaginaba que podía sacarme de golpe de mi estado de fuga. James se le había declarado en aquel prado y Phil había abusado de ella allí. Era un lugar emocionalmente decisivo para todos. Pero otra forma de pánico diluyó mis preocupaciones cuando la vi girar hacia la entrada de un cementerio. Me agarré a la manilla de la puerta, porque sabía perfectamente adonde me llevaba. Enfilamos el camino, cruzando los jardines y por fin estacionó el vehículo en una especie de aparcamiento y apagó el motor. —Es allí —dijo, señalando al fondo del césped, luego abrió la puerta y bajó del coche. Avanzó decidida sin mirar atrás. Bajé también y la seguí. Se detuvo a unos veinticinco metros y se apartó cuando llegué hasta ella. Señaló la lápida de granito. James Charles Donato

Hijo queridísimo Debajo estaban las fechas de nacimiento y muerte. Me metí las manos en los bolsillos de atrás. Debería haberme enfurecido ver la lápida y debería haber experimentado algún tipo de conexión o sensación de pérdida respecto a la mujer que tenía al lado. El hombre que era antes lo había perdido todo. En lugar de ello, sentí un miedo atroz de que Natalya pudiera tener razón. ¿La reconocería cuando volviera a casa de los Tierney? Miré la lápida, luego el coche y después la lápida otra vez, y tragué saliva para aliviar el pánico cada vez mayor. —¿Hay algo enterrado ahí? Aimee rio por lo bajo. Sonó cruel y me llenó de desprecio. —Un ataúd repleto de sacos de arena. —Parte de la estratagema de Thomas para fingir mi muerte, me dijo Aimee, y tuve que recordarme que ella no conocía toda la historia. Según lo que me había explicado Thomas el día anterior, a Aimee y a todos los demás seres queridos de James se les había contado lo mínimo que necesitaban saber—. Dejarte en México es lo más difícil que he tenido que hacer en toda mi vida, pero fue lo correcto. —El sol vespertino se colaba entre las copas de los árboles y en su ropa danzaban las sombras de las hojas. La luz cálida resaltaba el contorno de su perfil, se reflejaba en las lágrimas que humedecían la piel delicada de debajo de sus ojos—. Yo quiero a James. Siempre lo querré y, en general, me trató bien. Al final, en cambio… —Se apagó su voz. Se pasó un dedo por debajo del ojo y murmuró inquieta—. Ya sabes lo que pasó. —Ojalá pudiera disculparme en su nombre. Ojalá pudiera darle una paliza a James por pedirle lo que le había pedido. Por pretender que el amor de su vida enterrara lo que había pasado con Phil hasta que Thomas y la DEA pudieran llevar a cabo la operación encubierta. Por no permitirle que lo superara como necesitaba hacerlo. Se mordió el labio inferior. —Hay tres razones por las que he podido perdonar a James —dijo Aimee, levantando tres dedos de la mano que tenía pegada al costado—. Una: dejé atrás el pasado. Dos: James siempre me fue fiel. Me protegió como mejor supo hacerlo: haciendo lo que pensaba que mantendría a Phil alejado de mí. Pero Carlos —dijo, levantando la cabeza y sus ojos de un

azul penetrante en la penumbra—, tengo que creer que James ha muerto. Está muerto para mí. Solté un suspiro hondo. —Esa es la tercera razón, ¿no? Se mordió ambos labios con los dientes, conteniendo la emoción, y asintió. —No sé lo que haría ni cómo me sentiría si volvieras a ser James y te mudaras de nuevo aquí. Eso me aterra. Nunca se lo he dicho a Ian, pero sé que piensa en ello. Di dos pasos atrás y uno adelante, meciéndome en el césped. ¿Qué haría James? Debía suponer que volvería a casa cuanto antes. ¿Se llevaría a los niños consigo o los abandonaría? —Me habéis comentado que James no era como sus hermanos. Independientemente de cómo gestionara el asunto de Phil, ¿era un buen hombre? —Yo no habría pasado tantísimos años de mi vida con él si no lo fuera. Me ocultó algunas cosas de su pasado, cosas que ocurrieron antes de que se mudara a California cuando éramos niños, pero yo le habría confiado mi vida, incluso después de lo ocurrido en el prado. —Mis hijos… Si algo me ocurriera… —James se sentirá furioso y dolido. Le parecerá que todos lo han traicionado, pero jamás los abandonaría. Aimee había construido una nueva vida con Ian, un hombre al que presentía que amaba profundamente. ¿Qué sería de ellos cuando James volviera? ¿Intentaría recuperar a Aimee? Ya la había abandonado antes, pero no a propósito. Seguramente ni se le pasó por la cabeza que no volvería para su boda. ¿Y Natalya? ¿Renunciaría a él o lucharía por él? James no sabría quién era. —¿Dejarías a Ian por James? —La verdad, no lo sé, pero te puedo decir una cosa: para que Ian y yo seamos felices de verdad, no puedo estar cerca de James. Hemos compartido demasiadas cosas. Ian confía en mí, pero sé que tendrá dudas y eso no es justo para él. Ni para nuestra criatura —añadió, llevándose una mano al abdomen. —Estás embarazada. —Sí —contestó ella en voz baja.

Hizo un mohín y miró la lápida. Probablemente ella siempre se había imaginado, durante todos los años que habían estado saliendo, que le daría esa noticia a él. Porque un día se casarían y ella daría a luz a sus hijos. Sin embargo, allí estaba él, a su lado, sin ser él, y ella embarazada de otro hombre. Se le empañaron los ojos y yo me angustié porque no sabía qué hacer. «Esto tiene que ser dificilísimo para ella. No debería haber venido». —Ven —le dije, en cambio, abriendo los brazos. Tras vacilar un instante, se apoyó en mí y yo la abracé mientras lloraba en mi hombro. Una brisa sacudió los árboles, agitando las ramas y levantándole el pelo a Aimee. La luz del sol hizo brillar el cobre de sus rizos y, de pronto, teniéndola en mis brazos, ansié estar con Natalya con una intensidad que no había sentido antes. Estrecharla con fuerza contra mi cuerpo mientras le prometía que jamás la dejaría escapar, que nunca la abandonaría ni la olvidaría, pero luego estaba la cruda realidad: por muchas promesas que le hiciera, no sería yo quien las incumpliera. Aimee se zafó enseguida de mis brazos y se apartó el pelo de la cara. —Serán las hormonas —dijo, limpiándose las mejillas. Yo asentí sin convicción. —Enhorabuena. Alargó una mano temblorosa, como para tocarme, pero no llegó a hacerlo. —Bueno —dijo, señalando la lápida con un triste suspiro—, solo quería que entendieras cómo me siento y esta es la única forma que se me ha ocurrido. Saber que esta lápida está aquí me ayuda a dejar lo pasado en el pasado. Y James es mi pasado. Tuve que renunciar a él. A la mañana siguiente, Natalya voló a Los Ángeles y yo me fui para Oaxaca. No hablamos mucho de la tarde que pasamos con Aimee, Ian, Catherine y Hugh, pero esa noche hicimos el amor apasionada y agotadoramente, hasta bien entrada la madrugada. Me enterré bien en ella, convencido de que amándola con esa intensidad, dejaría una impronta en mi alma que me haría imposible olvidarla cuando saliera de la fuga. Porque ¿cómo no iba a notar James lo muchísimo que la quería?

Durante el vuelo, le di las gracias a la azafata por el tequila con hielo que pedí y me lo bebí en tres sorbos. El maguey fermentado me abrió un surco en la garganta y me asentó el estómago, que no paraba de rugirme. Pero no me quitó el persistente dolor de cabeza que había tenido desde mi encuentro con Thomas. Mientras sobrevolábamos la frontera de Estados Unidos con México, repasé mentalmente los últimos dos días. Thomas sorprendiéndome en el aeropuerto y asombrándome más aún con las maquinaciones que había ayudado a urdir a los gobiernos de dos países en cuestión de semanas, días, quizá, para tenerme escondido a plena vista. Pensé en cómo me había hecho hipnotizar y en las horas que no lograba recordar. Había algo que él creía que yo había visto y quería esa información. Luego la incómoda comida con los Tierney y la actitud sobreprotectora de Ian hacia su esposa. Yo me habría sentido igual en su lugar. Después recordé las palabras de despedida de Aimee. De camino al coche, me detuvo con un toque suave de su mano. —James quería tener hijos —me dijo—. Habría sido un padre maravilloso. Era fiel a quienes quería y protegerá a quienes ame. Hará lo que haya que hacer por protegerlos. Lo hizo por mí. Pero Carlos… — añadió, apretándome el brazo. El miedo le tiñó las mejillas nacaradas, acentuó el azul de sus ojos muy abiertos—. James y Phil tienen asuntos pendientes. Un día de estos Phil saldrá de la cárcel y no me sorprendería que vaya a por James. Estará furioso y puede que aún se sienta engañado, no solo por haber quedado fuera del negocio familiar, sino por los años perdidos en confinamiento. Así lo interpretará él. Se servirá de lo que sea y de quien sea para hacer daño a James. Hagas lo que hagas, mantén a tus hijos lejos de él. Por la ventanilla, vi pasar las nubes que cubrían las montañas secas y pardas de México por debajo de la panza del avión. Me había ido de casa con el temor de que no podría confiarle mis hijos a James, pero, aunque volvía con la tranquilidad de que James sería un buen padre, que incluso llegaría a querer a Julian y a Marcus tanto como yo, no estaba del todo seguro de que pudiera confiar en él. No tenía claro que pudiera proteger a los niños. Dios, con lo que sabía ya, ni siquiera tenía claro que pudiera protegerlos yo.

Capítulo 23 JAMES

En la actualidad 28 de junio Hanalei, Kauai, Hawái Después de volver rápidamente con Marc a la juguetería-papelería, donde compran pinturas, pinceles, acrílicos, lienzos y caballetes porque no hay mejor momento que el presente para empezar la galería de arte del niño, vuelven a casa de Natalya. James entra en la propiedad y estaciona detrás de una camioneta que lleva encima una buena dosis de agua marina. Tres tablas de surf sobresalen de la parte trasera. Julian está tirando unas canastas con un hombre mayor cuyas zancadas largas y atléticas y figura fibrosa son un augurio del cuerpo que tendrá el crío cuando sea mayor. Gale Hayes, surfista de categoría mundial retirado y propietario de Hayes Boards. Ese hombre es el abuelo de su hijo. Su suegro. También es el tipo al que Carlos dio un puñetazo en su boda. Por una vez, se alegra de no recordarlo. Gale atrapa el rebote de Julian y le roba el balón mientras James apaga el motor. El hombre escudriña el vehículo, haciéndose visera con la mano. James se apea y Gale baja el brazo y se acerca a él con determinación. «Ay, Dios, esto tiene que salir bien», se dice James muy serio. Cierra la puerta del vehículo, se yergue y le tiende la mano. Más vale que se vuelva a presentar y después se disculpe por su otro yo. —Señor Hayes, soy… —James, sí, lo sé. —Gale le estrecha la mano y le da una palmada en el hombro. Su rostro envejecido se frunce bajo un bigotillo de rubio fresa

ya cano y revela unos dientes teñidos de amarillo por la edad. Julian bota el balón a su espalda, escuchando la conversación. Gale se agarra las caderas y separa las piernas, escondiendo la cabeza del resplandor del sol para poder mirar a James—. Nat me ha contado que no recuerdas nada de los últimos siete años. James se levanta las Maui Jim y se las pone en la cabeza. Los ojos le escuecen enseguida con la intensa luz del sol que se refleja en el asfalto de color claro. —Salvo los últimos seis meses, nada de nada. Gale sonríe. —Entonces nos vamos a llevar estupendamente. Aunque es una pena que no recuerdes a Raquel —le dice, agarrándolo suavemente por el hombro. Julian bota el balón más despacio. Está de espaldas, haciendo como que no le importa, pero James sabe que escucha con atención. —Es la madre de mis hijos y solo por esa razón siempre le estaré agradecido. Gale asiente con la cabeza y le da unas palmadas en el hombro. —Era una buena mujer. Se cierra la puerta de un vehículo a su espalda y Gale estira el cuello para ver mejor. Unos ojos verdes del mismo color que los de Natalya lo miran muy abiertos. —¿Quién es ese bomboncito playero? —pregunta el surfista. James se vuelve a tiempo para ver ruborizarse a su madre. —Es la mamá de papá —dice Marc, columpiándose de la barra antivuelco del Jeep. Julian deja de botar el balón y le espeta a su hermano: —No seas bobo, Marc. Era nuestra vecina. —No —replica el otro—. He oído a papá llamar «mamá» a la señora Carla. Su hermano se vuelve de pronto y lanza una mirada asesina a James. A James se le cae el alma a los pies. Maldice por lo bajo. Marc lo ha oído y es lo bastante mayor como para atar cabos. Ve que Julian palidece, que estira y encoge los dedos con los que sostiene el balón. Una sucesión de sentimientos pasa rápidamente por su rostro, transformándolo: incredulidad, miedo, rabia y, luego lo peor, traición. James conoce bien esa sensación.

El cuerpo de su hijo se tensa y el niño le lanza el balón, acertándole en las costillas. James gruñe de dolor y decide ser el blanco de la rabia de Julian en vez de desviar el balón, así que lo atrapa y se lo pega al pecho. —¡Eres un capullo! —le grita el crío antes de salir corriendo hacia la playa a toda velocidad. —¿No vas a ir detrás de él? —pregunta Claire angustiada. —Ahora iré. Lleva mucho tiempo enfadado conmigo. Necesita desahogarse. James le pasa el balón a Gale, haciéndolo rodar por las yemas de sus dedos. Su madre lo mira furiosa. —Seguramente es mejor así —dice, haciéndose la buena—. Se habrían enterado tarde o temprano. Tendría que habérselo dicho yo… James levanta un dedo para callarla. —Lo que hicieras en México ya no cuenta. Ahora soy yo quien va a hablar con mi hijo. James encuentra a Julian en la playa, como a un campo de fútbol de distancia, acurrucado a la sombra de una palmera, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre los brazos. Suspira hondo para relajarse y se sienta a su lado. Se desata los zapatos y se saca la arena de dentro; luego se quita los calcetines, los guarda dentro y entierra los talones en la arena buscando los granos más frescos. El niño levanta la cabeza. Se limpia las lágrimas con la base de la mano y mira a otro lado. Hipa y le vibran los hombros. James reprime el instinto de abrazarlo. Pronto cumplirá doce años y está a punto de convertirse en un hombrecito. En su lugar, coge una hoja seca y la inspecciona. —¿Por qué…? —le espeta Julian, limpiándose la nariz con el dorso de la mano—. ¿Por qué no nos dijiste que era nuestra abuela? James retuerce la hoja. —Porque yo no lo sabía. No recordaba quién era y ella tampoco me lo dijo. No creo que nos lo dijera a ninguno porque no he leído nada en los diarios que me hiciera pensar que la señora Carla era mi madre —dice, midiendo bien sus palabras. Quiere que Julian entienda que Carlos y él son el mismo hombre. Quiere que lo vea como a su padre, con lo que él debe hacer lo mismo. Como le dijo Natalya hace años y de nuevo anoche, «el

mismo cuerpo, el mismo corazón y la misma alma», solo que con una mente trastornada que estaba haciendo todo lo posible por arreglar—. Yo no supe que la señora Carla y mi madre eran la misma persona hasta que se plantó en casa la semana pasada. Julian se limpia otra vez la nariz. Coge un palito y lo clava en la arena. —Seguro que te cabreaste con ella. —Aún estoy cabreado —dice James, mirando al mar. El sol ya ha pasado de su punto más alto. La sombra en la que se cobijaban se ha desplazado. Se le forman gotas de sudor en el nacimiento del pelo y nota que le cae una por la columna—. Estoy cabreado con toda mi familia. Con Marc y contigo no —aclara al ver suspirar a Julian—. Solo con mi madre y mis hermanos. Pero ¿sabes con quién estoy más cabreado…? —Julian niega con la cabeza gacha y clava aún más hondo el palito, que se parte—. Conmigo mismo. —Ha tomado demasiadas decisiones equivocadas y cada una de ellas lo ha ido alejando aún más del futuro que Aimee y él tenían previsto como un viaje por carretera. Sin embargo, cada error lo ha acercado más a Julian y a Marc—. Querría, por encima de cualquier otra cosa, recordar los años que he olvidado. —El pecho de Julian se agita y James continúa—. Querría recordar a tu madre y todas las cosas que tú y yo hicimos juntos. —Julian empieza a llorar desconsoladamente. Las lágrimas le inundan el rostro y caen a la arena, formando montoncitos de barro—. ¿Sabes qué? —le dice, dándole un rodillazo cariñoso. —¿Qué? —contesta el niño, sorbiendo. —Que fui listo. Lo escribí todo en mi diario y recuerdo haber leído todo lo que hicimos juntos en Puerto Escondido. Y mientras leía, se iban formando imágenes en mi cabeza, como recuerdos de verdad. Julian asiente, pensativo. —¿Por qué has tenido que cambiar? —No lo sé, Julian. Mi mente está enferma y yo intento que se cure. —¿Cómo enfermó? —me pregunta, frunciendo el ceño. James se encoge de hombros. —No me acuerdo. No sé qué me hizo olvidar que era James, ni qué me hizo olvidar que era Carlos. Julian parpadea. Le tiembla el labio inferior. —¿Tienes miedo? —Muchísimo.

—Yo también. James le acaricia la espalda a su hijo. —Las cosas mejorarán, te lo prometo. Pero me llame Carlos o James, sigo siendo tu padre. Para ti yo siempre seré papá —le dice, primero en español, luego en inglés. El niño hipa y rompe a llorar de nuevo, todo un torrente de lágrimas. —Preferiría que lo recordaras todo de verdad. —Y yo. —Y era cierto. —¿Te gustaría recordar a tía Natalya? —Sí —contesta James, meciendo las manos entre sus rodillas. —A ella le da mucha pena que no la recuerdes. Anoche la oí llorar. —Algo inexplicable se le retuerce en el pecho. Ha estado tan empeñado en poner distancia entre ellos y sus hermanos hasta que pueda pensar con claridad que no ha reparado en lo complicado que debe ser para ella tenerlo allí, durmiendo bajo el mismo techo—. Te quiere. —Lo sé —dice James en voz baja. Por cómo lo mira; porque quiere acariciarlo, aunque luego se reprima; porque piensa que debe preguntarle si lo puede abrazar en vez de hacerlo sin más… Ella le ha abierto las puertas de su hogar, le ha ofrecido refugio sin pedir nada a cambio. —Echo de menos nuestra casa —dice Julian, paseando el dedo por donde ha clavado el palito. James no sabe cómo responder a eso. No van a volver a México. Ese no es su sitio. Y tampoco tiene prisa por volver a California. Tampoco allí se encuentra a gusto—. ¿Podemos quedarnos a vivir aquí? James enarca una ceja. —¿En Hawái? —Tía Natalya quiere que nos quedemos. —¿Te gusta esto? —le pregunta James, y el niño señala con ambos brazos la playa en forma de media luna de la bahía de Hanalei y luego lo mira como si lo contrario fuera una locura. Julian se ha criado junto al mar. Es lógico que lo atraiga este sitio—. La verdad es que es precioso — dice su padre cogiendo un puñado de arena y soltándola después. Julian entierra los dedos de los pies. —California no me ha gustado. —Oye, que no digo que no, ¿eh? —lo tranquiliza su padre—, pero antes de decidir deberíamos preguntarle también a Marc.

El crío esboza una sonrisa llorosa de oreja a oreja, luego frunce el ceño y la sonrisa desaparece. Observa una procesión de hormigas que desfilan por los montes y los llanos de su entorno. —¿Cómo se llama en realidad la señora Carla? —Claire Donato. —¿Y cómo la llamo? —¿Por qué no se lo preguntas a ella? —¿Por qué nos ha mentido? —Tenía miedo de que quisiera deshacerme de ella. —¿Lo habrías hecho? James abre la boca para decir que sí, pero no lo hace. Se resiste a contarle a Julian la verdad porque no quiere que siga viéndolo como el malo, el que está desintegrando la familia, cuando lo que está haciendo en realidad es intentar recomponerla. Luego recuerda cómo se metió en este lío: por ocultar la verdad. Y ya empieza a despreciar su vergüenza más que cualquiera de los defectos que lo hacen humano, entre los que se encuentra la espantosa relación que tiene con su madre. —Sí —dice al fin—, habría querido deshacerme de ella. Parece que Julian va a decir algo, pero calla. Su padre ve lo que está pensando. —¿Te desharías de Marcus y de mí? —pregunta asustado. «Ahí está», piensa James con un largo suspiro, lo que Julian más ha temido en los últimos seis meses. En sus diarios, Carlos habla repetidas veces de su miedo a que James abandone a sus hijos. Y cuenta que le ha transmitido ese miedo a su hijo mayor, una carga tremenda para los hombros de un niño tan pequeño. James se coloca frente a su hijo. —Mírame —le dice, y espera a que levante la cabeza y se limpie las lágrimas—. Jamás me desharé de Marc ni de ti. Ni os abandonaré. Julian suelta otro hipido. Le tiembla el cuerpecillo mientras llora. Su padre lo atrae hacia sí y lo abraza sin más. Cuando vuelven a casa, Marc está comiendo en la cocina y Natalya, que está guardando cosas en la nevera, levanta la cabeza por encima de la puerta al oírlos llegar.

—He preparado la comida —dice, señalando los platos de la encimera. James mira a Marc, sorprendido de que esté devorando el sándwich de magro de cerdo en conserva con piña. —¡Riquísimo! —exclama el pequeño con la boca llena. —Si tú lo dices, hijo —responde James, mirando los sándwiches. Tiene sus dudas. —Gracias, tía Natalya —le dice Julian en español mientras coge uno de los platos y se lo lleva a la mesa. —Gracias —le dice James desde la puerta—. La cena ya la hago yo. Ella asiente. —Te he guardado la compra —comenta, retorciendo la bolsa del pan para cerrarla y guardando la barra en la despensa—. Y tu madre —añade en voz baja, mirando a los niños— se ha ido al hotel. —A James no le sorprende: es la siguiente en su lista de charlas familiares y ella lo sabe—. Se ha ido con mi padre. —¿En serio? —responde él, metiéndose las manos en los bolsillos. —Es un ligón, ¿recuerdas? Pero tranquilo, que es todo platónico, seguro —le dice con un gesto despreocupado—. Ella quería descansar y asearse un poco y papá se ha ofrecido a llevarla. Estarán comiendo, tomándose unas copas y dándose un chapuzón en la piscina. —A mí eso no me parece platónico. James no sabe qué pensar de esa novedad. Su padre falleció al poco de que él desapareciera. Sus padres nunca habían estado muy unidos y en los últimos años hasta dormían en extremos opuestos de la casa, pero nunca había imaginado a su madre con nadie más que con su padre… o su tío… «¡Puaj! No pienses en eso». Entra en la cocina y mira el interior de su sándwich. No ha vuelto a comer magro de cerdo en conserva desde la universidad y solo lo hizo porque su compañero de cuarto lo retó. —He dejado tu material de pintura en el cuarto de Marc. Ven, que te enseño dónde —dice Natalya, tirando al fregadero los cubiertos sucios. James la sigue por el pasillo. Se ha duchado hace poco. Lleva el pelo mojado en un recogido improvisado. Un puñado de pecas le salpica los hombros como gotas de pintura. Viste un top de color lavanda muy ancho y unos pantalones blancos cortados. Sus piernas esbeltas, bien torneadas y bronceadas avanzan por el suelo. No puede dejar de mirar esas piernas. Le

queman los dedos, como cuando necesita pintar. Quiere pintar esas piernas. Quiere… —James. Él levanta la cabeza de repente. Ella lo mira extrañada y él se revuelve por dentro. Se nota acalorado. —¿Qué? —Que has comprado muchas cosas. Entra en el cuarto de Marc y abre un armario. Los materiales llenan dos estantes anchos, suficiente para tener al niño ocupado durante semanas. —Sí —le dice él, algo incómodo. —Cualquiera diría que tenéis pensado quedaros una temporada. — Cierra el armario y se da la vuelta de pronto. Se apoya en la puerta y cruza los brazos—. O que tienes pensado volver a pintar. James advierte su tono esperanzado. Se frota la nuca y se deja caer en el borde de la cama de su hijo. —Quiero pasar tiempo con Marc haciendo lo que a él le gusta hacer. Ya veremos adónde me lleva eso. Ella mira por la ventana, metiéndose un mechón de pelo por detrás de la oreja. Fija la vista más allá del cristal y parpadea despacio una vez, dos veces, luego se aparta del armario y se acerca a la ventana. —Mi cuarto es el que tiene mejor luz natural. Puedes pintar ahí si quieres —le ofrece ella sin mirarlo. James admira su perfil. La frente ancha y la forma de su nariz. Las pecas le adornan el puente y se vierten por sus mejillas como hojas secas en otoño. Vuelven a quemarle los dedos. Esta vez quiere hacer algo más que pintarla. Quiere tocarla. En su cabeza, hace más de un año —y, en realidad, siete, dado que James lleva enterrado todo ese tiempo— que no toca a una mujer. Para un hombre que suele ser más extrovertido que reservado, que siente más que piensa y que responde más empáticamente a los sentimientos de los demás, siete años son mucho tiempo y mucha soledad. Es un periodo de sequía de los gordos. —Pero luego olerá a pintura cuando te vayas a dormir. —Cierto —dijo ella—. Lo había olvidado. —Estaba pensando que podíamos pintar en la terraza. No va a ser nada serio, solo una forma de que Marc y yo hagamos cosas juntos. —¿Y tu madre también? Has comprado tres caballetes.

Sí, pero lo ha decidido a última hora. —Buena pregunta —dice él, juntando las manos entre los muslos—. Nunca he pintado con ella. —Pero en Puerto Escondido… —Antes de eso. ¿Sabías que odiaba que yo pintase? —¿Cómo es posible? —pregunta ella extrañada—. Es una artista increíble. —Yo no lo sabía hasta que leí los diarios. —Le vienen a la memoria los fragmentos sobre la señora Carla y el tiempo que pasaba pintando con Carlos. Siente una mezcla de rabia y de tristeza al recordar que varios de los cuadros que empaquetó y envió a California eran de ella. Siendo Carlos, él mismo los había colgado en las paredes de su casa. Su madre jamás colgó en casa ni una sola de sus pinturas—. Tenía sus motivos y yo los entiendo mejor ahora porque se los contó a Carlos, pero hizo lo imposible para que yo entrara a formar parte de Donato Enterprises. —¿Cómo pintabas, entonces? He visto tus obras. Es obvio que llevabas años haciéndolo. —Los padres de Aimee me montaron un estudio en su casa. Aprendí por mi cuenta. Al oír hablar de los Tierney, Natalya se revuelve nerviosa. —Los conocí. —Lo sé —dice él, mirándola. Se miran un instante hasta que ella descubre de pronto una mancha en el suelo de teca. Se suelta el recogido y el pelo húmedo le cae por el hombro. Su belleza natural hace suspirar a James. —¿La echas de menos? —le pregunta ella con la voz entrecortada. —Sí. —¿Aún la quieres? —Él asiente con la cabeza. Natalya se muerde los labios por dentro y se mira fijamente las uñas de los pies, pintadas de color coral—. ¿Cómo ha ido tu charla con Julian? A él le extraña el cambio de tema. Le dan ganas de decirle que Aimee ya lo ha olvidado, que ha pasado página y que él procura hacer lo mismo cada día, cada hora del día, para levantar una vida nueva con los escombros de su vida anterior, pero quizá ese no sea el mejor momento. Aún está procesando sus sentimientos. —Hemos tenido una buena charla. Se ha desahogado bastante. Los dos lo hemos hecho.

Natalya se retuerce el pelo. Le tiemblan las manos y fuerza una sonrisa. —Estupendo… Entonces… eh… supongo que lo de los niños ya lo has resuelto tú solo. Si no tienes que usar tu cuarto ahora —le dice, señalando la puerta con la cabeza—, voy a trabajar un rato. —Y se va. James la mira ceñudo, no le gusta nada su cambio de humor—. Ah —dice ella chasqueando los dedos y deteniéndose en el umbral de la puerta—, ya he visto los filetes que has comprado. Te puedo echar una mano con la cena, salvo que también eso lo quieras hacer tú solo. —Me encantaría que me ayudaras —dice él, y se pone de pie. Se acerca dos pasos—. Natalya, ¿qué pasa? Le tiembla el labio inferior y levanta la mano para detenerlo. —Tengo que trabajar —le susurra con aspereza antes de irse. James oye retumbar sus pasos por el pasillo, luego la puerta corredera de cristal que se abre a la terraza. No ha ido al despacho en el que él ha dormido esa noche. Ha salido corriendo para alejarse de él.

Capítulo 24 CARLOS

Tres años antes 11 de julio Puerto Escondido, México El cielo estaba algo cubierto. Fuera, las sombras iban y venían, mientras dentro la luz se mantenía uniforme en todo el estudio. Perfecta para mezclar colores. Añadí azul turquesa y verde esmeralda a mi paleta y los mezclé con un toque de blanco titanio para suavizar el tono. Inspiré hondo. Los efluvios de los pigmentos, una mezcla acre de octano, tierra húmeda y magnolias, me inundaron la pituitaria. El fuerte olor me produjo un subidón. «El colocón del pintor», pensé, y reí con picardía. El color no era perfecto, así que añadí una pizquita más de turquesa. Sentí una gran satisfacción al ver que la mezcla era exactamente lo que me proponía conseguir. Unas manos finas me rodearon la cintura y me subieron por las costillas hasta el pecho. Unos dedos largos y delicados me desabrocharon un botón, luego otro. Se colaron por debajo de mi camisa y me acariciaron la piel. Se me desbocó el corazón al notar aquellos dedos errantes. La sangre se me bajó a las entrañas y mi respiración se entrecortó. Gemí. Unos labios me besaron entre los omóplatos. Su cálido aliento me atravesó la camisa. Me volví en sus brazos y vi aquel par de ojos del mismo color que mi paleta. —Aimee. —Bésame —me pidió ella, y lo hice.

Terminó de desabrocharme la camisa y yo le bajé la cremallera del vestido. Nuestras ropas cayeron al suelo y nosotros las seguimos. Me tumbé bocarriba y la atraje hacia mí. Me besó hasta el pecho, trazando con sus labios la línea de vello que partía de mi ombligo. Eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos. «¡Dios, qué maravilla de boca!». Eso fue todo lo que conseguí pensar, lo que conseguí sentir. Y quería verlo. Levanté la cabeza y abrí los ojos. Aimee se había esfumado y yo ya no estaba en el estudio de nuestra casa. En su lugar, vi el cañón de una pistola que empuñaba mi hermano mayor. Vi que movía la boca, pero me costaba descifrar sus palabras. «¡Levanta! ¡Levanta o Aimee será la siguiente!». Me notaba la cara como si me hubiera caído encima una pila de ladrillos. Las náuseas me revolvían las entrañas como un barril zarandeado por un mar bravío. La superficie en la que descansaba mi cuerpo subía y bajaba. Me agarré a un cabo grueso que colgaba por allí e intenté incorporarme. Una punzada de dolor me cruzó el hombro y me bajó por el brazo. Grité y caí de rodillas. Vi pasearse delante de mí unas zapatillas blancas. Unas manos me levantaron. Unos labios se acercaron a mi oído. «Nada». Y de pronto volaba por los aires y, al poco, me hundía. Un frío como jamás lo había sentido antes me caló los huesos, obligándome a mover las piernas. Agitaba un brazo. Tenía que llegar hasta Aimee. Tenía que llegar a casa. «Quiero irme a casa». Desperté sobresaltado, jadeando. «Un sueño. No era más que un sueño». Bajé las piernas por un lado de la cama y me senté allí, con la cabeza enterrada en las manos. Con los dedos clavados en el cuero cabelludo, esperé a que me bajaran las pulsaciones. Me masajeé las sienes para aliviar aquel dolor de cabeza que ya no se me pasaba nunca, solo a veces lograba aliviarlo un poco. Me ardía, igual que la cicatriz fina y larga de la cadera. Me pasé la mano por la cicatriz y la última imagen que había visto en el sueño se me quedó grabada a fuego en la cabeza, como el grueso tejido de la cadera. Las balas que rozaban y cuyo rastro largo y burbujeante se extendía y disipaba con la violencia de las olas. Un dolor horrible en el costado cuando una de esas balas me acertaba.

Unos dedos resbalaron por mi espalda empapada en sudor. Un escalofrío me erizó el vello de los brazos y las piernas. —¿Otra vez ese sueño? —me preguntó Natalya, medio grogui. —Sí. Me puse de pie, con un crujido de rodillas, tanto para ir al baño como para alejarme de sus caricias. El corazón me iba a mil y el temor por la vida de otra mujer me tenía el cuerpo empapado en sudor. Una mujer a la que una vez había amado con la desesperación con la que se necesita el aire para respirar. Me metí dos aspirinas en la boca y me las tragué con agua del grifo. Cuando me estaba limpiando la boca, vi el reflejo de Natalya en el espejo, apoyada en el marco de la puerta, con los brazos cruzados. —Ese frasco estaba medio lleno cuando llegué aquí hace dos semanas —dijo, señalando las aspirinas. Eché un vistazo dentro antes de volver a enroscar el tapón. Quedaban quince. Tenía que ir a comprar más ese mismo día. Luego me acordé de que Julian y yo íbamos a salir de excursión con las bicis de montaña. Tendría que pasarme por la farmacia a la vuelta. —¿Has ido ya al médico? —Me volví y negué con la cabeza—. Carlos —dijo mi nombre como arrastrándolo y, entrando en el baño, me miró furiosa—. Cada vez son peores. A este paso, no tardarás en tener una úlcera que haga compañía a las migrañas —añadió, agitando el frasco y haciendo sonar las pocas aspirinas que quedaban dentro. La atrapé en mis brazos y enterré la cara en la curva de su cuello. —No es la cabeza lo que me duele ahora. Besé su piel aún calentita, confiando en distraerla, en distraerme yo de mis dolores, porque me reventaba la cabeza. Ese condenado sueño era más vivo cada vez y mis jaquecas siempre eran intensas en las horas siguientes. Cogí en brazos a Natalya y la llevé a la cama. Caímos los dos sobre las sábanas. Por su forma de besarme, supe que tenía ganas de hablar. Yo no. Eran las tres de la madrugada, joder, y me dolía la cabeza una barbaridad. Me empujó suavemente de los hombros y me besó la nariz. Suspiré y me dejé caer de espaldas, con los brazos en cruz mientras miraba fijamente el ventilador del techo. Mala idea. La habitación empezó a darme vueltas como un tiovivo y se me revolvió el estómago al ritmo de

sus giros. Me tapé la frente con el brazo e inspiré hondo cuando el ácido me vino a la boca. —¿Por qué no quieres ir al médico? —Ya hemos hablado de eso, Nat. No quería que nadie me hurgara en la cabeza ni me hiciera pruebas. Un experimento de hipnosis sorpresa me había dejado un martillo neumático sin botón de apagado funcionando dentro de la cabeza. No tenía intención de participar, ni voluntaria ni involuntariamente, en ninguna otra sesión de psicoterapia. Natalya se tumbó bocarriba. —Es que mataría a Thomas… —Y yo. Levanté el brazo para mirarla. Se tapó el pecho con la sábana y enterró los dedos en su pelo. —Te puedo ayudar a encontrar a un médico que haga visitas a domicilio. Que te examinen aquí, conmigo delante. Por si acaso, ¿sabes? —No, no quiero que me examine nadie. Bajé de la cama y paseé nervioso hasta la puerta corredera. Fuera era completamente de noche y lo único que vi fue mi reflejo, mi rostro desigual y estropeado, lleno de arrugas profundas de la tensión, y una cicatriz en forma de cremallera que me cruzaba la frente. —No le digas al médico lo que te pasa de verdad. Invéntate una excusa, como que tienes jaquecas crónicas o algo así. —Es que tengo jaquecas crónicas. —Lo que significa que necesitas una receta médica para dejar de tomarte las aspirinas como si fueran caramelos. Negué con la cabeza. —No. —A lo mejor lo que te produce los dolores de cabeza es estrés. ¿No has pensado en tomar ansiolíticos o antidepresivos? —No quiero drogas —dije, con un gesto cortante—. Son demasiado adictivas. Se me quedó mirando. Aunque la aspirina en sí no era adictiva, los dos sabíamos que la confianza que yo había depositado en que esos comprimidos me quitaran el dolor de cabeza casi rayaba en la adicción. Natalya alzó la vista al techo. La tenía frustrada, no me extrañaba. Yo mismo me sentía así. Dejó caer las manos en su regazo.

—Entiendo que no quieras viajar y que no quieras ir al médico. Lo que no consigo comprender es por qué te empeñas en vivir con dolor cuando puedes hacer algo para evitarlo. Piensa en tus hijos. —Lo hago. —Me acerqué airado al escritorio, donde tenía el portátil cargando—. Pienso en ellos cada puñetero segundo del día y en su futuro con un padre que no los recuerda, alguien que puede que siempre tenga que andar huyendo con ellos. —Eso no lo sabes, Carlos. Han pasado varios años y no han venido a por ti. No creo que nadie de ese cártel sepa quién eres y menos aún que James sigue vivo. —Aún no. Phil seguía en la cárcel y me creía muerto. «¿Qué pasará cuando descubra la verdad?». Porque mi instinto me decía que algún día lo haría. Natalya suspiró, exasperada. —Dime cómo te puedo ayudar. Quiero ayudarte. «Cásate conmigo. Adopta a mis hijos. Huye muy lejos con ellos para que ni James ni ninguno de los Donato los pueda encontrar». —Mira, estoy cansado. No me apetece hablar de esto ahora. Agarré el portátil y lo desenchufé de un tirón. —¿Adónde vas? Detecté el pánico en su voz y me volví. Se había puesto de rodillas y agarraba la sábana con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Por una décima de segundo, me dieron ganas de soltar el portátil y zambullirme de nuevo en la cama con ella, convencerme y convencerla de que todo iba a salir bien, pero esas eran promesas que no podía cumplir. —Voy abajo. A escribir. Ella se sentó sobre los talones, pero no soltó la sábana. —No me gusta discutir. Por favor, no te marches. Vuelve a la cama —dijo, dando unas palmaditas en la almohada que tenía al lado. —Duérmete. Solo voy a la cocina. Cerré la puerta al salir, pero no del todo. Luego pasé por las puertas de los cuartos de Marcus y Julian. —¿Papá? —Retrocedí hasta su habitación y asomé la cabeza. Su lámpara del Capitán América producía un suave resplandor azulado y sombras en el rincón—. ¿Ya es de día? —preguntó, sentado en el centro de la cama, frotándose los ojos. —Casi. Faltan unas horas para que amanezca.

Se dejó caer de nuevo en las almohadas. —Voy a bajar la montaña más rápido que tú. —Seguro que sí. Duerme un poco. Bostezó. —Buenas noches, papá. Bajé las escaleras a la cocina y encendí el portátil. Mientras esperaba a que arrancara, clasifiqué el correo del día anterior, añadiendo las últimas revistas a la pila de la pared del fondo. El periódico no llevaba ningún artículo que pudiese serme útil más adelante, así que lo tiré al contenedor de reciclaje. En cuanto se encendió el portátil, entré en mi cuenta de iCloud y subí las veinte fotos o así que había hecho el día anterior —fotos de los niños y Natalya en el partido de fútbol de Julian—, luego las añadí a la carpeta donde estaba guardando las de ese mes. Tenía archivos de todo: imágenes, páginas de mi diario, informes financieros, documentos legales y otras instrucciones importantes. Hasta tenía notas sobre lo que hacía a diario, a quién quería (a Natalya y a mis hijos), en quién confiaba (en Natalya) y en quién no (en Thomas y en Imelda). Todo en riguroso orden. Porque aquella sesión de hipnosis a la que Thomas me había sometido sin permiso no solo me había traído jaquecas, sino que también había despertado al Jekyll y Hyde que llevaba dentro. Mi otro yo se empeñaba en resurgir y yo sabía bien que no me quedaba mucho tiempo. —¡Frena un poco! Julian, completamente encorvado sobre el manillar, tomó la curva. Lo seguí, acelerando. La senda que serpenteaba por la falda de la montaña estaba casi toda asfaltada y la habíamos recorrido en bici muchas veces. Para sus ocho años, el crío montaba sin ningún miedo. Me situé a su lado. —Afloja. Mantén el control. —Tomó otra curva, apretando ligeramente el freno—. Muy bien. El aire nos aullaba a través de los cascos. El sol pegaba con fuerza y nos calentaba la espalda. Me chorreaba sudor por la barbilla. Habíamos salido temprano y, aunque no habían pasado muchas horas, el día ya era caluroso, seco y polvoriento. Menos mal que solo nos quedaba otro par de kilómetros, todo cuesta abajo. Le habíamos dado fuerte. Aquellos ratos de

padre e hijo con Julian eran geniales y no los habría cambiado por nada, pero, ¡maldita sea!, por más que lo intentaba, no conseguía quitarme de la cabeza la pesadilla de esa noche ni pedaleando. Era como si hubiera estado ahí. Aquel dolor pulsátil e incapacitante en el cráneo me había revuelto el estómago y aquella arma con la que me apuntaban a la cara me había acojonado. Le indiqué a Julian que parábamos para beber y nos detuvimos en el arcén. El niño se bebió el agua de un trago y yo solté un suspiro bien merecido. —¿Podemos ir por el camino? —me preguntó, refiriéndose a la pista de tierra que corría paralela a la carretera en algunos puntos. Era estrecha y estaba sembrada de montículos y de vegetación salvaje. —¿Te ves capaz? Ya habíamos hecho más de cinco kilómetros, algunos cuesta arriba por pistas de tierra y adoquinados. —Holaaa… Soy el halfback más rápido de mi equipo —dijo, señalándose con ambas manos. —Pues sí —dije yo. Su fortaleza física y su competitividad no dejaban de sorprenderme. Me tomé un par de aspirinas y me sobrevino un mareo repentino. Volqué hacia un lado y estuve a punto de caerme de la bici. —Diez de diez —espetó Julian, calificando mi falta de aptitud. —Ja, ja. Meneé la cabeza para despejarme y miré el reloj. Estaríamos de vuelta en el coche en menos de veinte minutos. —¿Listo? —dijo, botando con la rueda delantera. —Sí. Pero ve despacio. No se me pasaba el mareo y lo último que quería era terminar tirado entre los arbustos. Si eso ocurría, Julian tendría broma para rato. Después de mirar a ambos lados, cruzó la carretera y, al cabo de unos veinte metros cuesta abajo, desapareció por el terraplén hasta el comienzo del camino. Coloqué la botella en el soporte, me subí a la bici y crucé la carretera. Acto seguido estaba sentado en una piedra, con la cabeza entre las rodillas. «¿Pero qué cojones…?».

Al intentar erguirme, sentí un dolor inmenso. Gemí. Me notaba la cabeza como un melón abierto por la mitad en medio de una calzada caliente. Miré alrededor. La bici estaba tirada en la carretera, a mi lado, y no veía a mi hijo por ninguna parte. —¿Julian? —le grité fuerte, poniéndome de pie—. ¡Julian! —¿Dónde estaba? Cada vez más angustiado, di un giro de trescientos sesenta grados en la carretera—. ¡Julian! —volví a gritar. Entonces pensé en el coche. Habíamos acordado que, si nos separábamos, nos encontraríamos allí. Subí de un brinco a la bici y descendí la cuesta a toda velocidad, devorando kilómetros. El Jeep estaba aparcado en un descampado al final de la carretera y Julian estaba acurrucado junto a la rueda del asiento del copiloto. «¡Menos mal!». Me bajé de la bici de un brinco antes de frenar y corrí hacia él. La bici se estampó en el guardabarros del coche y yo recorrí los últimos metros derrapando. —¡Julian! —me arrodillé a su lado—. ¿Te has hecho daño? Levantó la cabeza. Las lágrimas le corrían por la carita sucia como rodadas en el barro. —¿Sabes cómo me llamo? —dijo el niño. —¿Qué quieres decir? Pues claro que sé cómo te llamas. —Pero allí arriba no lo sabías. Te has largado justo después de gritarme. Se me helaron todas las terminaciones nerviosas de mi ser. Dejé de respirar y me lo quedé mirando fijamente una eternidad. Luego tragué una buena bocanada de aire y lo agarré por los hombros, presa del pánico. —¿Qué te he dicho? —Julian hipó—. ¿Qué te he dicho? —le grité. —Me has preguntado quién era y, cuando he contestado que Julian y que soy tu hijo, me has dicho… me has dicho… —No paraba de llorar y no le salían las palabras. —¿Qué te he dicho? —insistí, clavándole los dedos en los tríceps. —Me has dicho que tú no tenías hijos.

Capítulo 25 JAMES

En la actualidad 28 de junio Hanalei, Kauai, Hawái James está plantado a la puerta del despacho de Natalya, dudando si interrumpirla. Es evidente que ha vuelto. La oye hablar por teléfono. No soporta la idea de que se haya disgustado antes por su culpa. No sabe cómo la va a consolar, pero quiere volver a verle en la cara esa sonrisa de medio lado tan suya. Levanta la voz con determinación. Está negociando el precio de algo, no es el mejor momento para molestarla. Vuelve al cuarto de Marc, toma pinturas, pinceles, lienzos en blanco y caballetes y se dirige a la terraza, cruzándose en el salón con Julian, que está tirado en el sofá. Con los auriculares puestos y los pies en el brazo del sofá, tecleando en la pantalla del móvil a toda velocidad. En la tripa, tiene apoyada una pelota de playa multicolor. Al verlo, el niño se quita los auriculares y le enseña el móvil. —Este tipo no para de escribirme. Dice que es tío Thomas y que lo llames. James deja las cosas de pintar en la mesita de centro y mira el teléfono. Enseguida reconoce el número de Thomas. No debería sorprenderlo que su hermano haya caído tan bajo como para intentar localizarlo a través de su hijo. Esa era la clase de artimaña de la que Carlos no quería que sus hijos fueran víctimas. Claro que la culpa también es un poco suya por ignorarlo. Toma nota mental de que debe llamarlo luego; si no, es capaz de plantarse en casa de Natalya.

—¿Tú lo has llamado o le has escrito? —le pregunta a su hijo. —Desde que estamos aquí, yo solo le he mandado mensajes a Antonio. James comprueba el registro del teléfono. Repasa la conversación, luego toca el icono de información que hay junto al número de Thomas y selecciona la opción de «Bloquear este contacto». Después le devuelve el móvil a Julian. —Ya no te molestará más —le dice James, pensando en que debería hacer lo mismo en su teléfono. Julian se guarda el móvil en el bolsillo y bota la pelota de playa en las rodillas levantadas. —De todas formas, ¿qué te pasa con tu hermano? Parece majo. A ver, se portó bien con Marcus y conmigo. —¿Cuándo fue eso? —Pues en diciembre, cuando vino a vernos —contesta Julian, poniendo los ojos en blanco—. No parabais de gritaros. Y yo que pensaba que el señor Martínez decía muchas palabrotas… El señor Martínez era el padre de uno de los chicos del equipo de fútbol de Julian. Soltaba improperios con la misma alegría con que los chavales se pasaban el balón en el campo. Pero es que aquellas primeras semanas de diciembre habían sido las peores de su vida. No había sentido tanta rabia hacia su familia desde que Phil había asaltado a Aimee. Si Phil llega a atizarle más fuerte y él no hubiese vuelto en sí a tiempo… ¡Arg! No quiere ni imaginar lo que habría ocurrido. Suspira para librarse de la rabia que le despiertan esos recuerdos y se deja caer en el sofá al lado de Julian. Se recuesta en los cojines y mira al techo. Julian se incorpora y se abraza a la pelota. James vuelve la cabeza para mirarlo. —Tú y yo no estábamos muy bien el invierno pasado. —Julian niega con la cabeza—. Ya sabes algo de mi pérdida de memoria. Algún día, cuando seas mayor, te contaré por qué creo que la perdí. —¿Y por qué no ahora? Tengo casi doce años. James se inclina hacia delante, con los codos en los muslos. —Ya has visto las noticias. Hay por ahí personas horribles y a mí me pasaron cosas horribles.

El miedo ensombrece el semblante de Julian, una nube pasajera de emoción. —¿Como qué cosas? James no tiene claro cuánto contarle. —Mi hermano sabía que yo había perdido la memoria, pero no me dijo quién era yo de verdad. Julian frunce el ceño y bota la pelota una vez, luego otra. —A lo mejor intentaba protegerte de esas personas horribles. Igual quería tenerte vigilado, como me dices tú siempre que vigile a Marcus para que no haga tonterías ni se haga daño. Tío Thomas es tu hermano mayor. Se supone que los hermanos mayores cuidamos de los pequeños. Las palabras de su hijo lo dejan impactado. —Eres un niño muy listo, ¿sabes? Julian bota la pelota en la mesita de centro. James la caza al vuelo. —¡Eh! —protesta el crío. James la aparta de su alcance. —En casa no —le dice, y la deja en el suelo. El niño gruñe y se vuelve a tirar en el sofá. Entra Marc, con la camiseta llena de migas y manchada de zumo, como salpicada de pintura. En la barbilla, un rastro de mayonesa. Ve el material de pintura y se le ilumina la cara. —¿Vas a pintar, papá? —Sí. ¿Quieres pintar conmigo? —¡Sí! —Ve a lavarte las manos y la cara. Te espero en la terraza. —Marc corre al baño—. ¿Quieres pintar con nosotros? —le pregunta a Julian. —Ni de coña, tío —le contesta su hijo, arrugando la cara. Luego se vuelve a poner los auriculares, saca el móvil y se abstrae en la pantalla. Salvo en las clases de Arte de la universidad, James nunca ha pintado con nadie. Y salvo los Tierney y los pocos amigos que frecuentaban su casa cuando eran niños, nadie sabía que James pintaba. La pintura siempre ha sido una aventura solitaria. Nunca hablaba de su trabajo y, aparte de los lienzos que los Tierney colgaron en sus paredes, y después en las de la casa que alquiló con Aimee, jamás expuso su obra. Pero había soñado con hacerlo.

Había imaginado su propio estudio, donde enseñaba a otros lo que había aprendido y perfeccionaba su propia técnica. Había imaginado sus cuadros expuestos en galerías. Y había soñado con pintar con sus hijos y fomentar su talento en lugar de reprimirlo. Siendo Carlos había cumplido esos sueños. ¿Podría volver a hacerlo? Piensa en el local de Princeville. Puerto Escondido no era su hogar y California no es el hogar de sus hijos. Tampoco tiene claro que sea el suyo ya. A lo mejor podrían empezar una vida allí, en Hawái. Echa un vistazo a la casa. Pasea la mirada por el jardín, hasta la playa. Ya tienen un anclaje en Kauai. Natalya es de la familia. Es la tía de sus hijos y su cuñada. Fue su amante. De pronto piensa en Aimee, su único amor verdadero, y siente de nuevo esa punzada que ya conoce bien, como cuando te das con el canto de un mueble en una antigua herida. Se pregunta si podrá enamorarse de otra mujer mientras siga enamorado de ella. Carlos había querido que se enamorara de Natalya. Había redondeado cada frase y pulido cada palabra de su condenado diario para que James le cogiera cariño a una mujer que aún tenía que conocer cara a cara. Pero ¿quererla? No ve cómo puede suceder eso si su corazón todavía pertenece a Aimee. Aun así, debe reconocer que envidia a Carlos el tiempo que ha pasado con Natalya. También envidia su talento artístico, ese mismo talento que ha impedido a James retomar la pintura. «Eso se va a acabar hoy», se dice. Va a pintar con la libertad que nunca se ha permitido antes y piensa enseñar a su hijo a hacer lo mismo. Nada de esconderse. Monta los caballetes en un rincón de la terraza y coloca dos sillas de jardín delante. Cuando Marc se reúne con él, está colocando los tubos de pintura y los pinceles. —¿Qué vas a pintar, papá? —Vamos a pintar —lo corrige James, dándole un juego de pinceles— esa palmera, la alta del medio —dice, señalando al fondo del jardín. Marc hace un gesto con la boca al ver el grupo de palmeras de distintos tamaños. —Nunca he pintado una palmera. James esboza una sonrisa. Marc ha pintado animales, barcos y camiones.

—No hay mejor momento para empezar que el presente. ¿Qué te parece? —¿Puedo pintar pájaros en mi palmera? —Claro, ¿por qué no? A ver, fíjate en los verdes de la palmera. ¿Qué colores habría que usar? —le pregunta, señalando el abanico de tubos de pintura. Marc se rasca la punta de la nariz. Frunce el ceño un instante y James ve a Raquel en su hijo. Es el primer parecido físico que le encuentra con la mujer con la que se casó hace seis años. Era hermosa como su hermana y James lamenta que el pequeño no vaya a conocerla. El niño elige los tubos de amarillo cadmio y verde vejiga y se los enseña. —Excelente elección. Le da una palmadita en el hombro y le acerca una silla. Marc se sienta con las piernas colgando. —¿Me vas a enseñar lo mismo que a los niños de tu estudio? James, que está poniendo pegotes de pintura en las paletas, levanta la vista. —¿Enseñaba a niños? —A un montón. No recuerda haber leído nada de niños en los talleres de Carlos, pero la idea lo pone contento. Durante su fuga disociativa, había sido un hombre admirable: padre devoto, esposo fiel y miembro respetado entre los vecinos. A lo mejor puede volver a serlo. —Sí, te voy a enseñar lo mismo que a ellos. Marc sonríe de oreja a oreja y se refuerza el vínculo que James ha empezado a percibir entre los dos. Unas horas después, cuando ya han terminado de pintar las palmeras y han empezado a pintar los pájaros, vuelven Claire y Gale. La risa de su madre le llega desde dentro de la casa y le tensa la piel. Entonces cae en la cuenta de que ríe como una boba y se vuelve a mirarla. En su vida la ha oído reír así. Se la oye más fuerte cuando abre la puerta corredera de cristal y sale a la terraza. A su espalda, ve a Julian detrás de Gale, preguntándole a su abuelo si pueden ir a surfear. Claire se le acerca y le tapa a su hijo. Tiene las

mejillas sonrosadas y la sonrisa le suaviza los rasgos por lo general secos. Se sitúa detrás de Marc y admira su pintura. —Muy bien —observa, antes de volverse hacia James, que contiene la respiración como esperando un cumplido, pero termina enfureciéndose, sobre todo al ver que ella frunce los ojos y tuerce la boca. Mira a otro lado, tolerando en silencio el escrutinio de su madre, que lo irrita aún más. Se da golpecitos en el muslo con el mango del pincel y mira al infinito. Un azul cristalino y un amarillo descolorido tiñen el cielo. El agua brilla como un cuarzo lechoso. El sol ya está más bajo y los colores fríos no tardaran en convertirse en cálidos púrpura y naranja. Piensa en Natalya. Ella siempre ha querido que pintara su atardecer. Claire chasquea la lengua y a él se le agarrota la espalda. —Lo puedes hacer mejor. James suelta el pincel en el reborde del caballete. —Estoy un poco oxidado. Se levanta y se estira los bermudas. Apartándose de la silla, sumerge los pinceles en un frasco de aguarrás. —Yo no he terminado aún —dice Marc, pintando más rápido. —Aún tienes tiempo. Yo tengo que empezar a hacer la cena. James retira su pintura y coloca un lienzo en blanco en su lugar. Julian y Gale cruzan el jardín con las tablas de surf debajo del brazo. Los llama y se vuelven. —Venimos en una hora —le grita Gale. James se despide con la mano, luego recoloca la silla delante del caballete e invita a su madre a sentarse. Ella mira la silla y sube la vista despacio hacia él. —¿Quieres que pinte? Él se vuelve hacia la mesa para tomar la caja de pintor sin abrir y se la ofrece a su madre. Ella palidece y a él no le cuesta imaginar lo que está pensando. La caja es casi una réplica de la que Aimee le regaló a él cuando cumplió doce años. La misma que Claire le obligó a devolver. Nerviosa, se lleva los dedos al primer botón de la blusa y abre un poco la boca. Él nota que quiere pintar, pero no se decide, sobre todo porque es James quien la insta a hacerlo. Seguramente nunca hablarían de sus cosas ni serían tan francos el uno con el otro como ella lo había sido con Carlos. También duda que la pueda perdonar. No tienen esa clase de relación. Pero no le vendría mal una tregua entre los dos. La caja de pintor

es su bandera blanca, como fueron la de Claire los pinceles carísimos que le regaló la semana pasada. —Marc quiere pintar contigo —dice James. —Sí, señora… —Marc se interrumpe, con el pincel suspendido delante del lienzo y un pegote de pintura colgando de la punta. Mira a Claire, a James y de nuevo a Claire. Percibiendo la inquietud del crío, James le pregunta a su madre: —¿Cómo quieres que te llamen los niños? ¿Abuelita? Ella lo mira horrorizada. —¡Dios santo, no! ¡No! —dice con un gesto de desdén y una sonrisa forzada—. Nonna me parece bien. Llámame nonna —le dice a Marc, arrebatándole la caja de pintor a su hijo. James se mete las manos en los bolsillos y agacha la cabeza para esconder la sonrisa que le asoma a los labios. —Nonna —dice Marc, repitiendo despacio la palabra con su fuerte acento. —Es italiano —explica Claire, abriendo la caja. Marc esparce la pintura por el lienzo, dejando un rastro de azul. —¿Soy italiano? —pregunta. —Sí —contesta ella—. Y mexicano. Marc se sienta derecho. —¿En serio? Tremendo, tío —dice, imitando a su abuelo. Claire hace una mueca, James ríe y los deja a los dos pintando. En la cocina, saca los filetes de la nevera y elige las especias en la despensa. Extiende la carne en la encimera para que tome la temperatura ambiente y va a buscar las patatas. Las encuentra en una cesta en el suelo de la despensa. Las está lavando en el fregadero cuando entra Natalya. —¿Qué te parece acompañar esa carne con patatas de una ensalada y unas verduras? —Fenomenal —dice James, sonriéndole por encima del hombro. Trabajan en equipo, rozándose los brazos mientras Natalya lava los tomates a su lado, él es superconsciente de cada movimiento de ella. De que hace una pausa cuando él pasa el brazo por delante para coger su cuchillo y de que se le entrecorta la respiración cuando le pone la mano en la parte baja de la espalda para apartarla y sacar un cuenco del armarito. Huele su perfume, ese suave aroma a mandarinas que es exclusivo de ella y cuya familiaridad lo inquieta sin saber muy bien por qué. Su mente no la

recuerda, pero quizá su cuerpo sí, lo que explicaría por qué se siente tan cómodo a su lado en tan poco tiempo. Natalya se vuelve de repente y le da un codazo sin querer. El tapón de las especias que él estaba enroscando se le escapa de los dedos. —Perdona —murmura ella y los dos se agachan a cogerlo. Natalya atrapa el tapón que ha rodado detrás de sus pies y se lo pone a James en la mano con dedos temblorosos. Sus ojos se encuentran y ella mira a otro lado. El sol poniente proyecta un cálido resplandor en sus mejillas pecosas. Su melena es una paleta de rojos y dorados, que juntos configuran el cobre que él está decidido a pintar. No puede resistirse más. Le acaricia el pelo. Ella inspira hondo y se aparta bruscamente. Él baja la mano. Agarrándose los muslos, Natalya se levanta. James lo hace más despacio, porque percibe una tensión distinta en ella. —¿Estás bien? Natalya coge el cuchillo y corta en rodajas otro tomate. El filo topa con fuerza en la tabla de madera. Vuelve a cortar. —Hoy hemos perdido un contrato —dice al poco—. Suelo darme cuenta a tiempo de que puede pasar. Cuando termina de cortar, deja el cuchillo en el fregadero. Se lava las manos y se las seca bruscamente con el paño. James suelta el cuchillo también y se vuelve a mirarla. Se recuesta en el borde de la encimera, apoyándose en las manos. —¿Puedo ayudarte de algún modo? Quiere saber más sobre lo que ella hace durante el día, más de lo que ha leído en un diario. —No, ya está hecho. —Dobla el trapo y echa un vistazo al reloj del horno—. ¿Cuánto vamos a tardar en cenar? —Unos cuarenta y cinco minutos —contesta él, mirando los filetes que tiene marinando. Natalya se rasca el cuero cabelludo con una mano temblona. —Voy a darme una ducha —dice entonces, y sale de la cocina levantando aire. James ve los tomates cortados soltando todo el jugo en la tabla de cortar; el cogollo de lechuga, aún entero, y los calabacines, todavía en su envase. Natalya ha salido pitando de la cocina y se ha olvidado de la

ensalada y de las verduras… y él está convencido de que su cambio brusco de humor no tiene nada que ver con ningún contrato.

Capítulo 26 CARLOS

Tres años antes 21 de julio Puerto Escondido, México Unté el pincel en el amarillo cadmio y procuré centrarme en los últimos toques de una obra que me había encargado un restaurante de la zona. Una puesta de sol más, a juego con las otras tres de un comedor privado: Otoño, Invierno y Primavera. Entregaría Verano en unas semanas, en cuanto secara el lienzo. Tenía la frente salpicada de sudor y la parte baja de la espalda empapada, justo por encima de la cinturilla de los vaqueros. El aire acondicionado estaba a tope todo el día, pero seguía haciendo un calor de mil demonios en el estudio. Me aireé la camisa. El dolor de cabeza tampoco ayudaba, aunque ya no era como el martillo neumático de antes. Después del desmayo de la semana anterior, había terminado yendo al hospital a que me recetaran algo. El médico me dijo que los mareos y la deshidratación me habían producido el desmayo y que las jaquecas eran de estrés, pero no se lo conté todo y diez días después aún estaba conmocionado por lo ocurrido. Julian también. Desde entonces, me preguntaba todos los días si sabía que él era mi hijo, algo que no hacía más que incrementar mi temor de siempre: que James no fuera a querer a Julian y a Marcus por no considerarlos suyos. Como era un cabezota —lo decía Natalya, no yo— y me negaba a investigar, ella se puso en contacto con la doctora Edith Feinstein, una neuropsicóloga estadounidense. Le contó lo que sabía de mi trastorno y le

habló del desmayo y de las pesadillas, que no me había quitado de la cabeza en todo el rato que había estado montando en bici con Julian. Sin examinarme, la doctora solo pudo explicar que las pesadillas eran recuerdos disociativos y que había tenido un flashback. Las emociones traumáticas que evocaba la pesadilla podían haber desencadenado el flashback y en esos diez minutos aterradores había sido otro individuo, James u otra persona completamente distinta, pero no yo. Estuvieron hablando más de una hora. La doctora Feinstein le contó algunas cosas que ya sabíamos. Que mi trastorno era fruto de un trauma psicológico, no de una lesión física, y por eso podía hablar, escribir y leer en español; correr maratones sin recordar un entrenamiento previo; pintar como un artista profesional… Porque James podía hacer todas esas cosas. Lo único que faltaba era mi pasado, que lo tenía cerrado a cal y canto en mi cabeza. Eso explicaba que los que sufríamos ese trastorno pudiéramos empezar la vida nueva que quisiéramos o, en mi caso, meterme en una vida prefabricada para mí. La doctora le preguntó a Natalya si me interesaba someterme a un tratamiento. La hipnoterapia podía desbloquearme los recuerdos y me permitiría recuperar mi vida anterior. Cuando Natalya rechazó el ofrecimiento en mi nombre, la doctora le comentó que tanto si quería como si no, quizá no tuviera alternativa. Mi mente decidiría cuándo estaba lista para sanar, sabría ver cuándo estaba preparado para hacer frente a las angustias y a los traumas que me habían dejado en ese estado. El cambio podía producirse hoy, mañana o dentro de unos años. Y la transición a mi identidad anterior sería rápida. Antes de que terminaran de hablar por teléfono, la doctora le dio un último consejo. Yo lo interpreté como una advertencia, una señal que me había llevado a documentar de madrugada hasta el último detalle de mi existencia. En cierta medida, yo mismo iría viendo si estaba preparado para enfrentarme a mis demonios. La mayor frecuencia y nitidez de las pesadillas y el posterior desmayo posiblemente fueran indicios de que mi mente se estaba preparando. Le aconsejó a Natalya, por ser mi pareja, como se había presentado ella, que se preparara mental y emocionalmente. Cuando tuviera lugar la transición, nuestras vidas se verían gravemente perturbadas. Yo seguramente caería en una fuerte depresión y sentiría tristeza y vergüenza. Podría tener cambios de humor bruscos, tendencias suicidas y cierta propensión a la agresividad.

«Genial: voy a ser un capullo. Una cosa más de la que preocuparme», pensé, soltando el pincel. A mi espalda, sonaron unas sandalias por el parqué. El olor a crema solar de coco me llegó antes de que Nat me rodeara con los brazos. Apoyó la barbilla en mi hombro. Me llevé su antebrazo a los labios y saboreé la sal y el amargor de la crema. —No quiero dejarte —me susurró preocupada. —Pues quédate. La agarré de los brazos con los que me rodeaba y tiré de ella hasta tenerla delante, entre las piernas. El taburete en el que estaba sentado me situaba a su altura. Enlazó las manos detrás de mi cuello y me acarició el cuero cabelludo con los pulgares. —Sabes que no puedo. Reuniones, viajes, contratos importantes que negociar. Una competición en Sudáfrica. Una visita a su hermano pequeño. Volvería a Puerto Escondido, solo unos días, en septiembre, y luego en noviembre para el campeonato de surf. Entre visitas, nos mandaríamos mensajes y hablaríamos por FaceTime y por teléfono. Aun así, septiembre quedaba muy lejos, sobre todo cuando lo único que me apetecía hacer era estrecharla en mis brazos y besarla. Instalarme en lo más hondo de su ser. Casarme con ella y convencerla para que adoptase a mis hijos. La besé muy suave y muy lentamente. Noté el cosquilleo del gusto metálico de su bálsamo labial medicinal, pero no me importó. Vertí en aquel beso todo lo que sentía por ella: mi amor, mi compasión y mis temores. Sus dedos se hundieron en mi cuello y su pelvis masajeó la mía, instándome a que la besara más apasionadamente, a que la tomara una última vez antes de que subiera a aquel avión. —Cásate conmigo —le susurré en los labios. Gimió y se lo pedí otra vez—. Por favor, cásate conmigo. —Se apartó. Apoyó su frente en la mía y susurró mi nombre. No era la primera vez que se lo pedía—. ¿Tú me quieres? —le dije, detestando la desesperación de mi voz. Se zafó de mí y me dejó con las manos en el regazo. La miré de arriba abajo mientras ella se interesaba por las gotas de pintura del suelo. Se retorció la melena. Su cara era una mezcla de confusión e incertidumbre. Le levanté la barbilla y nos miramos un instante—. Nat, ¿me quieres? —Sí. Con todo mi corazón.

—Entonces, ¿por qué no quieres casarte conmigo? —le pregunté. De repente, me vinieron a la cabeza sus cicatrices, heridas de guerra por las que nunca le había preguntado, suponiendo que algún día ella tendría la valentía de contármelo. Ya había esperado bastante. Me había dicho que estaba tomando la píldora. A lo mejor había algo más—. ¿Puedes tener niños? Se agarrotó. —Espero que sí. —Pero ¿y las cicatrices? Me miró extrañada. —¿Mis cicatrices? Le acaricié con los pulgares la cara interna de las caderas. —¿Te han operado? —Su madre había muerto de cáncer de ovarios —. ¿Has estado enferma? No me habría gustado que me ocultara algo así. Necesitaba saberlo. —¿Enferma? —Se miró las caderas a las que yo me había asido—. Eso me lo hice surfeando. —Entonces fui yo el que la miró sorprendido—. Una ola me estampó contra unas rocas a los diecisiete años. Me hice unas heridas que me dolieron una barbaridad, pero eso no tiene nada que ver con que no quiera casarme contigo. —Entonces, ¿por qué es? —Casi le gruñí la pregunta, porque necesitaba desesperadamente una respuesta. Su cuerpo entero se marchitó de pronto. —Quiero casarme contigo, claro que sí. Pero… Temo que solo quieras casarte conmigo por los niños. —Dios, Nat. —No pensaba que lo hiciera por ella—. Te quiero. Es a ti a quien quiero cada maldito segundo del día. No quiero estar con nadie más. —Eso lo dices ahora. La solté. Bajé del taburete y retrocedí. «¡Dios, qué imbécil soy!». —Temes que quiera volver con Aimee. —Es lógico, Carlos. Tú estás convencido de que saldrás del estado de fuga. Y de que James no querrá a tus hijos o que será incapaz de protegerlos de tu familia. Si nos casamos, me pondrás exactamente en el mismo brete que a Julian y a Marcus. Tengo miedo de que termines abandonándome a mí también.

—Nat… Me dejó pasmado. Dio media vuelta, tan triste y perdida como me sentía yo. Me dieron ganas de darle un puñetazo a algo. La vida era condenadamente injusta, porque Nat tenía razón. Me enterré una mano en el pelo y apreté fuerte. Le vibró una alarma en el móvil. Consultó la hora. —Me tengo que ir. —Guardó el teléfono y se me quedó mirando un buen rato. Luego alargó la mano y me acarició la mandíbula sin afeitar. Le agarré la mano y le besé la palma, sin soltarla—. Deja que James decida lo que quiere —me dijo, mirándome a los ojos cuando le solté la mano. Negué con vehemencia. —No puedo hacer eso. Me da igual lo que dijera Aimee. No veo a ese tío al que ella describe. Y aun así quería atarla a mí. Apreté los dientes y miré para otro lado. —Eeeh… —Me rescató con la suave caricia de sus dedos en mi rostro—. Si James no quiere a los niños o piensa que no puede protegerlos de su familia, entonces, sí, los adoptaré. Les daré un buen hogar. Anótalo en tu diario para que James lo sepa. Le cogí la cara con ambas manos y la besé con ganas, casi desesperadamente. —Gracias —le susurré—. Gracias —repetí, dispuesto a aceptar lo que ella quisiera darme. —Te quiero, Carlos. La abracé fuerte. —Yo siempre te querré —le contesté. Me susurró algo al oído y se apartó de mí. La agarré de la mano y sus dedos se me fueron escapando según se alejaba. Cerró la puerta al salir y me dejó solo con mis pinturas y con las palabras que acababa de susurrarme cuando le había dicho que siempre la querría: «Eso espero».

Capítulo 27 JAMES

En la actualidad 28 de junio Hanalei, Kauai, Hawái Cenan en la terraza bajo un cielo casi oscuro, con el aire perfumado de carne a la brasa. Durante la comida, los niños hablan animadamente con sus abuelos. Gale y Julian comparan sus piruetas sobre las olas, luego le toca a Marc compartir su primera experiencia con pinturas «de mayores». Entre unos filetes perfectamente cocinados y un helado de postre, Claire ilustra a los presentes sobre sus viajes a Italia. Se convirtió en una experta en la compra de muebles antiguos. Natalya ha estado callada, tan solo ha sonreído o exclamado a alguna de las hazañas que Julian y Marc han compartido con todos. James observa que además se ha sentado intencionadamente entre sus hijos. Él le había puesto el plato a su lado, confiando en que pudieran hablar, pero en cuanto él ha vuelto a la barbacoa a por el filete de Gale, ella lo ha cambiado a otro mantelito. Después de cenar, Natalya da un beso de buenas noches a los niños y se escapa a la cocina. James los lleva a sus cuartos y los acuesta, un ritual que se resume en un choque de puños y un «Hasta mañana, papá» en el caso de Julian. Marc aún quiere que le lea un cuento. Como siempre, se queda dormido en su hombro a medio cuento. La próxima vez, empezará a leérselo por la mitad, a ver si lo terminan de una vez. Gale ha ido a llevar a Claire al hotel, así que James va a buscar a Natalya. Está en la cocina. Él se acerca al fregadero, agarra un paño y seca una cazuela que ella ha dejado en el escurreplatos.

Natalya lo mira de reojo, con los enormes guantes de goma sumergidos en agua jabonosa. —Gracias —le dice—, pero no hace falta. Él la mira raro. —Lo he manchado yo. —Tú cocinas, yo friego. Así lo hacem… Aprieta los labios y frota con fuerza. —Así lo hacemos siempre —termina él la frase con ternura—. De todas formas, me gustaría ayudar —dice, deja la cazuela a un lado y coge otra. Ella la agarra para impedírselo. —Ya lo hago yo. —Lo mira por encima del hombro—. ¿Por qué no te coges una cerveza y vas a relajarte un rato a la terraza? Afuera y lejos de la cocina. Puede que le esté costando ponerse al día de los seis años y pico que se ha perdido, pero sabe ver que no es bien recibido. Aprendió esa lección cuando lo abandonaron en un país extranjero durante años. Vuelve a doblar el paño, se retira y se apoya en la encimera. Cruza los brazos, los tobillos y observa a Natalya. Frota con fuerza, con vehemencia. Le brilla la cara en la parte donde se ha rascado con el guante puesto. Va enjuagando los platos y se niega a mirarlo. Está claro que la incomoda su presencia. —¿Quieres que nos marchemos? —le pregunta James sin pensarlo mucho. Los niños y él podrían cogerse una habitación de hotel por unos días, pero ¿luego qué? ¿Adónde irían? Ninguno de ellos quiere volver a California, aunque es muy posible que terminen allí. Tendría que empezar a mirar las ofertas inmobiliarias, porque ni loco se va a alojar en la antigua casa de sus padres. Guarda demasiados recuerdos que prefiere olvidar. Nunca le gustó esa casa. —No… No, no quiero que os vayáis. —Natalya empieza a meter los platos en el lavaplatos—. Es que… —Se rasca la frente con el dorso de la mano. —¿Es que qué? —No puedo con esto. —Cierra los ojos y James siente una especie de opresión en la boca del estómago—. Pensé que podría, pero es demasiado duro.

Se quita los guantes, los tira al fregadero y lo deja allí plantado, desconcertado. Se cierra de golpe la puerta de la calle. —¿Nat? —la llama Gale. Se oyen pasos por el pasillo—. Nat, ¿qué pasa, cielo? James se lo imagina llamándola a voces. Se frota los brazos y cae en la cuenta de que eso es lo que hace siempre que tiene que tomar una decisión difícil, así que se frota la cara en su lugar. La barba le araña las manos y gruñe. Está harto de sentirse desubicado y ahora van a tener que marcharse otra vez. Tendrá que hacer las maletas esa misma noche para que puedan irse a primera hora de la mañana. Cuanto más tiempo se queden, más les costará a Julian y a Marc dejar a su tía y a su abuelo. Irse de Kauai es la mejor opción… y le fastidia. Los niños van a volver a odiarlo. Gale entra despacio en la cocina, haciendo girar un juego de llaves con el dedo índice. Se queda mirando a James. —¿Te apetece una copa? James suspira. —Sí. Gale tira las llaves en la encimera y el manojo patina hasta topar con la pared del fondo. Abre un armarito. —¿Whisky? —le pregunta, enseñándole una botella de Macallan. —Claro. —En lo que respecta a las mujeres, no soy muy de compromisos — dice Gale. James enarca una ceja y Gale ríe—. Ah, que Nat ya te ha contado cosas. —Alguna —contesta James, aunque sabía más del padre de Natalya por lo que había leído en los diarios. Gale saca dos vasos de whisky de otro armario. —¿Hielo? —James asiente y Gale se acerca a la nevera—. Tampoco soy, en absoluto, experto en mujeres. —¿Y quién lo es? —resopla James. Estuvo saliendo diez años con Aimee y muchas veces no tenía ni idea de por qué se enfadaba. Gale presiona con el vaso la palanca del hielo. El dispensador de cubitos cobra vida con gran estruendo y empieza a soltar hielo en el vaso. —Kylie, en cambio… La madre de Nat… —aclara—. Ella fue mi primer y único amor. Mi único amor de verdad y mi única esposa. —Mira

de reojo a James mientras desenrosca el tapón de la botella—. Sé lo que estás pensando. Quise a la madre de Raquel, sí, pero no era lo mismo. Ni con las madres de mis otros hijos. James no estaba pensando en Raquel, pero mientras ve caer el líquido ambarino en los vasos, se sorprende haciéndose una pregunta. —¿Cree que un hombre puede amar a más de una mujer en su vida? —Pues claro. —Me refiero a esa clase de amor profundo y absorbente, como el que sentía por Kylie. —Y el que él siente por Aimee. Gale vuelve a tapar la botella. —Depende del hombre y de la mujer a la que quiera. Yo no tuve esa suerte, claro que yo no quería encontrar otro amor así. Hay que querer. Aquí —dice, aporreándose el pecho, luego le pasa a James su vaso. Brindan y James se bebe de golpe la mitad. El alcohol le abrasa y le caldea las entrañas. Gale agita el hielo de su vaso. —Lo que intento decir, aunque lo estoy haciendo de pena, es que… —Natalya es como su madre —murmura James para sí. —¿Qué has dicho? —Que su hija es como su madre. Quiere compromiso. No quiere que la abandonen, como hizo su padre con las madres de sus hermanos. Por eso siempre era ella la que se iba y nunca se mudó a México ni se casó con Carlos. Sabía que, cuando saliera del estado de fuga, volvería a Estados Unidos. La abandonaría. Como su padre había hecho con las mujeres de su vida. Gale se lo queda mirando un buen rato. Bebe sorbitos de whisky sin quitarle los ojos de encima. —Puede que no estés familiarizado con Nat y que se te haga raro estar con ella, pero el que no estés con ella, que no habléis ni os acariciéis ni os beséis y todas esas cosas que hacen las parejas enamoradas, bueno, eso se nos hace raro a los demás, sobre todo a Nat. Puede que tú y yo no nos hubiéramos visto desde la boda de Raquel, pero Nat ha estado años hablando de ti. Mucho. Y lo está pasando mal. James observa cómo se mece el hielo en su vaso. —Ya… —dice. Se daría un puñetazo por no haber caído en la cuenta antes.

—Ella sabía que este día llegaría, el día en que no la recordarías, pero de pensar en ello a vivirlo… Bueno, como las olas que hay al otro lado de esas puertas, puede que todas parezcan y suenen iguales, pero cuando te subes a la tabla, cada una es bien distinta. James recuerda el fragmento en que Carlos relata el día en que conoció a Aimee y se enteró de lo de la fuga. Se había sentido indignado y confundido. No tenía ningún interés en saber más de su verdadero yo ni de su relación con Aimee, algo que, por lo que ha leído sobre su trastorno, es típico de las personas que sufren fugas disociativas. El miedo a perder el yo presente es palpable y a Carlos lo aterraba. No recordaba a Aimee ni quería recordarla. Y eso había hecho que ella se apartara. A Natalya le iba a pasar lo mismo. Sus hijos se iban a quedar hechos polvo si ella decidía no verlo porque tenerlo cerca se le hiciera insoportable. Su situación con Natalya era distinta de la de Carlos con Aimee. Carlos lo preparó para esto. Le dejó fragmentos repletos de sus deseos y sus anhelos. Dibujó un retrato detalladísimo, por dentro y por fuera, de la mujer a la que amaba y se lo regaló a James con la esperanza de que él pudiera volver a encontrarla, pero ¿puede un hombre amar a una mujer cuando aún está enamorado de otra? —¿Tú aprecias a Natalya? —le pregunta Gale. —Sí —contesta James. —No entiendo muy bien lo que te pasa aquí arriba —dice Gale, señalándose la sien con un dedo—, pero yo creo que aquí dentro aún la quieres —añade, llevándose una mano al corazón—. Solo falta que ese cerebro tuyo se cure y se ponga al día. —Eso intento, señor. —Por eso está ahí. —Bueno… —dice Gale, dejando el vaso vacío en el fregadero—. Entonces, ya he terminado mi charla sentimental. He dicho lo que tenía que decir. Hora de irse al sobre. Ese hijo tuyo es una mala bestia en la tabla. Me ha dejado baldado hoy. —Buenas noches, Gale. James lo sigue a la puerta de la calle para cerrarla cuando se vaya. —Una cosa más —le dice desde el umbral—: si sientes algo por Natalya, ve con ella —añade, mirando hacia el pasillo—. Ya arreglaréis lo demás después.

Cuando Gale se va al bungaló de la entrada de la propiedad, James se encuentra de pronto plantado a la puerta del dormitorio de Natalya. Con la cabeza gacha y la oreja pegada a la puerta, llama suavemente con el nudillo del dedo índice. Aún no sabe qué le va a decir. Supone que charlarán, que hablarán de cómo hacer que funcione su relación, sea la que sea, para que no tenga que desubicar a los niños otra vez. Vuelve a llamar, algo más fuerte esa vez. Ella no contesta, así que James abre la puerta una rendija, preguntándose si está dentro siquiera. La última vez que la había visto agitada, había ido a dar un paseo. —¿Natalya? —la llama en voz baja. Entra en la habitación y sus ojos se adaptan poco a poco. Está a oscuras, salvo por el resplandor amarillo de la luz que bordea la puerta del baño. Genial, se está preparando para acostarse y él está invadiendo su intimidad. ¡Menuda forma de abusar de su hospitalidad! Se siente fatal y está a punto de marcharse cuando la ve, hecha un ovillo en un rincón, al fondo de la habitación, con las piernas por debajo del cuerpo. Le brillan las lágrimas en las mejillas como una capa de pintura fresca. Ahora sí que se siente un capullo. La ha hecho llorar. —¿Natalya? —Se adentra en el dormitorio. Ella le lanza una mirada asesina y él se detiene. Natalya se limpia las lágrimas con la palma de la mano, se levanta de la silla y se mete en el baño. La luz inunda brevemente el dormitorio cuando abre la puerta, que cierra enseguida de un portazo. James suspira, derrotado. No es bien recibido. Se dispone a salir, pero un ruido le hace dar media vuelta. Natalya está a la puerta del baño, observándolo. Se limpia los lagrimales con un clínex. —Te pido disculpas —le dice él—. Mi presencia aquí te perturba. —¿Aquí en esta casa o aquí en mi habitación? James esboza una sonrisa. —¿Las dos? Ella suelta un suspiro largo y triste y deja caer los brazos a los lados. —No sabes la de veces que te he imaginado plantado ahí mismo. Y aquí estás —dice, levantando un poco un brazo—, mirándome como si me acabaras de conocer. A James se le parte un poco el corazón. La necesidad imperiosa de tranquilizarla lo impulsa hacia delante. —Natalya…

Ella levanta una mano para detenerlo. —Muchísimas noches, mientras tú estabas en México y yo aquí, fantaseaba con que, por una vez, hacíamos el amor en mi cama. —Cierra los ojos—. Deseo con desesperación estar contigo y tú ni siquiera me coges la mano —dice, hipando de pronto y mordiéndose el labio. Los ojos se le llenan de lágrimas y cae una, seguida de otra—. Me había convencido de que podría con esto, que si salías de la fuga, podría ser tu amiga, que te ayudaría a organizarte con los niños y estaría ahí por si me necesitabas. ¿Y sabes qué? —Contempla distraída la playa por la ventana—. Que antes lo arreglaba surfeando olas de cinco metros. No es fácil, pero está chupado comparado con lo que pasó ayer. —¿Qué pasó ayer? —pregunta él inquieto. Ella levanta la cara y lo mira con sus ojos verdes llorosos. Se lo bebe con la mirada, como si lo hubiera perdido para siempre. —Lo más difícil que he tenido que hacer en mi vida ha sido estrecharte la mano en el aeropuerto y actuar como si te acabara de conocer cuando lo único que me apetecía era echarme corriendo a tus brazos. No te veía desde noviembre y me está matando —dice, aporreándose el pecho—. Me mata que no me hayas besado ni abrazado. Antes me abrazabas como si tuvieras miedo de soltarme. Dios… —dice, hipando—. Quiero que me toques. Solo quiero que me estreches en tus brazos. —Se le quiebra la voz con la última palabra. James está deseando abrazarla también. Lo está destrozando. Pero él no es la persona a la que ella quiere de verdad. No es Carlos. La aprecia, pero no la quiere, no como la quería Carlos ni como ella espera que lo haga. No sabe si podrá volver a amar así. —Lo siento, Natalya. Siento muchísimo no ser el hombre que quieres que sea. Al decir esas palabras, tiene la sensación de estar disculpándose por mucho más. Por exigirle a Aimee que enterrara los abusos de su hermano mayor. Por no hacer caso a Thomas cuando le pidió que se mantuviera al margen del asunto de Phil. Por perseguirlo hasta México sin pedir ayuda a nadie. Por desubicar a sus hijos de su país natal. Y por no recordar cuánto había querido a Natalya. Sobrepasado por sus propias emociones —rabia, desesperación, dolor y vergüenza—, desliza la mirada a la puerta de la habitación que sale a la terraza. Dios, ha sido una torpeza por su parte entrar allí, pero en ese

momento necesita salir. Echar a correr, gritar a todo pulmón, enfurecerse o incluso darle un puñetazo a algo. —Debería irme. No tendría que haber intentado arreglar las cosas, porque se le da de pena enmendar relaciones. —Te quiero, James —le dice ella al verlo agarrar el pomo de la puerta—. Te quería cuando eras Carlos y quiero al hombre que eres ahora. —A James le tiembla el brazo y el pomo traquetea. Lo suelta y se vuelve a mirarla. Está plantada en medio de la habitación, con la cara empapada de lágrimas, retorciendo con las manos un clínex medio roto—. Eres un ser humano extraordinario y un padre maravilloso. Sabía que lo serías. «¡Ve con ella!», le grita una voz en la cabeza y, durante un segundo de locura, se pregunta si es Carlos. Ella le sonríe con tristeza y es como si todo encajara de pronto. Carlos le había regalado sus recuerdos en forma de diario. «Somos la misma persona», le había escrito. Entonces, lo entiende por fin. ¡James es su Carlos! Cruza la estancia de tres zancadas y la atrae hacia sí. Natalya grita y se tensa ante el contacto brusco e inesperado. Luego se abraza a él y James nota como se derrite. Él entierra la cabeza en el hueco de su cuello, curvando su cuerpo en torno al de ella como si fuera su refugio y gruñe en su piel, suelta un grito de angustia. Hace demasiado que no abraza a nadie y también hace demasiado que alguien no ha querido abrazarlo a él. Desliza las manos por la espalda de Natalya y la nota temblar. Los dos tiemblan. Unos sollozos inmensos y crudos sacuden el cuerpo de ella mientras le entierra los dedos en el pelo y simplemente la abraza. Le besa el hombro, el cuello y luego la oreja. La sensación de que lo toque, lo abrace y lo acaricie una mujer que lo quiere lo sacude hasta la médula. Se le llenan los ojos de lágrimas a él también. Natalya le besa el hombro. James nota el calor de su aliento a través de la camisa, luego el mordisqueo de sus dientes en la piel desnuda de encima del cuello de la prenda. La sensación le recorre como una ola los músculos tensos y gime. Inhala con ímpetu su olor —ese aroma cálido y característico, y el perfume salobre y almizclado de su deseo— y de pronto no quiere otra cosa que tenerla. La necesita. Natalya sigue besándolo. Murmura su nombre, ¡James!, y que Dios lo asista, porque se le acelera el corazón y toda la sangre se le baja ahí. Ella

le tira de la camisa y el ardor lo recorre entero. Se le enciende todo el cuerpo, como un bosque seco después de años de sequía. —Te deseo. Te deseo mucho —le dice ella, tirándole de nuevo de la camisa. —Lo sé, cariño —contesta él, pero no se quita la camisa. —Bésame —le pide Natalya en la boca. Y él lo hace. Se hace a sí mismo esa pequeña concesión. Y casi es su perdición. Todos los fragmentos del diario donde Carlos describe lo que siente al besar a Natalya palidecen en comparación con un beso de verdad. La desea con la desesperación de un hombre que lleva años solo y el anhelo de uno que lo ha perdido casi todo. Pero había empezado su relación con Aimee con mentiras y medias verdades. Guardó secretos durante años y, al final, eso había acabado con ellos. Se avergüenza tanto de su familia y de su propia conducta que no piensa cometer de nuevo los mismos errores. Sea lo que sea lo que tiene con Natalya o en lo que pueda convertirse, debe empezar bien. Ella debe saber quién es, no lo que supo de él por Carlos. Y debe saber lo que ha hecho. Le coge la cara y deja de besarla despacio. Ella gime y, cuando él levanta la cabeza, lo mira extrañada, confundida. Natalya tiene los labios húmedos e hinchados y a James le cuesta una barbaridad no volver a zambullirse en ellos. —¿Qué pasa? —le pregunta ella, buscando sus ojos, donde parece encontrar una respuesta—. No me deseas —dice apenada. —No, no es eso ni mucho menos. Claro que te deseo. ¿Es que no notas cuánto quiero estar contigo? —le dice, arrimándole con fuerza la pelvis y, al instante, la ve esbozar una sonrisa. Natalya sigue sus ojos de un lado a otro, mirándolo fijamente. —Entonces, ¿por qué no…? —Cae en la cuenta de pronto. Se le descuelgan los hombros y parece encogerse cuatro o cinco centímetros. Levanta una mano al pecho de él y le pellizca con las yemas de los dedos la camisa—. Es demasiado pronto para ti —dice, paseándole la mano por la prenda. James le agarra la mano y se la pega al pecho. —Me cuesta creer que te esté diciendo esto y mi cuerpo me está echando la bronca por parar, pero, sí, necesito más tiempo.

—Vaaale —murmura ella, bajando la mirada. El rechazo arruina la pasión que le ha sonrojado las mejillas hace apenas unos segundos. Él la estrecha contra su cuerpo y le agarra la cabeza. Hunde los dedos en su espléndida melena. —No estoy diciendo que no, Natalya. Solo necesito aclarar algunas cosas. Dame un poco más de tiempo para que me ponga al día con lo nuestro. En la actualidad 29 de junio James despierta despacio, pensando en la noche anterior. Se ha acostado con tres mujeres en su vida y solo recuerda a una: Aimee. De Raquel apenas sabe nada y eso lo apena, porque ella es la madre de sus hijos. El diario de Carlos no era tan detallado por aquella época como desde que supo de su verdadera identidad. Lo que sí sabe es que la quiso muchísimo y que lo que sentían el uno por el otro fue inmediato e intenso. Luego piensa en la medio hermana de aquella mujer: Natalya. Han pasado casi toda la noche en la terraza, bebiendo cerveza y hablando. Ella le ha contado sus temores: que aunque deseaba de verdad casarse con Carlos y ser la madre de Julian y Marcus, le había dado miedo comprometerse, la había aterrado que él la viera como otra carga o un obstáculo para volver a su casa cuando saliera de la fuga, que se divorciara de ella para irse con Aimee, porque es a Aimee a quien James ama. Cuando Natalya le ha preguntado, le ha dicho que había visto a Aimee, la semana pasada, y que no pelear por ella había sido una de las decisiones más difíciles que había tomado, pero que era la correcta. Ella había pasado página y estaba enamorada de otro hombre y casada con él. Luego le ha contado las cosas de su pasado que había ocultado a Aimee. Le ha hablado de la vergüenza de su familia cuando todos sus vecinos y todos los feligreses de la iglesia de la Costa Este los habían rechazado porque su madre amaba a su hermano biológico y había tenido un hijo con él. Le ha explicado que esa fue la razón por la que se mudaron a California: querían empezar de cero en un lugar donde el escándalo familiar y la deshonra de su padre permanecieran ocultos. Le ha contado

que a Thomas y a él les enseñaron por la fuerza a no reconocer jamás a Phil como hermano suyo públicamente. Pasadas ya las tres de la madrugada, Natalya se ha quedado dormida en la tumbona y James la ha llevado en brazos a la cama y, cuando iba a marcharse ya, ella lo ha agarrado de la mano. —Quédate, por favor. James se ha quedado, se ha tumbado en la cama y ella se ha acurrucado a su lado. Rodeándola con el brazo y con la mano de ella apoyada en su corazón, se han quedado dormidos. Es donde están ahora. No serán más de las seis de la mañana y él se pregunta qué hace despierto. Abre despacio los ojos en busca de un reloj cuando algo que parece un pie se le clava en el costado. Gruñe sobresaltado. La habitación está de un gris amarillento oscuro. Su reloj interno le dice que no son ni las seis, más bien las cinco y media. Bajo las sábanas, busca a tientas al culpable de que haya despertado de pronto y caza un piececillo. Levanta de golpe la sábana y se asoma debajo. Marc está tumbado bocarriba entre Natalya y él, con la boca abierta y la expresión relajada. Dormido como un tronco. Suelta la sábana y se deja caer de nuevo sobre la almohada. Ve a Natalya al otro lado de la cama. Está hecha un ovillo, de lado, con las manos juntas debajo de la cara, observándolo. Sonríe tímidamente y susurra: —Buenos días. Él se vuelve de lado, procurando no despertar a Marc. —Buenos días. Preocupado por haber hablado demasiado anoche o por si que lo que dijo (sobre cómo trataba a Phil cuando eran niños o cómo había manejado la agresión que había sufrido Aimee, pero que seguía llevando consigo el anillo de compromiso) pueda haber hecho que Natalya lo vea de otra forma esa mañana, ahora que ha tenido tiempo de digerir la conversación, le ofrece una media sonrisa cautelosa. —No pretendía tenerte despierta hasta las tantas. —No pasa nada. Gracias por hablar conmigo. —Gracias por escucharme. —Sonríe, y ella le devuelve la sonrisa. No recuerda la última vez que despertó con la conciencia tranquila. Se da cuenta de que es sobre todo por haberse sincerado con Natalya y se

pregunta si su relación siempre habrá sido así, tan franca. Sin secretos—. ¿Lo nuestro siempre ha sido así? La piel bronceada de su entrecejo se pliega y parpadea unas cuantas veces. —No —susurra algo vacilante, como si rumiara la respuesta—. Cuando estábamos juntos, lo nuestro era frenético, como si el tiempo que pasábamos el uno con el otro no fuera suficiente. Yo iba mucho a veros, pasaba semanas con vosotros, así que no es que no nos viéramos. Era más bien que tú sabías que tu tiempo como Carlos terminaría. A pesar de eso, estaba muy bien. Una locura de las buenas —dice, agarrando el borde de la funda de la almohada—. Me encanta estar contigo así. Él le sostiene la mirada un buen rato, luego sonríe de oreja a oreja. —Gracias, pero no te preguntaba eso. Ella se pone colorada. —¿No? —¿Siempre es así? —repite James, barriendo con un gesto de la mano la cama en la que están tumbados—. ¿Siempre se nos mete un niño en la cama? No recuerdo haber leído nada de eso —bromea, y levanta la sábana para enseñarle a Marc, dormido debajo. No ha podido resistirse. La reacción de ella ha sido adorable y sus mejillas se han puesto de un rosa precioso. Natalya entierra la cara en la almohada y gruñe: —Me muero de vergüenza. Él ríe y le da un golpe cariñoso en el hombro. —Sospechaba que lo nuestro era increíble, la verdad. No olvides que llevo un diario muy detallado. —Ya —dice ella, con la cara aún enterrada en la almohada. —Imagino que por eso anoche te sorprendió que quisiera hablar. —Sí. No puede resistirse a seguir provocándola. —Pasábamos más rato follando que durmiendo, ¿no? También había supuesto que ella estaba acostumbrada a que, cuando estaban juntos, pasaran las noches desnudos bajo las sábanas, no vestidos hablando durante horas de cosas transcendentales. Ella se da cabezazos contra la almohada y masculla algo que él no acaba de distinguir, pero le parece que ha dicho que él no solía dormir

mucho. Y tiene su lógica, porque Carlos tenía pesadillas a menudo y luego unas jaquecas espantosas. —Mírame —le dice él. —Ajá. —Nat —se le escapa el diminutivo, mientras la zarandea por el hombro. Ella se pone de lado y él se levanta sobre un codo para mirarla desde arriba. La agarra por la nuca y le acaricia la sien con el pulgar. —Ahora, en serio, ¿esto siempre está así de tranquilo por las mañanas? Hemos dormido menos de tres horas, pero me siento más descansado que en los últimos meses. ¡Años! —añade con una sonrisa socarrona. —Ya te he dicho que no dormías mucho, así que no, no era así, pero me gusta esto —dice, señalando al crío que tienen entre medias—. ¿Y a ti? —Sí, mucho. James baja el pulgar y la mirada a sus labios. Está pensando en besarla cuando a los dos les recuerdan que no están solos en la cama. Marc se mueve bajo las sábanas y le clava el codo a Natalya en el pecho. A ella parece haberle dolido. —¡Au! —exclama, frotándose la zona delicada. —Ven para acá, hijo —dice James, arrastrando al niño hacia sí—. ¿A qué hora se ha colado aquí? —A las cuatro y media, creo —bosteza ella—. Hoy voy a tener que echarme una siesta. —Yo me la echo contigo —dice él, bostezando también. Luego cae en la cuenta de que lo que ha dicho se puede interpretar de más de una forma y sonríe muerto de vergüenza—. Me refiero a que yo también la voy a necesitar. Natalya ríe en voz baja. —Ya lo he pillado. No me importa que duermas aquí conmigo. Se miran mientras la habitación empieza a llenarse de luz y los pájaros anuncian el nuevo día. Se cogen las manos por encima del cuerpecito dormido de Marc. —Gracias —le dice él. —¿Por qué? —pregunta ella. —Por no renunciar a mí y por convencerme de que no renunciara a ellos.

—¿A tus hijos? James asiente con la cabeza. —En México. —Yo sabía que los querrías. —Incondicionalmente. Se inclina para besarla. Un ruido estridente hace pedazos el momento. James se tensa. Marc protesta bajo las sábanas. —Perdón —dice Natalya, dándose la vuelta—. Espero una llamada del continente. Mira extrañada la pantalla y contesta con una pregunta. Luego se vuelve hacia James y le pasa el móvil. —Es para ti. Es Thomas.

Capítulo 28 CARLOS

Siete meses antes 27 de noviembre Puerto Escondido, México La señora Carla parecía inusualmente molesta por el calor seco. Le fastidiaban en particular las multitudes. El verano anterior, Julian la había convencido para que fuera a verlos durante las fiestas de noviembre, con lo que Carla había adelantado varias semanas sus vacaciones de siempre en Puerto Escondido. El campeonato de surf era ese fin de semana. Los turistas inundaban las playas, las calles y los restaurantes. Confiando en poder apartarla un poco del bullicio de la competición, del tráfico y del clima de ese día, la invité a la galería. Arriba, después de recoger los restos de una clase, decidimos pasar la tarde pintando. Por desgracia, mi aire acondicionado no funcionaba bien y los ventiladores del techo solo movían aire caliente y estancado. Carla miraba fijamente al infinito, con los ojos vidriosos y la piel acalorada. Se aireaba la blusa, de lino color flamenco fuerte, y se enjugaba el nacimiento del pelo y el cuello sudados con una toalla de manos doblada. Suspiró, exasperada, y soltó el pincel aún limpio para acercarse a las ventanas. Observó un momento a la gente que se arremolinaba abajo, luego abrió una de las ventanas. Entró en el estudio un olor a pescado recalentado al sol, fruta podrida y sudor, succionado por el aire acondicionado sobrecargado. Los gritos, las risas histéricas, la música acústica y el motor de una motocicleta perturbaron la tranquilidad del estudio.

El gesto de Carla se torció en una mueca de asco. Cerró de golpe la ventana. —¿Te gusta vivir aquí, Carlos? —Sí —contesté en español. Mojé la punta del pincel en el azul ultramarino y esparcí el color por el lienzo. La barquita de pesca que surcaba el mar azul iba cobrando vida poco a poco. Carla me miró desde el otro lado de la estancia, como pensando en convertirme en el modelo de su siguiente pintura. Enarqué una ceja. Ella se abanicó la cara con la toalla. —¿Por qué vives aquí? Este sitio es horrible. —¿Horrible? —dije con una carcajada. —¿Siempre has vivido aquí? Abrí la boca para decirle que no, pero vacilé. El pincel, cargado de pintura, quedó suspendido a escasos tres centímetros del lienzo. Empezó a temblarme la mano y lo solté. Carla esperó a que dijera algo. Aparte de Natalya, Imelda y Thomas, nadie más en Puerto Escondido sabía de mi pasado ni del trastorno que sufría. Ni siquiera mis hijos. Thomas me había advertido que no le desvelara a nadie mi verdadera identidad. Sin saber muy bien por qué (quizá porque Carla una vez había sido franca conmigo sobre su relación con el arte), quise contarle lo mío. —¿Puedo confiar en usted? —¿Qué clase de pregunta es esa? Pues claro que puedes. Soy tu… — Se interrumpió—. Soy tu amiga —dijo, señalándose. La miré un instante, pensándomelo, luego asentí con la cabeza. —Es mi amiga y le agradezco su compañía —le dije, luego reconocí —: Antes vivía en otro sitio. En California, para ser exactos. Carla hizo un pequeño aspaviento, se llevó los dedos nerviosos al cuello de la blusa y empezó a toquetearse el botón nacarado. —Tuve un accidente y no recuerdo nada de cuando vivía allí ni de la gente a la que conocía. No recuerdo nada de mí mismo. Mi verdadero nombre es James. Luego le hice un resumen de mi trastorno. El rubor que le teñía el cuello y el pecho se volvió blanco tiza. Se tambaleó un poco. Cogí un taburete y me planté a su lado en tres pasos. Se sentó y me agarró de los antebrazos.

—¿Por qué no quieres volver a California? No pintas nada aquí. —James no, pero yo sí. Y mis hijos también. —Me zafé con delicadeza de sus manos, acalorado yo también. Me corría el sudor por la espalda y se me pegaba la camisa a la piel. Me acerqué de unas zancadas a la pared del fondo y ajusté el termostato—. Este es nuestro hogar —dije, extendiendo los brazos para abarcar la sala y el pueblo que nos rodeaba, mientras volvía al lado de Carla. —¿Y tu familia de California? ¿No los echas de menos? Seguro que extrañas a tu madre —le dijo, susurrando esa última palabra. —Es difícil echar de menos a alguien a quien no recuerdas. —Hizo ademán de añadir algo, pero luego desvió la mirada. Miró por la ventana —. En cuanto a mis hermanos —proseguí, acercándome un taburete al suyo—, no me fío de ellos. Y tampoco sé si me fío de James. Se volvió hacia mí. —¿Cómo vas a confiar en nadie si ni siquiera te fías de ti? —Es que no conozco al hombre que se supone que soy. —Seguro que tu madre te echa muchísimo de menos y querría que volvieras a casa. —No sé si ella sabe que sigo vivo. Si lo sabe, ¿dónde está? —¿No quieres ir a averiguarlo? —No —dije con demasiada rotundidad. Cada cosa nueva que descubría sobre mi pasado aumentaba mis posibilidades de volver a ser el de antes y eso era algo que jamás estaría preparado para hacer. Regresé a mi sitio, metí los pinceles sucios en aguarrás y cerré bien todos los tubos de pintura. Un dolor insoportable me cruzó la frente. Gruñí. Cerré los ojos con fuerza y, con el índice y el pulgar, me pellizqué el puente de la nariz, a la altura de los lagrimales. Oí arrastrar una silla y un frufrú de ropas. —Los dolores de cabeza son por la fuga —me dijo Carla, de pronto a mi lado. Bajé la mano y la miré. —Creo que sí —contesté, aunque ningún médico me lo había confirmado. Puede que fueran una secuela de la sesión de hipnosis de Thomas. —Cada vez son peores —comentó preocupada.

—Los pude controlar un tiempo, pero últimamente, sí, son peores y más frecuentes y… —Me interrumpí. Agarré un pincel y tamborileé con el mango en la mesa. —¿Y qué? —me animó a seguir. —Tengo que contarle a Julian lo mío. —¿Por qué ibas a hacer una cosa así? —Tiene que saber qué hacer cuando olvide que es mi hijo y saber qué pasará si no quiero ser su padre. —Carla palideció aún más. Movió la boca como si quisiera decir algo—. Natalya adoptará a Julian y a Marcus — dije, antes de que me lo preguntara—. Se irán a vivir con ella. —¿A Hawái? Asentí con la cabeza. Un velo cubrió su rostro y me impidió ver su reacción. Paseó la mirada por todo el estudio y la posó finalmente en su bolso. Fue a buscarlo. —Si me disculpas, me voy a casa a descansar. La vi marcharse hacia la salida. —¿Carla? —Sus dedos largos y huesudos asieron el pomo de la puerta y giró la barbilla hacia mí—. ¿Ocurre algo? ¿La he disgustado de algún modo? Me miró con displicencia. Adiós a la mujer con la que mi familia había trabado amistad y a la que mis hijos veían como a una abuela. La reemplazó la señora a la que habíamos conocido en la playa hacía cinco años. —Estoy perfectamente. Hace demasiado calor en este estudio y estoy incomodísima aquí. Y se fue cerrando la puerta con delicadeza al salir.

Capítulo 29 JAMES

En la actualidad 29 de junio Hanalei, Kauai, Hawái y San José, California Como va justo de tiempo, James hace la maleta a toda prisa. Natalya entra en la habitación con dos tazas humeantes de café cuando él, que acaba de salir del baño, está tirando los artículos de aseo en la maleta hecha sobre la cama. —¿A qué hora es tu vuelo? —A las ocho cuarenta y cinco. —Tiene dos horas. —¡Uf! Hay que darse prisa —dice ella, dejando las tazas en el escritorio—. Tardamos por lo menos cuarenta y cinco minutos en llegar al aeropuerto. —He pedido un taxi. —¿Seguro? Al verla titubear, James levanta la vista de la maleta que está cerrando. Natalya se frota las manos. Lo mira nerviosa, luego mira la maleta. Se muerde el labio inferior y él se yergue despacio. —Voy a volver —le dice él en voz baja. —Lo sé, solo que… —Natalya aparta la mirada y pasea el dedo por el borde de una de las tazas de café que ha dejado en el escritorio. —¿Solo que qué? —¿Quedo fatal si reconozco que tengo miedo? James podría escribir un libro sobre quedar fatal. —No. —Porque él también tiene miedo—. Confía en mí, voy a volver. Mis hijos significan demasiado para mí. Y tú… Quiero volverte a

ver. Mucho. —Yo también quiero volverte a ver, pero no es eso lo que me preocupa. ¿Cuánto anotó Carlos en su diario sobre la conversación que yo tuve con la doctora Feinstein? —Lo suficiente, supongo. El fragmento era bastante extenso. Además, yo también he hablado con algunos expertos. —Entonces sabrás que la fuga puede volver a ocurrir. Se miran desde ambos lados de la habitación. —Sí. Aunque es poco corriente, hay casos documentados de personas a las que se les ha repetido el episodio no una vez, sino varias. De nuevo, él se quedará completamente en blanco y dejará a los que lo rodean sin otra cosa que tristeza y recuerdos de aquel que había sido antes. Por eso uno de los psicólogos que lo había evaluado le había recomendado terapia. Es posible que en su cabeza hubiera más conflictos que el miedo que Carlos sentía en sus pesadillas cuando Phil amenazaba con ir a por Aimee. Esas imágenes podrían representar un problema mayor en su pasado, posiblemente de su infancia, que su mente hubiera enterrado. Y ahí va, directo al hombre al que tanto él como Thomas consideran el desencadenante de su fuga. También creen que Phil quiso matarlo. Phil aún no lo ha confesado y, por suerte para él, James no se acuerda de casi nada. Esa mañana, menos de veinticuatro horas después de que lo soltaran, Phil se ha plantado en Donato Enterprises. Estaba allí cuando Thomas ha llegado a la oficina. Al principio, Thomas pensaba que Phil buscaba trabajo, pero, en realidad, buscaba a James, y parecía muy decidido a encontrarlo. No ha querido decirle a Thomas por qué y, cuando este le ha propuesto que cenaran los tres juntos esa noche, a Phil no le ha hecho mucha gracia. Lo que tiene que hablar incumbe solo a James. Por eso James tiene que ir a California antes de que Phil vaya a buscarlo a Hawái. Natalya parpadea rápidamente. Vuelve la cara. Él siente su desesperación como propia, en el centro mismo del pecho. Un puño imaginario que le estruja el corazón. Cruza la estancia y la abraza. —Voy a volver —le susurra en el pelo. —No tengo miedo de que no vayas a volver. Tengo miedo de que no te acuerdes de volver. Ese puño imaginario le suelta el corazón en el estómago.

—Si me ocurriera algo cuando vea a mis hermanos… Natalya niega con la cabeza. —No digas eso. Necesito convencerme de que no te va a pasar nada. Él se aparta para mirarla bien. Ella parpadea para deshacerse de las lágrimas. —Nat, cariño, la última vez que pensé en Phil, perdí seis años y medio. La última vez que pensé en Thomas, me hipnotizó sin mi consentimiento. —Debe ser realista con su situación. Debe estar preparado, mental y emocionalmente. Y Natalya también—. Mis hijos, Nat… Necesito que los protejas. Y si no volviera… —Vas a volver. Encontrarás la forma. Tengo que creer eso. Acuérdate de Stitch. Tú eres mi ohana. «Su familia». Y familia significa que estarán siempre juntos. James esboza una sonrisa. —Otra vez estás citando diálogos de Disney… A pesar de las lágrimas, Natalya esboza una sonrisa. —Protegeré a tus hijos. —¿Nos dejas? Se separan los dos de repente. Julian está muy tieso en el umbral de la puerta. ¿Cuánto habrá oído? Lo suficiente, a juzgar por el estofado de emociones que contraen su rostro: incredulidad, rabia, rechazo. Traición. Aprieta los puños a los lados. Mira a Natalya, luego la maleta que hay en la cama y después a James. —Sabía que nos dejarías. Te odio. Quiero que vuelva mi padre de antes. Sale disparado. Oye cerrarse de golpe la puerta del jardín trasero. Suena un claxon a la entrada de la casa. Ha llegado el taxi. James se pasa ambas manos por el pelo recién lavado. Mira la maleta y sale corriendo detrás de Julian. —James… —Natalya se interpone en su camino—. Vas a perder el vuelo. Ya hablo yo con él y le explico por qué te vas. Le diré que vas a volver. —No te va a creer. —Agarra la maleta de la cama y la pone en el suelo—. No creerá que voy a volver hasta que vuelva. —Pues asegúrate de volver —dice ella, y le entrega un sobre cerrado. —¿Qué es esto?

—Una carta para ti. De ti. A James se le tensa la piel del cuello. —¿De mí? —Me hiciste prometer que te la daría si encontrabas el modo de volver a mí. —¿Tú no la has leído? —No, pero me hablaste de ella una vez. Como los dos sabemos que existe una remota posibilidad de que vuelvas a olvidar, quizá la carta te ayude a encontrar el modo de volver con nosotros. Vete ya. El taxi te espera. James le acaricia la mejilla, recorre con los dedos su mandíbula y luego baja el brazo. Sale de la habitación y deja allí a Natalya y a sus hijos, quizá también sus recuerdos. James llama a Julian en cuanto aterriza en San José. Le salta el buzón de voz, así que cuelga y le manda un mensaje:

Llámame. También le manda uno a Natalya. Ella contesta enseguida. James ve los tres puntitos parpadear debajo de su mensaje mientras baja del avión. Cuando por fin le llega el texto, le dan ganas de besar el móvil.

Estamos en el St. Regis, nadando y almorzando con papá y con Claire. ¿Cómo están los niños? Marcus está genial: se lo está pasando en grande persiguiendo a papá por la piscina. Julian no habla con nadie, pero está aquí. Le envía una foto de Julian en una tumbona, con los auriculares puestos y la cara pegada a la pantalla del móvil. Lo que significa que ha visto su mensaje. Sí, aparece como leído. Le entra otro.

Se me ha olvidado decirte que te quiero. Te quiero. James se queda mirando el mensaje. Aimee le mandaba mensajes así a todas horas y él le contestaba lo mismo porque la quería más que a nada ni a nadie en el mundo. Era su único amor. Natalya le importa, pero aún lleva encima el anillo de compromiso de Aimee, por el amor de Dios. Con ese pensamiento, le arde el anillo en el bolsillo, como si el platino estuviera incandescente, recordándole su presencia. Salvo cuando se duchaba, corría o nadaba, no se ha separado de él en más de seis meses. Incluso lo llevaba en el bolsillo anoche, cuando estaba con Natalya. ¿Qué clase de hombre hace algo así? Uno que no está preparado para olvidar su pasado, eso está claro. Con los dedos suspendidos sobre el teclado, por fin le manda un mensaje y vuelve a guardarse el teléfono en el bolsillo.

Te llamo esta noche. James pide un taxi. No quiere volver a casa de sus padres, pero tiene un par de horas libres antes de reunirse con Thomas y Phil en el restaurante. Entra en esa casa rancia por la puerta principal. Suelta las maletas y va a la cocina a por un vaso de agua. Cruza el salón y detecta movimiento por el rabillo del ojo. —¡Santo Dios! —Se le pone el corazón en la boca. Thomas está repanchigado en el sofá, agitando un vaso de whisky con hielo. A James no le hace falta olerlo para saber que es Johnny Walker. —He encontrado una botella sin abrir en la biblioteca. Creo que es de cuando aún vivía papá. Pues llevaba un tiempo allí, porque hacía más de siete años que había muerto. —¿Qué demonios haces aquí? «¿Y cómo has entrado?». James había cambiado las condenadas cerraduras. Thomas bebe con parsimonia. —¿Has recordado algo de lo de México? «¿En serio? ¿De eso se trata?». —Algo. —¿Me puede ayudar?

—Lo dudo. Thomas resopla. —Una pena. James se adentra un poco más en el salón, cada vez más inquieto. —Fernando Ruiz está entre rejas. El cártel ya no es un peligro para mí, si es que alguna vez lo fue. Yo ya no puedo aportar nada a la investigación de la DEA porque el caso está resuelto. ¿Qué más da que lo recuerde o no? Thomas inspira hondo, inflando el pecho, luego habla despacio, marcando bien cada palabra y elevando la voz con cada frase. —Quiero saber lo que pasó en ese condenado barco y el papel que desempeñó Phil. Porque quiero que lo vuelvan a encerrar. Quiero que mamá le corte el grifo. Lo quiero fuera de nuestras vidas, joder. James siente un escalofrío. —¿Dónde está Phil? —Thomas escudriña el interior del vaso, lo inclina adelante y atrás—. Thomas, ¿que dónde está Phil? A James le suena el teléfono. Mira la pantalla. La imagen de Julian parpadea en ella. Le ve la cara a Thomas mientras contesta la llamada. A la vez, Thomas dice: «En Kauai» y, acto seguido, Phil lo saluda desde el otro lado de la línea. —Jimbo, ¡cuánto tiempo sin hablar! En la actualidad 30 de junio «Dios, nuestros vuelos se han cruzado». James pasea nervioso por la terraza. Está tan asqueado consigo mismo que le dan ganas de aullar. El miedo se lo está comiendo vivo. No ha cambiado, aunque los más de seis años en estado de fuga no le han servido de lección. Ha vuelto a subirse a un avión para perseguir a Phil hasta la otra punta del planeta y ha dejado a sus seres queridos a miles de kilómetros de distancia, desprotegidos. Tras varias llamadas telefónicas con las que le ha saltado directamente el buzón de voz y aún más mensajes sin contestar, por fin logra contactar con Natalya. Está en casa con los niños, gracias a Dios, no en el St. Regis, donde su «Buscar mi iPhone» sitúa el móvil de Julian.

—¿Cómo se ha hecho Phil con su móvil? James la oye hablarle a Julian. Vuelve a ponerse al poco. —Dice que se lo ha dejado sin querer en la habitación de Claire. Tu madre se los ha llevado arriba, a Marcus y a él, para que se ducharan y se cambiasen de ropa. Hemos almorzado tarde en el restaurante del hotel. Pero ahora están en casa. Gracias a Dios. —¿Quieres que vaya a buscarlo? —¡No! —exclama él, con el corazón desbocado—. Ni hablar. Tampoco vayáis allí mañana. Ya puestos, cierra bien todas las puertas y ventanas. Prométeme que os quedaréis allí hasta que vuelvas a tener noticias mías. Y no dejéis que mi madre vaya a veros. Dile que los niños y tú estáis ocupados todo el día. No quiero que se plante allí con Phil. —Pero ¿qué hace aquí? —pregunta ella—. ¿Qué quiere de ti? —No lo sé. —James se agarra la nuca—. Lleva empeñado en que nos viéramos cara a cara desde que se enteró de que seguía vivo. —Esto no tiene ningún sentido. ¿Por qué no te llama sin más? ¿Y cómo se ha enterado de lo tuyo? Tú me dijiste que Thomas nunca se lo contó. No quería que lo supiera nadie para que estuvieras a salvo en México. —Eso fue lo que me dijo Thomas. —¿Lo crees? James tarda solo un segundo en contestar. —En absoluto. —¿Se lo diría tu madre? —Prácticamente lo ha desheredado. No se hablan, que yo sepa. —Pues ahora sí —dice Natalya, señalando lo evidente. James suspira. —Lo único que se me ocurre que pueda querer es venganza. Está furioso, como yo. Los dos hemos perdido años de nuestra vida porque yo cometí la estupidez de entrar en un chiringuito a pesar de que me advirtió que no lo hiciera. —Tú nunca habrías estado en ese chiringuito si Phil no se hubiera aprovechado de su posición en Donato. Jamás habrías volado a México si él no hubiera abusado de Aimee. Sí, tú estabas furioso, pero la culpa es de Phil, no tuya. —No voy a permitir que le haga daño a nadie que me importe. Otra vez no. Prométeme que os quedaréis en casa hasta que vuelvas a tener

noticias mías. —James, un hombre que acaba de salir de la cárcel y no esperaba terminar allí para empezar no va a hacer nada que lo devuelva a su celda. Y un hombre que está deseando vengarse de sus hermanos tampoco volvería corriendo con su mamita, que casualmente quiere a esos hermanos a los que tú piensas que odia tanto. Thomas se reúne con él en la terraza. —Tengo que colgar. Por favor, prométeme que no saldréis de casa. —Te lo prometo. Ten cuidado, James. Te quiero. Sabe que ella quiere oír esas palabras, pero no se las puede decir, aún no. —Hasta mañana. —He reservado un vuelo directo a Kauai a primera hora —dice Thomas mientras James cuelga—. Aterrizamos a las diez y estaremos en el St. Regis a las once, once y media como mucho. James da golpecitos con la esquina del móvil en la barandilla de madera. Repasa mentalmente la conversación que ha tenido con Natalya. Ella se ha hecho las mismas preguntas que él. Thomas lo había convencido de que Phil despreciaba tanto a sus hermanos que iría a por James en cuanto se enterara de que seguía con vida. Thomas estaba segurísimo de que Phil había intentado matarlo, pero que no lo había conseguido y que, si lo recordara, él tendría las pruebas que necesitaba para mandar a Phil de nuevo a la cárcel. Además, ponía en peligro a James. Pero si Phil quería «silenciarlo», ¿por qué se había molestado en organizar aquella reunión? ¿Por qué no se había plantado en su casa directamente? —¿Qué está pasando, Thomas? ¿Qué quiere? —La respuesta a esa pregunta está encerrada en ese cerebrito tuyo, pero si quieres saber qué pienso yo, Phil va a hacer todo lo posible para no volver a la cárcel, aunque eso signifique amenazaros a ti y a tu familia para que guardéis silencio. Venga, vamos a dormir un rato. Mañana nos ocuparemos de él. No hay nada que podamos hacer ahora. James ve a Thomas entrar en casa. No está del todo de acuerdo con él, respecto a las amenazas o los intentos de asesinato. Será una intuición, pero Natalya ha dicho algo… ¿Qué clase de hombre volvería con su madre? Desde luego, uno que buscara venganza no.

James se mecía adelante y atrás. El mundo que lo rodeaba se balanceaba y el aire olía a agua salada, a pescado podrido y a sangre seca. Le dolía la nariz y le escocían tanto los ojos que no podía abrirlos. Una voz áspera le susurró al oído. —James. Despierta. —Lo zarandearon. Protestó. Sonó con fuerza un motor. Le vibraron los huesos. El agua salpicaba de un lado a otro. Tenía el pelo mojado y la ropa empapada—. Ya casi hemos llegado —oyó de nuevo la voz incorpórea—. Despierta. Tienes que estar preparado. Me van a obligar a matarte. Tienes que saltar cuando te lo diga y más te vale nadar como si te fuera la puñetera vida en ello. Vamos, James. Despierta… de… una… puta… vez. —Otro zarandeo—. Piensa en Aimee. Piensa en mí encima de ella. —James protestó. Aulló en lo más profundo de su mente. La rabia le envenenaba la sangre—. Eso es. Despierta, levántate y ponte como un energúmeno. Solo así sobrevivirás. —Dile que se levante —se oyó otra voz distinta, más ronca. —Estoy en ello, Sal. «Phil». —¡Levanta! Una bota le golpeó el costado. Ese era Sal, uno de los lugartenientes del cártel que estaba en el chiringuito. James gruñó. Abrió los ojos e intentó levantarse agarrándose a un cabo. Sintió un dolor inmenso en el brazo y cayó de rodillas. Unas manos lo agarraron y lo pusieron de pie. Se tambaleó y se asió al costado del barco, que subía y bajaba con la marea. El estómago le iba de un lado a otro, como un balancín. Inspiró hondo varias veces para no vomitar, luego levantó la vista y se topó con el cañón de un arma que empuñaba su hermano mayor. —¡Que te den! —espetó James. —No, hermanito, eso es lo que le voy a hacer yo a tu prometida. Sal se miró el reloj. —Llegamos tarde. Pégale un tiro ya y vámonos. A James se le puso el corazón en la boca. El arma se agitó. Siguió con la mirada la mano que la sostenía y llegó hasta el hermano que nunca debería haber sido un hermano. Algo brilló en los ojos de Phil. Un sentimiento fugaz le torció el gesto. En cuanto James lo identificó como remordimiento, Phil movió la boca sin hacer ruido: «¡Nada!». —¡Por el amor de Dios!

Sal le agarró la pistola. Se disparó. James no lo pensó dos veces. Cayó de espaldas, por la borda, al mar de un azul intenso. Las balas le pasaban rozando, dejando estelas largas y furiosas en el agua. Una le arañó la cadera y él dio un respingo. Le dolió más que el azote del cinturón de cuero de su padre. Lo sintió una y otra vez, luego alguien lo agarraba con fuerza del pelo y tiraba de su cuello hacia atrás. En vez del rostro de Phil, contraído de remordimiento, vio entonces la cara sudorosa y llena de manchas de su padre, Edgar Donato, un hombre que amaba a su esposa a pesar de la humillación y la vergüenza que ella había hecho recaer sobre la familia. Tampoco la dejó nunca porque valoraba más su posición en Donato Enterprises y el legado que proporcionaría a sus hijos. —¿Qué le has contado? —le gritó a James a la cara. Se refería a Aimee, la niña a la que había conocido esa tarde. Aún tenía la boca hinchada y dolorida del puñetazo que había dejado que le diera ese tal Robbie sin devolvérselo, pero, de pronto, inclinado sobre el escritorio de su padre, con los pantalones por los tobillos, lo de la boca era poco al lado de cómo tenía el trasero. —No le he contado nada, lo juro. —No te creo. —Zas—. Mis hijos no mienten y tú me estás mintiendo, lo sé. —Zas. El impacto del cinturón le subía por la espalda y le vibraba en los dientes. No aguantaba más. Tenía el trasero al rojo vivo y ya había perdido la cuenta de los golpes. Se preguntó si esa vez habría más que marcas. Juraría que olía a sangre. El cinturón volvió a sacudirle el trasero en carne viva y James sollozó. —¡Au! Para. Va-vale… —Reprimió un grito. Le diría a su padre lo que fuera con tal de que parase—. Me ha preguntado cuántos hermanos tenía. Le he enseñado dos dedos. No era mi intención. Ha sido un accidente. Le he dicho que solo tenía uno. De verdad, señor. Le he dicho que solo uno. Su padre tomó impulso con el brazo y el cinturón se agitó en su mano. James cerró los ojos con fuerza y se preparó. Se preguntó si uno podía desmayarse de dolor. Dios sabía que él no iba a aguantar mucho

más. Oyó el silbido del cuero antes de sentirlo. El azote lo hizo caer al suelo de rodillas. —¡Basta! Deja de hacerle daño. —James, hecho un ovillo en el suelo, con el trasero al aire, levantó la vista. Phil estaba encima de él, encarándose con Edgar—. Somos hermanos, te guste o no. Siempre lo vamos a ser, pero es a mí a quien desprecias. Pégame a mí. El padre de James soltó el cinturón. —Me das asco. ¡Fuera de mi vista! ¡Los dos! Phil se inclinó para ayudarle a levantarse y James le apartó la mano. Tendría que haberle dado las gracias, pero no sentía más que humillación. Se levantó solo y se subió los pantalones. Dios, ojalá jamás hubiera visto a su madre con su tío Grant. Los odiaba a ellos y odiaba a Phil. Phil era la razón por la que su padre los castigaba a Thomas y a él. ¿Por qué tenía que haber desenterrado la partida de nacimiento para encontrar la prueba? Phil era la razón por la que estaban en California. Phil era la razón por la que su padre le pegaba. Todo era culpa de Phil. —Tú no eres mi hermano —le dijo a Phil—. No te acerques a mí. «¡No te acerques!». —Despierte, señor. —«¡No te acerques!»—. ¡Despierte! James despierta sobresaltado. Parpadea y levanta la vista al rostro de una mujer a la que nunca ha visto antes. No la reconoce, ni nada de lo que hay a su alrededor. —¿Quién es usted? —le pregunta, jadeando. Ella frunce el ceño—. ¿Dónde estoy?

Capítulo 30 CARLOS

Siete meses antes 29 de noviembre Puerto Escondido, México «¿Cómo vas a confiar en nadie si ni siquiera te fías de ti?». La pregunta de Carla llevaba dos días atormentándome. Cuando me enteré de mi trastorno, estaba convencido de que siempre había sido Carlos. Ya llevaba diecinueve meses en estado de fuga cuando Aimee había aparecido. La verdad es que me negaba a creerlo. Aún no había digerido la enormidad de mi situación. Pasaron los días y los meses y también pasó esa certeza, que fue desvaneciéndose como la bruma sobre el mar al salir el sol. Con los dolores de cabeza, el desmayo y la charla de Natalya con la doctora Feinstein, quedó patente que mi mente estaba en proceso de recuperación. La cuestión ya no era si saldría de la fuga, sino cuándo, cómo y dónde. Esa incertidumbre me aterraba. Confiaba en que Natalya se encargaría de mis hijos. Los protegería y los criaría lejos de los Donato si, Dios no lo quisiera, James… o sea yo, no quería adquirir esa responsabilidad. Confiaba también en que Julian cuidaría de su hermano. Y confiaba en que él, a su manera rebelde de preadolescente, no solo me conduciría de nuevo a la paternidad, sino que conseguiría que quisiera ser padre. Era una enorme responsabilidad, pero Julian era un chico fuerte. Y contaría con la ayuda de su tía. Desde el día que había despertado en el hospital, hacía más de seis años, había tenido poca fe en nada, salvo en mi pintura, ni en nadie, salvo en mis hijos y en Natalya.

«Eres el mismo hombre», me decía ella constantemente. «El mismo cuerpo, el mismo corazón…, la misma alma». Mis jaquecas ya no respondían como antes a la medicación. Como Carla había observado, eran más frecuentes e intensas. Igual que las pesadillas. Me tenían encogido el estómago y desbocado el corazón hasta bien entrada la madrugada. Había llegado el momento de que me la jugara, de que tuviera un poco de fe en mí mismo, de que confiara en que el hombre que supuestamente era hiciese lo correcto. Abrí la caja de seguridad que había comprado en Internet. Dentro, metí mi certificado de matrimonio, el certificado de defunción de Raquel y las partidas de nacimiento de los niños. Añadí cedés con pruebas de diagnóstico e informes médicos, llaves, contraseñas de mi portátil, de los ordenadores de la galería y de las cuentas de iCloud, así como unos cuantos lápices de memoria que contenían otros documentos importantes y las páginas de mi diario hasta la fecha. Metí todo lo que se me ocurrió que pudiera ayudarme a comprender quién era, cómo había llegado a México, cómo vivía y a quién amaba. Esto último lo ilustré con una de mis fotos favoritas, de Natalya y los niños cogidos del brazo, con Playa Zicatela de fondo. Por último, escribí una carta y se la dirigí a James. Puse el sobre sin cerrar encima del anillo de compromiso de Aimee. Luego, con el corazón encogido y rezando todo lo que me sabía, cerré la caja, tecleé el código — la fecha de nacimiento de Julian— y fui a buscar a mi hijo mayor. Tenía que contarle una historia, aconsejarle lo que hacer cuando yo olvidara que era su padre y enseñarle a que me enseñara a serlo otra vez. Natalya me esperaba en la parte de atrás, sentada en el murete, mirando al mar, con la barbilla levantada al cielo nocturno. Las estrellas brillaban en el lienzo oscuro, con mayor intensidad por la luna llena. La brisa del mar le levantaba el pelo, una melena salvaje en la que yo quería perderme. Me empapé de aquella vista, absorbí hasta la última curva de su cuerpo para poder recordar los detalles cuando escribiera sobre ese día. Aún llevaba el biquini, después de una tarde bajo el sol mexicano. Los tirantes de color turquesa asomaban por debajo del caftán de lino blanco, cruzados alrededor de su cuello como los brazos de un amante.

Pensé en nuestro futuro y me pregunté cuántas más veces podría contemplarla con mis ojos. ¿Volvería a verla? Volaba a su casa al día siguiente, a ultimar algunos proyectos de fin de año antes de las fiestas navideñas. Una súbita emoción me indujo a acercarme a ella. Presintiendo mi presencia, se volvió hacia mí y me sonrió. Entrelazó sus dedos con los míos. —¿Cómo ha ido? —me preguntó. El viento me azotó la espalda y le alborotó el pelo. Le aparté de la cara unos mechones adheridos a los labios húmedos y se los enrosqué detrás de la oreja, paseando después los dedos por la línea de su cuello. Los seguí con la mirada y vi cómo se zambullían en el hueco de su clavícula y le caían por el pecho. —Está sobrepasado —le contesté. Julian había llorado, yo había llorado. Me había quedado con él hasta que se había dormido, más o menos. —Le surgirán las dudas cuando lo haya digerido. —Separó las rodillas y yo me instalé en el hueco—. Resolveré cualquier duda que me plantee. —Le besé suavemente la frente y ella me agarró de las caderas, arrimándome a su cuerpo—. Te quiero, Nat. —Yo también te quiero, Carlos. Siempre te querré, en cualquiera de tus manifestaciones. Me ardían los ojos y se me tensó la cara intentando contener las emociones aún a flor de piel por la larga charla que había tenido con Julian. Me llevé su mano al pecho y le susurré en los labios: «el mismo corazón», y la besé a conciencia. Entre besos, estando los dos acelerados, le hablé de las cosas que había metido en la caja de seguridad. —Me he escrito dos cartas. He metido una en la caja y la otra te la he mandado a ti. —¿A mí? —No la abras. Guárdala para James. Sobresaltada, se tensó bajo mis manos viajeras. —¿Qué dice esa carta? Le besé el cuello, saboreé la sal de su piel y recé para que, al final, todo saliera bien para nosotros dos y mis hijos. —Dice —empecé, desatándole el biquini—: «Querido James…».

Le conté lo que había escrito mientras le hacía el amor una vez más confiando en que no fuera la última.

Capítulo 31 JAMES

En la actualidad 30 de junio Hanalei, Kauai, Hawái Thomas se asoma por detrás de la azafata y se inclina sobre James. —¿Una pesadilla? Estabas asustando a los otros pasajeros. —¿Le apetece un café? —pregunta ella, poniéndole una mano en el hombro. James se estira la camisa arrugada y se incorpora en el asiento. —Sí, muchas gracias. Apenas ha dormido esa noche y, en cuanto el avión ha despegado, se ha quedado traspuesto. —Voy a por otro —le dice Thomas, enseñándole su bloody mary vacío. Se dirige al principio de la cabina de primera y deja que James se deshaga del agotamiento y la desorientación. Le tiemblan las manos, aún tiene el pulso acelerado. Esa pesadilla ha sido delirante. Llevaba años sin acordarse de su padre y de sus encuentros con el cinturón. Son recuerdos que es preferible olvidar, se dice, mientras busca el móvil en el equipaje de mano. Sus dedos topan con el sobre que le ha dado Natalya y saca eso en su lugar. Lleva su nombre escrito en el anverso. Es curioso que la letra de Carlos sea distinta de la suya, pero igual era de esperar. También pintan de forma diferente. Los bordes del sobre están muy estropeados, como si hubiera estado guardado en un cajón con muchas otras cosas. O a lo mejor Natalya lo había manoseado a menudo, preguntándose si tendría ocasión de dárselo.

Lo abre rasgándolo y desdobla el papel. El membrete de la parte superior es de «El estudio del pintor», la galería que vendió en Puerto Escondido. Perfectamente escrito en el papel está exactamente lo que Natalya le dijo que encontraría: una carta para él de él. Mientras lee, no paran de temblarle las manos y se compadece del hombre que, de algún modo, sabía que su tiempo se agotaba. Querido James: Estoy convencido de que, cuando has salido del estado de fuga y te has dado cuenta de que has perdido algo más que unos cuantos años de recuerdos, te has enfurecido con el mundo y has despreciado a tus hermanos. Tú querías estar con Aimee y probablemente me hayas odiado. Yo soy el tío que no ha querido recibir tratamiento médico. No he querido recordar quién era antes porque eso significaba olvidar quién soy ahora. Pero poco a poco he ido aceptando que es muy posible que termine saliendo de la fuga y vuelva a ser tú. También he conseguido entender que aquí está en juego algo más que el desprecio hacia ti mismo y la vergüenza que sientes por no haber sabido proteger a Aimee de Phil. Hay algo más hondo en tu pasado, porque lo veo a menudo en mis pesadillas. Debe de ser la razón por la que la fuga ha durado tanto. Te insto a que te reconcilies con tus errores del pasado, a que olvides a los que te han hecho daño y busques la paz en tu interior. Puede que descubras que, a pesar de lo que has perdido, has ganado mucho más: dos hijos increíbles y con muchísimo talento, una mujer que ha estado a tu lado muchos años y que te quiere más que a nada y la posibilidad de expresarte libremente a través de tu pintura. A lo mejor ya lo has hecho. Y a lo mejor ya has encontrado el camino de vuelta a casa. A fin de cuentas, estás leyendo esta carta. C.

James introduce en la cerradura la llave que su madre le ha dejado en recepción y abre la puerta que conduce a la suite de Claire. Phil está ganduleando en el sofá, con los brazos extendidos en el respaldo. Lleva una camisa hawaiana de color melocotón, bermudas blancos y chanclas. Aunque siempre ha sido el alto y delgado de los tres, es evidente que la cárcel lo ha cambiado. Unas arrugas profundas surcan un rostro que no ha visto el sol con regularidad y se le ha ensanchado la cintura y le clarea el pelo de la cabeza. El poco que le queda está salpicado de un gris apagado. Sorbe un cóctel espumoso de color amarillo con una sombrillita de papel azul y sonríe al verlos. James no sabe qué esperaba sentir al ver a Phil. Lo lógico habría sido experimentar la misma rabia que al verlo encima de Aimee o el pánico que le heló las venas cuando lo encañonó con una pistola y le ordenó que nadara como si le fuera la vida en ello. Menos mal que llevaba corriendo maratones desde la universidad y se había estado preparando para un triatlón. De lo contrario, no habría sobrevivido. Tampoco le habría extrañado sentir cierto rencor. A fin de cuentas, por ser Phil quien era y lo que era, él había sido víctima de incontables «sesiones de acondicionamiento» con su padre. Edgar Donato había conseguido compensar la manía que le tenía a Phil zurrándoles a Thomas y a él. Pero, desde luego, jamás había esperado sentir remordimiento. Phil no había pedido tener esos padres y nunca había querido más que lo consideraran un miembro respetado de la familia. En varias ocasiones había intentado hacer de hermano mayor y James se había mofado de él. Cuanto menos interactuara con Phil, menos probabilidades habría de que cometiera el error de considerarlo su hermano. Así se libraría de los azotes en el trasero. El hombre que Phil es hoy es el hombre en el que lo ha convertido su familia. Los accesorios —la rabia, la violencia y la malicia— son la armadura que llevaba no solo para sobrevivir en esa familia, sino también para dejarles bien claro lo que pensaba de ellos. —Hola, amigos —dice Phil en español, levantando la copa a la salud de sus hermanos—. Seguro que tú me has entendido —añade, señalando a James—. Me han dicho que has pasado seis años en México. Sabía que te gustaba aquello, pero, tío, te has pasado un poco. —¿Qué quieres, Phil? —le pregunta Thomas antes de que pueda hacerlo James.

—¿Que qué quiero yo? —Phil los mira a los dos. Da un sorbo lento a la bebida y se recoloca en el asiento—. Con vosotros, nada —dice, mirando en especial a James. —¿Y para qué nos has hecho venir aquí? —No ha sido él, he sido yo. Claire entra en la habitación como la matriarca regia que es. —Bienvenidos a la terapia familiar al estilo Donato —se burla Phil —. Una reunión familiar espléndida de cojones. —¡Cállate, Phillip! —Claire se sienta en el sofá, enfrente de él, envuelta en seda multicolor. Se estira el caftán para taparse bien las piernas—. El doctor Brackman llegará en treinta minutos. Es un psicólogo especializado en terapia familiar, muy recomendado. Le he hecho volar aquí esta mañana. —Vamos, no me jodas —espeta Thomas. Se quita la chaqueta y la tira al respaldo de una silla. Sus palabras y su tono reflejan perfectamente los sentimientos de James. Mientras Thomas se remanga y se acerca al minibar, la chaqueta resbala de la silla y cae al suelo. —Thomas, esa boca, por favor —dice Claire, recolocando los cojines que tiene al lado—. Vuestro padre falleció hace más de siete años, que Dios lo tenga en su gloria, y desde entonces no nos hemos vuelto a reunir como familia. Yo no compartía su postura en muchas cosas, ni sus métodos. Y es algo que debemos hablar. Hace una eternidad que no hablamos. —Una eternidad no es suficiente —dice Thomas, que se sirve un whisky, se lo bebe de un trago y se sirve otro. Le ofrece uno a James, levantando la botella. —No, gracias. James recoge la chaqueta de Thomas del suelo. Cae una cartera del bolsillo. Dobla la chaqueta sobre la silla y se lleva la cartera a la ventana. —Tengo algunas cosas que decir, Thomas, y me vais a escuchar — dice Claire con la autoridad de una madre—. Nunca estuve de acuerdo con la forma en que vuestro padre trató a Phil, porque él también es hermano vuestro, pero yo quería a vuestro padre tanto como al tuyo, Phil. Adoraba a mi hermano, lo idolatraba, esa es la verdad. De pequeña, no conviví mucho con él porque lo mandaron a un internado y luego a la universidad, pero, cuando volvió a casa, enseguida conectamos. Los dos sentíamos…

—Por Dios, mamá, ¡para! —dice Thomas, cortando el aire con la mano—. Dudo que ninguno de mis hermanos quiera oír eso. Yo, desde luego, no. Lo que sí me gustaría saber es dónde demonios estabas tú cuando papá nos pegaba… A la espalda de James, Thomas sigue esquivando las preguntas de su madre y esta se queja: por qué sus hijos no se pueden llevar bien, por qué no paran de hacerse daño unos a otros… Pues porque llevan mucho a sus espaldas. Nunca los animaron a que se trataran con respeto. Más bien al contrario, de hecho. James abre la cartera que contiene el carné de la DEA de Thomas. ¿Por qué no lo sorprende? Su papel como exportador a Centroamérica y Sudamérica lo coloca en la posición perfecta para ser los ojos y los oídos del Gobierno. Oculto a plena vista, como el propio Thomas le dijo a Carlos. Al otro lado de la ventana está la medialuna de la bahía de Hanalei. Los turistas salpican la playa como manchitas de pintura en un lienzo en blanco. Aunque no la ve, sabe que al final de la bahía está la casa de Natalya, escondida detrás de las palmeras. Ella está allí con sus hijos, esperándolo. Desea estar con ellos más que nada, sobre todo a medida que va aumentando la tensión entre sus hermanos y su madre. Levantan todos la voz, empeñados en que se les oiga más que a los demás. Él sabe que deben aceptar y superar lo mal que se han tratado unos a otros, pero en estos momentos, sus hijos son su prioridad. Quiere construir una vida para ellos, ahí, en Kauai. También quiere tener ocasión de conocer a la mujer que no se ha separado de su lado aun sabiendo que algún día la olvidaría. Ellos son su ohana. Pero le pesa el corazón y no sabe si podrá devolverle a Natalya el amor que ella le entrega desinteresadamente. Se pregunta si aún merece otra oportunidad con sus hijos después de todo lo que les ha hecho pasar. Ha cometido demasiados errores a lo largo de los años. Se agarra los músculos tensos del hombro y se mete la otra mano en el bolsillo. Con la yema del dedo, engancha el anillo de compromiso de Aimee. Sostiene a la luz el solitario de diamante. El aro de platino refleja una imagen distorsionada de la estancia que tiene a sus espaldas. Mientras ve a Thomas discutir con Phil y con su madre, todo se aclara.

Si hace una semana Aimee le hubiera dicho que quería presentar cargos contra Phil, él habría hecho todo lo que estuviera en su mano para asegurarse de que su hermano recibía la justicia que merecía. Seguiría haciéndolo. Pero Aimee había perdonado a James por la forma en que había manejado la situación. Había pasado página. ¿Cómo puede hacer él lo mismo? Ha tomado demasiadas decisiones que lamenta. Despreciar a Phil durante su juventud cuando debería haberlo querido como a un hermano. Mentirle a Aimee durante demasiados años. No confiar en que Thomas solucionaría el problema con Phil. Y seguir a Phil a México. Ese fue el mayor de sus errores. Uno que le ha costado todo y que, además, nunca podrá remediar. No sabe si podrá aceptar esos errores, lo que le hace pensar en la carta de Carlos. Repasa mentalmente su contenido y, entre líneas, encuentra la solución. Aunque debe perdonar a los que le han hecho daño y pasar página, sobre todo tiene que perdonarse a sí mismo. —¡Estuvo a punto de arruinar la empresa familiar e intentó asesinar a James! —brama Thomas a su madre—. ¿Espera que siga adelante como si nada? —Lo hecho, hecho está. Ya hemos perdido bastante —suplica Claire. —Yo salvé a James —se defiende Phil. —¡Chorradas! —le replica Thomas. —Es verdad —dice James. Tres pares de ojos se vuelven hacia él. Phil sonríe. Thomas lo mira boquiabierto. —Te acuerdas. —Llevo ya un tiempo recordando pequeños fragmentos, pero, sí, me acuerdo. —James esconde el anillo en el puño cerrado—. Estoy vivo gracias a que Phil me dijo que nadara y me indicó cuándo saltar. Había otro tipo en el barco. Fue él quien me disparó. Thomas tuerce el gesto, decepcionado. Estudia la moqueta blanca, con las manos en las caderas. —¿Estás completamente seguro de que no fue Phil? —pregunta al cabo de un rato—. ¿Y en la trastienda del chiringuito, oíste o viste algo? —No vi nada ni oí nada de Fernando Ruiz ni del cártel de Hidalgo que pueda servirte para el caso, si es eso lo que me preguntas. Me taparon la cabeza y les hice de saco de boxeo mientras me preguntaban por la

investigación de la DEA, de la que yo apenas sabía nada. No les era útil. Por eso se deshicieron de mí. Thomas hunde los hombros y su rostro se convierte en un paradigma de remordimiento. No habría sido necesario tener a James escondido. —En realidad, sí que vi algo relevante. Thomas levanta la cabeza, expectante, casi impaciente. James mira a Phil. —Mi hermano mayor me salvó la vida poniendo en peligro la suya. ¿Por qué, Phil? ¿Por qué no me pegaste un tiro? Phil se pasa la lengua por los labios. Mira a su madre y luego a James. —No podía hacerlo. Eres mi hermano. —Mira entonces a Thomas y a James, después le sostiene la mirada a su madre—. Desde que supe que eras mi madre, me he esforzado por ser hijo tuyo. —Claire hace un leve aspaviento y Phil se vuelve hacia Thomas—. En cuanto a lo que hice a Donato Enterprises, no pretendía que muriera nadie. Solo quería que os sintierais tan desposeídos como yo cuando me enteré de que no iba a heredar la empresa de mi padre. Y James, te lo juro —dice, volviéndose de nuevo hacia él—, te compensaré algún día. Incluso me disculparé con Aimee. Deja la copa con una mano temblorosa, el primer signo de vulnerabilidad que James le ha visto desde que se encontró a sus padres en el cobertizo. Phil aprieta el puño y vuelve a ponerse la máscara. Extiende el brazo con una floritura y hace una dramática reverencia. —Y esto, damas y caballeros, es lo que yo llamo progresar en una relación. Mamá, tu psicólogo se va a sentir muy orgulloso. Gracias por acordarte —le dice a James, sincero. James cruza la estancia y le entrega a Thomas su cartera. Se dedican una mirada cómplice. El secreto de Thomas está a salvo con él. James siempre quiso ser artista, desde niño, y Thomas, agente. Al menos él ha encontrado una forma de hacer las dos cosas: trabajar para la DEA y supervisar los negocios de Donato Enterprises. Luego deja el anillo de compromiso de Aimee en la mesa de centro. Claire lo mira fijamente. —¿Es ese el anillo que le regalaste a Aimee? Nunca fue lo bastante buena para ti.

—No, madre —responde él, dirigiéndose a la puerta—. Yo nunca fui lo bastante bueno para ella. Pero estoy intentando mejorar. Ella se vuelve de pronto. —¿Adónde vas? —A casa, con mi familia. Ah, una cosa más —dice, chascando los dedos al llegar a la puerta y señalando a Phil—. Me disculpo por cómo te traté cuando éramos críos, pero como se te ocurra ponerte en contacto con Aimee, ir a su café, comprar en el mismo súper que ella o susurrar siquiera su nombre, le serviré tus pelotas en bandeja a la policía local. —Puede que aún lo haga cuando hable del asunto con Aimee. James cierra despacio la puerta y abandona el hotel y toda la locura de los Donato. De vuelta a casa de Natalya, James hace una parada en el centro comercial de Princeville. Hace una foto del cartel de alquiler del escaparate del local vacío, luego se pasa por la papelería y compra montones de cosas, incluido un lienzo inmenso. Después pedirá más por Internet. También buscará información sobre la delegación de educación y sobre cómo dar de alta un centro educativo. Ya está atardeciendo cuando llega a casa de Natalya. Ha llamado antes y lo están esperando a la entrada de la casa. Marc se abalanza sobre él antes de que se haya bajado del todo del taxi. James lo abraza con todas sus fuerzas. El taxista abre el maletero y deja al descubierto todas las compras de James. —¡Hala! —exclama el crío, bajándose de los brazos de su padre. —¿Qué es todo esto? —pregunta Natalya al verlo sacar el lienzo. —Tengo una puesta de sol que pintar. Ella lo mira de pronto. Se tira del pelo y se le empañan los ojos. —¿En serio? —En serio. Él la estrecha en sus brazos y la besa con contundencia, asombrado de lo mucho que la ha echado de menos en solo unas horas, teniendo en cuenta lo poco que hace que se conocen en persona. Levanta la cabeza. Quiere ver a la mujer que se ha portado tan increíblemente bien con él. Natalya contrae el rostro de la emoción y le da

un puñetazo cariñoso en el hombro. —Maldito seas, me has hecho llorar. —Entonces, ¿no la pinto? —¡Ah, no! De eso nada. Me vas a pintar mi puesta de sol, que llevo años esperándola, y no te voy a dejar marchar hasta que termines. —¿Y si no tengo pensado marcharme? La cara de sorpresa de Natalya casi resulta cómica, hasta que se echa a llorar. James se emociona también y empieza a hipar. —Ven aquí, Nat —le dice, y la abraza con fuerza. —Por encima del hombro de ella, ve a Julian, que los observa con cautela—. Dame un segundo —le susurra al oído a Natalya. El niño bota despacio un balón de baloncesto, pero no hace ademán de acercarse. James percibe la batalla que libra en su interior. ¿Hablaba en serio su padre cuando le dijo que jamás lo abandonaría? James decide ponérselo fácil. Aunque abulta más que él, le pide a Marc que coja el lienzo y el pequeño lo lleva tambaleándose y haciendo reír a Natalya como una boba. Luego se acerca a Julian y le tiende los brazos. —Ven aquí, hijo. Julian da un paso, bota el balón y da otro paso. Al final, apretando los labios temblorosos, suelta el balón y se abraza a James. —Te quiero, papá.

Epílogo CLAIRE

Seis meses antes 17 de diciembre Puerto Escondido, México Claire Donato estaba harta del calor asfixiante de Puerto Escondido y del desfile interminable de hormigas por las paredes de su casa de vacaciones; de las quemaduras solares y de que la arena de la playa siempre se metiera por los sitios más inconvenientes, y de que sus nietos la llamaran señora Carla. ¡Qué nombre tan espantoso! Ni sabía por qué lo había elegido. No fue una decisión meditada. En ningún momento había tenido intención de interactuar con su hijo y sus nietos. Solo quería observar, ver con sus propios ojos lo que Thomas por fin le había confesado. Su benjamín estaba vivo, pero, para su seguridad, debía permanecer oculto a plena vista. «No interactúes, no te relaciones con él», le había dicho Thomas como si fuera agente de alguna organización gubernamental. Bueno, pues ya había ido a Puerto Escondido más veces de las que pensaba y le había seguido el juego a Thomas lo suficiente. Estaba harta y asqueada de mentir. Su hijo James —aunque él todavía no supiera que era su hijo porque seguía haciéndose llamar por ese ridículo nombre de Carlos — había conseguido que ella volviera a pintar. Lo menos que podía hacer cualquier buena madre era devolverle el favor. Había llegado el momento de llevárselo a casa. Había consultado a un especialista que le había dicho que lo que James necesitaba era enfrentarse al desencadenante de la fuga. Si Thomas estaba en lo cierto, Phil era ese desencadenante. James debía plantarle cara

a su hermano porque la hipnosis no había funcionado. Ya le había dicho a Thomas que no funcionaría, pero no la había creído. Y, por su estúpido complot, era muy posible que ella no volviera a ver a sus nietos. Carlos no se fiaba de la familia de Claire. Quería que Natalya adoptara a sus hijos. No podía permitir que eso ocurriera. Jamás. Claire encendió el portátil, abrió Skype y aceptó la llamada de California Men’s Colony, la cárcel donde cumplía condena su hijo Phil, para charlar con él como todas las semanas. Detestaba aquellas llamadas, previamente concertadas y con límite de tiempo, pero una madre ha de hacer lo que ha de hacer. Todos sus hijos eran igual de importantes para ella. Ojalá se llevaran bien entre ellos. En cuanto empezó la videollamada, saludó a su hijo y se excusó un momento para ir a por un vaso de agua, porque hacía un calor espantoso y tenía la garganta seca, pero no fue a la cocina. Se quedó escondida en el pasillo, esperando a que llegara Carlos. Lo había llamado hacía unos minutos para pedirle ayuda porque, según ella, no le funcionaba la conexión inalámbrica. Sí, era mentira, pero era por el bien de la familia. James se lo agradecería después.

Epílogo CARLOS

Seis meses antes 17 de diciembre Puerto Escondido, México Carlos entró por la puerta corredera de cristal como hacía siempre cuando iba a casa de su vecina. —¿Señora Carla? —la llamó. Sonaba música clásica muy bajita. Unos jarrones de flores frescas del mercado local coloreaban la estancia y perfumaban el aire artificialmente frío de la casa, del mismo modo que lo hacía el leve olor químico a pintura. Carla había estado pintando. —¿Carla? —volvió a llamarla. Oyó un ruidito en la otra habitación, como de un bolígrafo golpeteando un escritorio. Siguió el sonido por el salón hasta el despacho. Carla no estaba allí, pero su portátil estaba encendido y abierto en el escritorio. Comprobaría rápidamente el asunto de la conexión inalámbrica y le dejaría una nota. Ya llegaba tarde a una reunión con un cliente en la galería. El alcalde le había encargado una obra para el ayuntamiento. Carlos movió el ratón sin darse cuenta de que Skype estaba abierto y con una videollamada activa. Al otro lado había un hombre vestido con un mono naranja, recostado en la silla y con una pierna en la mesa. Miraba al techo mientras tamborileaba con los dedos en el brazo de la silla. ¿Dónde andaba Carla? No podía haber ido lejos, teniendo en cuenta que estaba hablando por Skype. Era evidente que ya había conseguido que le funcionara la conexión. A lo mejor el tipo con el que hablaba sabía adónde había ido.

—¿Hola? —dijo en español. El hombre bajó la barbilla y miró a la pantalla con los ojos entornados. —¿James? —le contestó, confundido y boquiabierto. Carlos se apartó bruscamente. Le dio un vuelco el corazón. El tío de naranja bajó la bota al suelo con un fuerte estrépito y se inclinó hacia delante, llenando la pantalla con su cara y sus hombros. Soltó un grito. —¡Eres tú! Carlos vio entonces el nombre del hombre estampado en su pecho derecho: DONATO, P. «Phil». El nombre aterrizó de pronto en la cabeza de Carlos. El miedo, ácido y tóxico, le inundó las entrañas. Phil gritó de nuevo y dio un golpe en la mesa con la mano abierta. Su imagen botó en la pantalla. Con las manos juntas en posición de rezo se tapó la nariz y la boca y abrió muchísimo los ojos a ambos lados de los dedos. —¡Estás vivo! ¡Estás vivo, joder! —Carlos apretó la mandíbula y cerró los puños y su miedo se transformó en una rabia que no alcanzaba a comprender. Un dolor intenso le estalló en la cabeza y lo dejó mareado y viendo estrellitas—. Thomas, cabronazo —dijo Phil, más para sí que otra cosa—. Me dijo que habías muerto —le explicó, señalando con un dedo a la pantalla—. Dios, es un milagro que sobrevivieras, teniendo en cuenta lo lejos que estábamos de la orilla. Jo, tío, cuando te pedí que saltaras, con la cara destrozada, pensé que no volvería a verte. Menuda paliza te dieron. Sal, ese títere que estaba con nosotros en el barco, me quitó la pistola y te disparó, tío. ¡Te disparó él! Phil siguió divagando y se levantó de un salto de la silla para acercarse más a la pantalla. Carlos tenía los ojos como platos, el dolor de cabeza era insoportable. Se tambaleó. —Yo no pensaba usarla. No iba a matarte. Ni hablar, tío. Aunque me hubieras tratado toda la vida como a una mierda, yo nunca habría intentado matarte. Los hermanos no se hacen eso. Te dije que nadaras. Te avisé de cuándo saltar. Te salvé el culo, te salvé. Sal te habría matado. Pero yo no. No habría podido apretar el gatillo. No habría podido. —La saliva salpicaba la pantalla y le daba a sus labios un brillo poco natural. Se dejó

caer de nuevo en la silla y suspiró hondo—. Además, mamá se habría desecho de mí si te hubiera hecho daño, más aún después de lo que intenté con Aimee. Tío, eso estuvo mal. Pero, joder, la familia entera me machacaba. Estaba harto de que me tratarais como a una mierda. Lo entiendes, ¿verdad? Carlos sintió náuseas. Se dobló hacia delante, con las manos en las caderas y exhaló unas cuantas veces. Empezó a jadear. —Me alegro mucho de verte, tío —siguió Phil—, muchísimo. — Carlos levantó la cabeza, aún doblado, y lanzó una mirada asesina al portátil. Phil se acercó de nuevo a la pantalla y la escudriñó, con los ojos entornados—. Estás distinto. Te han arreglado la cara, como cuando Racer X, de Speed Racer, se hace la cirugía plástica. Dios, es que la tenías como un cromo la última vez que te vi. Te dejaron un ojo casi cerrado del todo. ¿Cómo pudiste nadar así? Ahora que lo pienso, ¿cómo llegaste a la orilla? —Carlos respiraba con dificultad. Se clavó los dedos en las rodillas—. Espectacular de cojones, tío —añadió Phil, rascándose la mejilla—. Aún me cuesta creer que te esté viendo. Yo pensaba que habías muerto y ahí estás, en carne y hueso. Por cierto, ¿qué haces tú ahí? ¿Has estado todo este tiempo en México? —dijo con un aspaviento. Carlos apretó los dientes. Le brotaba el sudor por todos los poros de su ser. Tenía calambres musculares. Le temblaba el cuerpo entero. Se irguió y miró el portátil desde arriba. Phil le silbó. —Tío, te veo más cabreado que una mona. Debes de estar furioso conmigo, pero oye… soy un hombre nuevo —dijo, levantando ambas manos en señal de rendición. Asumo la responsabilidad de todo, incluido lo que le hice a tu prometida con estos deditos. —Meneó los dedos, luego se aclaró la garganta—. Uy, exprometida. Estaba un poco mal de la cabeza por aquel entonces. —Se señaló la sien, luego dio una palmada—. ¿Sabes qué? Que cuando salga de aquí, te voy a compensar. Te debo una gorda. Me has ayudado a ver la luz, por así decirlo. Te buscaré y podemos… Carlos bramó. Agarró el portátil y lo lanzó contra la ventana. El cristal se hizo añicos. Miró furioso alrededor, jadeando, apretando los puños. A casa. Tenía que irse a casa. Y aquel sitio no era su casa.

Epílogo JAMES

En la actualidad 31 de julio Hanalei, Kauai, Hawái James llena otro cubo con la ayuda de Marc y lo vuelca. Lo levanta despacio para que la arena húmeda conserve su forma. —Pon uno aquí, papá —dice Marc, señalando el extremo del castillo que han construido juntos. —Ya lo tienes, hijo. Con la pala, James vuelve a echar arena en su cubo. Después de montar el segundo torreón, James estira el cuello y mira a lo lejos, donde Natalya y Julian están surfeando. Las olas son potentes, debido a una tempestad. «Perfectas para surfear», les ha dicho Julian. Probablemente hoy sea la última tarde que Julian surfee en un tiempo. Llevan más de un mes en casa de Natalya. Gracias al mercado inmobiliario de Silicon Valley, su casa de Los Gatos se ha vendido enseguida y muy por encima de lo que pedían. Debería empezar a buscar piso, pero ha estado bien vivir con Natalya. Se llevó sus cosas a la habitación de ella hace varias semanas y ella quiere que se muden allí permanentemente. Aún tienen que hablar del siguiente paso en su relación y él quiere hacerlo cuanto antes, porque lo ilusiona pensar en un futuro con ella y le despierta emociones, de las buenas, donde importa. Las obras de la galería empiezan en unas semanas. Mañana los niños vuelven al colegio. Pronto sus tardes de juegos y surfeo en la playa se llenarán de deberes y entrenamientos de fútbol. Hasta Marc, que entrena este año por primera vez, ha mostrado interés por jugar.

James inspira hondo la brisa marina. En poquísimo tiempo, ha cambiado de nombre, de relaciones, de hogar y de país, pero su estilo de vida sigue siendo el mismo. Vuelven a la rutina diaria y, después de todo lo que han pasado, a él le parece perfecto. Julian y Natalya reman con los brazos, dirigiéndose a la parte más complicada de la ola que se avecina. El agua se alza por debajo de ellos y, como sincronizados, se ponen de pie de un salto y descienden con las tablas por la cara de la ola. James se levanta a mirar, conteniendo la respiración mientras se protege los ojos del resplandor del sol. Natalya una vez le describió el surf como una de las mejores sensaciones del mundo. Aparte del sexo, claro. Es como estar en la cima del mundo y ser parte del océano al mismo tiempo. —¿Esa es su mujer? James mira hacia abajo, sorprendido de encontrarse a una mujer menuda plantada a su lado. Su vestido de algodón blanco ondea al viento y le baila alrededor de los tobillos. Se lleva una mano a la cabeza para que el sombrero de ala ancha no salga volando. Unas gafas grandes y redondas de montura blanca le protegen los ojos del sol de última hora de la tarde. El pelo platino le revolotea por las mejillas. Sonríe a James y él le devuelve la sonrisa sin querer. —Aún no —contesta él, volviéndose hacia Natalya—. Algún día, quizá. Y la idea lo inquieta, lo ilusiona y lo tranquiliza, todo a la vez. Piensa en la carta que le escribió Carlos. A veces le vienen a la memoria sus palabras en momentos inesperados, a modo de recuerdo sutil de la vida tan maravillosa que tiene ahora. El último deseo de Carlos fue que encontrase el modo de volver a los brazos de Natalya. Y lo ha hecho. Además, le está gustando volver a enamorarse de ella. —Lo dice como si pudiera ver el futuro —bromea la mujer. —Mucho mejor de lo que veo mi pasado —replica él, aunque no espera que esa desconocida lo entienda. —Sé cómo ayudar a la gente a redescubrir su pasado. Lo recorre un escalofrío que lo deja algo alterado. —¿Qué es usted, psicóloga? James sabe que necesita terapia, pero ¿tan evidente es? Ella le dedica una sonrisa de complicidad. —Soy amiga.

—¡Abuela! ¡He encontrado un cangrejo, mira! La mujer que tiene al lado sonríe. —Esa es mi nieta —dice, señalando con la barbilla hacia una niña que escarba en la arena donde la marea besa la playa. La pequeña vuelve a hacerle una seña con la mano. —¡Voy! —le grita ella y luego se mete una mano en el bolsillo—. Creo que conoces a alguien a quien le podría venir bien esto, James. Me ha estado buscando —dice, antes de darle una tarjeta, bocabajo. James se agarrota al oírla llamarlo por su nombre y la observa mientras se reúne con su nieta. Ceñudo, vuelve la tarjeta. Lacy Saunders Asesora e investigadora psíquica Asesinatos, desaparecidos y misterios sin resolver Le ayudo a encontrar las respuestas que busca. —¡Papá, papá!, ¿has visto eso? James levanta la cabeza y sonríe a Julian. Se guarda la tarjeta en el bolsillo para no verla, pero no se olvida de ella. Con las tablas bajo el brazo, Julian y Natalya avanzan por la arena hacia donde están Marc y él. Agotados y chorreando, las sueltan y se sientan. —No puedo con mi alma —ríe Natalya, tirándose de espaldas en la arena, con los brazos en cruz. James sorprende a Marc por la espalda y, agarrándolo de la cintura, se lo sube a hombros. Marc chilla y sacude las piernas. James ríe y, con Marc retorciéndose en sus hombros y el corazón contento, se reúne con el resto de la familia.

NOTA DE LA AUTORA En enero de 2016, la CNN informaba de las cifras de la lucha del Gobierno mexicano contra el narcotráfico, que combatían incansablemente desde 2006 y que, según esos informes, entre 2006 y 2015, se había cobrado al menos ochenta mil víctimas. Los cárteles de la droga siguen haciéndose con nuevos territorios y muchas muertes relacionadas con el narcotráfico no se llegan a comunicar. Además, el número de desapariciones es cada vez mayor. Aunque México siempre ha tenido un programa de protección de testigos, no fue hasta 2012 cuando el presidente, Felipe Calderón, aprobó una medida oficial para la ampliación de los beneficios del programa. Para favorecer su protección, las víctimas y los testigos de delitos pueden ahora disponer de nuevas identidades.

AGRADECIMIENTOS Este libro es para todos y cada uno de los lectores de La vida que soñamos, por acompañar a Aimee en su búsqueda de James y de sí misma. Gracias por leerme y compartir mi pasión por esta trilogía. Espero que os haya gustado la historia de James y que podáis respirar tranquilos: al final, todo termina bien para él. Los escritores conforman una red tremenda. Siempre hay algún experto a quien preguntar en alguna parte. Agradezco mucho a todos esos escritores y abogados sus conocimientos o su ayuda para localizar los recursos adecuados: Kasey Corbit, Matt Knight y Catherine McKenzie. Gracias por contestar a mis disparatadas preguntas sobre blanqueo de dinero, embargos, custodia infantil, inmigración y leyes extranjeras de adopción. Todos los errores son míos y solo por el bien de la historia. Gracias a mi querida amiga y crítica Orly Konig-Lopez, por las llamadas y los correos electrónicos cuando recopilaba ideas en las primeras fases de este libro. A Michele Montgomery, gracias por descubrirme a Matt Knight y su blog Sidebar Saturdays. A Ladies of the Lake y Tiki Lounge, vuestro entusiasmo y vuestro apoyo no deja de asombrarme. Os agradezco cada mensaje de texto, cada correo electrónico y cada videollamada por Skype para animarme. Habéis conseguido que no deje de escribir. A Kelli Martin, gracias por tus consejos editoriales, tus llamadas de «buenas noticias» y tus correos repletos de emojis que me hacen reír y valorar lo mucho que disfruto trabajando contigo. A Gabriella Dumpit, gracias por mandarme flores cuando me aventuré a entrar en el infierno de la sinopsis. A Danielle Marshall, Dennelle Catlett y todo el equipo de Lake Union, gracias por todo el respaldo publicitario que dais a mis proyectos. Muchas gracias a mi agente, Gordon Warnock, y a Fuse Literary Agency por todo lo que hacéis en mi nombre y en especial por las capturas de pantalla que me mandáis con el «¡Guau!» en rojo cuando mis libros

escalan puestos en las listas de ventas. ¡Me encantan! Este viaje ha sido increíble y os lo agradezco muchísimo. A mis padres, a quienes dedico este libro: gracias por creer en mí y, mamá, gracias, por recordarme de vez en cuando que una vez te dije que algún día escribiría un libro. Ese día ha llegado y aquí seguimos. ¡Os quiero a los dos! Por último, aunque no por ello menos importante, gracias a mi marido, Henry, por ayudarme a seguir con los pies en la tierra y mantener (más o menos) la cordura. Os quiero muchísimo, a ti y a nuestros hijos, Evan y Brenna.
La Vida que Dejamos Kerry Lonsdale

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