Solo un juego

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Sólo un juego Nora Roberts

Sólo un juego (2010) Título Original: Rules of the game (1984) Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Top Novel 97 Género: Contemporáneo Protagonistas: Parks Jones y Brooke Gordon

Argumento: Parks Jones era insufrible y Brooke Gordon ardía en deseos de pinchar el globo de su ego. Por desgracia, también era brillante… y el protagonista de una campaña publicitaria que Brooke debía dirigir. Y ahí era donde estaba el problema. Para colmo, Brooke se sentía intensamente atraída por él, aunque no pensaba reconocerlo. Parks, sin embargo, tenía otros planes y estaba dispuesto a romper algunas normas para convencerla de que para él el amor no era sólo un juego. Era para siempre.

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Capítulo 1 1984

—Un jugador de béisbol. Genial —Brooke bebió un largo trago de café solo, se recostó en su silla de cuero, suave como un guante, y frunció el ceño—. Me encanta. —No hace falta que te pongas sarcástica —contestó Claire suavemente—. Si de Marco quiere utilizar a un deportista para publicitarse, ¿qué más te da a ti? —miró distraídamente el grueso anillo de oro de su mano derecha—. A fin de cuentas — prosiguió en tono seco—, vas a ganar un montón de pasta dirigiendo los anuncios. Brooke le lanzó una de sus miradas más características. Sus ojos grises, directos e implacables, se clavaron en las pupilas de color azul claro de la más mayor de las dos. Uno de sus mayores talentos, y quizá su arma más eficaz, era su capacidad para mirar fijamente a cualquiera, ya fuera el presidente de una corporación o un actor temperamental. Había desarrollado tempranamente aquella táctica para defenderse de su propia inseguridad, y desde entonces la había refinado hasta convertirla en un arte. Era un arte, sin embargo, que no impresionaba a Claire Thorton. A sus cuarenta y nueve años, Claire dirigía una empresa multimillonaria que ella misma había fundado a base de ingenio y agallas. Hacía las cosas a su manera desde hacía casi un cuarto de siglo, y así pensaba seguir. Conocía a Brooke desde hacía diez años, desde que, siendo una advenediza de dieciocho años, se las arregló para conseguir un empleo en Thorton Productions. Después la había visto abrirse camino poco a poco, de recadera a jefe de eléctricos, y de jefe de eléctricos a ayudante de cámara, y de allí a directora. Claire nunca se había arrepentido del impulso que la llevó a encargarle su primer anuncio de quince segundos. La intuición había sido la base de su éxito con Thorton Productions y lo que le había permitido percibir el agudo talento de Brooke Gordon. Además, Claire la conocía, la comprendía como muy pocas personas. Quizá fuera porque compartían dos rasgos básicos: ambición e independencia. Pasado un momento, Brooke transigió con un suspiro. —Un deportista —masculló otra vez mientras recorría su despacho con una mirada. Era una habitación pequeña, de paredes anaranjadas cubiertas de fotos fijas sacadas de sus anuncios. El sofá de dos plazas, retapizado en pana de color chocolate, era lo bastante incómodo como para no alentar largas visitas. La silla, de respaldo acolchado, la había comprado en un mercadillo callejero, junto con una mesa baja que se escoraba ligeramente a la izquierda. Brooke se sentaba tras un escritorio viejo y rayado cuyo cajón no cerraba del todo. Había sobre él montones de papeles, un flexo y un surtido de bolígrafos desechables y lápices rotos. Los bolígrafos y los lápices estaban embutidos en un

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jarrón de Sevres. Tras ella, en la ventana, una difenbaquia agonizaba lentamente en un tiesto de barro de factura exquisita. —Maldita sea, Claire, ¿por qué no puede ser un actor? —Brooke levantó las manos en el único gesto teatral que se permitía y apoyó luego la barbilla en ellas—. ¿Sabes lo difícil que es conseguir que un futbolista o una estrella del rock diga una sola línea sin que se quede rígido o sobreactúe? —soltó un murmullo de fastidio que no admitía comentario alguno y empujó los papeles, formando con ellos un montón semiordenado—. Con una sola llamada a una agencia tendría un centenar de actores cualificados desfilando por aquí, ansiosos por conseguir ese trabajo. Claire se quitó una mota de pelusa de la manga de su traje de lino rosa. —Ya sabes que las ventas aumentan si en un anuncio sale un nombre conocido o una cara famosa. —¿Un nombre conocido? —replicó Brooke—. ¿Quién ha oído hablar de Parks Jones? Qué nombre tan ridículo —masculló para sus adentros. —Todos los aficionados al béisbol de este país —la suave sonrisa de Claire convenció a Brooke de que era inútil discutir. Así pues, se preparó para seguir discutiendo. —Queremos vender ropa, no bates de béisbol. —Ocho Guantes de oro —prosiguió Claire—. Un promedio de tres veinticinco desde que comenzó su carrera. Esta temporada encabeza la lista de los mejores bateadores de la liga profesional. Y ha sido el tercer base del partido de las estrellas ocho temporadas seguidas. Brooke entornó los ojos. —¿Cómo sabes tantas cosas? Tú no sigues el béisbol. —Pero hago mis deberes —una fría sonrisa asomó a la cara redonda e impecable de Claire. Jamás se había hecho un lifting, pero respetaba religiosamente sus visitas a Elizabeth Arden—. Por eso soy una productora de éxito. Ahora, más vale que hagas los tuyos —se levantó lánguidamente—. No hagas planes, tengo entradas para el partido de esta noche. Los Kings contra los Valiants. —¿Quién? —Haz tus deberes —le aconsejó Claire antes de cerrar la puerta del despacho. Exasperada, Brooke soltó un exabrupto y giró la silla para contemplar sus vistas de Los Angeles: edificios altos, cristales relucientes y coches atascados. Había tenido otras vistas de la ciudad durante su ascenso profesional, pero siempre más cercanas al nivel de la calle. Ahora contemplaba Los Angeles desde el piso veinte. La distancia equivalía a éxito, pero Brooke no se detenía a pensar en ello. Hacerlo la habría animado a pensar en el pasado, cosa que evitaba escrupulosamente. Recostada en la amplia silla, se puso a juguetear con el extremo de su trenza. Tenía el pelo del cálido color rojo con reflejos dorados que los pintores se esforzaban por inmortalizar. Era largo, abundante e indomable. Brooke era lo bastante femenina como para no querer cortárselo y lo bastante práctica como para recogérselo durante

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las horas de trabajo en una gruesa trenza que ahora le caía por la espalda de la fina blusa de seda, hasta más allá de la cinturilla de los vaqueros azules y desgastados. Sus ojos tenían una expresión pensativa mientras rumiaba las palabras de Claire. Tenía las pupilas de un gris brumoso, párpados alargados y pestañas del mismo tono sutil de su cabello. Rara vez pensaba en oscurecerlas. Su piel era del delicado tono de rosa marfil que exigía su melena. Su fragilidad, sin embargo, acababa ahí. Su nariz era pequeña y afilada, su boca ancha, su barbilla agresiva. Era una cara inquietante: bella un instante y austera al siguiente, pero siempre implacable. Se había puesto una ligera pincelada de carmín rosa, pendientes de esmalte baratos y una rociada de perfume de a doscientos dólares el frasco. Pensó en la cuenta de Marco: vaqueros de diseño, ropa deportiva de lujo y suave cuero italiano. Habían decidido sacar sus anuncios de las satinadas páginas de las revistas de moda para llevarlos a la televisión; de ahí que hubieran acudido a Thorton Productions y, por lo tanto, a ella. Era un sustancioso contrato de dos años, con un presupuesto que le permitía toda la libertad artística que pudiera desear. Brooke se decía que se lo merecía: había tres premios Clio en la estantería del rincón, a su derecha. No estaba mal, se dijo, para una mujer de veintiocho años que había llegado a Thorton Productions con un título de bachillerato, mucha labia y manos sudorosas. Y doce dólares con cincuenta y tres centavos en el bolsillo, se recordó, y enseguida hizo a un lado aquella idea. Si quería la cuenta de Marco (y la quería), tendría que hacer que el jugador de béisbol funcionara. Con una expresión amarga, giró de nuevo la silla para ponerse de cara a la mesa. Levantó el teléfono y marcó dos teclas. —Tráeme todo lo que tengamos de Parks Jones —ordenó mientras quitaba papeles de en medio—. Y pregúntale a la señora Thorton a qué hora la recojo esta tarde.

A menos de seis manzanas de allí, Parks Jones se metió las manos en los bolsillos y miró con enfado a su agente. —¿Por qué dejé que me metieras en esto? Lee Dutton esbozó una sonrisa que dejaba entrever unos dientes ligeramente torcidos y un montón de encanto. —Porque confías en mí. —Ése fue mi primer error —Parks observó a Lee: un tipo no muy guapo, de cara redonda, poco pelo e inquietantes ojos negros. Sí, confiaba en él, pensó; incluso le caía bien aquel astuto diablillo, pero…—. Yo no soy modelo, Lee. Soy tercera base. —No vas a posar —contestó Lee. Al cruzar las manos, el sol brilló en la pulsera de su fino reloj suizo—. Vas a hacer un anuncio. Los jugadores de béisbol llevan haciéndolos desde que se inventó la primera maquinilla de afeitar.

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Parks soltó un bufido y empezó a pasearse por el limpio y ordenado despacho de diseño oriental. —No es un anuncio de maquinillas de afeitar, ni de guantes de béisbol. Es un anuncio de ropa, por el amor de Dios. Me voy a sentir como un imbécil. «Pero no lo parecerás», pensó Lee mientras sacaba un delgado y fragante cigarrillo. Al encenderlo observó a Parks por encima de la llama. Su cuerpo larguirucho y desgarbado era perfecto para de Marco, lo mismo que su rubio aspecto inconfundiblemente californiano. El rostro flaco y bronceado de Parks, sus ojos azul marino y su cabello ondulado y revuelto lo habían convertido ya en un favorito de las aficionadas al béisbol, al tiempo que su encanto cordial y desenfadado conquistaba a los hombres. Tenía talento, era simpático y grato a la vista. En resumidas cuentas, concluyó Lee, había nacido para aquello. El hecho de que fuera inteligente era a veces, más que una ventaja, un inconveniente. —Parks, ahora estás en la cima —dijo Lee con un suspiro que ambos sabían calculado—. Pero tienes treinta y tres años. ¿Cuánto tiempo más vas a jugar al béisbol? Parks respondió con una mirada de enfado. Lee sabía que había jurado retirarse a los treinta y cinco. —¿Qué tiene eso que ver? —Hay muchos jugadores, jugadores excepcionales, que caen en el olvido cuando salen del campo por última vez. Tienes que pensar en el futuro. —Ya he pensado en el futuro —le recordó Parks—. Maui: pescar, dormitar al sol, mirar a las mujeres… Eso duraría un mes y medio, calculó Lee, pero optó por guardar silencio. —Lee —Parks se dejó caer en un sillón rojo vivo y estiró las piernas—. No necesito el dinero, así que ¿para qué voy a trabajar este invierno, en vez de tumbarme en la playa? —Porque va a ser bueno para ti —comenzó a decir Lee—. Y también para el deporte. La campaña mejorará la imagen del béisbol. Y porque has firmado un contrato —añadió con una de sus sonrisas de trasgo. —Me voy a batear un rato —masculló Parks, levantándose. Cuando llegó a la puerta, se volvió con una sonrisa sospechosamente cordial—. Una cosa. Si hago el ridículo, le rompo las piernas a tu caballo de la dinastía Tang.

Brooke frenó al cruzar la verja accionada por control remoto y tomó el camino bordeado de rododendros que llevaba a la mansión de Claire. En el fondo, consideraba la casa un bello anacronismo. Era enorme, blanca, de distintas alturas y estaba repleta de pilastras. A Brooke le gustaba imaginarse a dos guardias de casco negro, con el rifle al hombro, flanqueando las puertas labradas. La finca había pertenecido originalmente a una estrella del cine mudo que, según se decía, vistió las

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habitaciones con sedas y rasos de tonos pastel. Quince años atrás, Claire se la compró a un magnate de los perfumes y procedió a redecorarla conforme a su pasión por el arte oriental. Brooke pisó bruscamente el freno de su Datsun y se detuvo con un chirrido de neumáticos delante de la blanca escalinata de mármol. Conducía a dos velocidades: parar y marchar. Al salir del coche sintió el olor a vainilla y jazmín que exhalaba el jardín exótico; subió luego los peldaños con paso rápido y desenvuelto, resultante de la combinación de sus largas piernas y su nerviosismo. Entre una multitud, su paso hacía volver la cabeza a los hombres, pero Brooke ni se fijaba en ello, ni le daba importancia. Llamó enérgicamente a la puerta y un momento después giró el picaporte con impaciencia. Al ver que estaba abierto, entró en el espacioso vestíbulo de color verde menta y gritó: —¡Claire! ¿Estás lista? Me muero de hambre —una mujercilla de aspecto pulcro, con uniforme gris bien cortado, apareció por una puerta de la izquierda—. Hola, Billings —Brooke le sonrió y se echó la trenza por encima del hombro—. ¿Dónde está Claire? No tengo fuerzas para buscarla por este laberinto. —Se está vistiendo, señorita Gordon —la asistenta, que hablaba con modulada entonación británica, respondió a su sonrisa con una inclinación de cabeza—. Enseguida bajará. ¿Le apetece beber algo? —Sólo agua de Perrier, fuera hace mucho bochorno —Brooke la siguió al salón y se dejó caer en el diván—. ¿Te ha dicho dónde vamos? —A un partido de béisbol, ¿no, señorita? —Billings puso hielo en un vaso y añadió el agua con gas—. ¿Le pongo lima? —Sólo un chorrito. Vamos, Billings —la brumosa voz de contralto de Brooke adoptó un tono cómplice—. ¿Tú qué opinas? Billings estrujó cuidadosamente la lima sobre el agua burbujeante. Había sido el ama de llaves de lord y lady Westbrook en Devon antes de que la reclutara Claire Thorton. Al aceptar el puesto, había hecho votos de no americanizarse jamás. Edna Billings tenía sus principios. Pero nunca se resistía a contestar a Brooke. Una década antes había pensado que aquella jovencita era una impertinente, y no había cambiado de idea desde entonces. Tal vez por eso le tenía tanto cariño. —Yo prefiero el criquet —dijo con calma—. Un deporte mucho más civilizado —le dio el vaso a Brooke. —¿Te imaginas a Claire sentada en las gradas de sol? —preguntó Brooke—. ¿Rodeada de fanáticos chillones y sudorosos, viendo a una panda de hombres hechos y derechos lanzarse una pelotita y dar vueltas en círculo? —Si no me equivoco —dijo Billings lentamente—, no se trata sólo de eso. —No, claro, está también la lista de los mejores bateadores, el promedio de carreras conseguidas, el de juegos terminados sin anotar carrera y el de asistencias — Brooke exhaló un largo suspiro—. ¿Qué demonios es un «toque de bola de sacrificio»?

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—Créame, no tengo ni la menor idea. —No importa —Brooke se encogió de hombros y bebió un trago de Perrier—. A Claire se le ha metido en la cabeza que al ver a ese tipo en acción se me ocurrirá alguna idea —pasó la punta de un dedo por un jarrón de color naranja brillante—. Lo que de verdad necesito es comer. —Puedes comprarte un perrito caliente y una cerveza en el estadio —anunció Claire desde la puerta. Brooke levantó la mirada y soltó una carcajada. Claire iba impecablemente vestida con pantalones de lino de color beis, blusa estampada y mocasines de piel de cocodrilo. —Vas a un partido de béisbol —le recordó Brooke—, no a un museo. Y odio la cerveza. —Es una lástima —Claire abrió su bolso de cocodrilo y revisó su contenido antes de volver a cerrarlo—. Vamonos, entonces. Conviene que no nos perdamos nada. Buenas noches, Billings. Brooke apuró el resto del agua con gas, se levantó de un salto y corrió tras ella. —Podríamos parar a comer algo por el camino —sugirió—. No es que vayamos a perdernos el primer acto de una ópera, y he tenido que saltarme la comida —probó con su mirada de huérfana desamparada—. Ya sabes que me pongo de muy mal humor si no como. —Vamos a tener que empezar a ponerte delante de la cámara, Brooke. Cada día actúas mejor —miró el Datsun con el ceño ligeramente fruncido antes de meterse dentro. Sabía que la obsesión de Brooke por comer regularmente se remontaba a su flaca adolescencia—. Dos perritos calientes —dijo mientras se abrochaba el cinturón de seguridad—. Se tardan cuarenta y cinco minutos en llegar al estadio —se atusó el pelo moreno y lacado—. Lo que significa que tenemos que estar allí dentro de veinticinco. Brooke masculló un exabrupto y puso el coche en marcha. Menos de treinta minutos después iba a la caza y captura de un aparcamiento frente al estadio de los Kings. —…y el niño lo hizo a la perfección en la primera toma —prosiguió alegremente mientras esquivaba coches con el tesón de un torero—. Los dos actores adultos lo liaron todo y la mesa se derrumbó, así que tuvimos que hacer catorce tomas, pero el crío lo bordó cada vez —lanzó un grito de guerra al ver un espacio vacío, se metió en él adelantándose por poco a otro coche y paró el motor con una brusca sacudida—. Quiero que eches un vistazo a la película antes de editarla. —¿Por qué? —Claire salió por la puerta con cierta dificultad, embutiéndose entre el Datsun y el coche aparcado a unos centímetros de distancia. —Estás haciendo el casting de ese telefilm, Familia en declive —Brooke cerró la puerta y se inclinó sobre el capó—. No creo que tengas que buscar a nadie para el papel de Buddy. Ese crío es buenísimo.

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—Le echaré un vistazo. Siguieron a la multitud que pululaba en torno al estadio. Olía a asfalto recalentado, a aire denso y a humanidad húmeda: Los Angeles en agosto. Allá arriba, el cielo se iba oscureciendo y los focos del estadio proyectaban hacia lo alto un resplandor blanco y brumoso. Al entrar pasaron junto a los puestos que vendían banderines, carteles y programas. Brooke notó el olor de las palomitas y la carne asada, el tufo de la cerveza. Su estómago respondió como cabía esperar. —¿Sabes a donde vas? —preguntó. —Yo siempre sé a donde voy —contestó Claire, y tomó un pasillo que bajaba. Salieron al estadio iluminado como si fuera pleno día y atestado de gente. Por encima de la música enlatada (un rock suave) se oía el zumbido constante de miles de voces. Los vendedores ambulantes llevaban bandejas de comida y bebida apoyadas al hombro. Reinaba la expectación. Brooke sentía llegar su electricidad en oleadas. Su apatía se disolvió al instante, reemplazada por una ávida curiosidad. La gente era su obsesión, y allí había miles de personas apretadas en torno a un círculo, alrededor de un campo de hierba verde y tierra marrón. Dentro de ella empezó a agitarse algo que ya no era hambre. —Míralos, Claire —murmuró—. ¿Siempre es así? Qué cosa tan extraña. —Esta temporada, los Kings están en racha. Encabezan su división por tres partidos, tienen dos lanzadores excepcionales y un tercer base que batea todo lo que se le pone por delante —miró a Brooke levantando una ceja—. Te dije que hicieras los deberes. —Mmm-hmm —pero Brooke estaba concentrada en la gente. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿De dónde venían? ¿Adónde iban cuando acababa el partido? Había dos hombres mayores que, sentados en el borde de sus asientos, con las manos entre las rodillas, discutían sobre el partido que estaba por empezar. «¡Ay, quién tuviera una cámara!», pensó Brooke al ver que dos niños de cinco años con gorras de los Kings miraban embobados a aquellos artríticos forofos. Siguió lentamente a Claire por las escaleras, dejando que sus ojos lo registraran todo. Le gustaba el tamaño del campo, su ruido, el olor a cuerpos húmedos y apretados, el color. La gente agitaba los banderines blanquiazules de los Kings, los niños se metían algodón de azúcar rosa en la boca. Un adolescente hacía aspavientos delante de una rubita muy guapa que se hacía la desinteresada. Brooke se detuvo de pronto y posó la mano en el hombro de Claire. —¿Ése no es Brighton Boyd? Claire miró a la izquierda y vio al oscarizado actor comiendo cacahuetes que extraía de una bolsita de papel blanco. —Sí. A ver, éste es nuestro palco —entró y antes de sentarse saludó al actor levantando cordialmente la mano—. Aquí estaremos muy bien —comentó inclinando la cabeza, satisfecha—. Estamos bastante cerca de la tercera base.

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Brooke se dejó caer en su asiento. Seguía mirándolo todo al mismo tiempo. En el Coliseo de Roma, pensó, debía de haber el mismo ambiente antes de que salieran los gladiadores. Si tuviera que hacer un anuncio de béisbol, no lo haría sobre el juego, sino sobre la multitud. Una panorámica con el sonido bajo. Ir aumentando el volumen al tiempo que se cerrara el plano. Y luego ¡zas! Pleno volumen, efecto total. Trillado o no, era cien por cien americano. —Aquí tienes, querida —Claire interrumpió sus cavilaciones para darle un perrito caliente—. Invito yo. —Gracias —tras dar un buen mordisco, Brooke prosiguió con la boca llena—: ¿Quién hace la publicidad del equipo, Claire? —Tú concéntrate en la tercera base —le aconsejó Claire antes de beber un sorbo de cerveza. —Sí, pero… El gentío rugió cuando el equipo local saltó al campo. Brooke vio a los jugadores ocupar sus posiciones, vestidos de blanco deslumbrante, con gorra azul marino y medias de béisbol. No estaban ridículos, se dijo mientras los aficionados seguían vitoreándolos. Parecían héroes, más bien. Se concentró en el de la tercera base. Parks estaba de espaldas a ella. Sus pies habían levantado un poco de polvo alrededor de la base. Brooke no se esforzó en verle la cara. De momento, no lo necesitaba: le bastaba con ver su envergadura. Uno ochenta y cinco, calculó, un poco sorprendida por su altura. No pesaba más de setenta y cinco kilos, pero no era flaco. Brooke apoyó los codos en la barandilla y la barbilla en las manos. «Es larguirucho», se dijo. «Lucirá bien la ropa». Parks se agachó a recoger una bola baja y la devolvió en corto. Los pensamientos de Brooke se dispersaron un instante. Algo se coló en su mirada profesional, y se apresuró a hacerlo a un lado. Su forma de moverse, pensó. ¿Era felina? No. Sacudió la cabeza. No. Era todo un hombre. Esperó, conteniendo el aliento sin darse cuenta mientras él recogía otra bola bala. Se movía con soltura, sin esfuerzo aparente, pero Brooke advertía en él un tenso dominio de sí mismo al adelantar el pie, al inclinarse, al pivotar. Era un movimiento fluido: pies, piernas, caderas, brazo. Un bailarín exhibía aquella misma perfección espontánea tras ensayar un número durante años. Mientras lograra que se moviera, se dijo Brooke, daría lo mismo que fuera incapaz de decir su propio nombre delante de una cámara. Había una sexualidad inesperada en cada uno de sus gestos. Se percibía incluso cuando se quedaba quieto, esperando a que le lanzaran otra bola de entrenamiento. Quizá funcionara después de todo, pensó Brooke mientras recorría su cuerpo con la mirada, acariciando los rizos rubios que rodeaban los laterales y la parte de atrás de su gorra. Tal vez… Entonces él se volvió. Brooke le vio la cara de lleno. Era larga y enjuta, como su cuerpo, y recordaba un poco a los gladiadores en los que había estado pensando

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poco antes. Estaba concentrado y su boca carnosa y apasionada no sonreía. Sus ojos, casi del mismo tono que la gorra que les daban sombra, tenían una expresión pensativa. Parecía feroz, casi hostil: decididamente peligroso. Fuera lo que fuese lo que esperaba Brooke, no era aquel rostro duro e implacablemente sensual, ni el efecto que surtió sobre ella. Alguien lo llamó desde las gradas. Él sonrió, transformándose de pronto en un hombre cordial y accesible, con una aureola de encanto natural. Los músculos de Brooke se relajaron. —¿Qué te parece? Un poco aturdida, Brooke se recostó en el asiento y masticó distraídamente su perrito caliente. —Podría funcionar —murmuró—. Se mueve bien. —Por lo que me han dicho —dijo Claire con sorna—, no has visto nada aún. Como siempre, Claire tenía razón. En la primera vuelta, al borde del último out, Parks recogió una bola lanzándose de cabeza a la línea de la tercera base. Bateó el cuarto, lanzando al campo izquierdo una larga sencilla que convirtió en doble. Jugaba, pensó Brooke, con el entusiasmo de un niño y con la diabólica determinación de un veterano. No hacía falta conocer nada del juego para saber que aquella combinación era imparable. Era un placer verle en movimiento. Relajada ya tras disiparse la impresión inicial, Brooke comenzó a sopesar las posibilidades. Si tenía tan buena voz como cuerpo…, se dijo. Pero eso aún estaba por ver. Tras comerse otro perrito, volvió a apoyarse en la barandilla. Los Kings ganaban por dos a uno en la quinta entrada. El gentío estaba fuera de sí. Brooke decidió usar algunas tomas de Parks en acción a cámara lenta. En el campo hacía calor y el aire estaba inmóvil. Una brisa espasmódica agitaba la bandera y refrescaba a los espectadores de lo alto de las gradas, pero allá abajo, bajo los focos, el aire era denso. Parado en la hierba del cuadro interior, Parks sentía cómo el sudor le corría por la espalda. Hernández, el lanzador, iba rezagado respecto al bateador. Parks sabía que Rathers pegaba hacia la izquierda y era un buen anotador. Ocupó su posición y esperó. Vio el tiro (una bola rápida, a la altura de la cintura), oyó el crujido del bate. En esa décima de segundo, tuvo dos opciones: atrapar la pelota que volaba hacia él o acabar con un agujero en el pecho. La atrapó y sintió vibrar su energía en todo su cuerpo antes de oír los gritos de la multitud. Una parada rutinaria, diría la mayoría. Pero a Parks le sorprendió que la bola no lo sacara del estadio. —¿Te queda algo de cuero en el guante? —le preguntó el parador en corto mientras volvían al banquillo. Parks le lanzó una sonrisa antes de dejar que su mirada vagara por las gradas. Sus ojos se toparon con los de Brooke y ambos se sobresaltaron. Parks aminoró un poco el paso. Una cara así no se veía todos los días, se dijo. Parecía casi una aristócrata del siglo XVIII, con su cabellera salvaje y su cutis de rosa

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inglesa. Parks sintió una tensión inmediata en el estómago. Aquella cara emanaba sexualidad fresca y prohibida. Pero los ojos… No dejó de mirarlos mientras se acercaba al foso del banquillo. Eran grises, muy claros, y directos como una flecha. Ella lo miraba sin pestañear ni sonrojarse; sin sonreír, como hacían las aficionadas si eran atrevidas, ni apartar la mirada, como hacían cuando eran tímidas. Sencillamente lo miraba, pensó Parks, como si estuviera diseccionándolo. Sintiendo al mismo tiempo una punzada de irritación y otra de curiosidad, entró en el foso. Pensó en ella mientras estaba sentado en el banquillo. Allí, la atmósfera era tensa y silenciosa. Cada partido era importante si querían conservar el liderato y ganar el banderín de la división. Parks sufría la presión añadida de tener la oportunidad de marcar un promedio de cuatrocientos bateos esa temporada. Intentaba no pensar en ello, pero la prensa se lo recordaba constantemente. Vio salir al bateador principal y pensó en la pelirroja del palco de detrás de la tercera base. ¿Por qué lo había mirado así? Como si se preguntara qué aspecto tendría en una vitrina para trofeos. Mascullando una maldición, se levantó y se puso el casco de batear. Más valía que se olvidara del bombón de las gradas y se concentrara en el juego. Hernández estaba perdiendo comba, y los Kings necesitaban algunas carreras de refuerzo. El segundo bateador lanzó una bola a la izquierda, muy baja, y marcó. Parks se puso en guardia. Estiró los brazos por encima de la cabeza, una mano en la empuñadura y la otra en el fuste. Se sentía listo y relajado. Sus ojos se vieron irresistiblemente atraídos hacia su izquierda. Desde aquella distancia no veía claramente a Brooke, pero sentía sus ojos clavados en él. Volvió a sentir fastidio. Cuando el bateador salió corriendo, se acercó al área. ¿Qué le pasaba a aquella mujer?, se preguntó mientras movía el bate para probar su pegada. Habría sido más sencillo si hubiera podido catalogarla como a la típica forofa del béisbol, pero aquella cara no tenía nada de típico. Ni lo tenían aquellos ojos. Plantó los pies, se inclinó y esperó el lanzamiento. Fue alto y dulce. Parks lo atajó antes de que la bola cayera. Salió tranquilamente del área y se ajustó el casco antes de volver a ponerse en posición de batear. La bola siguiente erró la esquina e igualó el marcador. La paciencia era el núcleo duro del talento de Parks. Incluso estando bajo presión sabía esperar el tiro adecuado. Así que esperó, golpeó otra bola y la lanzó hacia el cuadro interior. La muchedumbre gritaba, le suplicaba un tanto sencillo, pero él seguía concentrado en el lanzador. La bola le llegó a ciento cincuenta kilómetros por hora, pero Parks había intuido su trayectoria. Aquél era el tiro que esperaba. Golpeó la bola con la parte más gruesa del bate. Supo que la había lanzado en cuanto oyó el crujido de la madera. Y también lo supo el lanzador, que vio cómo su tiro salía volando del campo. Parks recorrió las bases al trote mientras rugía el gentío. Agradeció la palmada del entrenador de primera base con una rápida sonrisa. Nunca había perdido la alegría infantil que le causaba lanzar un tiro largo. Al doblar la segunda base, miró automáticamente a Brooke. Estaba sentada, con la barbilla

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apoyada en la barandilla, mientras la gente saltaba y gritaba a su alrededor. Sus ojos tenían aquella misma intensidad serena y callada: no había en ellos placer, ni brillo de euforia. Irritado, Parks intentó obligarla a apartar la mirada al doblar la tercera base. Pero ella siguió mirándolo fijamente mientras volvía a su base de salida. Cruzó el área vitoreado por el jugador que ocupaba la base y enfurecido por una desconocida. —¿No es maravilloso? —Claire sonrió a Brooke—. Es su carrera número treinta y seis esta temporada. Un joven con muchísimo talento —hizo una seña a un vendedor ambulante para que le llevara otra bebida—. Te estaba mirando. —Mmm-hmm —Brooke no quería admitir que se le había disparado el pulso al encontrarse con la mirada de Parks. Conocía a los hombres como él: guapos, con éxito y sin corazón. Los veía todos los días—. Quedará bien en cámara. Claire se rió con el cómodo regocijo de una mujer próxima a los cincuenta. —Quedaría bien en cualquier parte. Brooke contestó encogiéndose de hombros mientras comenzaba la séptima entrada del partido. No prestaba atención al marcador, ni a los demás jugadores; sólo miraba fijamente a Parks con los pies cruzados, los brazos sobre la barandilla, la barbilla apoyada en las manos. Aquel hombre tenía algo, se dijo; algo aparte de su atractivo evidente, de su sexualidad elemental. Era la desenvoltura de movimientos que recubría su disciplina. Eso era lo que ella quería plasmar. Aquella mezcla no sólo vendería la ropa de la firma de Marco: se convertiría en su seña de identidad. Lo único que tenía que hacer era llevar de la mano a Parks Jones. Le haría mover un bate vestido con ropa de sport sofisticada e impecable. Y tal vez montar a caballo por la playa con vaqueros de Marco. Planos atléticos: para eso estaba hecho. Y si conseguía extraer de él algún destello de humor, algo con mujeres. No quería las miradas de adoración o las expresiones insinuantes habituales, sino algo más imaginativo y divertido. Siempre y cuando a los guionistas se les ocurriera algo y Jones se dejara dirigir. Brooke, sin embargo, se negó a pensar en los posibles condicionantes y se dijo que conseguiría que todo saliera bien. En menos de un año, todas las mujeres desearían a Parks Jones y todos los hombres lo envidiarían. La pelota subió hasta muy alto y se salió del campo. Parks fue tras ella. Llegó corriendo hasta los asientos antes de que la bola cayera entre la gente, cuatro filas más allá. Brooke se descubrió cara a cara con él, tan cerca que sintió el olor levemente almizcleño de su sudor y lo vio correr por un lado de su cara. Sus ojos volvieron a encontrarse, pero ella no se movió, en parte porque aquello le interesaba y en parte porque estaba paralizada. Lo único que mostraban sus ojos era una suave curiosidad. A su espalda se oían gritos de júbilo: alguien había encontrado la pelota. Rabioso, Parks la miró con dureza. —¿Tu nombre? —preguntó en voz baja. Volvía a tener aquella expresión fiera y peligrosa. Brooke contestó con premeditada calma: —Brooke.

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—Entero, maldita sea —masculló él. Andaba falto de tiempo y estaba furioso consigo mismo. Vio que ella levantaba una de sus finas cejas y sintió el impulso de sacarla a rastras de las gradas. —Gordon —le dijo Brooke suavemente—. ¿Ha acabado el juego? Parks entornó los ojos antes de alejarse. Brooke le oyó decir en voz baja: —Acaba de empezar.

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Capítulo 2 Brooke esperaba la llamada: a fin de cuentas, él sabía su nombre, y éste figuraba en el listín telefónico. Pero no esperaba que el teléfono sonara a las seis y cuarto, un domingo por la mañana. Aturdida, buscó a tientas el teléfono y logró asir el auricular antes de que su base cayera pesadamente al suelo. —Hola —masculló sin abrir los ojos. —¿Brooke Gordon? —Mmm —volvió a apoyarse en la almohada—. Sí. —Soy Parks Jones. Brooke abrió los ojos, alerta de inmediato. Estaba amaneciendo, la luz era suave y mortecina, los pájaros más madrugadores empezaban a gorjear. Buscó a tientas el despertador que tenía junto a la cama, miró la hora con el ceño fruncido. Conteniendo un torrente de improperios, dijo con voz suave y malhumorada: —¿Quién? Parks se cambió de mano el teléfono y arrugó el ceño. —Parks Jones, el tercera base. El partido de los Kings, la otra noche. Brooke bostezó y se puso a ahuecar la almohada tranquilamente. —Ah —se limitó a decir, pero esbozó una sonrisa maliciosa. —Mira, quiero verte. Esta tarde tenemos partido en Nueva York, pero volvemos enseguida a Los Ángeles. ¿Qué te parece si nos vemos para cenar? —¿por qué hacía aquello?, se preguntó mientras se paseaba por la pequeña habitación del hotel. ¿Y por qué no lo hacía con un poco más de estilo? —Para cenar —repitió ella lánguidamente mientras su mente trabajaba a toda velocidad. Aquello era muy propio de hombres como Parks Jones: siempre creían que una no podía tener planes que no pudieran alterarse a su antojo. Su primer impulso fue negarse fríamente, pero un instante después se impuso su sentido del ridículo—. Bueno… —dijo despacio—. Tal vez. ¿A qué hora? —Te recogeré a las nueve —le dijo Parks, haciendo caso omiso del «tal vez». Hacía tres días que no podía quitarse de la cabeza a aquella mujer y quería saber por qué—. Tengo la dirección. —Está bien, Sparks, a las nueve. —Parks —la corrigió él lacónicamente, y cortó la comunicación. Dejándose caer en la almohada, Brooke se echó a reír. Seguía estando de buen humor esa noche, cuando se vistió. Pero le parecía una lástima que el archivo que había leído sobre Parks no contuviera más información que un montón de estadísticas deportivas. Unos pocos datos personales le habrían

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dado alguna ventaja. ¿Qué diría Parks Jones si se enteraba de que iba a invitar a cenar a su futura directora?, se preguntaba. Ignoraba por qué, pero tenía la sensación de que no le haría mucha gracia descubrir que ella había omitido aquel pequeño dato. Pero, en general, la situación era demasiado propicia para perdérsela. Y estaba el hecho de que Parks había disparado en ella algo de lo que quería librarse antes de que empezaran a trabajar juntos. Envuelta en una toalla de baño, contempló su armario. No solía tener citas. Lo prefería así. Sus experiencias tempranas habían influido en su actitud hacia los hombres. Si eran guapos y encantadores, procuraba mantenerse alejada de ellos. Tenía sólo diecisiete años cuando conoció al primero de sus guapos hechiceros. Él tenía veintidós y acababa de salir de la universidad. Entró en el restaurante en el que trabajaba ella, hizo alguna broma y fue generoso con la propina. Todo comenzó yendo al cine una o dos veces por semana; luego empezaron a verse por las tardes para ir a merendar al parque. A Brooke no le molestaba que él no trabajara. Clark le dijo que se había tomado el verano libre antes de buscar empleo. Su familia era de Boston, muy distinguida y bien relacionada. Ello significaba, le explicó Clark con un humor sardónico que la fascinaba, que había muchas propiedades y muy poca liquidez. Tenían planes para él a los que siempre se refería con vaguedades, haciendo gala de juvenil despreocupación. Mencionaba a su familia de vez en cuando (a sus abuelos, a sus hermanas) con un humor que dejaba entrever una intimidad que Brooke envidiaba casi dolorosamente. Era consciente de que Clark podía burlarse de ellos porque era uno de ellos. Necesitaba un poco de libertad, decía, unos meses de asueto después de la disciplina universitaria. Quería estar en contacto con el mundo real ante de elegir la profesión ideal. Joven y hambrienta de afectos, Brooke se empapó de cuanto le decía, le creyó a pies juntillas. Él la deslumbró con una educación que ella anhelaba y que nunca había podido conseguir. Le decía que era dulce y preciosa, y luego la besaba como si fuera cierto. Pasaron tardes en la playa con tablas de surf alquiladas que pagó ella sin apenas darse cuenta. Y cuando le entregó su virginidad con una especie de nerviosismo avergonzado y temeroso, él pareció complacido. Se rió de su candido azoramiento y fue delicado. Brooke pensó que jamás había sido tan feliz. Cuando Clark sugirió que vivieran juntos, ella se apresuró a aceptar, deseosa de cocinar y limpiar para él, de despertarse y dormir a su lado. No se le pasó por la cabeza que tendrían que vivir los dos de su exiguo salario y del dinero que sacaba de las propinas. Clark hablaba de boda del mismo modo que hablaba de su trabajo: vagamente. Esas cosas pertenecían al futuro, eran asuntos prácticos en los que las personas enamoradas no se detenían a pensar. Brooke le daba la razón, entusiasmada con el que ella consideraba su primer hogar verdadero. Algún día tendrían hijos, pensaba. Chicos tan guapos como Clark, chicas con sus grandes ojos marrones. Niños con abuelos bostonianos que siempre sabrían quiénes eran sus padres y dónde estaba su casa. Durante tres meses trabajó como una loca, reservando parte de su pequeño sueldo para ese futuro del que Clark siempre hablaba mientras continuaba lo que él

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llamaba sus estudios y rechazaba sistemáticamente, por inconvenientes, todos los trabajos que se le presentaban. Brooke sólo podía estar de acuerdo. Para ella, Clark era demasiado listo para realizar cualquier trabajo manual, demasiado importante para ocupar un empleo vulgar. Cuando surgiera el empleo perfecto, sabía que lo aceptaría y que luego, sencillamente, llegaría a lo más alto. A veces, él parecía inquieto y malhumorado. Como ella siempre había tenido que luchar por tener un poco de intimidad, le dejaba tranquilo. Y cuando salía de aquellos accesos de mal humor, siempre parecía lleno de energía y rebosante de planes. Vamos aquí y allá. Ahora, hoy mismo. Para Clark, el mañana siempre quedaba a años de distancia. Para Brooke, por primera vez en sus diecisiete años, el hoy era un día especial. Tenía algo, alguien, que le pertenecían. Entretanto trabajaba horas y horas, cocinaba para Clark y guardaba sus propinas en un frasco de botica, en una estantería de la cocina. Una noche volvió tarde del trabajo y descubrió que Clark se había ido, llevándose su pequeño televisor en blanco en negro, su colección de discos y su frasco de botica. En su lugar había una nota. Brooke: Me han llamado de casa. Mis padres me están presionando. No sabía que empezarían tan pronto. Debería habértelo dicho antes, pero supongo que pensaba que al final no pasaría nada. Es una vieja tradición familiar: tengo que casarme con una prima tercera. Parece arcaico, lo sé, pero así es como funciona mi familia. Shelley es buena chica, su padre y el mío son parientes. Llevo un par de años comprometido con ella, más o menos, pero ella estaba aún en Smith, así que no le daba mucha importancia. El caso es que voy a entrar en la empresa de su familia. Como adjunto a la dirección, con posibilidades de llegar a director general en unos cinco años. Imagino que confiaba en mandarles a paseo cuando llegara el momento, pero no puedo. Lo siento. Nena, no tiene sentido oponerse a tu familia, a su dinero y a su rígido pragmatismo de Nueva Inglaterra, sobre todo cuando se empeñan en recordarte que eres su heredero. Quiero que sepas que hacía mucho tiempo que no respiraba tan tranquilo como estos últimos meses. Supongo que no volveré a hacerlo en mucho tiempo. Siento lo del televisor y todo eso, pero no tenía dinero para el billete de avión y no era momento de decirles a mis padres que ya me había gastado mis ahorros. Te lo devolveré en cuanto pueda. Confiaba en que no tuviera que ser así, pero estoy contra la espada y la pared. Ha sido genial, Brooke. De verdad, genial. Que seas feliz, Clark Brooke leyó la nota dos veces antes de comprender lo que decía. Clark se había ido. Sus cosas no le importaban, pero él sí. Clark se había ido y ella estaba sola (otra vez), porque no había estudiado en Smith, ni tenía familia en Boston, ni un padre que

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pudiera ofrecerle al chico al que quería un trabajo cómodo para que se quedara con ella. Nadie se quedaba nunca con ella. Lloró hasta quedarse sin lágrimas, incapaz de creer que sus sueños, su confianza y su futuro se hubieran hecho añicos en un instante. Luego maduró deprisa, olvidándose de su idealismo por el camino. Nadie volvería a aprovecharse de ella. Nunca volvería a competir con mujeres que tenían todas las de ganar, ni trabajaría como una esclava en un restaurante de mala muerte por un sueldo que apenas le llegaba para vivir en un piso de una sola habitación y paredes mugrientas. Rompió la nota en pedazos y se lavó la cara con agua fría hasta borrar todo rastro de sus lágrimas. Mientras caminaba por la calle con el poco dinero que le quedaba en el bolsillo, se descubrió delante de Thorton Productions. Entró con agresividad, casi con beligerancia, consiguió convencer a la recepcionista y llegar al despacho de personal. Salió con un empleo nuevo. Ganaba poco más que sirviendo mesas, pero estaba llena de ambición. Iba a ser alguien. Lo único que le había enseñado la traición de Clark era que sólo había una persona en la que pudiera confiar: en sí misma. No volvería a hacerse ilusiones con nadie. Nadie volvería a hacerla llorar. Diez años después, Brooke sacó un ceñido vestido negro de su armario: un traje severo y sofisticado que había comprado para los cócteles que acompañaban inevitablemente a su trabajo. Tocó la seda y asintió. Era perfecto para su cita con Parks Jones.

Mientras circulaba por las colinas que se alzaban sobre Los Ángeles, Parks reconsideraba sus actos. Por primera vez en su carrera deportiva había permitido que una mujer lo distrajera durante un partido. Y ella ni siquiera se lo había propuesto. Por primera vez había llamado a una perfecta desconocida para invitarla a salir, estando al otro lado del país, y ella ni siquiera sabía quién demonios era él. Por primera vez planeaba salir con una mujer que lo ponía furioso sin haber dicho más que un par de palabras. Y de no ser por los partidos que siguieron a aquella noche en el estadio de los Kings, la habría llamado mucho antes. Había buscado su número en el aeropuerto, al ir a tomar el vuelo hacia Nueva York. Tomó una curva y redujo la marcha para subir por la pendiente. Durante el vuelo de regreso no había hecho otra cosa que pensar en Brooke Gordon, intentando encasillarla. Actriz o modelo, fue su conclusión. Tenía físico para ello: no era extraordinariamente guapa, pero sí única. Su voz era una especie de susurro entre capas y capas de humo. Y esa mañana, por teléfono, no le había parecido muy despierta, se dijo con una mueca al pisar el acelerador. No había ninguna ley según la cual la inteligencia y una cara interesante tuvieran que ir de la mano, pero algo en sus ojos esa noche… Parks se sacudió la impresión de que había sido estudiado, medido y sopesado.

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Un conejo saltó a la carretera y se detuvo ante él, hipnotizado por los faros. Parks pisó el freno, dio un volantazo y masculló una maldición al derrapar hacia el arcén. Su padre nunca había entendido su debilidad por los animales pequeños. Claro que su padre apenas entendía a un chico que prefería jugar al béisbol a asumir un puesto muy lucrativo en Parkinson Chemicals. Parks aminoró la marcha para comprobar la dirección y enfiló el camino a oscuras que llevaba a la bonita casa de madera de Brooke Gordon. La casa (su lejanía, el sonido melodioso de los grillos) le gustó al instante. Era un trocito de campo a treinta y cinco minutos de Los Angeles. Quizá no fuera tan corta de entendederas, después de todo. Aparcó su MG detrás del Datsun de Brooke y miró a su alrededor. La hierba estaba demasiado crecida, pero realzaba el encanto rural de la casa, un edificio pequeño, con tejado a dos aguas, montones de cristal y porche circular. Parks oyó el tintineo del agua del arroyo que había detrás de la casa. Había un olor a verano (a flores grandes y maduras cuyo nombre desconocía) y un halo de quietud inexplicable. Se descubrió deseando no tener que volver a la ciudad, a un restaurante atestado de gente, entre luces brillantes. Un perro comenzó a ladrar a lo lejos, frenéticamente, y el eco de sus ladridos agudizó la sensación de estar en campo abierto. Parks salió del coche preguntándose qué clase de mujer elegía una casa tan lejos de las comodidades de la gran ciudad. A la derecha de la puerta había una vieja aldaba de bronce con forma de cabeza de jabalí. Le hizo sonreír al llamar. Cuando ella abrió la puerta, Parks olvidó las dudas que le habían atormentado durante el trayecto por las colinas. Esta vez le pareció una seductora hechicera: su piel blanca contrastaba con el vestido negro, y un pesado amuleto de plata colgaba entre sus pechos. Su pelo, recogido a la altura de las sienes con dos peines, caía luego libremente hasta sus caderas. Sus ojos eran tan brumosos como el humo del infierno, y una sombra sutil y brillante oscurecía sus párpados. Llevaba la boca desnuda. Parks sintió una ráfaga de perfume que le hizo pensar en los harenes de la India, en sedas blancas y aterciopeladas risas de mujer. —Hola —Brooke le tendió la mano. Tuvo que hacer un ímprobo esfuerzo para completar aquel gesto despreocupado. ¿Cómo iba a saber que se le aceleraría el corazón al verlo? Era una estupidez, porque ya se había imaginado qué aspecto tendría con ropa elegante. No le había quedado más remedio: a fin de cuentas, pensaba grabarle para un anuncio. Sin embargo, su cuerpo parecía más fibroso y atlético, incluso más viril con americana y pantalones de sport. Y su cara era aún más atractiva a la media luz del porche. Su plan de invitarlo a entrar para tomar una copa se fue al traste. Cuanto antes se mezclaran con la gente, tanto mejor. —Estoy muerta de hambre —dijo cuando los dedos de Parks se cerraron alrededor de los suyos—. ¿Nos vamos? —sin esperar respuesta, cerró la puerta a su espalda. Parks la condujo al coche; luego se dio la vuelta. Con tacones, le llegaba casi a los ojos. —¿Quieres que suba la capota?

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—No —Brooke abrió la puerta—. Me gusta que me dé el aire. Se recostó en el asiento y cerró los ojos mientras él ponía rumbo a la ciudad. Conducía deprisa, pero con el mismo estudiado dominio de sí mismo que Brooke había percibido en él desde el principio. Dado que la velocidad era una de sus debilidades, se relajó y disfrutó del viaje. —¿Qué hacías en el partido la otra noche? Brooke sintió que una sonrisa asomaba a su boca, pero contestó suavemente: —Una amiga tenía entradas. Pensó que quizá lo encontraría interesante. —¿Interesante? —Parks sacudió la cabeza—. ¿Y fue así? —Oh, sí, aunque esperaba aburrirme. —No te vi especialmente entusiasmada —comentó Parks, recordando su mirada serena y directa—. Que yo recuerde, no te quedaste hasta la novena entrada. —No me hacía falta —contestó ella—. Ya había tenido suficiente. Parks le lanzó una mirada rápida. —¿Por qué me mirabas tan fijamente? Brooke se quedó pensando un momento. Después optó por decirle la verdad. —Estaba admirando tu constitución —se volvió hacia él con una media sonrisa. El viento le echaba el pelo en la cara, pero ella no se molestaba en apartarlo—. Es excelente. —Gracias —Brooke vio en sus ojos un destello de humor que le gustó—. ¿Por eso has aceptado cenar conmigo? Brooke sonrió más ampliamente. —No. Es que me gusta comer. ¿Por qué me invitaste tú? —Porque me gustó tu cara. Y no todos los días me mira una mujer como si fuera a ponerme en un marco y a colgarme en la pared. —¿De veras? —parpadeó con expresión candorosa—. Yo creía que era lo típico en tu profesión. —Puede ser —apartó los ojos de la carretera el tiempo justo para mirarla—. Pero tú no eres muy típica, ¿no? Brooke levantó una ceja. ¿Sabía él que acababa de dedicarle el que ella consideraba el mayor de los cumplidos? —Puede que no —murmuró—. ¿Por qué lo dices? —Porque yo tampoco lo soy, Brooke Gordon —salió del bosque y entró en la autopista. Brooke pensó que le convenía andarse con pies de plomo. El restaurante era griego. Había comida especiada, olores sabrosos y violines. Mientras Parks le servía la segunda copa de ouzo, Brooke escuchaba al camarero que, ataviado con un delantal manchado de grasa, cantaba apasionadamente al tiempo que les servía el souvlaki.

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Como siempre, el ambiente la sedujo. Lo observaba todo absorta mientras comía con apetito. —¿Qué estás pensando? —preguntó Parks. Los ojos de Brooke, de franqueza desconcertante y seductora suavidad, se clavaron en él. —Que éste es un lugar feliz —le dijo—. Es fácil imaginarse a una gran familia al frente. El padre y la madre en la cocina, atareados con las salsas, la hija embarazada troceando verduras y el yerno atendiendo el bar. Y el tío Stefos sirviendo las mesas. Aquella imagen le hizo sonreír. —¿Eres de familia numerosa? La luz se apagó inmediatamente en los ojos de Brooke. —No. Parks sintió que pisaba terreno peligroso y prefirió esquivarlo. —¿Qué pasará cuando la hija dé a luz? —Dejará al bebé en una cuna, en un rincón, y seguirá troceando verduras — Brooke partió un trozo de pan por la mitad y le dio un pequeño mordisco. —Qué eficiente. —Una mujer de éxito tiene que serlo. Parks se echó hacia atrás y dio vueltas a su bebida. —¿Tú eres una mujer de éxito? —Sí. Él ladeó la cabeza, vio cómo la luz de las velas danzaba sobre su piel. —¿En qué? Brooke bebió un sorbo. Disfrutaba del juego. —En mi profesión. ¿Tú eres un hombre de éxito? —De momento, sí —Parks esbozó una sonrisa: aquella sonrisa que daba a su cara un encanto juvenil y bastante afable—. El béisbol es una profesión poco segura. Una pelota bota mal, un lanzador te anota un par de tantos… Nunca sabe uno cuándo empieza una mala racha. Ni por qué, lo cual es aún peor. Brooke pensó que así era la vida. —¿Y tú has tenido muchas? —Con una es más que suficiente —encogiéndose de hombros, dejó la copa en la mesa—. Y yo he tenido más de una. Brooke se inclinó hacia delante, llena de curiosidad. —¿Qué haces para salir de ellas cuando tienes una? —Cambiar de bates, cambiar de postura de bateo —volvió a encogerse de hombros—. Cambiar de dieta. Probar a mantenerme casto.

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Ella se rió con un sonido cálido y líquido. —¿Qué funciona mejor? —Una buena pegada —él también se echó hacia delante—. ¿Quieres probar? Cuando ella volvió a arquear la ceja, Parks levantó un dedo para seguir su forma. Brooke sintió que un estremecimiento la recorría de la cabeza a los pies. —Creo que paso. —¿De dónde eres? —murmuró él. Su dedo se deslizó por su mejilla y trazó la línea de su mandíbula. Sabía que su piel tendría aquel tacto. Suave como la leche. —De ningún sitio en particular —Brooke hizo ademán de tomar su copa, pero la mano de Parks se cerró sobre la suya. —Todo el mundo es de algún lugar. —No —contestó ella. Su palma era más dura de lo que había imaginado. Sus dedos, más fuertes. Y su contacto más suave—. Todo el mundo, no. Parks comprendió por su tono que estaba diciendo la verdad tal y como la veía. Acarició su muñeca con el pulgar y notó que su pulso era rápido, pero firme. —Háblame de ti. —¿Qué quieres saber? —Todo. Brooke se echó a reír, pero contestó con sinceridad: —Yo no se lo cuento todo a nadie. —¿A qué te dedicas? —¿Cuándo? Parks debería haberse exasperado, pero se descubrió sonriendo. —Cuando trabajas, para empezar. —Pues… hago anuncios —contestó ella con ligereza, consciente de que él pensaría que trabajaba delante de las cámaras. Aquel juego tenía para ella cierto malicioso atractivo. —Yo voy a hacer uno pronto —repuso él con una mueca—. ¿A ti te gusta? —No lo haría, si no me gustara. Parks la miró con los ojos entornados. Luego asintió. —No, claro. —Tú no pareces tener muchas ganas de intentarlo —comentó Brooke al tiempo que apartaba discretamente la mano de la de Parks. Había descubierto que el contacto prolongado con su piel le hacía difícil concentrarse, y para ella la concentración era vital.

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—No, si tengo que decir tonterías y ponerme la ropa de otro —se puso a juguetear distraídamente con un mechón de su pelo, enrollándoselo en el dedo sin apartar los ojos de los de ella—. Tienes una cara fascinante. Más atractiva que bella. Cuando te vi en las gradas, pensé que parecías una mujer del siglo XVIII. De las que tenían una retahíla de amantes ansiosos. Brooke profirió una risa suave y se inclinó un poco más hacia él. —¿Ha sido ése su primer tiro, señor Jones? El calor de la vela pareció intensificar su perfume. Parks se preguntó si todos los hombres del local lo notaban. Si estaban pendientes de ella. —No —sus dedos se tensaron un instante sobre su pelo, casi en señal de advertencia—. Cuando lance el primero, no tendrás que preguntar. Brooke se retiró instintivamente, pero sus ojos mantuvieron su expresión serena y su voz siguió siendo suave. —Muy bien —decidió grabarle con mujeres. Con sensuales morenas, para añadir contraste—. ¿Montas? —preguntó de pronto. —¿Que si monto? —A caballo. —Sí —respondió con una risa curiosa—. ¿Por qué? —Por curiosidad. ¿Y practicas el ala delta? Parks pareció desconcertado, más que divertido. —Lo tengo prohibido por contrato, igual que el esquí o las carreras de coches — desconfiaba del brillo divertido de los ojos de Brooke—. ¿Puedo saber a qué estás jugando? —No. ¿Pedimos el postre? —le lanzó una sonrisa radiante de la que él desconfió más aún. —Claro —Parks hizo una seña al camarero sin dejar de mirarla. Media hora después, atravesaron el aparcamiento en dirección a su coche. —¿Siempre comes así? —preguntó él. —Siempre que tengo ocasión —Brooke se dejó caer en el asiento del copiloto y estiró los brazos por encima de la cabeza con perezosa e impremeditada sensualidad. Si nunca se había trabajado en un restaurante, no podía apreciarse plenamente lo que significaba comer en uno. Había disfrutado de la comida… y de la velada. Tal vez, se dijo, había estado a gusto con Parks porque, después de pasar tres horas juntos, seguían sin conocerse. El misterio añadía una pizca de sabor. Un par de meses después se conocerían bien. Un director no tenía más remedio que meterse en la piel de sus actores, y eso sería Parks, le gustara o no. Por ahora, Brooke prefería disfrutar del momento, del misterio y de la efímera compañía de un hombre atractivo.

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Parks se sentó a su lado y la agarró de la barbilla. Brooke lo miró serenamente a los ojos, con ese toque de humor que empezaba a exasperarlo. —¿Vas a dejarme saber quién eres? Era extraño, se dijo Brooke, que interpretara la velada del mismo modo que ella. —Aún no lo he decidido —contestó con franqueza. —Vamos a volver a vernos. Ella le lanzó una sonrisa enigmática. —Sí. Parks desconfió de su sonrisa y de la facilidad con que le había dado la razón, y encendió el motor. No le gustaba darse cuenta de que estaba jugando con él. Como tampoco le gustaba saber que tendría que volver a por más. Había conocido a mujeres muy diversas: desde las sofisticadas y gélidas a las fans efervescentes. Entre ambas había infinitas gradaciones, pero Brooke Gordon no parecía encajar en ninguna de ellas. Poseía al mismo tiempo una sexualidad cargada de arrogancia y una tierna vulnerabilidad. Aunque su primer impulso había sido llevársela a la cama, acababa de descubrir que quería algo más. Quería ir desvelando una a una las capas de su carácter y estudiarlas hasta comprenderla por entero. Hacerle el amor sólo sería parte del descubrimiento. Circularon en silencio mientras en la radio sonaba una vieja y dulce balada. Brooke había echado la cabeza hacia atrás y levantado la cara hacia las estrellas; por primera vez desde hacía meses, se había relajado por completo en una cita, y no quería analizar el porqué. A Parks no le pareció necesario romper el cómodo silencio poniéndose a hablar, ni caer en las predecidles insinuaciones acerca de cómo le gustaría que acabara la velada. Brooke sabía que no habría un forcejeo en la cuneta, ni una embarazosa discusión cuando llegaran a su puerta. Parks era de fiar, se dijo, y cerró los ojos. Al parecer, las cosas saldrían bastante bien, después de todo. Sus pensamientos comenzaron a deslizarse hacia su agenda del día siguiente. El movimiento del coche, o su quietud, la despertó. Al abrir los ojos vio que el MG estaba aparcado delante de su casa, con el motor en silencio. Volvió la cabeza y vio a Parks arrellanado en su asiento, mirándola. —Conduces muy bien —murmuró ella—. No suelo fiarme de la gente hasta el punto de quedarme dormida en su coche. Él había disfrutado de aquel rato de silencio, mientras la veía dormir. A la luz de la luna, su piel se veía etérea y espectralmente pálida, con un matiz rosado en las mejillas. El viento había revuelto su pelo de tal modo que Parks supo qué aspecto tendría esparcido sobre una almohada, tras una salvaje noche de amor. Tarde o temprano lo vería así, se dijo con decisión. Después de que sus manos lo enmarañaran.

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—Ahora eres tú quien me mira fijamente —dijo Brooke. Y él sonrió: no con la sonrisa rápida que ella había llegado a esperar, sino con una sonrisa lenta e inquietante que oscurecía su mirada y la volvía peligrosa. —Supongo que los dos tendremos que acostumbrarnos. Inclinándose, abrió la puerta de Brooke. Ella no se tensó, ni se apartó al sentir el roce de su cuerpo. Sencillamente, se quedó mirándolo. Era, se dijo Parks, como si estuviera sopesando cuidadosamente lo que él acababa de decir. Bien, pensó al salir del coche. Esta vez sería ella la que tendría algo en lo que pensar. —Me gusta este sitio —no la tocó mientras caminaban por el camino que llevaba a su casa, aunque Brooke esperaba que la tomara de la mano o del brazo—. Antes tenía una casa en Malibú. —¿Ya no la tienes? —Había demasiada gente —se encogió de hombros cuando subieron los peldaños del porche. Sus pasos resonaron en la noche—. Para vivir fuera de la ciudad, prefiero un sitio donde no tenga que tropezarme constantemente con mi vecino. —Aquí no tengo ese problema —a su alrededor, los árboles oscuros guardaban silencio. Sólo se oía el borboteo del arroyo y la música incansable de los grillos—. Hay una pareja que vive a unos quinientos metros por allí —Brooke señaló hacia el este—. Unos recién casados que se conocieron en una serie de televisión que fracasó —apoyándose en la puerta, sonrió—. No tenemos problemas para evitarnos — suspiró, soñolienta y relajada—. Gracias por la cena —al ofrecerle la mano, se preguntó si él la aceptaría o si haría caso omiso de ella y la besaría. Esperaba esto último. Incluso se preguntaba con perezosa curiosidad cómo sería sentir la presión de sus labios sobre los suyos. Parks sabía lo que esperaba, y sus labios lo tentaban, como lo habían tentado desde el primer momento. Pero creía que iba siendo hora de que aquella mujer se llevara una sorpresa. Tomó su mano y se inclinó hacia ella. Vio en sus ojos que aceptaría su beso con seductora reserva. Pero acercó los labios a su mejilla. Al sentir en la piel el roce de su boca abierta, Brooke le apretó los dedos. Normalmente contemplaba los besos y los abrazos con distancia, como si los viera desde detrás de una cámara. Solía preguntarse desapasionadamente cómo quedarían plasmados en película fotográfica. Ahora no veía nada; sólo sentía. La atravesaban turbulentas oleadas de placer que la obligaban a tensarse. Algo parecía correrle por la piel, a pesar de que Parks no la estaba tocando: sólo la agarraba de la mano, había posado los labios sobre su mejilla. Lentamente, sin apartar la mirada de sus ojos atónitos, Parks pasó a su otra mejilla, moviendo los labios con la misma levedad. Brooke sintió que las olas se alzaban hasta resonar dentro de su cabeza. Oyó un gemido suave sin darse cuenta de que era suyo. El ansia se apoderó de ella. Volvió la boca hacia la de Parks, pero él siguió deslizando los labios por su piel, rozando sus párpados hasta que se cerraron. Embriagada, Brooke dejó que recorriera su cara, que dejara sus labios temblando de expectación… e insatisfechos. Probó su aliento en

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ellos, sintió su calor cuando pasaron junto a los suyos, pero él besó su barbilla y le dejó sentir allí el contacto provocativo de su lengua. Los dedos de Brooke se aflojaron entre los suyos. Desconocía la rendición, de modo que no la reconoció. Parks, en cambio, la notó al mordisquear el lóbulo de su oreja. Su cuerpo palpitaba, ansiaba apretarse contra ella, sentir la rendida suavidad que sólo podía ofrecerle una mujer. Sentía en la mejilla el roce de su pelo, tan sedoso y fragante como su piel. Tuvo que hacer un esfuerzo para que sus manos no se hundieran en él, para no apoderarse de la boca que, cálida y desnuda, aguardaba el contacto con la suya. Trazó su oído con la lengua y la sintió estremecerse. Besó su sien lentamente, y luego su frente, camino de su otro oído. La mordisqueó suavemente, dejó que su lengua se deslizara por su piel hasta que la oyó gemir de nuevo. Pero siguió eludiendo su boca. Apretó los labios contra el pulso que latía en su garganta, refrenó el impulso de seguir más abajo, de sentir, de saborear la sutil elevación de sus pechos bajo la seda negra del vestido. El pulso de Brooke era espasmódico, como el sonido de su respiración. Arriba, en las montañas, un coyote aullaba a la luna. Una emoción embriagadora se apoderó de Parks. Podía poseerla en ese instante: sentir aquel cuerpo largo y cimbreño bajo el suyo, enredarse en aquella salvaje cabellera. Pero no la poseería por entero. Para eso necesitaba más tiempo. —Parks… —su nombre salió de sus labios con sonido gutural. Parks se excitó aún más—. Bésame. Él pegó suavemente los labios a su hombro. —Te estoy besando. A Brooke le parecía tener la boca en llamas. Creía conocer el hambre, la había padecido muchas veces en el pasado. Pero nunca había conocido un ansia como aquélla. —Bésame de verdad. Parks se apartó lo suficiente para mirarla a los ojos. Ya no brillaban; el deseo los había vuelto opacos. Tenía los labios entreabiertos y el aliento salía tembloroso entre ellos. Parks se inclinó, pero sus labios siguieron a un suspiro de los de ella. —La próxima vez —susurró. Y, dando media vuelta, la dejó atónita y expectante.

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Capítulo 3 —Está bien, Linda, intenta que parezca que te estás divirtiendo —Brooke lanzó una mirada a su director de iluminación, que contestó con una inclinación de cabeza—. E.J., ve de abajo arriba, empezando por sus pies. Y recréate en las piernas. EJ. le lanzó una sonrisa de blancura deslumbrante desde su tersa cara de color caoba. —Será un placer —contestó afablemente, y apuntó con la cámara hacia las uñas pintadas de rosa de la actriz. —Qué calor hace —se quejó Linda, toqueteando la tira de su biquini. Estaba tendida en una toalla, sobre la arena: era alta, rubia y guapísima, y el hermoso color de su piel debía servir de imagen a una popular loción bronceadora. Lo único que tenía que hacer era mostrarse perezosa y sensual, y ronronear que usaba bronceador Edén. El biquini haría el resto. —No sudes —ordenó Brooke—. Se supone que tienes que estar resplandeciente, no sudorosa. Cuando empecemos a grabar, cuenta hasta seis. Luego levanta despacio la rodilla derecha. Cuando llegues a doce, respira hondo y pásate la mano derecha por el pelo. Di tu frase mirando directamente a cámara y pensando en sexo. —Al diablo con el sexo. Me estoy achicharrando. —Entonces vamos a hacerlo en una sola toma. Está bien. Preparados. Acción. E.J. pasó de las cuidadas uñas de Linda a sus largas y esbeltas piernas, y de éstas a sus caderas redondeadas, a su dorado talle y a sus pechos apenas ocultos. Enfocó su cara (su boca carnosa, sus dientes como perlas, sus ojos de bebé) y pasó luego a un plano general. —Mi bronceado es Edén —dijo Linda. —Corten —Brooke se pasó una mano por la frente. Aunque era todavía temprano, la playa era un horno. Le parecía que la arena quemaba las suelas de sus zapatillas deportivas—. Vamos a darle un poco de vida —sugirió—. Tenemos que vender esa cosa sólo con tu cuerpo y una frase. —¿Por qué no lo intentas tú? —preguntó Linda, dejándose caer de espaldas. —Porque a ti te pagan por ello y a mí no —replicó Brooke, y apretó los dientes. Sabía que no debía perder los nervios, sobre todo con aquella modelo. El problema era que, desde su cita con Parks, estaba constantemente de mal humor. Con un hondo suspiro, se recordó que su vida privada (en caso de que Parks Jones pudiera considerarse parte de ella) no podía interferir en su trabajo. Se acercó a la modelo enfurruñada y se agachó a su lado—. Linda, sé que hoy hace un calor infernal, pero un trabajo es un trabajo. Tú eres una profesional, o no estarías aquí. —¿Sabes lo que me ha costado ponerme así de morena para conseguir este asqueroso anuncio de treinta segundos?

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Brooke le dio en el hombro una palmada que transmitía simpatía, comprensión y autoridad, todo al mismo tiempo. —Bueno, entonces convirtámoslo en un clásico. Era más de mediodía cuando por fin pudieron recoger el equipo. E.J. rebuscó en el maletero de su ranchera y sacó dos refrescos fríos de una nevera portátil. —Toma, jefa. —Gracias —Brooke se apretó la botella fría contra la frente antes de quitarle el tapón—. ¿Qué mosca le había picado hoy? —preguntó—. A veces es un incordio, pero nunca me había costado tanto sacarle una frase. —La semana pasada rompió con su novio —respondió E.J. antes de beber con ansia un largo trago de refresco. Sonriendo, Brooke se sentó en el borde del maletero. —¿Hay algo que no sepas, E.J.? —Absolutamente nada —se sentó a su lado. Era uno de los pocos empleados de Thorton que no desconfiaba de la Tigresa, como habían apodado a Brooke—. Esta noche vas a la fiesta de los de Marco. —Sí —Brooke sonrió lentamente y entornó los ojos, pero no porque la deslumbrara el sol. La fiesta le daría ocasión de bajarle un poco los humos a Parks Jones. Aún se acordaba de cómo se había quedado temblando en el porche, a la luz de la luna, después de que el ruido de su motor se apagara a lo lejos. —Va a ser una pasada trabajar con Parks Jones —E.J. apuró el refresco de un trago—. Tiene el mejor guante de toda la liga y un bate que echa humo. Anoche se anotó dos carreras más. Brooke se apoyó en el marco de la puerta y arrugó el ceño. —Me alegro por él. —¿No te gusta el béisbol? —E.J. lanzó la botella vacía al maletero y sonrió. —No. —Deberías tener un poco de espíritu de equipo —dijo él, y le apretó amistosamente la rodilla—. Cuanto mejor le vaya, más impacto tendrá la campaña. Y si llega a las series mundiales… —Si llega a las series mundiales —lo interrumpió Brooke—, tendremos que esperar a finales de octubre para empezar a rodar. —Bueno —EJ. se rascó la barbilla—. Así es el mundo de la farándula. Brooke intentó mirarlo con enfado, pero se echó a reír. —Vamonos. Esta tarde tengo que rodar en el estudio. ¿Quieres que conduzca yo? —No —EJ. cerró el portón y se dirigió al asiento del conductor—. No quiero morir.

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—Eres un gallina, EJ. —Lo sé —contestó él alegremente—. Pero me da no sé qué viajar a la velocidad de la luz —tras ajustarse las gafas de sol de espejo, puso en marcha el motor, que rugió y se quejó, malhumorado, mientras lo revolucionaba. —¿Por qué no te compras otro coche? —preguntó Brooke—. Te pagan bastante. Él dio unas palmadas al tablero de mandos cuando el motor se estabilizó. —Por lealtad. Hace siete años que viajo en este navio. Y seguirá en marcha cuando ese deslumbrante cacharro tuyo se caiga a pedazos. Brooke se encogió de hombros y echó la cabeza hacia atrás para apurar el refresco. EJ. era el único de sus subordinados que se atrevía a tratarla con cierta intimidad. Posiblemente por eso no sólo se lo permitía, sino que le había tomado cariño. Lo consideraba, además, uno de los mejores cámaras de toda la costa oeste. Era de San Francisco, hijo del director de un instituto y de la dueña de un concurrido salón de belleza. Brooke, que había visto a sus padres una vez, se preguntaba cómo era posible que dos personas tan meticulosas hubieran tenido un hijo tan despreocupado y anárquico, con debilidad por las mujeres voluptuosas y las películas de serie B. Claro que, se dijo, ella nunca había entendido cómo funcionaba una familia. Siempre las observaba con anhelo y perplejidad, pero eso sólo podía entenderlo alguien que estuviera fuera de ese mundo. Recostándose en el asiento almohadillado, empezó a idear su estrategia para la sesión de esa tarde. —Me han dicho que el otro día estuviste en un partido de los Kings —E J. advirtió su mirada rápida y penetrante y empezó a silbar sin melodía. —¿Y? —Me encontré con Brighton Boyd en una fiesta, hace un par de noches. Trabajé con él en un especial de televisión el año pasado. Un tipo simpático. Brooke recordaba haber visto al actor en el palco contiguo al suyo. Tiró la botella vacía al suelo repleto de cosas del coche. —¿Y? —repitió tranquilamente. —Es fan de los Kings —continuó E.J., y subió tanto el volumen de la radio que tuvo que ponerse a gritar para que se le oyera por encima de los 40 principales—. Estaba como loco con Jones. Ese hombre es un fenómeno —como Brooke seguía callada, EJ. se puso a seguir el ritmo de la música dando golpecitos con los dedos sobre el volante. Un anillo brillaba en sus largos dedos oscuros—. Me dijo que Jones te miraba como si le hubieran golpeado con un objeto contundente. Tiene gracia la expresión. —Hmm —Brooke parecía fascinada con el paisaje. —Me dijo que se fue derecho a tu palco persiguiendo una bola. Y que te dijo algo. Brooke volvió la cabeza y miró fijamente sus gafas de espejo.

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—¿Intentas sonsacarme, E.J.? —Vaya, Brooke, a ti no a quien te la dé con queso. Eres un lince. Ella se rió a su pesar. Sabía que si contestaba «sin comentarios», sólo daría pábulo a especulaciones que prefería evitar. Estiró las piernas sobre el asiento y contestó con despreocupación: —Sólo quería saber mi nombre. —¿Y? —Y nada. —¿Adónde fuisteis? Ella arrugó ligerísimamente el entrecejo. —Yo no he dicho que fuéramos a ninguna parte. —Supongo que no te preguntó tu nombre porque estuviera haciendo un censo. Brooke le lanzó una mirada fría y altiva que habría desalentado a cualquier otra persona. —Eres una vieja chismosa, EJ. —Sí. ¿Fuiste a cenar con él? —Sí —contestó con un suspiro de rendición—. Y eso fue todo. —Entonces no es tan deslumbrante como parece —le dio una palmada en los pies—. O puede que le diera reparo liarse con la mujer que va a dirigirlo en pantalla. —No lo sabe —se oyó decir Brooke antes de que pudiera refrenarse. —¿Ah, no? —No se lo dije. —Ah —esta vez arrastró la sílaba con una entonación sagaz. —No me pareció necesario —dijo Brooke enérgicamente—. Fue una cita estrictamente extraoficial y me dio la oportunidad de planear cuál sería el mejor modo de filmarlo. —Ya. Ella se volvió en el asiento y cruzó los brazos. —Cállate y conduce, EJ. —Claro, jefa. —En lo que a mí respecta, puede quedarse sentado esperando con su guante de oro y su bate humeante. EJ. asintió sagazmente, divertido. —No te lo crees ni tú. —Es frío, engreído y desconsiderado.

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—Debió de ser una cita alucinante —comentó E J. —No quiero hablar de eso —Brooke dio una patada a un bote vacío que había en el suelo. —Está bien —dijo él afablemente. —Es uno de esos hombres —continuó ella—, que creen que una mujer no tiene nada mejor que hacer que colarse por ellos sólo porque han triunfado, son medianamente atractivos y tienen un coeficiente intelectual del montón. —Un coeficiente intelectual del montón para un becario Rhodes. —¿Un qué? —Le dieron una beca Rhodes. Brooke abrió la boca; luego volvió a cerrarla. —No es cierto. EJ. se encogió de hombros. —Bueno, eso decían en Sports View. Se cree que por eso no se hizo profesional hasta los veintidós años. —Seguramente no es más que un montaje publicitario —masculló ella, pero sabía que no era así. Hizo el resto del viaje hasta el estudio enfurruñada y en silencio.

La villa californiana de los de Marco era un festín para los ojos. Brooke se dijo que, a su lado, la mansión de Claire parecía sencilla y discreta, lo cual era un dudoso honor. Era enorme, en forma de E y de un blanco deslumbrante, con dos patios interiores. En uno había un estanque con grutescos y cascada en miniatura, y en el otro un jardín cerrado, repleto de perfumes exóticos. Brooke oyó al llegar el sonido líquido de las arpas y el murmullo de las conversaciones. Los invitados ocupaban toda la casa, inundaban el jardín y se arremolinaban en los rincones. Al cruzar el salón decorado en tonos dorados, percibió una embriagadora mezcla de perfumes caros y comida aderezada con especias. Había un destello de diamantes, un frufrú de sedas, un brillo de pieles morenas y mimadas. Captó retazos de conversación mientras pasaba en busca del bufé principal. —Pero, cariño, ya no puede hacer una serie, sencillamente. ¿Lo viste en Ma Maison la semana pasada? —Firmará. Después de ese chasco en Inglaterra, se muere por volver a Hollywood. —No es capaz de acordarse de una frase ni aunque se la inyectes por vena. —La dejó por la encargada del guardarropa.

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—Madre mía, ¿has visto qué vestido? «Hollywood», pensó con moderado afecto mientras se servía lo que quedaba del paté. —Sabía que te encontraría aquí. Brooke volvió la cabeza al tiempo que pinchaba una loncha de ternera ahumada. —Hola, Claire —logró decir mientras masticaba un trozo de galleta salada—. Bonita fiesta. —Supongo que sí. Tú siempre las juzgas por el menú… —Claire la admiró detenidamente con la mirada. Brooke llevaba un traje pantalón de ante muy ceñido, suave y terso como la crema, con un grueso cinturón de peltre en la cintura. Se había hecho unas trenzas en las sienes y se había dejado el resto de la melena suelta. De sus orejas colgaban grandes aros de peltre. Se había distraído mientras se maquillaba, y sólo se había acordado de ponerse sombra de ojos. Como resultado de ello, sus ojos dominaban su cara pálida y de rasgos afilados. —¿Por qué será que puedes ponerte la ropa más estrafalaria y aun así estar maravillosa? Brooke sonrió y tragó. —A mí también me gusta tu traje —dijo, notando que Claire iba, como siempre, impecablemente vestida con una túnica azul claro—. ¿Qué se puede beber en este sitio? Con un suspiro, Claire hizo una seña a un camarero vestido de rojo que pasaba por allí y eligió dos copas de champán. —Intenta comportarte. Los de Marco están chapados a la antigua. —Te sentirás orgullosa de mí —prometió Brooke, y levantó la mano para saludar a un cómico al que había dirigido en un anuncio—. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que encuentre un plato? —Atibórrate después. El agente del señor Jones está aquí. Quiero que lo conozcas. —Odio hablar con agentes con el estómago vacío. Maldita sea, ahí está Vera. Debí imaginar que vendría. Brooke respondió a la gélida sonrisa de la delgada modelo de cabello color miel que encarnaba, de momento, el ideal de mujer americana. Sus caminos se habían cruzado más de una vez, en el ámbito profesional y fuera de él, y entre ambas había surgido una antipatía inmediata y duradera. —No desenfundes tus garras —la advirtió Claire—. De Marco quiere trabajar con ella. —Conmigo, no —dijo Brooke al instante—. Acepto al jugador de béisbol, Claire, pero a ésa que le sujete la correa otro. No me gusta el veneno en pequeñas dosis.

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—Ya hablaremos de eso —masculló Claire, y puso una sonrisa deslumbrante—. Lee, estábamos buscándote. Lee Dutton, Brooke Gordon. Brooke va a dirigir a Parks —puso una mano sobre el brazo de Brooke con aire maternal—. Es mi mejor directora. Brooke levantó una ceja con expresión irónica. Claire era siempre generosa con los halagos en público, y mísera de puertas para adentro. —Hola, señor Dutton. Lee Dutton le agarró la mano y se la apretó con energía. Brooke flexionó discretamente los dedos mientras le echaba un rápido vistazo. Era más bajo que ella y más bien rechoncho, con poco pelo e inquietantes ojos negros. A Brooke, que solía fiarse de sus primeras impresiones, le gustó al instante. —Por una relación larga y fructífera —dijo Lee, y entrechocó su copa con la de ella—. Parks estaba ansioso por empezar. —¿De veras? —Brooke sonrió, acordándose de cómo le había descrito Parks su incursión en el mundo de la publicidad—. Igual que nosotras. Claire le lanzó una mirada de advertencia y dio el brazo a Lee. —¿Y dónde está? Brooke y yo nos morimos de ganas de conocerlo. —Le está costando desprenderse de las damas —Lee esbozó la sonrisa orgullosa y compungida de un tío que adoraba a sus sobrinos, pero miró a Brooke con astucia. —Pobrecillo —murmuró ella casi dentro de la copa—. Aunque supongo que lo superará. —Brooke, tienes que probar el paté, en serio —Claire le lanzó una sonrisa de dientes apretados. —Ya lo he probado —contestó ella tranquilamente—. Hábleme de Parks, señor Dutton. No imagina usted cuánto lo admiro. —¿Sigue usted el béisbol? Brooke volvió a levantar su copa. —Pues… estuvimos en el estadio hace sólo un par de semanas, ¿verdad, Claire? —Sí, en efecto —esta vez, Claire no intentó siquiera reprenderla con la mirada, sino que se volvió hacia Lee—. ¿Tú vas a muchos partidos? —A menos de los que me gustaría —reconoció él. Era consciente de que allí pasaba algo y quería saber qué era—. Pero da la casualidad de que tengo entradas para el partido del domingo —dijo, y anotó mentalmente que debía conseguirlas—. Me encantaría acompañarlas, señoras. Antes de que Brooke abriera la boca, Claire se vengó de ella sutilmente. —Nada nos gustaría más. Lee advirtió el leve ceño de Brooke antes de que ella alisara sus rasgos.

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—Bueno, ahí está Parks —Lee lo llamó a gritos, y varias personas volvieron la cabeza antes de que se reanudara el murmullo de las conversaciones. Al principio, Parks se sorprendió al ver a Brooke junto a su agente y a la directora de Thorton Productions, a la que conocía de vista. Luego experimentó el mismo arrebato de deseo reticente que había sentido en las dos ocasiones anteriores en que se habían encontrado. Había dejado pasar los días a propósito antes de volver a contactar con ella, con la esperanza de que el deseo se disipara en parte. Pero le bastó una mirada para darse cuenta de que no había servido de nada. Se abrió paso entre la multitud sin prisa aparente, deteniéndose a cambiar unas palabras con alguien que le tocó el hombro y escapando después suavemente. Había aprendido siendo muy joven a no dejarse acorralar en las reuniones de sociedad. Menos de dos minutos después estaba delante de Brooke. «Bien hecho», pensó Brooke. Respondió con cautela a la sonrisa de Parks, preguntándose cómo reaccionaría cuando los presentaran. Sintió una punzada de inquietud y procuró sacudírsela. A fin de cuentas, era él quien la había despertado al amanecer para pedirle una cita. —Parks, quiero que conozcas a Claire Thorton, la productora de los anuncios que vas a hacer —Lee puso su mano sobre la de Claire con un gesto posesivo que sólo notaron Parks y Brooke. A Parks le hizo gracia; a Brooke le molestó. —Es un placer, señora Thorton —quiso decir que, por lo que había leído sobre ella, esperaba encontrarse con una especie de dragón y no con aquella mujer atractiva, de rostro terso y ojos de un azul desvaído. Pero en lugar de hacerlo sonrió y aceptó la mano que ella le tendía. —Estamos deseando trabajar con usted. Justamente ahora le estaba diciendo al señor Dutton lo mucho que disfrutamos Brooke y yo el otro día, en su partido contra los Valiants —Claire aguardó su reacción, pensando en cómo le había preguntado él su nombre a Brooke en voz baja, junto a la barandilla del palco. —¿De veras? —así pues, aquélla era su amiga, pensó él volviéndose hacia Brooke. Con aquella cara, concluyó, debía de salir a menudo en los anuncios de Thorton Productions—. Hola otra vez. —Hola —Brooke sintió que agarraba su mano y la retenía. Bebió un rápido sorbo de champán y esperó a que cayera la bomba. —Claire dice que la señorita Gordon es su mejor realizadora —le dijo Lee a Parks—. Como vais a trabajar codo con codo, querréis conoceros mejor. —¿Ah, sí? —Parks pasó el pulgar por la palma de Brooke. —De un proyecto tan importante sólo podía ocuparse mi mejor directora —dijo Claire mientras los observaba atentamente. Brooke sintió que su pulgar dejaba de acariciarla y que sus dedos se cerraban con fuerza. La cara de Parks no se alteró. Para sofocar un súbito gemido de dolor, ella se bebió de un trago el resto del champán. —Así que diriges anuncios —dijo él suavemente.

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—Sí —tiró una vez de su mano para liberarla, pero él la apretó con más fuerza. —Es fascinante —le quitó la copa de la otra mano tranquilamente—. Disculpadnos. Brooke se vio arrastrada por entre la multitud, entre joyas y sedas. Inmediatamente apretó el paso para que pareciera que caminaba a su lado, en lugar de seguirlo. —Suéltame —siseó al tiempo que saludaba a otro director con una sonrisa—. Vas a romperme la mano. —Considéralo un anticipo —Parks la hizo pasar por las puertas abiertas con la esperanza de encontrar un sitio tranquilo. En el jardín había un trío tocando música suave. Al menos una docena de parejas estaba aprovechando para bailar. Parks masculló una maldición, pero antes de que lograra llevarla a través del jardín, hasta un lugar más apartado, oyó que alguien la llamaba. Inmediatamente la tomó en sus brazos. El contacto con su pecho dejó a Brooke sin aliento. El brazo que rodeaba su cintura le impidió reaccionar. Haciendo caso omiso de su gemido, Parks empezó a mecerse al ritmo de la música. —Salúdalo con la mano —le susurró a oído—. No quiero que nos interrumpa con su chachara. Brooke, que quería volver a respirar, obedeció. Ya estaba planeando su venganza. Cuando él aflojó ligeramente el brazo, respiró hondo y soltó el aire acompañándolo de una sarta de exabruptos. —Maldito bruto, no creas que a mí puedes llevarme a rastras por ahí sólo porque seas el héroe americano de turno. Sólo voy a consentirlo una vez, y sólo voy a advertírtelo una vez. No vuelvas a agarrarme así —le dio un pisotón, y en respuesta él volvió a dejarla sin respiración. —Baila usted de maravilla, señorita Gordon —le susurró Parks al oído. Y le mordió el lóbulo. Entre la furia y el dolor, Brooke sintió que algo se removía en su estómago. «Oh, no», pensó, envarándose. «Otra vez no». La banda empezó a tocar una melodía más rápida, pero Parks siguió sujetándola con fuerza y meciéndose. —Vas a tener que dar muchas explicaciones cuando me desmaye por falta de oxígeno —logró decir ella. ¿Quién habría pensado que aquel cuerpo larguirucho fuera tan duro, que sus ágiles brazos fueran tan fuertes? —No vas a desmayarte —masculló él mientras la conducía lentamente hacia el borde del jardín—. Y eres tú quien tiene muchas cosas que explicar. La soltó bruscamente, pero antes de que Brooke pudiera recobrar el aliento, tiró de ella y cruzó un parterre de azaleas. —Mira, capullo… —entonces se descubrió de nuevo dentro de la casa, aturdida por las luces brillantes y las risas. Sin detenerse, tirando todavía de ella, Parks cruzó el patio central y el jardín contiguo.

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Allí no había música, salvo el sonido líquido del agua que caía en el estanque. Las pocas parejas que había estaban demasiado absortas para fijarse en un hombre que tiraba de una mujer furiosa. Parks se acercó al estanque y se introdujo entre las sombras de detrás del alto muro. Brooke se vio atrapada entre él y las suaves rocas. —Así que te gustan los juegos —murmuró. Brooke pudo por fin levantar la cara y mirarlo. Sus ojos brillaron a la luz de la luna. —No sé de qué estás hablando. —¿No? Esperaba que él se enfadara, pero la furia que ardía despacio en sus ojos, en las duras facciones de su cara, en la tensión de su cuerpo, la pilló desprevenida. Al notar que su corazón comenzaba a palpitar con incómoda violencia, se puso más aún a la defensiva. —Fuiste tú quien marcó las reglas —replicó—. Me exigiste que te dijera mi nombre. Me llamaste a las seis de la mañana para pedirme una cita. Yo lo único que hice fue permitir que Claire me arrastrara a un partido de béisbol. Hizo intento de pasar a su lado empujándolo y le sorprendió que él dejara que le apartara la mano. Luego dio comienzo a un recital que sabía que le enfurecería. —Te mueves más como un bailarín que como un deportista. Será una ventaja a la hora de rodar. Tienes buen cuerpo. La ropa se venderá bien. A veces puedes ser encantador, y tienes una cara atractiva, sin ser guapo. Podrías vender cualquier cosa. Posees cierta sensualidad que atraerá a las mujeres a las que les gustaría que sus maridos también la tuvieran. Ellas son el objetivo principal, porque siguen siendo las que se encargan de comprar la ropa de sport. Hablaba con intención de exasperarlo, pero Parks no pudo evitar ponerse furioso. —¿Vas a ponerme nota? —Naturalmente —su áspera respuesta la satisfizo enormemente. Era una revancha por la escena del porche, aunque lo fuera en grado muy pequeño—. Tu índice de popularidad es bastante alto ahora mismo, pero debería subir después de la emisión del primer anuncio. Claire parece convencida de que ayudaría que os metierais en las series mundiales y consiguierais un buen resultado. —Veré lo que puedo hacer —dijo él con sorna—. ¿Por qué no me dijiste quién eras? —Te lo dije. Parks se inclinó hacia ella. Brooke sintió el intenso olor de su colonia por encima del aroma de las hojas húmedas del verano. —No, no me lo dijiste. —Te dije que hacía anuncios. —Sabiendo que llegaría a la conclusión de que eras modelo.

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—Las conclusiones que sacaras son asunto tuyo —le dijo Brooke encogiéndose de hombros—. Yo no dije que fuera modelo en ningún momento —oyó la risa sofocada de una mujer a lo lejos y el murmullo del agua del estanque, a su lado. En aquel momento, se dijo, tenía todas las de perder—. No veo qué importa eso. —No me gustan los juegos —contestó Parks puntillosamente—, a no ser que conozca a los jugadores. —Entonces no jugaremos —replicó ella—. Tu trabajo consiste en hacer lo que te diga. Ni más, ni menos. Parks reprimió una oleada de furia y asintió con la cabeza. —En el plato —tomó su melena, que le llegaba a la cintura, y dejó que se deslizara entre sus dedos—. ¿Y fuera? —Fuera, nada —puso más énfasis en la última palabra de lo que pretendía. Ello demostraba una debilidad que, con suerte, él no notaría. —No —Parks se acercó y ella tuvo que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos—. Creo que no me gustan esas normas. Probemos con las mías. Esta vez, Brooke estaba lista para afrontar aquel asalto a sus sentidos. No permitiría que Parks la sedujera, que la hiciera temblar con aquellos besos que acariciaban su piel con la suavidad de una pluma. Con una mirada fría y dura, lo retó a intentarlo. Parks le sostuvo la mirada; mientras tanto, los segundos se alargaban. Brooke distinguió un brillo desafiante en sus ojos. No vio, en cambio, que sus labios se curvaban lentamente. Ningún hombre le había sostenido nunca la mirada tan directamente, ni durante tanto tiempo. Por primera vez desde hacía años, Brooke sintió que su mejor arma tenía un punto débil. Parks hizo entonces lo que había deseado hacer nada más verla. Hundió las manos en su exuberante melena, dejó que se sumergieran en su suavidad antes de atraerla hacia sí. Sus ojos chocaron un instante más mientras él inclinaba la cabeza. Después, devoró sus labios. A Brooke se le enturbió la vista. Luchó por volver a enfocar la mirada, por concentrarse en aquel único sentido para impedir que los otros se vieran anegados. Intentó no sentir el sabor caliente y fuerte de sus labios, no notar la presión rápida y casi brutal de sus dientes al morderle la boca para que la abriera. No quiso oír su propio gemido de indefensión. Luego, él hundió la lengua en su boca, retó a la suya a responder. En nada se parecía aquella forma de seducción a la provocativa suavidad de su primer abrazo. Brooke intentó resistirse, pero al moverse sus cuerpos se friccionaron y el ardor se intensificó. El beso fue cambiando poco a poco. La dura presión de los labios de Parks fue haciéndose más suave. Mordisqueó la boca de Brooke como si quisiera probar su sabor, la chupó dulcemente, a pesar de que sus brazos seguían sujetándola con firmeza. Ella perdió incluso su visión borrosa, y con ella la capacidad de resistir. Parks sintió el cambio, su súbita docilidad. Y su rendición lo excitó. Brooke no se dejaba dominar fácilmente y, sin embargo, en las dos ocasiones en las que la había

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abrazado, había logrado doblegarla. Con ternura, se dijo, cobrando de pronto conciencia de que la furia había abandonado su cuerpo y su boca. Era la ternura lo que vencía a Brooke, mientras que la fuerza sólo suscitaba su resistencia. Pero Parks no quería pensar… por el momento. Sólo quería perderse en la dulce blandura de su cuerpo, en el olor sedoso y diáfano que emanaba de ella, en el oscuro sabor de su boca. Todos esos encantos, propios de una mujer, se veían intensificados por su rendición. Brooke sintió un peso líquido en sus miembros, un lento pero insistente tironeo en sus muslos antes de que sus músculos se relajaran. Su boca se aferró a la de Parks, ansiosa por probar de nuevo la magia que creaba el suave juego de su lengua y sus dientes. Él comenzó a recorrer lentamente su cuerpo con las manos, masajeando su carne laxa. Al sentir que le bajaba la estrecha cremallera que corría entre su garganta y su cintura, Brooke logró protestar. —No —la voz le salió en un jadeo cuando él deslizó los dedos por su piel. Parks tomó su pelo con una mano y le echó la cabeza hacia atrás para mirarla de nuevo a los ojos. —Tengo que tocarte —sin dejar de mirarla, deslizó los dedos sobre su pecho, deteniéndose un instante sobre su pezón erecto antes de bajar hasta su vientre liso y trémulo—. Palmo a palmo. Voy a sentir cómo arde tu piel bajo mis manos —volvió a deslizar la mano hasta su pecho, dejando a su paso la piel erizada—. Voy a mirarte a la cara cuando te haga el amor. Inclinándose, volvió a besarla en los labios y sintió penetrar en su boca su aliento estremecido. Subió muy despacio la cremallera, dejando que sus nudillos le rozaran la piel. Luego movió las manos hacia arriba por su espalda, hasta que sus cuerpos volvieron a fundirse. —Bésame, Brooke —frotó su nariz ligeramente contra la de ella—. Bésame de verdad. Ávida de caricias, excitada por sus palabras susurradas, ella pegó su boca abierta a la de él. Buscó con la lengua la suya, ansiosa por sentir el sabor húmedo y opaco que ya se había infiltrado dentro de ella. Parks esperó sus exigencias, sus agresiones, y las sintió llegar al tiempo que el cuerpo de Brooke se tensaba contra el suyo. Con un gemido de placer, ella metió los dedos entre su pelo. Quería acercarlo más. Cuando comprendió que estaba a punto de perder el control, Parks la apartó. Sabía ya algo más acerca de ella, pero no lo suficiente. Aún no. Y no pensaba olvidar que tenía una cuenta que saldar con ella. —Cuando la cámara está grabando, el juego es tuyo: tú impones las normas — agarró su barbilla y se preguntó cuántas veces podría alejarse de ella pese a que su cuerpo ansiara poseerla—. Cuando no —prosiguió con calma—, las normas las marco yo. Brooke respiró hondo, temblorosa. —Yo no juego. Parks sonrió, pasó la yema de un dedo sobre su boca hinchada.

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—Todo el mundo juega —dijo—. Algunos profesionalmente, y no siempre en campos de deporte —bajó la mano y se apartó de ella—. Los dos tenemos un trabajo que hacer. Puede que ahora mismo no nos haga mucha gracia, pero tengo la sensación de que eso no afectará a tu eficiencia. —No —contestó Brooke lacónicamente—. Así es. Puedo detestarte y sin embargo hacer que estés fantástico en pantalla. Él sonrió. —O hacerme parecer un idiota, si te conviene. Ella no pudo remediar que una leve sonrisa se formara en sus labios. —Eres muy perspicaz. —Pero no lo harás, porque eres una profesional. No cambiarás tu forma de dirigir, pase lo que pase entre nosotros. —Haré mi trabajo —afirmó Brooke, pasando a su lado—. Y entre nosotros no va a pasar nada —levantó la vista bruscamente cuando él dejó caer el brazo sobre su hombro cordialmente. —Ya veremos —Parks le lanzó otra sonrisa amigable—. ¿Has cenado? Brooke lo miró con el ceño fruncido, indecisa. —No. Él le dio una palmadita en el hombro. —Voy a buscarte un plato.

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Capítulo 4 Brooke no podía creer que estuviera pasando una hermosa tarde de domingo viendo un partido de béisbol. Pero lo más curioso de todo era que estaba disfrutando. Era muy consciente de que estaba siendo castigada por los comentarios sarcásticos que, aunque velados, había lanzado en la fiesta de los de Marco, pero después de las primeras entradas del partido descubrió que Billings tenía razón: el béisbol no sólo consistía en sacudir un bate y correr en círculos. Durante su primer partido, había estado demasiado absorta en el ambiente del estadio, en la gente y después en sus primeras impresiones de Parks Jones. Ahora, en cambio, había abierto su mente al juego en sí y estaba disfrutando. Era una superviviente y como tal, siempre que tenía que hacer algo a lo que se resistía, sencillamente se mentalizaba de que tenía que querer hacerlo. Perdía la paciencia con la gente que se permitía el lujo de sufrir cuando era tan sencillo darle la vuelta a una situación en provecho propio. Si no podía disfrutar, al menos podía aprender. Y ambas cosas la satisfacían. El juego tenía más sutilezas de las que había imaginado en un principio, y requería más estrategia. La estrategia nunca dejaba de suscitar su curiosidad. Era evidente que la competición incluía diversas variables, docenas de posibilidades, golpes de azar que servían de contrapeso a la destreza en el juego. En un juego en el que las distancias cortas eran tan importantes, no podía pasarse por alto el factor suerte. Ello la atraía, porque siempre había creído que la suerte era tan vital como el talento a la hora de ganar, fuera cual fuese el juego. Y había ciertos aspectos de esa tarde, más allá de las bolas y los lanzamientos, que avivaban su interés. La multitud se mostraba tan entusiasta y vociferante como en su primera visita al estadio de los Kings. En todo caso, se dijo, lo parecía aún más. Incluso parecía levemente enloquecida. Brooke se preguntaba si sus cánticos, sus gritos y sus silbidos adquirían un tono de delirio porque el marcador estaba empatado a uno desde la primera entrada. Lee aseguraba que era un ejemplo de extraordinario juego defensivo. Lee Dutton era otro aspecto de esa tarde que intrigaba a Brooke. Parecía, a primera vista, un hombre jovial y bastante desaliñado, con un ligero acento de Brooklyn, vestigio de su juventud. Llevaba una camisa de golf y pantalones de cuadros, lo cual sólo conseguía acentuar su redondez. Brooke lo habría tomado por un simpático señor de mediana edad de no ser por sus ojos negros y penetrantes. Le caía bien… con una sola reserva de poca importancia: parecía sumamente atento con Claire. Tenía la impresión de que aprovechaba cualquier ocasión para tocarla: para tocar sus manos suaves y bien cuidadas, su hombro redondeado y hasta su rodilla enfundada en tela de gabardina. Lo que más le chocaba, sin embargo, era que Claire no parecía atajar, como solía, sus indecisos avances con una sonrisa gélida o una palabra cortés pero hiriente. Hasta donde ella notaba, Claire parecía disfrutar de sus

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atenciones. O quizá sólo las pasaba por alto debido a la importancia de la cuenta de Marco y de Parks Jones. En todo caso, Brooke decidió vigilar de cerca a su amiga y al agente. No era inaudito que una mujer cercana a los cincuenta se comportara candorosamente con un hombre y se dejara, por tanto, engatusar. Para ser sincera, Brooke tenía que admitir que disfrutaba viendo a Parks. No había duda de que en el campo él estaba en su elemento, con la gorra calada sobre los ojos y el guante en la mano. Pero igualmente, se recordó Brooke, parecía estarlo en la reluciente fiesta en la villa de los de Marco. No le había parecido fuera de lugar en medio de tanta ostentación y tanta riqueza, bebiendo champán añejo o conversando con los invitados. ¿Y por qué habría de parecérselo?, se dijo. Después de su último encuentro, se había esforzado en averiguar algo más de él. Procedía de una familia con dinero. Con mucho dinero. Parkinson Chemicals era un multimillonario conglomerado empresarial que se remontaba a tres generaciones atrás y que fabricaba de todo, desde aspirinas a combustible para cohetes espaciales. Parks había nacido con un pan bajo un brazo y un grueso maletín bajo el otro. Sus dos hermanas se habían casado bien, una con un propietario de restaurantes que había sido su socio antes de convertirse en su marido, y la otra con un vicepresidente de la sede que la empresa tenía en Dallas. Pero el heredero, el hombre que llevaba el viejo nombre de la familia delante del más ordinario Jones, mantenía un idilio con el béisbol. Su enamoramiento no había disminuido durante sus estudios en Oxford, donde había disfrutado de una beca Rhodes. Sencillamente, había quedado pospuesto. Después de graduarse, se fue derecho al campo de entrenamiento de los Kings (Brooke se preguntaba qué había opinado su familia al respecto), donde lo reclutaron para jugar. Después de menos de un año en la cantera de los Kings, pasó a la liga profesional. Y allí llevaba una década. Así que no jugaba por dinero, pensó Brooke, sino por placer. Tal vez por eso jugaba con tanto estilo y constancia. Brooke recordaba también la impresión que Parks le había producido en la fiesta de los de Marco: primero le había parecido encantador; luego, implacable; y, por último, cordial y desenfadado. Y ninguna de aquellas actitudes, concluyó, era una pose. Por encima de todo, Parks Jones era dueño de sí mismo, dentro y fuera del campo de juego. Brooke respetaba ese rasgo suyo, se identificaba con él, aunque no podía evitar preguntarse cómo iban a manejar la necesidad que sentían ambos de estar al mando cuando empezaran a trabajar juntos. Sería, cuando menos, una asociación interesante, se dijo mientras masticaba un trozo de hielo. Brooke lo miraba ahora de pie en la caja de la segunda base, mientras el equipo contrario sacaba a otro lanzador. Parks había empezado la séptima entrada con un sencillo y había avanzado luego a segunda base al entrar el siguiente bateador. Brooke sentía palpitar la adrenalina de la muchedumbre mientras Parks hablaba tranquilamente con el segundo base. —Si anotan ahora —estaba diciendo Lee—, los Kings quedarán primeros de grupo —deslizó su mano sobre la de Claire—. Necesitamos estas carreras.

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—¿Por qué han cambiado de lanzador? —preguntó Brooke. Pensaba en lo furiosa que se pondría ella si alguien la sacara de un trabajo antes de concluirlo. —Era necesario —Lee le lanzó una sonrisa paternal—. Mitchell estaba perdiendo fuelle: se fue andando a la segunda base en la última vuelta y sólo se salvó de que le marcaran una carrera por ese tiro que el exterior central mandó a su base de destino derecho como una bala —metió la mano en el bolsillo de su camisa y sacó un puro guardado en una funda delgada—. Creo que los Kings sacarán a alguien en la octava entrada. —Yo no cambiaría de cámara en mitad de una grabación —masculló Brooke. —Sí, si ya no enfocara bien —contestó Lee, sonriéndole. Brooke se rió y metió la mano en la bolsa de cacahuetes que le ofrecía él. —Sí, supongo que sí. La estrategia tuvo éxito: el lanzador de refresco superó a los siguientes tres bateadores, y Parks y su equipo quedaron embarrancados en sus bases. La multitud rugía, maldecía al arbitro y abroncaba a los bateadores. —Eso sí que es deportividad —comentó Brooke, lanzando una mirada por encima del hombro cuando alguien llamó vago (y otras cosas menos amables) al último bateador de esa entrada. Lee soltó un bufido que sonó a carcajada y apoyó tranquilamente el brazo sobre los hombros de Claire. —Deberías oírlos cuando vamos perdiendo, niña. Brooke miró a Claire con una ceja levantada y su amiga le respondió con una mirada inexpresiva. —El entusiasmo adopta múltiples formas —comentó Claire y, sonriendo a Lee, se recostó en su brazo para ver la siguiente vuelta. Formaban, desde luego, una extraña pareja, se dijo Brooke, y volvió a adoptar su postura de costumbre, apoyada en la barandilla. Parks no la miraba. Sólo lo había hecho una vez, al principio del partido, cuando salió al campo. Había sido una mirada larga y directa; después se había dado la vuelta, y desde entonces era como si no notara su presencia. Brooke odiaba admitir que aquello le escocía, odiaba reconocer que le habría gustado enzarzarse en aquella silenciosa batalla de miradas. Parks era el primer hombre con el que deseaba medirse, aunque se había enfrentado a muchos desde su primera experiencia, hacía ya diez años. Había algo estimulante en el juego psicológico, sobre todo porque Parks poseía una mente que ella envidiaba y admiraba al mismo tiempo. Lee tenía razón: los Kings recurrieron al banquillo cuando el lanzador que había iniciado la entrada llegó andando a la segunda base con un hombre fuera. Brooke se sentó al borde de su asiento para ver a Parks durante el cambio. «¿En qué estará pensando?», se preguntaba. «Dios, lo que daría ahora mismo por una ducha fría y una jarra de cerveza», pensó Parks mientras el sol caía a plomo sobre su nuca. Esperaba el cambio de

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lanzador y le satisfizo la elección. Ripley hacía muy bien lo que tenía que hacer un jugador de refresco: tirar duro y rápido. Miró con aparente despreocupación al jugador de la segunda base. Podía dar problemas, se dijo, y repasó rápidamente las estadísticas de su contrincante. Siempre había tenido facilidad para memorizar y retener datos. Y no sólo promedios de bateo y bases robadas. Básicamente, sólo olvidaba lo que quería olvidar. El resto quedaba almacenado, esperando el momento en que lo necesitaría. Aquella capacidad fascinaba y enfurecía alternativamente a su familia y amigos, así que solía guardársela para sí. De momento, podía recordar la media de carreras ganadas de Ripley, su índice de tantos y faltas, el promedio de lanzamientos del hombre que esperaba para entrar en la caja del bateador y el olor del perfume de Brooke. No había olvidado que estaba sentada a unos metros de allí. La conciencia de su cercanía ardía lentamente dentro de él. No era una sensación agradable. Era más bien una presión insistente, como el calor del sol sobre su nuca. Otra razón por la que ansiaba darse una ducha fría. Mientras veía a Ripley lanzar unos tiros de entrenamiento al receptor, se permitió el lujo de imaginar cómo sería desnudarla (lentamente) a la luz del día, justo antes de que su cuerpo pasara de una inerme rendición a una excitación palpitante. Pronto lo descubriría, se prometió. Luego el bateador ocupó su posición y él se obligó a relegar a Brooke al fondo de su cabeza. La primera bola pasó junto al bateador, recta y potente. Parks sabía que Ripley no era muy dado a fiorituras: sólo lanzaba bolas curvas y bolas rápidas. O superaba a los bateadores, o con la alineación de diestros que se avecinaba, Parks no iba a dar abasto. Se colocó un paso más atrás en la hierba, dejándose llevar por su instinto. Vio que el corredor llevaba mucha ventaja cuando el bateador lanzó fuera el primer tiro: estaba casi en la tercera base cuando se pitó la falta. Ripley miró por encima del hombro hacia la segunda base, fijó los ojos en la primera y bateó la siguiente bola. Golpeó con fuerza: la pelota se estrelló en la arena delante de la tercera base y rebotó, muy alta. Parks no tuvo ocasión de pensar; sólo pudo actuar. Dando un salto, logró por los pelos atrapar la pelota. El corredor se había lanzado de cabeza hacia la tercera base. Parks no tuvo tiempo de admirar su valentía: tocó la base segundos antes de que la mano del corredor llegara a ella. Oyó gritar «¡Outk!» al arbitro de tercera base cuando saltó por encima del corredor y lanzó la bola al primer base. Mientras la multitud enloquecía, Brooke siguió sentada, observando. Ni siquiera notó que Lee daba a Claire un beso sonoro y apasionado. La jugada sólo había durado unos segundos: aquello la impresionó. Y también la desconcertó descubrir que se le había acelerado el pulso. Si cerraba los ojos, aún podía oír los gritos de los aficionados, sentir el olor de la cerveza calentada por el sol y ver a cámara lenta los poderosos movimientos de Parks. No necesitaba una repetición de la jugada para visualizar el salto y el estiramiento, el juego de los músculos. Sabía que un jugador de béisbol debía ser ágil y rápido, pero ¿cuántos tenían aquella gracilidad de bailarines? Brooke se descubrió anotando mentalmente que debía llevar una cámara al siguiente partido. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había decidido volver al estadio. ¿Era Parks, se preguntó, o el béisbol lo que la atraía?

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—Es un fenómeno, ¿eh? —Lee se inclinó sobre Claire para darle una palmada en la espalda. —Sí —murmuró Brooke. Volvió la cabeza lo justo para mirarlo—. ¿Ha sido una jugada rutinaria? Lee soltó un bufido. —Si uno tiene agua helada en vez de sangre, sí. —¿Y él la tiene? Lee se quedó pensando mientras daba una chupada a su cigarro. Lanzó a Brooke una mirada larga y fija. —En el campo, sí —afirmó con una inclinación de cabeza—. Parks es uno de los hombres más disciplinados que conozco. Claro que… —esbozó una rápida sonrisa— … yo llevo a muchos actores. —Benditos sean —dijo Claire, y cruzó sus piernas cortas y esbeltas—. Creo que todos confiamos en que Parks se entregue a su… nueva carrera con tanto entusiasmo como demuestra en el campo. —Si delante de la cámara es un diez por ciento tan hábil como aquí —Brooke señaló hacia el campo—, podré trabajar con él. —Creo que va a sorprenderte lo que es capaz de hacer ese hombre —comentó Lee con sorna. Brooke se encogió de hombros y volvió a apoyarse en la barandilla. —Ya veremos si se deja dirigir. Esperó mientras el partido entraba en la novena entrada. La tensión del público iba contagiándosele poco a poco. El marcador seguía empatado a uno; ninguno de los dos equipos parecía capaz de romper la defensa del contrario. Aquello debería haber sido aburrido, se dijo Brooke; incluso tedioso. Pero estaba al borde de su asiento y su pulso seguía latiendo con violencia. Quería que ganaran los Kings. Sintiendo una especie de sorpresa culpable, se detuvo cuando estaba a punto de gritar al arbitro por pitar tres strikes al bateador principal. «Es el ambiente», se dijo con el ceño fruncido. Siempre absorbía el ambiente que la rodeaba como una esponja. Pero cuando apareció el segundo bateador, se descubrió agarrada a la barandilla y ansiando que lanzara una buena bola. —Puede que haya prórroga —comentó Lee. —Sólo hay uno eliminado —replicó Brooke, sin molestarse en darse la vuelta. No vio la rápida sonrisa que Lee lanzó a Claire. Con un lanzamiento de tres y dos, el bateador se anotó un sencillo al centro. Alrededor de Brooke, el público enloqueció. Por cómo reaccionó el público, el jugador parecía haber conseguido una carrera completa, se dijo Brooke mientras intentaba ignorar el rápido bombeo de su sangre. Esta vez, no dijo nada cuando sacaron al lanzador. «¿Cómo soportan la tensión?», se preguntaba, sin dejar de observar a los jugadores, que parecían relajados mientras el jugador de refresco

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calentaba. Los corredores de base hablaban tranquilamente con sus contrarios. Brooke pensó que, sí ella estuviera compitiendo, no sería tan amable con el enemigo. La multitud cayó en un zumbido constante que se convertía en un clamor generalizado cada vez que se efectuaba un lanzamiento. El bateador golpeó una bola profunda, tan profunda que a Brooke le sorprendió la velocidad con la que el jardinero derecho la devolvió a la zona interior. El bateador se contentó con un sencillo, pero el corredor engulló el trecho que lo separaba de la tercera base con aquella velocidad vertiginosa que Brooke tanto admiraba. La multitud no volvió a aquietarse: seguía emitiendo un aullido cuyo eco se oía constantemente cuando Parks salió a batear. La presión, pensó Brooke, debía de ser casi insoportable. Sin embargo, el semblante de Parks sólo desvelaba una suerte de concentración amenazadora que Brooke había visto una o dos veces antes. Tragó saliva, consciente de que el corazón le latía en la garganta. «Esto es ridículo», se dijo, y luego se rindió. —Vamos, maldita sea —masculló—, lanza una fuera del estadio. Parks bateó el primer lanzamiento: una curva lenta que no dio en la esquina por muy poco. Brooke exhaló trémulamente el aliento que había estado conteniendo. Parks erró el siguiente tiro: lanzó la bola con fuerza contra la luna de la cabina de prensa. Brooke se mordió el labio inferior y lanzó para sus adentros una sarta de maldiciones. Parks levantó tranquilamente una mano para pedir tiempo y se agachó para atarse la zapatilla. El estadio repetía su nombre como un eco. Como si fuera sordo a los gritos, él volvió a entrar en la caja de bateo para ocupar su posición. Bateó una bola alta y profunda. Brooke estaba segura de que era un bateo idéntico al que lo había visto hacer en el primer partido. Pero luego la pelota comenzó a caer a poca distancia de la valla. —Va a tocar base. ¡Va a tocar base! —oyó que gritaba Lee mientras el exterior central atrapaba la pelota de Parks al vuelo en la línea. Antes de que Brooke pudiera lanzar un exabrupto, el público comenzó a chillar, no de furia, sino de alegría. En cuanto el corredor cruzó la plataforma, los jugadores del banquillo de los Kings salieron en tromba al terreno de juego. —Pero Parks está eliminado —dijo Brooke, indignada. —Ese toque de sacrificio equivalía a una carrera —explicó Lee. Brooke le lanzó una mirada altanera. —Ya lo sé —dijo, únicamente porque había memorizado un par de normas básicas—. Pero es injusto que Parks esté eliminado. Riendo, Lee le dio unas palmaditas en la cabeza. —Ha conseguido otra carrera y la efímera gratitud de un estadio lleno de seguidores de los Kings. Además, su promedio no sufrirá mucho. —Brooke no siente mucho respeto por las normas —dijo Claire, levantándose.

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—Porque suelen inventarlas personas que no tienen ni la menor idea de lo que hacen —un poco enojada consigo misma por alterarse tanto, se levantó y se colgó al hombro el bolso de lona. —No sé si Parks estaría de acuerdo contigo —le dijo Lee—. Ha vivido conforme a las normas casi toda su vida. Acaba siendo una costumbre. —Sobre gustos no hay nada escrito —dijo ella tranquilamente. Se preguntó si Lee era consciente de que Parks también podía seducir y casi desnudar a una mujer detrás de la frágil pantalla que ofrecía una pared de rocas en medio de una reluciente y bulliciosa fiesta de Hollywood. En su opinión, Parks tenía más tendencia a inventar sus propias normas. —¿Por qué no bajamos al vestuario a felicitarlo? —Lee las agarró del brazo alegremente y las condujo a través del gentío todavía vociferante. Entró en el sanctasanctórum del estadio gracias a una mezcla de garbo y mano izquierda. Los periodistas pululaban por allí, provistos de micrófonos, cámaras o libretas. Acosaban o halagaban a los jugadores sudorosos, intentando sacarles una declaración. Brooke pensó que en la zona cerrada al público había tanto ruido como en el estadio. Se oía el estrépito de las taquillas al cerrarse de golpe, el eco de los gritos, risas que fluían en una especie de aturdido delirio. Todos los jugadores sabían que la tensión volvería en cuanto empezaran las eliminatorias. Querían disfrutar al máximo de aquel momento de triunfo. —Sí, si no hubiera salvado a Biggs de un error en la séptima entrada —le decía con cara de póquer el primer base a un reportero—, el partido habría sido muy distinto. Biggs, el parador en corto del equipo, se vengó tirándole una toalla mojada. —Snyder no atrapa una pelota ni aunque le caiga en el guante. Somos los demás los que le hacemos quedar bien. —He salvado a Parks de cincuenta y tres errores esta temporada —continuó Snyder tranquilamente, quitándose la toalla de la cara—. Creo que está perdiendo brazo. Lo que pasa es que algunos bateadores son tan buenos que le tiran la pelota directa al guante. Si veis la repetición del partido de hoy, veréis qué puntería tienen —alguien le vació un cubo de agua encima de la cabeza, pero Snyder siguió hablando sin perder el hilo—. Y veréis lo bien que coloco la bola en el guante del defensa derecha. Para eso hace falta más práctica. Brooke vio a Parks rodeado de periodistas. Tenía el uniforme manchado de tierra y la cara casi igual de sucia. Las sombras oscuras que tenía bajo los ojos le daban una mirada ligeramente perversa. Sin la gorra, el pelo se le rizaba a placer, oscurecido por el sudor. Pero su semblante y su cuerpo parecían relajados. Una sonrisa asomaba a sus labios mientras hablaba. Brooke notó que sus ojos habían perdido el brillo vehemente de la batalla como si nunca hubiera existido. De no saber por experiencia propia que no era así, habría pensado que aquel hombre era incapaz de cualquier acto cruel. Y sin embargo lo era, se recordó. No convenía olvidarlo.

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—Quedando sólo cuatro partidos para que acabe la temporada —afirmó Parks—, me daré por satisfecho si acabo con un promedio de trescientos setenta y siete este año. —Si llegas a quinientos en esos últimos partidos… Parks lanzó una sonrisa suave al periodista. —Ya veremos. —Si hoy hubiera hecho un poco de viento, esa bola de sacrificio con la que has ganado el partido habría sido un cuadrangular. —Bueno, así son las cosas… —¿Cómo ha sido el lanzamiento? —Una curva hacia dentro —respondió él tranquilamente—. Un poco alta. —¿Intentabas hacer un cuadrangular, Parks? Él volvió a sonreír. Su expresión se alteró ligeramente al ver a Brooke. —Con uno eliminado y los corredores en las esquinas, sólo quería sacar la pelota del campo. Si hubiera lanzado una profunda, Kinjinsky habría anotado. O habría ganado el premio al más patoso. —¿El premio al más patoso? —Pregúntele a Snyder —sugirió Parks—. Es el que lo ostenta actualmente — con otra sonrisa, Parks se desembarazó fácilmente del periodista—. Lee —saludó a su agente con una inclinación de cabeza al tiempo que pasaba un dedo por el brazo de Brooke. Ella sintió que una sacudida la atravesaba y logró a duras penas no apartarse—. Señora Thorton, me alegra volver a verla —saludó a Brooke con una sonrisa parsimoniosa mientras tocaba las puntas de su pelo con el índice y el pulgar. Ella pensó de nuevo que le convenía recordar que no era tan inofensivo como parecía. —Un partido fantástico, Parks —dijo Lee—. Lo hemos pasado de maravilla. —Para eso estamos: para complacer —murmuró sin dejar de mirar a Brooke. —Claire y yo vamos a ir a cenar. Tal vez Brooke y tú queráis acompañarnos. Antes de que Brooke pudiera asimilar su sorpresa porque Claire tuviera una cita con Lee Dutton o inventar una excusa, Parks contestó: —Lo siento, Brooke y yo tenemos planes. Ella volvió la cabeza y lo miró con los ojos entornados. —No recuerdo que hubiéramos quedado. Él sonrió y le dio un ligero tirón. —Deberías anotarte las cosas. ¿Por qué no esperas en el palco? Saldré dentro de media hora —sin darle ocasión de protestar, se alejó hacia las duchas. —Qué cara más dura —gruñó Brooke, pero Claire le dio un codazo fuerte, aunque discreto, en las costillas.

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—Siento que no puedas acompañarnos, querida —dijo dulcemente—. Aunque de todos modos no te gusta la comida china. Y además Lee va a enseñarme primero su colección. —¿Su colección? —repitió Brooke, perpleja, mientras la llevaban por un estrecho pasillo. —Lee y yo compartimos una misma pasión —Claire lanzó a Lee una sonrisa rápida y sorprendentemente coqueta—. El arte oriental. ¿Sabrás volver a los asientos? —No soy del todo idiota —masculló Brooke mientras miraba a Lee con escepticismo. —Bueno, entonces… —Claire dio el brazo a Lee—. Nos vemos mañana. —Que te diviertas, pequeña —dijo Lee por encima del hombro mientras se alejaban. —Muchísimas gracias —Brooke se metió las manos en los bolsillos, subió y salió al nivel inferior del estadio, a la altura de la tercera base—. Muchísimas gracias —repitió, y se quedó mirando el terreno de juego vacío. Había unos cuantos empleados de mantenimiento recogiendo la basura de las gradas con aspiradores industriales, pero aparte de eso la enorme explanada estaba desierta. Brooke descubrió que su enfado iba disipándose: aquello le parecía extrañamente atractivo. Una hora antes, el pulso de miles de personas palpitaba en el aire. Ahora estaba en calma. Sólo quedaban los vestigios del gentío: un olor persistente a humanidad, un aroma a palomitas saladas, algunos recipientes de cartón vacíos. Brooke se apoyó en la barandilla, más interesada en el estadio vacío que en el terreno de juego. ¿Cuándo se había construido?, se preguntaba. ¿Cuántas generaciones se habían apiñado en aquellos asientos y pasillos para ver los partidos? ¿Cuántos cientos de miles de litros de cerveza habían fluido por las filas de asientos? Se rió un poco, divertida por su propia frivolidad. Cuando los jugadores se retiraban, ¿iban allí a ver los partidos y a recordar? Pensó que Parks sí lo haría. El juego, concluyó, se te metía en la sangre. Ni siquiera ella se había mostrado inmune al béisbol… o a Parks, pensó con sorna. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que el pelo le cayera por la espalda. Las sombras iban alargándose, pero seguía haciendo el calor pegajoso de última hora de la tarde. A ella no le importaba: odiaba tener frío. Por costumbre, entornó los ojos e imaginó cómo filmaría el estadio. Vacío, se dijo, con el eco de los gritos del público, el sonido de una bola al golpear el bate y una bandera abandonada agitada por la brisa. Utilizaría a los empleados de mantenimiento que recogían las cajas, las bolsas y vasos. Podría titularlo Después de la batalla, y nadie sabría si el equipo local había abandonado el campo vencido o victorioso. Lo que importaba era la perpetuidad del juego, la gente que lo jugaba y la que lo veía jugar. Brooke sintió su presencia antes de verlo. Fue sólo un instante, pero bastó para que sus pensamientos se disiparan y para que sus ojos volaran hacia él. La escena que había estado imaginando se esfumó de inmediato. Nunca nadie había surtido

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aquel efecto sobre ella. El hecho de que Parks tuviera aquella capacidad la dejaba perpleja, además de enfurecerla. Para ella, el trabajo era lo único que daba estabilidad a su vida. Jamás permitía que nada ni nadie jugara con él. Poniéndose a la defensiva, se irguió y lo miró a los ojos mientras se acercaba a ella con aquel paso largo y desenvuelto detrás del que se ocultaba más de una década de entrenamiento. Esperaba que la saludara con algún comentario ingenioso. Estaba preparada para ello. Creía que la saludaría con total naturalidad, como si la mentira que había dicho en el vestuario fuera la pura verdad. Para eso también estaba preparada. Pero no para que él se fuera derecho a ella, hundiera las manos entre su pelo y la apretara contra sí en un beso largo y apasionado. Un fogonazo de placer atravesó a Brooke. Las cálidas oleadas del deseo ahogaron su sorpresa antes de que tuviera tiempo de asimilarla. Parks se apoderó de su boca con un dominio absoluto que ocultaba apenas un rastro de desesperación. Fue esa desesperación, más que su vehemencia, lo que hizo reaccionar a Brooke. En ella era muy fuerte la necesidad de sentirse necesitada: siempre la había considerado su mayor debilidad. Y en ese momento, mientras percibía el fuerte olor de su piel, el sabor oscuro de su boca en la lengua, el tacto de su cabello mojado entre los dedos, se sentía débil. Parks se apartó lentamente y esperó a que ella abriera los párpados. Aunque no dejó de mirarla a los ojos, Brooke sintió que la miraba por entero, completamente. —Te deseo —dijo él con calma, aunque en su cara había vuelto a aparecer aquella expresión de fiereza. —Lo sé. Parks volvió a pasar la mano por su pelo, desde la coronilla a las puntas. —Vas a ser mía. Brooke se apartó de sus brazos, algo más tranquila. —Eso no lo sé. Él sonrió mientras seguía acariciándole el pelo. —¿No? —No —contestó ella con tanta firmeza que Parks levantó una ceja. —Bueno —dijo—, creo que convencerte va a ser una experiencia muy agradable. Brooke sacudió la cabeza para apartar su pelo de los dedos de Parks. —¿Por qué le has dicho a Lee que teníamos planes? —Porque me he pasado todo el partido pensando en hacerte el amor. Lo dijo con calma, con un asomo de sonrisa en los labios, pero Brooke se dio cuenta de que hablaba en serio. —No pierdes el tiempo. —Tú prefieres así, ¿no?

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—Sí —contestó ella, volviendo a apoyarse en la barandilla—. Así que permíteme que yo también vaya al grano. Vamos a trabajar juntos varios meses en un gran proyecto en el que van a participar numerosas personas. Hago muy bien mi trabajo y pienso conseguir que tú también hagas bien el tuyo. —¿Y? Su tono divertido hizo que a Brooke le brillaran los ojos. —Las relaciones personales —continuó—, suelen interferir en el criterio de un profesional. Soy tu directora y no tengo intención de convertirme en tu amante, ni siquiera pasajeramente. —¿Pasajeramente? —repitió Parks mientras la observaba—. ¿Sueles prever de antemano la duración de tus relaciones de pareja? Creía que eras más romántica — añadió lentamente. —Me trae sin cuidado lo que creas —le espetó ella—, mientras lo entiendas. —Lo que entiendo —contestó Parks—, es que estás esquivando la cuestión. —Eso no es cierto —su furia se reflejó en su postura, en su mirada y en su voz— . Te estoy diciendo claramente que no me interesa. Si eso ofende tu ego, peor para ti. Parks la agarró del brazo cuando ella se disponía a pasar a su lado. —¿Sabes? —comenzó a decir con un tono cuidadoso que revelaba su enfado—, me pones furioso. No recuerdo la última vez que una mujer me causó ese efecto. —No me sorprende —Brooke apartó el brazo bruscamente—. Has estado demasiado ocupado fulminándolas con tu encanto. —Y a ti te preocupa tanto que te abandonen que prefieres no tener pareja. Ella dejó escapar un sonido rápido e involuntario, como si la hubiera golpeado. Con las mejillas pálidas y los ojos turbios, lo miró fijamente antes de apartarlo de un empujón y subir corriendo las escaleras. Parks la agarró y la hizo volverse con suavidad y al mismo tiempo con firmeza. —¿He tocado un nervio sensible? —murmuró. Sentía lástima por ella y remordimientos de conciencia. Rara vez perdía el control hasta el punto de decir cosas por las que luego tenía que disculparse. Brooke lo miró con los ojos secos y expresión dolida—. Lo siento. —Suéltame. —Brooke… —quería estrecharla en sus brazos y reconfortarla, pero sabía que ella no lo permitiría—. Lo siento. No tengo por costumbre ofender a las mujeres. No era encanto, sino sinceridad. Pasado un momento, Brooke dejó escapar un largo suspiro. —Está bien. Yo suelo encajar mejor los golpes. —¿Podemos quitarnos los guantes de boxeo, al menos lo que queda de día? — hasta qué punto le había hecho daño, se preguntaba. ¿Y cuánto tiempo tardaría en recuperar su confianza?

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—Quizá —contestó ella, cautelosa. —¿Qué te parece si vamos a cenar? Brooke respondió a su sonrisa casi sin darse cuenta. —Ésa es mi debilidad. —Entonces empezaremos por ahí. ¿Te apetecen unos tacos? Ella dejó que la tomara de la mano. —¿Quién invita?

Se sentaron en la terraza de un restaurante de comida rápida, con pequeñas mesas metálicas y taburetes duros. El ruido del tráfico y de las radios de los coches les llegaba en oleadas. Parks notó que Brooke se relajaba cuando comía, y se preguntó si era consciente de que bajaba la guardia. Creía que no. Parecía igual de relajada cuando comía en un restaurante elegante, con vino y comida exótica, que en un bar grasiento, con tacos mal hechos y refrescos aguados en vasos de papel. Tras pasarle otra servilleta, Parks decidió indagar un poco. —¿Te criaste en California? —No —Brooke bebió más refresco por su pajita—. Tú sí. —Más o menos —recordando lo bien que se le daba a ella eludir una cuestión o cambiar de tema, Parks insistió—. ¿Por qué te mudaste a Los Angeles? —Porque hace calor —dijo ella inmediatamente—. Y porque hay mucha gente. —Pero vives muy lejos de la ciudad, en pleno campo. —Me gusta disfrutar de mi intimidad. ¿Cómo le sentó a tu familia que prefirieras el béisbol a Parkinson Chemicals? Él sonrió un poco. Disfrutaba de aquella batalla por hacerse con el control de la situación. —Se quedaron pasmados, aunque llevaba años avisándolos de que pensaba dedicarme a esto. Mi padre creyó, y sigue creyendo, que sólo era una fase. ¿Qué opina tu familia de que dirijas anuncios? Brooke dejó su vaso en la mesa. —No tengo familia. Algo en su tono avisó a Parks de que aquél era terreno peligroso. —¿Dónde creciste? —Aquí y allá —se puso a meter rápidamente servilletas usadas en recipientes vacíos. Parks le agarró la mano antes de que pudiera levantarse. —¿En hogares de acogida? Brooke lo miró con rabia.

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—¿Por qué insistes? —Porque quiero conocerte —dijo él con suavidad—. Podríamos ser amigos, antes de ser amantes. —Suéltame la mano. En lugar de obedecer, Parks la miró con curiosidad. —¿Te pongo nerviosa? —Me pones furiosa —replicó ella, eludiendo una verdad mediante otra—. No puedo estar contigo más de diez minutos sin enfadarme. Parks sonrió. —Conozco esa sensación. Pero es estimulante. —Yo no quiero que me estimulen —respondió Brooke con firmeza—. Quiero sentirme cómoda. Riéndose a medias, Parks dio la vuelta a su mano y le besó suavemente la palma. —No creo —murmuró mientras observaba su reacción—. Eres demasiado vital para conformarte con eso. —Tú no me conoces. —Exacto —se inclinó un poco más hacia ella—. ¿Quién eres? —Lo que he hecho de mí. Parks asintió con la cabeza. —Yo veo a una mujer fuerte e independiente, con un montón de ambición y de empuje. Y también veo a una mujer que escoge para vivir un lugar tranquilo y aislado, que sabe reírse sinceramente y que perdona con la misma facilidad con la que se enfurece —mientras hablaba, vio que ella bajaba las cejas. No estaba ya enfadada, sino pensativa y recelosa. Parks se sintió como si intentara ganarse la confianza de una paloma que podía echar a volar en cualquier momento o acurrucarse en la palma de su mano—. Y esa mujer me interesa. Pasado un momento, Brooke soltó un largo suspiro. Tal vez, se dijo, si le contaba algo, la dejaría en paz. —Mi madre era soltera —comenzó a decir enérgicamente—. Tengo entendido que, después de pasar seis meses dando tumbos con un bebé, se cansó y me dejó en casa de su hermana. No tengo muchos recuerdos de mi tía. Tenía seis años cuando me entregó a los servicios sociales. Lo que sí recuerdo es que pasaba hambre y frío. Fui a un primer hogar de acogida —se encogió de hombros y apartó los desperdicios que cubrían la mesa—. No estuvo mal del todo. Pasé allí un poco más de un año; luego, me pasaron a otro. Estuve en cinco, en total, entre los seis y los diecisiete años. Algunos eran mejores que otros, pero yo nunca me adaptaba. Puede que en gran medida fuera culpa mía. Suspiró. No le agradaba recordar.

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—No todos los padres de acogida acogen niños por dinero. Algunos, la mayoría —añadió—, son gente muy buena y cariñosa. Pero yo nunca encontré mi sitio porque sabía que todo era temporal, que mi hermana o mi hermano del momento eran su hija o su hijo de verdad y que yo estaba allí… de paso. Así que me portaba mal. Puede que desafiara a la gente que me acogía para que me quisiera a mí, por mí misma, no por lástima o por obligación, o por los ingresos extras que les reportaba el que viviera con ellos. »Los últimos dos cursos del instituto los pasé en una granja en Ohio, con una pareja muy amable que tenía un hijo angelical que me tiraba del pelo en cuanto su madre se daba la vuelta —hizo una mueca rápida—. Me marché en cuanto terminé el instituto y crucé el país sirviendo mesas. Sólo tardé cuatro meses en llegar a Los Angeles —miró los ojos serenos y fijos de Parks y de pronto se enfadó—. No te compadezcas de mí. El insulto supremo, pensó él, apretando su mano rígida. —No me estaba compadeciendo de ti. Me estaba preguntando cuánta gente habría tenido agallas para buscarse la vida a los diecisiete años, y cuánta habría tenido fuerzas para hacerlo de verdad. A esa edad, yo quería marcharme a los campos de entrenamiento de Florida. Pero iba en un avión, camino de la universidad. —Porque tenías obligaciones —replicó Brooke—. Yo, no. Si hubiera tenido oportunidad de estudiar… —se interrumpió—. En todo caso, hace diez años que nos dedicamos a nuestras profesiones. —Y tú puedes seguir unos cuantos más, si quieres —contestó Parks—. Yo, no. Sólo me queda una temporada. —¿Por qué? —preguntó ella—. Sólo tendrás… —Treinta y cinco años —concluyó él con una sonrisa irónica—. Hace diez años, me prometí a mí mismo que pararía a esa edad. No hay muchos jugadores que puedan jugar más allá de los cuarenta, como Willie Mays. —Sí, es evidente que juegas como un viejo —contestó ella con ironía. —Pienso retirarme antes de que eso ocurra. Brooke tomó una pajita y empezó a doblarla mientras lo miraba. —¿Quieres dejarlo en pleno apogeo? —De eso se trata. Ella podía entenderlo. —¿No te molesta retirarte cuando tienes la mitad de tu vida por delante? —Pienso hacer algo con el segundo tiempo, pero a veces sí me molesta. Otras veces, en cambio, pienso en todas esas tardes de verano que tendré libres. ¿Te gusta la playa? —No voy mucho, pero sí —pensó en el largo anuncio que acababa de grabar—. Con excepciones —añadió.

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—Yo tengo una casa en Maui —se inclinó hacia ella inesperadamente y le acarició la mejilla con suavidad, pero posesivamente—. Algún día te llevaré — sacudió la cabeza al ver que Brooke se disponía a decir algo—. No discutas, discutimos demasiado. Vamos a dar una vuelta en coche. —Parks —comenzó a decir ella mientras se levantaban—, lo que he dicho sobre que no quería comprometerme en una relación de pareja, iba en serio. —Sí, lo sé —la besó largamente mientras estaba allí parada, con las manos llenas de vasos y platos de papel.

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Capítulo 5 Pasaron tres días antes de que Brooke volviera a tener noticias suyas. Era consciente de que los últimos cuatro partidos de la temporada se jugaban fuera de la ciudad. Sabía también, por el vistazo que (según ella con total desinterés) echaba a la sección de deportes, que Parks se había anotado tres carreras más en los dos primeros partidos. Entre tanto, iba repasando el guión gráfico del primer bloque de anuncios. La habían informado de que el primer anuncio de treinta segundos se grabaría antes de las eliminatorias de la liga, para capitalizar la atención que los medios dedicaban a Parks durante la competición. Brooke disponía, por tanto, de poco tiempo para prepararse, y tenía ya la agenda repleta de grabaciones en estudio y exteriores, labores de edición y reuniones de preproducción. Pero para ella los desafíos eran tan vitales como la comida. Encerrada en su despacho, con media hora libre por delante antes de tener que irse al estudio, revisó el guión definitivo del primer anuncio para la firma de Marco. Era dinámico y ágil, se dijo, asintiendo. El diálogo era mínimo y el planteamiento sencillo y eficaz: Parks en el terreno de juego, manejando el bate vestido con elegante ropa de sport, y a continuación un lento fundido que daba paso a la siguiente escena, en la que se lo veía vestido con el mismo traje, saliendo de un Rolls con una esbelta morena colgada del brazo. —Ropa para cualquier momento… para cualquier lugar —masculló Brooke. La sincronía se había comprobado una y otra vez. El sonido ya se estaba grabando, excepto la frase que decía Parks. Lo único que tenía que hacer ella era llevar a Parks de la mano. La efectividad del anuncio dependía de la pericia de ella y del encanto de él. Lo cual era justo, se dijo, y echó mano de su media taza de café frío al tiempo que alguien llamaba a la puerta—. ¿Sí? —volvió a abrir el guión por la primera página para repasar los encuadres. —Ha llegado esto para ti, Brooke —la recepcionista dejó una caja blanca y alargada sobre su escritorio repleto de cosas—. Jenkins me ha encargado que te diga que lo de Lardner ya está editado. A lo mejor quieres echarle un vistazo. —Está bien, gracias —Brooke miró la caja de flores con el ceño fruncido, por encima del borde del guión. De vez en cuando recibía una llamada o una carta de agradecimiento, cuando algún cliente estaba especialmente satisfecho con un anuncio. Pero nunca recibía flores. Bueno, sí, de aquel actor del anuncio de coches, el año anterior, recordó. El que iba por su tercer matrimonio. Aquel tipo le había mandado montones de rosas rojas durante semanas, lo cual le había hecho gracia y al mismo tiempo la había exasperado. Pero hacía ya seis meses que le había convencido de que estaba perdiendo su tiempo y su dinero. Sería una broma de E.J., se dijo. Seguramente encontraría dentro una docena de ancas de rana. Pero, como no quería amargarle la diversión a nadie, quitó la cinta y levantó la tapa.

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Dentro había montones de hibiscos. La caja estaba casi repleta de pétalos blancos y rosas, tersos y fragantes. Tras sofocar una exclamación de sorpresa, Brooke hundió las manos en ellos, cautivada por su textura y su olor puramente femeninos. El despacho olía de pronto como una isla tropical, romántica, exótica y embriagadora. Con un ronroneo de placer, se llenó las manos de flores y se las llevó a la cara para aspirar su olor. En contraste con su denso olor, los pétalos parecían extraordinariamente frágiles. Una tarjetita blanca cayó sobre su mesa. Brooke dejó que las flores volvieran a caer dentro de la caja, tomó el sobre y lo rasgó. Pensé en tu piel. No había nada más, pero Brooke supo de quién era. Se estremeció, y luego se reprendió por comportarse como una adolescente enamorada. Pero leyó la frase tres veces. Nunca nadie la había impresionado tanto con tanta sencillez. Aunque Parks estaba a miles de kilómetros, Brooke sintió sus dedos largos y fuertes deslizarse por su mejilla. La oleada de calor, el destello de deseo que experimentó la convencieron de que no iba a escapar de él. En realidad, nunca había querido hacerlo. Sin darse tiempo para dudar o sentir miedo, levantó el teléfono. —Ponme con Parks Jones —dijo rápidamente—. Prueba con Lee Dutton, él tendrá el número —colgó antes de que pudiera cambiar de idea y volvió a hundir las manos entre las flores. ¿Cómo sabía Parks qué teclas tocar?, se preguntaba. Y entonces descubrió que de momento no le importaba. Le bastaba con sentirse seducida… y con estilo. Tomó una flor y se la pasó por la mejilla. La notó tersa y húmeda sobre la piel, como el primer beso de Parks. El ruido del teléfono la sacó de su ensoñación. —¿Sí? —Parks Jones por la línea dos. Dentro de diez minutos te esperan en el estudio. —Está bien. Búscame un jarrón con un poco de agua, ¿quieres? —volvió a mirar la caja—. Que sean dos jarrones —con la flor todavía en la mano, pulsó la tecla de la línea dos—. ¿Parks? —Sí. Hola, Brooke. —Gracias. —De nada. Ella vaciló; luego dijo lo primero que había pensado. —Me siento como una adolescente a la que han regalado flores por primera vez. Parks se dejó caer de espaldas en la cama, riendo. —Me gustaría verte con una de esas flores en el pelo.

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Ella se acercó una a la oreja, indecisa. «Qué poco profesional», pensó con un suspiro, y se contentó con olerla. —Tengo que estar en el estudio dentro de unos minutos. No creo que los focos les vayan bien. —Tienes tu lado práctico, ¿eh, Brooke? —Parks flexionó el hombro, ligeramente dolorido, y cerró los ojos. —Es necesario —masculló, pero no dejó la flor en la caja—. ¿Cómo estás? No sabía si iba a encontrarte. —Volví hace media hora. Nos ganaron cinco a dos. Yo no anoté. —Vaya —frunció el ceño. No sabía muy bien qué decir—. Lo siento. —Parecía que me había quedado sin ritmo. Pero se me pasará —antes de las eliminatorias, añadió para sus adentros—. He estado pensando en ti, quizá demasiado. Brooke sintió una extraña punzada de placer difícil de ignorar. —No quisiera que por mi culpa cayeras en una depresión. Sobre todo teniendo en cuenta que sé cómo ponerle remedio —la risa de Parks sonó débil y fatigada—. ¿Estás cansado? —Un poco. Estos últimos partidos tendrían que haber sido de rutina. Pero el de anoche tuvo once entradas. —Lo sé —podría haberse mordido la lengua—. Vi los titulares de las noticias — dijo rápidamente—. Bueno, te dejo que duermas. Sólo quería darte las gracias. Él esbozó una sonrisa, pero no se molestó en abrir los ojos. Con ellos cerrados, no le costaba imaginarse su cara. —¿Te veré cuando vuelva? —Claro. El viernes grabamos el primer segmento, así que… —Brooke —la interrumpió él con firmeza—. ¿Te veré cuando vuelva? Ella titubeó. Luego miró el montón de hibiscos rosas y blancos que había encima de su mesa. —Sí —se oyó decir. Y acercándose una flor a la mejilla, suspiró—. Creo que voy a cometer un gran error. —Bien. Nos vemos el viernes.

Brooke siempre había creído que, para ser un buen realizador, había que ser preciso sin ser demasiado técnico, enérgico sin perder la empatia con los demás, y dividirse en pedacitos para estar en todas partes al mismo tiempo. Ella había desarrollado tempranamente aquel talento (en el trabajo), a pesar de carecer de la formación reglada de la mayoría de sus compañeros de oficio. Quizá porque había

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trabajado en muchos otros aspectos relacionados con el rodaje de películas (desde la sincronía al guión, pasando por la iluminación y las mezclas de sonido) era ferozmente puntillosa. Nada escapaba a su vista. Sabía que los actores eran a menudo inseguros o trabajaban demasiado, y tal vez por ello nunca había dejado de comprenderlos, ni siquiera cuando se ponía furiosa porque eran incapaces de decir bien una frase. Y su experiencia de juventud sirviendo mesas la había enseñado a moverse con tal rapidez que a veces parecía estar en dos lugares al mismo tiempo. En un plato o en un estudio se sentía completamente dueña de la situación. Normalmente, nadie ponía en cuestión su autoridad, porque ésta surgía de manera espontánea. Ella nunca pensaba en tomar el mando, ni sentía la necesidad de recordárselo a otros. Sencillamente, era quien mandaba. Con una copia del guión en una mano, supervisó los últimos ajustes de luces y reflectores. Enseguida había notado que el terreno de juego parecía completamente distinto desde una de las bases que desde las gradas. Era como estar en una isla resguardada entre las altas montañas de los asientos, con un elevado muro verde a la espalda. Desde aquella perspectiva, la distancia entre la base y la valla parecía aún más formidable. Brooke se preguntó cuántos hombres con un bate en la mano serían capaces de lanzar una bola por encima de aquel último obstáculo. Sintió el olor de la hierba recién cortada, el aroma acre de la tierra secada por el sol y una ráfaga de la fuerte colonia de hombre que usaba E.J. —Dame luz —ordenó al director de iluminación mientras miraba las gruesas nubes que cubrían el cielo—. Quiero una tarde soleada. —Eso está hecho. Los focos brillaron. Brooke se colocó detrás de la cámara uno para ver cómo caían las sombras sobre la base. Parks se quedó un momento a la entrada del túnel de vestuarios, observándola. Aquélla mujer era distinta a la que había cenado con él en un bar mexicano. Incluso era distinta a la que él había abrazado en la fiesta de los de Marco. Su cabello, recogido en una larga trenza, no se parecía a la melena de gitana que estaba acostumbrado a ver. Llevaba vaqueros descoloridos, una sencilla camiseta del color de los huevos revueltos, zapatillas de tenis polvorientas y relucientes zafiros en las orejas. Pero no era su atuendo, ni su peinado, lo que denotaba la diferencia. Era su aplomo. Parks lo había percibido en otras ocasiones, pero siempre de manera soterrada. Ahora, Brooke parecía cargada de confianza en sí misma, gesticulaba y daba órdenes mientras hombres y mujeres se esforzaban por darle exactamente lo que pedía. Nadie la contradecía. Y saltaba a la vista que ella no lo habría permitido, se dijo Parks. Haciendo una mueca, se tiró de la manga de la fina camisa de seda que llevaba. ¿Quién demonios jugaría al béisbol con aquella ropa?, se preguntó, mirando sus pantalones de color crema, en los que no se veía ni una sola arruga. Pero era Brooke quien marcaba las normas en aquel juego, se dijo, y salió a la luz de los focos. —Bigelow, asegura estos cables antes de que alguien se rompa una pierna. Libby, a ver si encuentras un poco de agua con hielo, vamos a necesitarla. Está bien,

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¿dónde está…? —en ese momento se volvió y vio a Parks—. Ah, estás ahí —si se alegraba de verlo, lo disimulaba muy bien, pensó Parks con sorna mientras ella se volvía para gritar una orden a su ayudante—. Quiero que te coloques en la base para que comprobemos las luces y los encuadres. Parks obedeció sin decir palabra. «Más vale que te vayas acostumbrando», se dijo. «Vas a pasarte dos años llevando la ropa de otro». Se metió las manos en los bolsillos, maldijo a Lee de pasada y se situó en la caja de bateo. Alguien le acercó un fotómetro a la cara. —¿Vais a barrer a los Valiants en las semifinales? —preguntó el técnico. —Ése es el plan —contestó Parks tranquilamente. —He apostado cincuenta pavos a vuestro favor. Esta vez, Parks sonrió. —Intentaré recordarlo. —Detrick —Brooke movió la cabeza, ordenando al técnico que se apartara mientras se acercaba a Parks—. Bueno, ésta es la parte fácil —comenzó a decir—. No hay diálogo, y vas a hacer lo que mejor se te da. —¿Que es…? Brooke levantó una ceja al oír aquella pregunta cargada de intención, pero añadió suavemente: —Manejar el bate. El entrenador de lanzadores ha aceptado lanzarte unas cuantas pelotas, así que estarás cómodo. —¿Alguna vez has estado en la caja sin casco? —replicó él. —No te iría con el traje —contestó ella. Lo miró lentamente, con deliberación: sus ojos subieron, luego bajaron y volvieron a subir—. Y te queda muy bien. —A mí también me gusta el tuyo —su sonrisa fue rápida y peligrosa—. Me va a encantar desatarte el pelo. —¡Maquillaje! —gritó ella de repente—. Ponle unos polvos, va a tener brillos. —Espera un momento —comenzó a decir Parks, sujetando hábilmente la muñeca de la maquilladora. —En cámara no se suda —dijo Brooke tranquilamente, complacida con su reacción—. Lo único que quiero que hagas es lo que sueles hacer cuando vas de uniforme. Ponte en la postura de costumbre —continuó—. Prueba a mover el bate un par de veces. Y después de golpear la bola, quiero una de esas sonrisas y que tires el bate a un lado. —¿Qué sonrisas? —Parks soltó de mala gana la muñeca de la maquilladora y soportó que le pusiera los polvos. Con un brillo de regocijo en los ojos, Brooke le lanzó una sonrisa singularmente dulce.

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—Una de esas sonrisas de ligón de playa. Rápida, con muchos dientes y arrugas en las comisuras de los ojos. Él los entornó peligrosamente. —Me las vas a pagar por esto. —Procura no pasarte con los strikes —continuó ella sin inmutarse—. Cada strike es una toma. No hace falta que saques la bola del estadio, sólo que lo parezca. ¿Entendido? —Sí, entendido —irritado, saludó con la cabeza al entrenador de lanzamientos cuando pasó a su lado. —Estás guapísimo, Jones. —Intenta apuntar a la base —replicó Parks—. ¿Puedo usar un bate? —le preguntó a Brooke con aspereza—. ¿O sólo tengo que fingir que lo tengo? A modo de respuesta, Brooke se dio la vuelta y le gritó algo a su ayudante. —Vamos a concentrarnos en el bate, E.J.. ¿Estás listo? Limítate a filmar. No hagas barridos, ni enfoques, ni tomes primeros planos. Recuerda que lo que tenemos que vender es la ropa. —Esto es aluminio. Brooke se volvió hacia Parks, distraída. —¿Qué? —Este bate es de aluminio. Cuando se lo tendió, Brooke lo agarró automáticamente. —Sí, eso parece —volvió a dárselo, pero Parks sacudió la cabeza. —Yo uso bate de madera. Un A 277. Ella hizo amago de replicar, pero se detuvo. Si a algo estaba acostumbrada, era a los caprichos. —Traedle al señor Jones el bate que prefiera —le dijo a su ayudante, lanzándole el de aluminio—. ¿Algo más? Él la miró fijamente un momento. —¿Es que todos saltan cuando tú lo dices? —Pues sí. Recuérdalo durante las próximas dos horas y no tendremos problemas. La mirada de Parks se afiló. —Mientras la cámara esté grabando —contestó en voz tan baja que sólo ella lo oyó. Ella se dio la vuelta y se situó tras la cámara. E.J. retrocedió automáticamente para que pudiera comprobar el encuadre. Con el ceño fruncido, Brooke miró a Parks a través de la lente mientras su ayudante le daba otro bate.

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—Está bien, Parks, ¿puedes ponerte en posición? —arrugó aún más el ceño cuando él se inclinó ligeramente, con los pies separados, las rodillas flexionadas y los hombros alineados. Luego su ceño se disipó—. Bien —dijo, y se apartó para que E.J. ocupara su lugar. —Diez pavos a que la lanza al centro izquierda. Brooke aceptó la apuesta con una breve inclinación de cabeza. —Parks, cuando diga «acción», quiero que vuelvas a ponerte en posición y que hagas unos ensayos con el bate. Mantén la mirada fija en el lanzador. No mires a cámara. Olvídate de que estamos aquí —con la primera sonrisa que Parks había visto esa mañana, Brooke se volvió hacia el entrenador—. ¿Está preparado, señor Friedman? —Sí, cariño. Intentaré no rebasarte, Jones. Parks soltó una risa. —A ver si llega a la base —se señaló la cabeza descubierta—. Y no la tires muy alta. Brooke lanzó una última mirada a su alrededor para asegurarse de que todos estaban en sus puestos. —Vamos a hacer una toma para controlar el tiempo. ¿Listos? —levantó la mano, esperando que se hiciera un silencio absoluto—. Acción. Vio que Parks agachaba y movía dos veces el bate. La seda azul oscura de su camisa reflejaba la luz, realzando el movimiento de sus músculos. Con las manos en las caderas, Brooke contó los segundos y esperó. Parks cambió de postura cuando la pelota se dirigió hacia él, tensó los músculos al mover el bate. La pelota se estrelló en la valla almohadillada, detrás de él. Brooke controló a duras penas el impulso de ponerse a maldecir. —Corten —se acercó a él, intentando refrenar su enfado—. ¿Hay algún problema, Parks? —El lanzamiento iba fuera. —¡Y un cuerno! —gritó Friedman desde su posición—. Ha dado en la esquina. El equipo se dividió inmediatamente, tomando partido por uno o por otro. Brooke prefirió ignorarlos y fijó su atención en Parks. —No estamos al final de la novena entrada. Se supone que sólo tienes que dar a la bola. Habrás notado —prosiguió, señalando tras ella—, que no hay centrales, ni público, ni prensa. Parks apoyó el bate en el suelo y se inclinó sobre él. —¿Quieres que batee un mal lanzamiento? Brooke miró fijamente sus ojos azules y divertidos. —La calidad del lanzamiento es irrelevante —replicó mientras la discusión seguía a su espalda—. Limítate a golpear la bola.

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Él se encogió de hombros y volvió a levantar el bate. —Tú mandas… de momento. Brooke le sostuvo la mirada un instante con aire desafiante antes de volverse hacia su equipo. —Toma dos —anunció, zanjando el debate. Esta vez Parks no ensayó el bateo: lanzó la pelota a la línea de falta de la tercera base. Sin mirar a E.J., Brooke le tendió la mano. —Tiempo —dijo mientras E.J. le ponía un billete de diez dólares en la mano. Parks se fijó en una morena bajita provista de un cronómetro y un portafolios. —Doce segundos y medio, Brooke. —Bien. Bueno, vamos allá. —Ésta se irá por encima de la valla —auguró E.J. en voz baja—. ¿Nos apostamos diez pavos? —¡Toma tres! —gritó ella, asintiendo con la cabeza—. ¡Acción! —una sonrisa satisfecha asomó a sus labios mientras observaba a Parks. O se estaba ambientando, o su espíritu competitivo se había apoderado de él. En todo caso, a ella le valía. Su expresión cuando se agachó era exactamente la que ella quería: aquella intensidad fija que rayaba la fiereza. Era una pena que no pudiera trabajar con planos cortos, se dijo, y olvidó aquella idea cuando Parks sacudió el bate. Potencia. Aquella palabra la recorrió como una oleada cuando él golpeó la bola. Vio que la camisa se tensaba sobre sus hombros, notó que los músculos de sus piernas se flexionaban bajo la tela suave y cara. No le hizo falta seguir la trayectoria de la bola para saber adonde había ido. Se dio cuenta de que la sonrisa de Parks no tenía nada que ver con sus instrucciones. Era una sonrisa de puro placer. Siguió filmando mientras él seguía la bola con los ojos fuera del estadio. Sin dejar de sonreír, Parks se volvió hacia ella y se encogió de hombros con aire de disculpa. Brooke debería haberse enfadado porque mirara a cámara, pero su expresión, su actitud, eran perfectas. Mientras se metía la mano en el bolsillo para sacar los diez dólares de E.J., decidió guardar la toma. —Corten. Se oyeron aplausos espontáneos, junto con algunos silbidos. —Buen lanzamiento, Friedman —comentó Parks. El entrenador lanzó otra bola al aire. —Quiero hacerte quedar bien, Jones. Los lanzadores de los Valiants no serán tan amables. Brooke se pasó la muñeca por la frente húmeda. —Me gustaría grabar un par de tomas más, si es posible. ¿Cuánto ha durado ésta?

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—Catorce segundos. —Está bien. La luz está cambiando, comprobad los marcadores. Señor Friedman, me gustaría grabar un par de lanzamientos más. —Lo que usted diga, preciosa. —Parks, necesito que batees como hace un momento. Da igual donde vaya la bola, tú mira para arriba y hacia fuera. Y no te olvides de sonreír. Él se apoyó el bate en el hombro. —Sí, señora —dijo con sorna. Brooke se dio la vuelta sin hacerle caso. —¿Y las luces? El técnico acabó de hacer los ajustes y asintió con la cabeza. —Listas. Aunque la tercera toma le pareció casi perfecta, Brooke grabó otras tres. Editado, aquel segmento del anuncio duraría doce segundos y medio. El hecho de que sólo hubiera tardado tres horas en preparar el escenario y grabar demostraba que trabajaba contrarreloj. —Hemos acabado. Gracias —añadió al aceptar el vaso de agua fría que le dio su ayudante—. Nos vemos delante del restaurante dentro de… —miró su reloj—… dos horas. Fred, asegúrate de que el Rolls y la modelo lleguen a tiempo. E.J., yo llevaré la película a montaje —mientras hablaba, se acercó al puesto del lanzador—. Señor Friedman —con una sonrisa, le tendió la mano—, gracias. Friedman notó que le daba la mano con firmeza, a pesar de su mirada suave. —Ha sido un placer —riendo, dejó caer una bola en su guante—. ¿Sabe?, en mis tiempos los jugadores de béisbol anunciaban cuchillas de afeitar o cerveza. Promocionábamos bates y guantes de béisbol —lanzó una mirada a Parks, que estaba firmando una bola para un técnico—. A nosotros ningún diseñador nos habría pedido que anunciáramos su ropa. Brooke miró a Parks. Él se reía y sacudía la cabeza mientras hablaba con E.J. La ropa le sentaba bien, igual que el bate oscuro que llevaba en la mano. —No quisiera que él se enterara de que he dicho esto, señor Friedman — comentó Brooke al volverse hacia el entrenador—, pero Parks tiene un don natural para esto. Friedman soltó una breve carcajada y le dio una palmada en la espalda. —Por mí no lo sabrá, preciosa. Lo último que necesitan mis lanzadores es que al tercera base se le suban los humos a la cabeza. Una cosa más —añadió antes de que Brooke se alejara—, he visto cómo maneja las cosas —le lanzó una amplia sonrisa que dejaba al descubierto su excelente dentadura postiza—. Sería usted un entrenador estupendo.

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—Gracias —satisfecha por el cumplido, Brooke se acercó a Parks—. Lo has hecho muy bien. Él miró divertido su mano extendida, pero la aceptó. —¿Para ser un novato? —preguntó. Ella empezó a apartar la mano, pero Parks la sujetó con firmeza, pasando un dedo por el interior de su muñeca, suavemente. Tuvo la satisfacción de sentir cómo se aceleraba su pulso. —No esperaba ningún problema. Sólo ibas a hacer de ti mismo —tras ella, los técnicos desmontaban las luces y enrollaban los cables. Oyó a E.J. describir a la mujer con la que estaba saliendo en términos deslumbrantes, aunque exagerados. Haciendo un esfuerzo, Brooke se concentró en el ruido de fondo en lugar de sentir cómo se movía el dedo de Parks por su piel—. La próxima escena será bastante fácil. Esta tarde la ensayaremos in situ. Si tienes alguna pregunta… —Sólo una —la interrumpió Parks—. Ven aquí un minuto —sin esperar respuesta, la llevó hacia el banquillo, entró en él y cruzó la puerta que conducía a los vestuarios. —¿Qué ocurre, Parks? —preguntó Brooke—. Tengo que meterme en la sala de edición antes de que volvamos a grabar. —¿Hemos acabado aquí por ahora? Con un suspiro impaciente, Brooke señaló el equipo casi recogido. —Obviamente, sí. —Bien —Parks la empujó suavemente contra la puerta y se apoderó de su boca. Fue un beso apasionado, con un deje de violencia. Parks dio por fin rienda suelta a sus frustraciones de las últimas horas. Estaba irritado por desearla; por haber estado alejado de ella durante días; por estar tan cerca y no poder tocarla. Se sentía exasperado por el tratamiento frío y profesional que le había dispensado Brooke mientras él intentaba refrenar su deseo creciente. Y estaba furioso por verse obligado a recibir órdenes de una mujer que dominaba sus pensamientos y negaba su físico. Pero, más que tranquilizarlo, apretarse contra su cuerpo suave sólo consiguió inquietarlo más aún. Brooke le colmaba: su olor exótico, el sabor maduro de su boca, la piel sedosa de su cara de facciones afiladas… Casi con desesperación, se apretó contra ella. No quería que lo llenara. Encontraría aquel rincón, aquel lugar secreto que la abriría para él y le permitiría poseerla al fin, en cuerpo y alma. Para ello necesitaba dominarse a sí mismo y dominarla a ella. La fortaleza de Brooke lo convertía en un desafío. Su propio deseo, en una necesidad. —Eh, Brooke, ¿quieres que te lleve a…? ¡Uf! —E.J. se asomó al banquillo y enseguida se retiró. Cuando Parks dejó de besarla, ella oyó alejarse al cámara silbando alegremente. Furiosa por haber perdido la noción del tiempo y del lugar donde se hallaba, dio un empujón a Parks. —¡Suéltame!

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—¿Por qué? Al parecer, su mirada gélida le hizo gracia, más que herirlo. —No te atrevas a volver a hacer algo así mientras estoy trabajando —siseó, empujándolo de nuevo. —Te he preguntado si habíamos acabado —le recordó Parks, y volvió a apretarla contra la pared. —Cuando rodamos —dijo Brooke con firmeza—, yo soy la directora y tú el producto —él entornó los ojos al oírla, pero ella continuó sin detenerse—: Harás exactamente lo que te diga. —La cámara no está grabando, Brooke. —No voy a permitir que mi equipo empiece a especular, ni que corran habladurías que dañen mi autoridad o mi credibilidad. Parks se enfadó, pero el deseo equilibró perfectamente su enfado. Brooke le parecía más excitante cuanto más lo desafiaba. —¿Pesa más tu miedo que el placer que te produce que te toque? ¿No te pone furiosa que, cuando te beso, te importe un bledo quién esté al mando? —inclinó la cabeza hasta que sus labios estuvieron separados sólo por un suspiro—. Ha estado dándome órdenes toda la mañana, señorita Gordon. Ahora me toca a mí. La mirada directa de Brooke no vaciló mientras aquellas palabras susurradas aleteaban sobre sus labios. Él trazó la forma de su boca con la lengua, disfrutó de su sabor y de la pasión reprimida de Brooke. El deseo vibraba en el aire: ambos lo sentían, ambos intentaban alzarse por encima de él, luchando por imponerse. Sabían, sin embargo, que al final sería el deseo el que acabara conquistándolos a ambos. Los labios de Parks rozaron los suyos, sin presión, ni fuerza, retándola a que le ordenara que se detuviera, desafiándola a resistirse a su propio deseo. Seguían con los ojos abiertos, fijos en el otro. Sus pupilas se enturbiaron mientras la pasión los tentaba a rendirse. —Esta tarde volveremos a rodar —logró decir Brooke, intentando que no le temblara la voz. —Cuando estemos rodando, haré lo que me digas —la besó de nuevo, rápidamente, con dureza—. Esta noche —añadió mientras intentaba refrenar el ardor de su sangre—, ya veremos.

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Capítulo 6 Brooke decidió rodar a última hora, cuando todo estaba más tranquilo, usando filtros día por noche, en lugar de intentar competir con el trasiego de la tarde. Era una escena rápida, relativamente sencilla y muy glamurosa. El Rolls de color champán se pararía frente al lujoso restaurante, Parks bajaría de él con la misma ropa, pero llevando una americana, y luego ofrecería la mano a una morena elegantemente vestida. Ella saldría del coche dejando ver sus largas piernas y lanzaría una mirada a Parks antes de darle el brazo. A continuación la escena se difuminaría y entraría la voz superpuesta de Parks, que lanzaría el lema de la campaña: «De Marco. Para hombres que saben dónde van». Las imágenes durarían otros doce segundos, de modo que, sumadas al segmento del estadio, a la introducción y a la cola del final, el anuncio tuviera treinta segundos exactos. —Quiero un plano largo del Rolls, E.J. Luego enfoca a Parks cuando salga. Tiene que notarse que lleva la misma ropa que en el campo de béisbol. No te recrees en la chica —añadió con sorna, lanzándole una mirada sagaz. —¿Quién, yo? —E.J. sacó una gorra de los Kings de su bolsillo de atrás y se la ofreció—. ¿Quieres ponértela? Por el espíritu de equipo. Ella puso una mano en la cadera y lo miró sin cambiar de expresión. Con una breve carcajada, E.J. se ajustó la gorra sobre su pelo peinado a lo afro. —Está bien, jefa, estoy listo cuando tú lo estés. Como tenía por costumbre, Brooke comprobó el encuadre y la iluminación antes de ordenar la primera toma. El Rolls se acercó suavemente a la acera. Brooke hizo sonar en su cabeza la música de fondo, intentando juzgar si quedaría bien. En el momento oportuno Parks se apeó del coche y se volvió para ofrecer la mano a la morena que seguía dentro. Brooke frunció el ceño y dejó que la escena continuara. Algo fallaba. Vio enseguida qué era, pero esperó un par de minutos, mientras acababa la escena, para decidir cómo planteárselo a Parks. Le indicó con una seña que quería hablar con él mientras el conductor hacía retroceder el Rolls para la toma siguiente. Poniéndole una mano en el brazo, lo alejó de los técnicos. —Parks, tienes que relajarte —estaba acostumbrada a tratar con actores quisquillosos, y su voz y sus maneras parecían completamente distintas a las de la sesión de la mañana. Parks lo notó, pero se molestó de todos modos. —No sé qué quieres decir. Ella se lo llevó lejos de la barrera, donde se habían congregado algunos peatones curiosos. —En primer lugar —comenzó a decir—, estás vendiendo un buen producto. Intenta creértelo.

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—Si no lo creyera, no estaría haciendo esto —replicó, y miró los focos con el ceño fruncido por encima de su hombro. —Pero no estás cómodo —Brooke le dio una palmadita en el hombro y él puso mala cara—. Si insistes en sentirte como un idiota, se va a notar. Espera —ordenó al ver que se disponía a decir algo—. Esta mañana, en el estadio, con un bate en la mano, estabas más a gusto. Pasados los primeros minutos te metiste en tu papel. Y eso es lo único que te pido ahora. —Mira, Brooke, yo no soy actor… —¿Quién te está pidiendo que actúes? —preguntó ella—. Dios no lo quiera — sabía que le había insultado, así que templó el comentario con una sonrisa—. Mira, eres un triunfador y vas en un Rolls con una mujer preciosa. Lo que quiero que hagas es pasártelo bien y que se note que estás a gusto contigo mismo. Puedes hacerlo, Parks. Relájate. —Me pregunto cómo te sentirías tú si alguien te pidiera que batearas una bola con veinte mil personas observándote. Brooke volvió a sonreír e intentó no pensar en que corrían los minutos. —Para ti es simple rutina —señaló—, porque te concentras en tu trabajo y te olvidas de esas miles de personas. —Esto es distinto —masculló él. —Sólo si tú permites que lo sea. Déjame ver esa mirada satisfecha que tenías cuando bateaste ese cuadrangular esta mañana. Finge, Parks —Brooke le enderezó el cuello de la camisa—. Es bueno para ti. —¿Sabías que Nina tiene el coeficiente intelectual de un huevo hervido? —¿Nina? —Mi chica. Brooke soltó un suspiro. —No seas tan quisquilloso. Nadie te está pidiendo que te cases con ella. Parks abrió la boca y volvió a cerrarla. Nunca le había acusado de ser quisquilloso. Nunca lo había sido. Si el míster le decía que hiciera este o aquel lanzamiento, él lo hacía. Si el entrenador de tercera base le decía que robara una base, él echaba a correr. Y no porque fuera maleable, sino porque, si formaba parte de un equipo, seguía las normas. Ello no significaba que siempre tuvieran que gustarle. Mascullando una maldición, se pasó una mano por el pelo y reconoció que en este caso no se trataba de en qué consistieran las órdenes, sino de quién las daba. Claro que las luces y las cámaras acabarían por apagarse. —Bueno, vamos a hacerlo otra vez —lanzó a Brooke la lenta sonrisa en la que ella había aprendido a no confiar y se alejó hacia el Rolls. Brooke, que desconfiaba de una capitulación tan sencilla, volvió a colocarse junto a E.J. Parks no le dio más motivos de queja, aunque tardaron más de dos horas en rodar el segmento. Brooke tuvo más problemas con la actriz (y con un par de fans

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que reconocieron a Parks) que con él. Hicieron falta tres tomas para que convenciera a Nina de que no debía mostrarse resplandeciente y rendida de adoración, sino sofisticada y distante. Brooke quería que hubiera contraste y repitió la escena una y otra vez hasta que estuvo segura de haberlo conseguido. Luego dos fans se colaron por la valla para pedir un autógrafo a Parks mientras la cámara estaba aún rodando. Parks firmó los autógrafos, y aunque a Brooke le molestó la interrupción, notó que despachaba a los fans con el encanto de un diplomático experto. A regañadientes tuvo que admitir que ella no lo habría hecho mejor. —Hemos acabado —anunció, arqueando la espalda. Llevaba más de ocho horas de pie y sólo había comido un bocadillo entre segmento y segmento. Estaba satisfecha con lo que habían hecho ese día y con los progresos de Parks, pero también estaba hambrienta—. Podéis recoger —le dijo a su equipo—. Buen trabajo. E.J., mañana haremos la edición y el montaje. Si quieres ver lo que vamos a hacer con tu película, puedes venir. —Es sábado. —Sí —se bajó la visera de la gorra sobre la frente—. Empezaremos a las diez. Nina… —Brooke tomó la mano tersa y fina de la actriz—. Has estado encantadora, gracias. Fred, asegúrate de que el Rolls vuelva de una pieza, o tendrás que vértelas con Claire. Bigelow, ¿cómo se llama el nuevo? —Brooke señaló con la cabeza a un joven técnico que estaba recogiendo las luces. —¿Silbey? Brooke asintió y lo anotó mentalmente. —Es bueno —dijo escuetamente, y se volvió hacia Parks—. Bueno, has superado el primer día. Mañana grabaremos la voz superpuesta. ¿Alguna cicatriz? —Ninguna que se note. —Quizá no debería decirte que éste era el más fácil de los que están programados. Él respondió con suavidad al destello de humor de su mirada. —Quizá no. —¿Dónde tienes el coche? —En el estadio. Brooke miró su reloj con el ceño fruncido. —Te llevo hasta allí —jugueteó con la idea de pasarse primero por Thorton para echar un vistazo a la película, pero la descartó. Era preferible verla a primera hora de la mañana—. Tengo que llamar a Claire… Bueno —se encogió de hombros—. Eso puede esperar. ¿Algún problema? —preguntó al equipo en general. —Mañana es sábado —se quejó E.J. mientras guardaba su equipo—. No le das a uno ni un respiro.

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—No tienes por qué venir —le recordó ella, sabiendo que iría—. Buenas noches —echó a andar por la calle, con Parks a su lado. —¿Sueles trabajar los fines de semana? —preguntó él. Había notado que, después de un día tan ajetreado, ella seguía moviéndose como si tuviera citas urgentes a las que acudir. —Cuando es necesario. Tenemos que darnos prisa si queremos que los anuncios se emitan durante las semifinales o, en todo caso, durante las series mundiales —le lanzó una mirada—. Más vale que os clasifiquéis —sin dejar de caminar, comenzó a hurgar en el bolso que llevaba colgado al hombro. —Intentaré complacerte. ¿Quieres que conduzca yo? Brooke levantó la mirada, sorprendida, con las llaves en la mano. —¿Has estado hablando con E.J.? Él arrugó el entrecejo. —No. ¿Por qué? —Por nada —Brooke se detuvo junto a su coche, desdeñando aquella idea—. ¿Por qué quieres conducir? —Porque yo he tenido que estar de pie delante de esa estúpida cámara todo el día, intermitentemente, pero tú llevas más de ocho horas sin parar. Es un trabajo duro. —Yo soy muy dura —respondió ella, un poco a la defensiva. —Sí —Parks le acarició la mejilla con los nudillos—. De hierro. —Métete en el coche —masculló Brooke. Subió tras rodear el capó y cerró la puerta con energía—. Vamos a tardar un poco en cruzar la ciudad, con este tráfico. —No tengo prisa —Parks se acomodó junto a ella—. ¿Sabes cocinar? Brooke lo miró con el ceño fruncido mientras encendía el motor. —¿Que si sé qué? —Cocinar. Ya sabes —Parks hizo como si meneara una sartén. Ella se rió y arrancó con tal brusquedad que Parks hizo una mueca. —Claro que sé cocinar. —¿Qué tal si vamos a tu casa? Brooke se saltó un semáforo en ámbar. —¿Para qué? —preguntó, cautelosa. —Para cenar —Parks la vio meter tercera mientras adelantaba a un Porsche—. Creo que tengo derecho, después de haberte invitado varias veces. —¿Quieres que cocine para ti? Esta vez, él se echó a reír. Brooke iba a ponérselo difícil.

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—Sí. Y luego voy a hacerte el amor. Brooke pisó el freno y detuvo el coche a unos centímetros del parachoques de otro. —¿Ah, sí? —Ah, sí —repitió él, sosteniéndole la mirada—. El cronómetro acaba de pararse. Ahora toca una nueva partida —tocó el extremo de su trenza—. Con nuevas normas. —¿Y si tengo alguna objeción? —¿Por qué no lo discutimos en algún sitio tranquilo? —siguió el contorno de sus labios con el pulgar—. No tendrás miedo, ¿verdad? Bastó con aquel desafío. Cuando el semáforo cambió, Brooke pisó el acelerador y comenzó a zigzaguear entre el tráfico de Los Angeles con severa determinación. —¿Sabes que conduces como una psicópata? —preguntó Parks. —Sí. —Sólo era un comentario de pasada —murmuró él, y volvió a acomodarse en el asiento.

A pesar de que sabía que Brooke estaba furiosa, cuando el coche se detuvo delante de la puerta de su casa con un espeluznante frenazo Parks tuvo la misma sensación de tranquilidad que había experimentado la primera vez que estuvo allí. El aire arrastraba un leve olor otoñal: esa fragancia intensa y boscosa que nunca se dejaba sentir en Los Angeles. Algunas hojas habían cambiado de color, y sus pinceladas rojas y anaranjadas competían con el rutinario verdor de California. La sombra de los árboles se reflejaba en las ventanas mientras el sol descendía sobre el horizonte. A lo largo de la casa, las flores crecían a su antojo. Ya fuera intencionadamente o por falta de tiempo, el descuidado jardín de Brooke atraía la mirada y armonizaba a la perfección con el solitario paisaje montañoso. Sin decir palabra, Brooke salió de su lado del coche. Parks la siguió más tranquilamente. Notó con una sonrisa satisfecha que estaba furiosa. Mejor. No quería capitulaciones fáciles. Desde que la conocía esperaba el enfrentamiento con ella casi con la misma impaciencia que su resultado. Jamás había dudado de cuál sería éste. Cuando entre un hombre y una mujer había tanta fricción, tanta chispa, o se convertían en enemigos o se hacían amantes. Y él no tenía intención de hacer de Brooke su enemiga. Ella deslizó la llave en la cerradura y abrió sin romper su pétreo silencio. Al entrar, dejó que Parks la siguiera a su capricho. La chimenea fue lo primero que llamó la atención de Parks. Estaba hecha de grandes piedras y dominaba por completo una de las paredes. Los morillos eran de bronce reluciente, aunque antiguos y mellados. Otra pared era por entero de cristal,

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desde un lado de la puerta hasta el vértice del tejado. Al mirarla, Parks no experimentó la sensación de estar expuesto, sino a resguardo. Meciéndose suavemente sobre sus talones, observó el resto del cuarto de estar. Delante de la chimenea había un largo sofá sin brazos, cubierto de cojines. Frente a él, en lugar de una mesa, se veía un enorme puf redondeado. Alrededor de aquel punto focal había algunas sillas dispersas. Los tonos eran suaves (crudos, marrones, tostados), pero aparecían realzados por el sorprendente toque de color que ponían las grandes plumas de pavo real colocadas en una vitrina, la manta escarlata echada sobre el respaldo de un sillón y la llamativa alfombra que cubría el suelo de madera. En la pared este se había construido una estantería. Haciendo caso omiso de la mirada enojada de Brooke, Parks se acercó a ella. Había una mariposita de cristal que se estremecía en un arco iris de colores cuando le daba la luz. Había un juego de tazas desportilladas que Brooke había comprado en un mercadillo, junto con un oso orondo y sonriente. Parks se fijó en una figurilla Wedgwood que había junto a un mono rosa que sostenía unos címbalos. Al pulsar un interruptor, el mono entrechocaba los címbalos alegremente. Parks se rió y volvió a apagarlo. Había otros tesoros dispersos al azar por la habitación, algunos de incalculable valor; otros, fruslerías de gran almacén. Por encima de él, la galería de la planta de arriba recorría por entero la casa. Parks vio que no había espacios cerrados. Comenzó a pensar que la casa en sí misma le revelaría más sobre Brooke que lo que ella estaba dispuesta a mostrarle. La necesidad de moverse libremente, el gusto ecléctico, la combinación de colores apagados y chillones. Le dio por pensar que todo cuanto poseía Brooke lo habría reunido durante la última década. Pero ¿hasta qué punto había llevado el pasado consigo? Molesta por el silencioso escrutinio de Parks, Brooke se acercó a un pequeño armario rinconera y sacó de él una botella. —Tú puedes dar una vuelta, si quieres —dijo bruscamente—. Yo voy a tomar una copa. —Ponme lo que vayas a tomar tú —dijo Parks con cordialidad exasperante—. Luego me enseñas la casa —se acomodó en el bajo y amplio sofá y, echándose hacia atrás, miró la chimenea y notó por la ceniza acumulada que Brooke le sacaba partido—. Estaría bien encender el fuego —dijo tranquilamente—. ¿Tienes leña? —Está fuera, en la parte de atrás —le puso bruscamente un vaso bajo la nariz. —Gracias —Parks aceptó el vaso y le agarró la mano—. Siéntate —la invitó con una amabilidad que hizo que Brooke rechinara los dientes—. Llevas de pie todo el día. —Estoy bien —comenzó a decir Brooke, y soltó un gemido de sorpresa cuando Parks tiró de ella para que se sentara a su lado. Darse cuenta de que debería haber estado preparada para aquello pese a la aparente docilidad de Parks avivó más aún

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su enfado—. ¿Quién te crees que eres? —preguntó—. Te invitas a mi casa y esperas que te prepare la cena y me meta en la cama contigo. Si… —¿Tienes hambre? —la interrumpió él. Ella le lanzó una mirada abrasadora. —No. Parks se encogió de hombros, puso su brazo tras ella y apoyó los pies en el puf. —Sueles ponerte de mal humor cuando tienes hambre —comentó. —No estoy de mal humor —replicó ella—. Y no tengo hambre. —¿Te apetece escuchar música? Brooke respiró hondo. ¿Cómo se atrevía a comportarse como si la invitada fuera ella? —No. —Deberías relajarte —comenzó a masajearle firmemente la nuca. —Estoy perfectamente relajada —le apartó la mano, turbada por la sensación de calor que corría por su espalda. —Brooke… —Parks dejó su vaso en el suelo y se volvió hacia ella—. Hace un par de días, cuando me llamaste, asumiste lo que iba a pasar entre nosotros. —Dije que nos veríamos —puntualizó ella, y empezó a levantarse. Parks le puso la mano en la nuca y la sujetó. —Sabiendo lo que supondría que nos viéramos —murmuró él. Le sostuvo la mirada un momento y se fijó luego en su boca—. Podrías haberte negado a que viniera esta noche. Pero no lo has hecho —volvió a mirarla despacio a los ojos, con una expresión cuya intensidad hizo temblar los músculos del estómago de Brooke—. ¿Vas a decirme que no me deseas? Brooke no recordaba la última vez que había sentido el impulso de apartar la mirada. Tuvo que hacer un esfuerzo para no flaquear. —Yo… no tengo que contártelo todo. Conviene que recuerdes que ésta es mi casa. Y… —¿De qué tienes miedo? Mientras la miraba, la confusión de su mirada se convirtió en rabia. —Yo no tengo miedo de nada. —De hacer el amor conmigo —continuó él con calma—. ¿O con cualquiera? El rubor de la furia inundó sus mejillas cuando se levantó del sofá. Sentía una mezcla de rabia, de dolor y de miedo que hacía más de una década que no experimentaba. Parks no tenía derecho a hacerla sentirse insegura, a hacerla dudar de sí misma como mujer. Sacudiendo la cabeza, lo miró fijamente. —¿Quieres hacer el amor? —le espetó—. Muy bien —dio media vuelta y se acercó a las escaleras que llevaban a la planta de arriba. A medio camino, le lanzó

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una mirada airada por encima del hombro—. ¿Vienes? —preguntó con aspereza, y siguió luego sin esperar respuesta. Cruzó la galería hecha una furia y entró en su dormitorio, en cuyo centro se detuvo. Su mirada cayó sobre la cama, pero la desvió rápidamente al oír pasos que se acercaban. Era todo muy sencillo, se dijo. Se acostarían y darían rienda suelta a su atracción, o a su hostilidad, o a lo que fuera que sentían. Aquello despejaría el ambiente. Lanzó a Parks otra mirada fulminante cuando él entró en la habitación. El miedo la espoleaba. Para defenderse de él, comenzó a desnudarse. Parks estuvo a punto de decirle que parara, pero luego siguió con calma su ejemplo. Sintió que ella temblaba y que ni siquiera sabía por qué. De momento, jugarían a su manera. Como la primera noche que salieron juntos, Parks sabía lo que esperaba ella. Aunque su miedo y su rabia suscitaban en él el deseo de reconfortarla, era consciente de que Brooke lo rechazaría. Ni siquiera miró cuando ella dejó caer su camiseta al suelo. Reparó, en cambio, en que había un ramo de hibiscos sobre la cómoda. Ya desnuda, Brooke se acercó a la cama y apartó la colcha. Con la cabeza alta y las cejas arqueadas se volvió hacia él. —¿Y bien? Parks la miró. Sintió un arrebato de puro deseo y se envaró, intentando dominarse. Brooke era alta y suavemente redondeada, con la piel delicada de una muñeca de porcelana. Su fragilidad general acentuaba su aire orgulloso, casi desafiante, hasta que uno miraba sus ojos. Su expresión tormentosa lo retaba a dar el siguiente paso. Parks se preguntó si sabía lo vulnerable que era y se prometió protegerla, a pesar de que planeaba conquistarla. Se acercó sin prisa a ella hasta que estuvieron cara a cara. Aunque ella le sostuvo la mirada sin vacilar, Parks notó que tragaba rápidamente saliva antes de volverse hacia la cama. Agarró su trenza y la obligó a volverse. La furia de su mirada habría helado la pasión de muchos hombres. Parks sonrió cómodamente. —Esta vez —murmuró, y empezó a deshacerle la trenza—, dirijo yo. Brooke permaneció de pie, rígida, mientras le soltaba despacio el pelo. Su piel se erizó como si esperara su contacto, pero Parks no la tocó. Alargó el proceso premeditadamente, liberando poco a poco el cabello constreñido, hasta que Brooke pensó que iba a estallar. Cuando acabó, le extendió la melena sobre los hombros, como si no se propusiera hacer otra cosa. —Es fabulosa —murmuró, absorto en su tacto, en el modo en que la luz oblicua del sol hacía brillar el oro escondido entre el rojo. Tomando un mechón, hundió la nariz en él. Deseaba absorber su fragancia. Brooke sintió que sus rodillas se aflojaban, que sus músculos quedaban laxos. ¿La tocaría Parks? Mantuvo los ojos fijos en su cara, intentando eludir la peligrosa fascinación que le producía la piel bronceada de su pecho, el vello rubio oscuro y los músculos tensos que había vislumbrado en sus hombros desnudos. Si se permitía mirar, ¿podría

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refrenarse para no tocarlo? Pero cuando reparó en la fina cadena de oro que llevaba alrededor del cuello, la curiosidad la impulsó a seguirla hasta la medallita que colgaba de ella. Debido a ello no vio que Parks cambiaba ligeramente de postura para pegar los labios a la curva de su hombro. El contacto le produjo una sacudida, un estremecimiento abrasador que la hizo saltar hacia atrás al tiempo que Parks posaba las manos sobre su cintura. —Relájate —hundió suavemente los dedos en su carne. Mordisqueó su hombro—. No voy a llevarte donde no quieras ir —besó lentamente su hombro, con delicadeza, hasta llegar a su garganta. Deslizó los dedos hasta sus caderas y volvió a subirlos en una caricia rítmica que sólo conseguía turbarla más aún. Parks sabía el efecto que surtía sobre ella; Brooke sabía que su reacción no era ningún secreto. En un último intento por refrenarse, apoyó las manos sobre su pecho y se arqueó hacia atrás. Parks seguía agarrándola por la cintura, pero no intentó atraerla hacia sí. Brooke distinguió en sus ojos un destello de humor. —¿Quieres que pare? —preguntó él en voz baja. La pregunta escondía una nota de desafío. Brooke comprendió de pronto que, fuera cual fuese su respuesta, acabaría perdiendo. —¿Pararías? —contestó, intentando refrenar el impulso de deslizar los dedos por su pecho desnudo. Él esbozó una sonrisa lenta y peligrosa. —¿Por qué no me lo pides y vemos qué pasa? —se apoderó de su boca cuando Brooke la abrió para responder. Fue un beso suave y profundo, uno de esos besos en los que, Brooke lo sabía, una mujer podía ahogarse. Ella notó vagamente que subía las manos por su pecho, que le rodeaba el cuello con los brazos, que su cuerpo se derretía. Luego cayó (o zozobró, quizá), hasta que notó las sábanas frescas bajo su espalda y el peso de Parks sobre ella. No se preguntó cómo era posible que su cuerpo pareciera haberse vuelto líquido. Se limitó a gozar de aquella inusitada libertad de movimiento. Las manos de Parks se movían con tanta firmeza, tan parsimoniosamente, como si esperara y deseara su total fluidez. Con una caricia hábil, con un roce estratégico de labios, iba desbaratando cada una de las represiones que Brooke se había impuesto. El placer era denso, fluido. Brooke se regodeó en él. Ya no le importaba lo que diera a cambio de recibir. Ingrávida, indefensa, sólo pudo suspirar cuando la boca de Parks emprendió una lenta travesía por su cuerpo. Una rápida pasada de su lengua por su pezón le produjo una punzada indolora en el estómago. Aquel placer era agudo, desconcertante. Luego se disipó, dejándola aturdida, y Parks siguió dibujando sobre ella una húmeda senda. Sus manos no se detenían ni un instante, pero se movían con tal delicadeza sobre ella que Brooke nunca lograba señalar exactamente de dónde procedía el placer. Éste parecía irradiar a través de su cuerpo, calmándola y excitándola a un tiempo, siempre prometedor. Parks tomó entre los dientes su pezón, y un fogonazo de calor se extendió desde el centro de su ser hasta las yemas de sus dedos. Pero

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mientras gemía, arqueándose, Parks siguió adelante. Rozó con los dedos la cara interna de su muslo, casi distraídamente, y su piel ardió para helarse luego. Mientras el fuego y el hielo la atravesaban, el sonido de sus propios gemidos resonaba en la cabeza de Brooke. Comenzaron los temblores: una droga que se disipaba. Y el ansia, insoportable y maravillosa. Ya no se sentía calmada; el palpito de su cuerpo, su placer, se convirtieron en un exquisito tormento. De pronto sus dedos se hundieron entre el pelo de Parks. Intentaba atraerlo hacia sí. —Hazme el amor —le ordenó, y su aliento comenzó a temblar. Él siguió dispensándole aquellas caricias abrasadoras. —Oh, voy a hacértelo —murmuró. —Ahora mismo —Brooke alargó los brazos hacia él, pero Parks la agarró de las muñecas. Levantó la cabeza para mirarla a los ojos. A través de la neblina de la pasión, Brooke vio su intensa concentración: aquella mirada de guerrero feroz. —No es tan sencillo —Parks sentía palpitar el pulso de ella bajo sus dedos, pero no pensaba obsequiarla con un instante de placer fugaz. Cuando la hiciera suya, ella jamás podría olvidarlo. La besó con dureza—. Esto es sólo el principio. Sin soltarle las muñecas, emprendió un nuevo viaje por su cuerpo, sirviéndose únicamente de la boca. Al volver a besar su pecho, Brooke comenzó a retorcerse bajo él, presa de un frenesí que nada tenía que ver con el deseo de escapar. Parks había perdido la paciencia: una exigencia que sólo admitiría una respuesta había ocupado su lugar. Se habría dicho que quería alimentarse de su piel: la mordisqueó, la chupó, la lamió hasta que Brooke se volvió medio loca de deseo. Él, en cambio, parecía capaz de saborearla durante horas sin hacer otra cosa, saciando así un ansia constante a la que ella era incapaz de resistirse. El calor la embargaba, la enervaba. Su piel temblaba y se humedecía. Parks besó el hueco entre sus pechos, besó la línea de sus costillas, hasta llegar a la curva sutil de su cadera. Sintió entonces que las manos de Brooke se aflojaban y que su pulso se aceleraba. Al hundir la lengua en su cálido centro, Brooke se estremeció violentamente y gritó, presa de un primer y frenético orgasmo. Pero Parks se mostró implacable. Mientras ella luchaba por recobrar el aliento, sus manos se lanzaron a un nuevo viaje de conquista. Ella le agarró los hombros, apenas consciente de que sus músculos se habían tensado. No había ni una sola parte de su cuerpo que Parks no hubiera explorado en su afán de poseerla por entero. Ahora, la rendición de Brooke se convirtió en ligereza e ímpetu. Ninguno de los dos comprendió que su verdadera capitulación se produjo cuando comenzó a hacer exigencias. Sus manos se movían velozmente sobre el cuerpo de Parks. Al mismo tiempo se retorcía, ansiosa por saborear su boca, sus hombros, la recia línea de su mandíbula. Parks pensó que el olor de Brooke se intensificaba hasta dominar por completo sus sentidos. Lo estimulaba y al mismo tiempo le daba fuerzas. Allí donde su boca se

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posaba, ella tenía la piel húmeda y caliente. Parks pensó de nuevo en seda blanca y pasiones prohibidas. Los murmullos roncos, los jadeos vertiginosos rompían la quietud del atardecer. Parks ya no pensaba. Tampoco lo hacía ella. Se habían internado en un lugar en el que los pensamientos eran únicamente sensaciones afiladas, dolorosas, dulces y oscuras. Brooke tembló al apoderarse de su boca. Luego, Parks la penetró tan rápidamente que ella clavó las uñas en su carne, presa del placer y el asombro. Se fundieron ambos, piel con piel, corazón con corazón, y sus sensaciones se concentraron hasta formar una sola.

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Capítulo 7 Brooke se deleitaba en aquel suave y cálido bienestar. Suspendida entre el sueño y la vigilia, pensó que era invierno y que estaba durmiendo bajo un grueso edredón de plumas. No hacía falta levantarse, no era necesario enfrentarse al frío. Podía quedarse allí tumbada todo el día, sin hacer nada. Se sentía completamente a gusto, absolutamente ligera y lánguida. Deseosa de disfrutar aún más de aquella sensación, luchó por ahuyentar el sueño. No era invierno, sino principios de otoño. No había edredón, sino sábanas revueltas que cubrían a medias su cuerpo desnudo y acurrucado contra el de Parks. Al despejarse, lo recordó todo: la primera revelación del amor, la sorpresa de haber abierto una puerta secreta sin resistencia, las horas de pasión que habían seguido. Habían hablado poco: la urgencia de tomar y entregarse había escapado al control de ambos. Una y otra vez, la satisfacción había dado paso al avivamiento del deseo, y el deseo a las exigencias, hasta que los dos se quedaron dormidos, entrelazados. Ahora, Brooke recordaba su sed insaciable, la energía inagotable y la fuerza de las que se había sentido llena. Recordaba también la capacidad de Parks para excitarla hasta la desesperación con paciencia… y que ella le había hecho perder la paciencia con una destreza que ignoraba poseer. Pero, más allá de la pasión y el placer, Brooke recordaba algo esencial: había necesitado a Parks. La necesidad equivalía a dependencia, y la dependencia a vulnerabilidad. Una mujer vulnerable siempre tenía las de perder. La noche había quedado atrás y empezaba a amanecer. A unos centímetros de ella, iluminada por la luz gris y brumosa del alba, la cara de Parks se veía relajada. Su aliento cálido le acariciaba la mejilla. La había rodeado con un brazo y hundido los dedos entre su pelo, como si incluso dormido quisiera tocarla. Ella le había pasado el brazo por encima para acercarse a él. Durante unas pocas horas, habían dormido en la postura clásica del poseedor y el poseído. Pero, pensó Brooke vagamente, ¿qué papel le correspondía a cada uno? Cerró los ojos con un suspiro. No saber era peligroso. Las horas que había pasado despreocupada ponían en peligro la independencia que hasta entonces había dado por supuesta. Era hora de volver a pensar, antes de que fuera demasiado tarde, antes de que las emociones (esas emociones peligrosas que la impulsaban a acercarse al calor de Parks) se adueñaran de ella. Si quería impedir que la necesidad que sentía por él se le escapara de las manos, tenía que hacerlo ya. Se removió, intentando separarse de él. Parks la agarró con más fuerza y la atrajo hacia sí. —No —murmuró sin abrir los ojos. Con soñolienta lentitud pasó la mano por su espalda desnuda—. Es muy temprano para levantarse. Brooke sintió que sus pechos se posaban sobre su torso, sintió que el calor de su vientre empezaba a hacerse abrasador. Los labios de Parks estaban cerca. Demasiado

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cerca. El deseo de quedarse resguardada entre sus brazos era tan fuerte que la asustaba. Intentó moverse otra vez, y Parks volvió a retenerla. —Parks… —dijo, y sus labios la silenciaron. Brooke se dijo que debía resistirse a aquel beso profundo y soñoliento, pero no lo hizo. Se dijo que debía defenderse del tierno jugueteo de los dedos de Parks sobre su espalda, pero no pudo. El gris del alba adquirió de pronto un matiz rosado. El aire pareció adensarse. Mientras Parks la tocaba, su piel se estremeció, ansiosa de nuevas caricias. «¡No!», gritaba su cerebro. «No dejes que esto ocurra». Pero ya había empezado a zozobrar. Se hundía rápidamente. Dejó escapar un leve quejido que se convirtió en un gemido de placer. Parks se tumbó sobre ella. Escondió la cara entre su pelo, bajó la mano por su cuerpo: la suave elevación de su pecho, la línea firme de sus costillas y su estrecha cintura, la curva de la cadera y el muslo alargado y terso. Sentía la lucha que se libraba dentro de ella, sentía su deseo de distanciarse de lo que había empezado a ocurrir entre ellos desde la primera vez que sus ojos se encontraron. Experimentó un súbito fogonazo de rabia teñida de un dolor inesperado. —¿Ya tienes remordimientos? —levantó la cabeza y la miró. Los ojos oscurecidos de Brooke parecían cargados de una pasión que ardía con lentitud. Respiraba entrecortadamente. Pero Parks sabía que luchaba tan ferozmente consigo misma como con él. Con las manos sobre sus hombros, parecía dispuesta a rechazarlo. —Esto no es muy inteligente —logró decir ella. —¿No? —Parks dominó su enfado, ignoró su dolor y le apartó el pelo de la mejilla—. ¿Por qué? Brooke lo miró a los ojos: apartar la mirada habría sido como reconocerse vencida. —No es lo que quiero. —Seamos precisos —su voz sonaba tranquila; sus ojos no vacilaban—. No es lo que quieres querer. —Está bien —Brooke se estremeció cuando él le acarició la oreja—. No es lo que quiero querer. Tengo que ser práctica. Vamos a trabajar juntos una temporada. O, mejor dicho, tú vas a trabajar para mí. No podremos tener una relación profesional sólida si somos amantes. —Somos amantes —contestó Parks, moviéndose tranquilamente, de modo que la fricción de su cuerpo hizo estremecerse a Brooke. Ella intentó que no le temblara la voz. —Si seguimos siéndolo —continuó—, no podremos trabajar juntos. Parks ladeó la cabeza. Le sonrió. —¿Por qué?

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—Porque… —Brooke conocía el motivo. Conocía docenas de motivos lógicos, pero en su cabeza no se formó ningún pensamiento estable: Parks le había dado un suave beso en los labios. —Deja que sea práctica un momento —dijo él tras darle otro rápido beso—. ¿Cuántas veces te permites divertirte un poco? Brooke arrugó el entrecejo, desconcertada. —¿Qué quieres decir? —Puedes trabajar ocho, doce horas al día —continuó él—. Puedes disfrutar con tu trabajo, ser una profesional estupenda, pero aun así, de vez cuando, necesitas lanzar un disco volador alguna vez. —¿Un disco volador? —Brooke soltó una risa cargada de perplejidad que agradó a Parks. Relajó las manos sobre sus hombros—. ¿De qué estás hablando? —De divertirte, Brooke. De estar ociosa, de perder el tiempo, de montarte en una noria. De todas esas cosas por las que merece la pena trabajar. Brooke tuvo la incómoda sensación de que intentaba alejarla del asunto que les ocupaba. —¿Qué tiene que ver montarse en una noria con el hecho de que tú y yo hagamos el amor? —¿Habías tenido un amante alguna vez? —Parks la sintió envararse, pero añadió—: No me refiero a si te has acostado alguna vez con un hombre, sino a compartir algún tiempo con él. Eso es lo único que te estoy pidiendo —mientras lo decía, se dio cuenta de que aquello dejaría de ser verdad muy pronto. Le pediría más, y ella se resistiría con uñas y dientes. Claro que él se había pasado toda la vida jugando a ganar—. Lanza unos cuantos discos conmigo, Brooke. Móntate en algunas olas. Veamos adonde nos llevan. Mientras lo miraba, ella sintió disiparse su resistencia. Sin poder evitarlo, levantó la mano de su hombro para acariciar el cabello que le caía sobre la frente. —Haces que suene tan sencillo… —murmuró. —Sencillo, no —la agarró de la otra mano y le besó la palma—. Las diversiones no siempre son sencillas. Te deseo… así —volvió a fijar los ojos en los de ella—. Desnuda, cálida, retándome a excitarte. Pero también quiero conducir contigo con la capota bajada y el viento agitando tu pelo. Quiero verte sorprendida por la lluvia, riendo —comenzó a besar su cara. Después se detuvo en sus labios y bebió de ellos larga y profundamente—. Quiero estar contigo, pero no creo que vaya a ser sencillo. Parks se tumbó de espaldas, apoyó la cabeza de Brooke sobre su pecho y la dejó descansar y pensar mientras le acariciaba el pelo. Sus palabras habían tocado lugares vulnerables de su ser que ella no podía defender. ¿Era lo bastante fuerte, se preguntaba Brooke, para intentar hacer las cosas al modo de Parks sin perder el control? Diversión, se dijo. Sí, podían divertirse juntos. Parks suponía un reto para ella. Tenía que admitir que había llegado a disfrutar incluso de sus encontronazos con él. ¿Qué le había dicho Parks una vez? Que podían ser amigos antes de ser

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amantes. Era extraño, se dijo, que ambas cosas hubieran sucedido casi sin que se diera cuenta. Sólo el temor insidioso a perderlo le impedía relajarse por completo. —No puedo permitirme el lujo de enamorarme de ti —murmuró. Un modo extraño de decirlo, se dijo Parks sin dejar de acariciarle el pelo. —Regla número uno —contestó—. A no se enamorará de B. Brooke cerró el puño y lo golpeó en el hombro. —No me hagas quedar como una tonta. —Lo intentaré —contestó él afablemente. —Divertirse —murmuró ella, a medias para sí misma. —Palabra de cuatro sílabas que significa distraerse, recrearse o solazarse — recitó Parks en tono didáctico. Brooke se rió. Levantó la cabeza. —Está bien. Compraré el disco volador —dijo antes de besarlo en la boca. Parks posó la mano sobre su nuca. —Sigue siendo demasiado temprano para levantarse —susurró. La lenta risa de Brooke sonó sofocada por sus labios. —No tengo sueño. Con un suspiro reticente, Parks cerró los ojos. —Actuar —dijo con voz densa—, cansa mucho. —Sí —Brooke le acarició la mejilla compasivamente—. Creo que será mejor que reserves tus fuerzas —le dio un beso en la mandíbula y luego en la clavícula antes de seguir por su pecho. Sus dedos se enredaron en su cadena de oro—. ¿Para qué es esto? Parks abrió un ojo para mirar la moneda de oro de cinco dólares que colgaba de la cadena que sostenía ella. —Me trae suerte —volvió a cerrar los ojos—. Me lo dio mi tía cuando me fui al campo de entrenamiento de Florida. Le dijo a mi padre que era un… —escudriñó su memoria para recordar la frase exacta—… un viejo tonto y estirado que sólo pensaba en gráficos y fórmulas, y luego me regaló esa moneda de oro y me dijo que siguiera adelante. Brooke volvió la reluciente moneda sobre su palma. Así que él también llevaba un trocito de pasado encima, se dijo. —¿Eres supersticioso? —preguntó al soltar la cadena y pegar de nuevo los labios a su pecho. —La suerte —puntualizó Parks. Le gustaba sentir sus labios sobre la piel—, no tiene nada que ver con la superstición.

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—Entiendo —arañó ligeramente su costado con las uñas y lo oyó contener el aliento—. ¿Siempre lo llevas? —Mmm. Brooke pasó la lengua por su pezón y él dejó escapar un gemido involuntario. Una sensación de poder, ligera, tentadora y estimulante, embargó a Brooke. Él había vuelto a hundir las manos entre su pelo y buscaba la piel de debajo. Brooke se movió hacia abajo y ambos sintieron una oleada de placer. Al pasar los labios sobre su piel descubrió que su olor había cambiado. Había cambiado porque se había mezclado con el de su cuerpo durante la noche. Aquello era intimidad, tan tangible como el propio acto amoroso. Acompañada por aquella sensación de poder, Brooke comenzó a experimentar. Bajo ella, el cuerpo de Parks, fuerte y musculoso, sabía a hombre. Era tenso y fibroso, y la luz de la mañana doraba su piel. Las palmas que se deslizaban por su espalda eran duras y callosas. Al igual que su dueño, aquel cuerpo era disciplinado, el producto de esa extraña combinación de atenciones y exigencias desorbitadas a la que se sometían los deportistas. Brooke pasó los labios por su vientre liso y duro y sintió temblar sus músculos firmes. Bajo sus palmas tersas, notó la nervuda fortaleza de sus muslos. La conciencia de su fuerza física la excitaba. Con caricias y roces ligeros, podía hacer que aquel hombre respirara como si acabara de correr hasta casi desplomarse. Con besos leves como plumas podía conseguir que aquel atleta endurecido se estremeciera, presa de una debilidad íntima de la que sólo ella era consciente. A pesar de que no lo entendía del todo, sabía que la noche anterior le había dado algo más que su cuerpo: algo más complejo que su entrega o su pasión. Sin saber siquiera cuál era aquel regalo, quería que Parks le correspondiera del mismo modo. Lentamente, disfrutando de cada movimiento de su cuerpo, se deslizó hacia arriba hasta que sus labios se apoderaron ávidamente de los de Parks. Qué suave era su boca. Qué deliciosa, con aquel sabor oscuro y secreto. Brooke lo paladeó, sintió que se intensificaba sobre su lengua hasta que aquel placer disolvente comenzó a filtrarse dentro de ella. Consciente de que perdería la ligera ventaja que tenía, apartó la boca de la de Parks para hundirla en su garganta. Sitió la vibración de su gemido contra los labios, pero no lo oyó. El palpito de su corazón resonó dentro de su cabeza hasta que todos sus sentidos se confundieron. Si era de día, ¿cómo era posible que sintiera aquel placer nocturno y sofocante? Si estaba seduciendo a Parks, ¿por qué se sentía seducida? Apretada contra él, siguió el ritmo que marcaba él mientras su boca depositaba besos atormentadores sobre su piel. El ardor que se filtraba en su cuerpo parecía acrecentar el delirio del poder, y sin embargo no era suficiente. Seguía buscando algo nebuloso que no sabía si reconocería cuando lo encontrara. Y el deseo, los afilados dardos del deseo, hacían que todo se difuminara, salvo el ansia de satisfacción. Parks la agarró del pelo con una mano y le hizo levantar la cabeza. Brooke sólo vislumbró brevemente su cara (los ojos medio cerrados, pero más oscuros y más

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intensos que nunca) antes de que devorara su boca. La voluntad, la razón, empezaban a abandonarla por completo. —Brooke… —con las manos en sus caderas, la instaba a seguir adelante—. Vamos —dijo con voz áspera y urgente. Ella se resistió, luchó por respirar, intentó preservar una parte de sí—. Te necesito —murmuró él antes de besarla de nuevo—. Te necesito. Entonces, durante un instante sobrecogedor, estuvo claro. Brooke lo necesitaba a él, y ahora sabía que él sentía lo mismo por ella. Aquello bastaba. Quizá no hubiera nada más. Con un gemido estremecido de placer y alegría, se entregó a él.

Claire entró en la sala de montaje a las diez menos cinco. Ni los montadores ni E.J. se sorprendieron al ver a la jefa de Thorton Productions trabajando un sábado por la mañana. Cualquiera que hubiera trabajado en Thorton más de una semana sabía que Claire no era una figura decorativa, sino una entidad muy a tener en cuenta. Llevaba uno de sus elegantes trajes, del color de la salsa de frambuesas, y una pizca de perfume parisino. —Dave, Lila, E.J. —Claire los saludó con una rápida inclinación de cabeza antes de acercarse a la cafetera. Un miembro nuevo del equipo podría haberse apresurado a servir el café a la jefa, pero los que esperaban tranquilamente junto al tablero de mandos se guardaron de hacerlo. —Lo he hecho yo mismo, señora Thorton —le dijo E.J. mientras ella se servía una taza—. Seguro que no sabe a ácido de baterías, como el que hacen estos dos. —Te lo agradezco, E.J. —contestó ella secamente. El simple olor del café la revivió. Claire lo aspiró, diciéndose que sólo una idiota pensaría que a su edad podía una bailar hasta las tres de la mañana y al día siguiente estar tan fresca. ¡Ah, pero qué agradable era sentirse idiota otra vez!, pensó con una lenta sonrisa—. Me han dicho que el rodaje fue muy bien, que no hubo problemas graves. —Fue como la seda —afirmó E.J.—. Espere a ver a Parles lanzando esa bola por encima de la valla —sonrió al recordar—. Con ese tanto le gané diez pavos a Brooke —su memoria selectiva le permitió ignorar que ella le había ganado primero aquellos mismos diez dólares. Claire se acomodó en un sillón con un suave suspiro. —¿Brooke no ha llegado aún? —No la he visto —E.J. comenzó a silbar al recordar que había visto marcharse a Brooke con Parks. Claire, que lo conocía bien, se limitó a levantar una ceja. —¿Estás listo, Dave? —Sí, señora Thorton. ¿Quiere verlo desde el principio? —Dentro de un momento —Claire miró su reloj, y en ese preciso instante oyó la voz de Brooke en el pasillo.

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—Siempre y cuando comprendas que no tienes absolutamente nada que decir respecto a qué se corta y qué se queda. —Tal vez pueda hacer algún comentario inteligente. —Parks, hablo en serio. La risa baja de Parks precedió a Brooke cuando entró en la sala de montaje. —Buenos días —dijo en general—. ¿Hay café caliente? —El especial de E.J. —le dijo Claire, mirándola por encima del borde de su taza mientras bebía. Parecía cambiada, pensó, y miró a Parks. Y aquél era el motivo, concluyó con una leve sonrisa—. Buenos días, Parks. Claire seguía teniendo una expresión suave y amistosa, pero Parks se dio cuenta de lo que estaba pensando. Con una leve inclinación de cabeza, confirmó sus sospechas. —Hola, Claire —dijo, prescindiendo de formalidades, y tomó una taza—. Espero que no te importe que haya venido —tomó la cafetera y sirvió café para Brooke y para él—. Brooke tenía sus reservas. —Los aficionados —dijo Brooke puntillosamente mientras buscaba la leche en polvo—, suelen ser un… —Sí, bueno, estamos encantados de que Parks se haya unido a nosotros —la interrumpió Claire, superponiendo su voz a la risa de E.J.—. Pásalo, Dave. Vamos a ver qué tenemos. Dave pulsó una serie de botones del gran panel de mandos que tenía delante. Parks se vio aparecer en tres monitores al mismo tiempo. Oyó la voz de Brooke en off y luego el hombrecillo de la claqueta apareció delante de él para anunciar la escena y la toma. —Es la tercera la que vale —dijo Brooke, sentándose en el brazo del sillón de Claire—. Al bateador no le gustó el primer lanzamiento. Su comentario le valió una sonrisa de Parks y una suave exclamación por parte de Claire. —La iluminación es muy buena —Claire observó la segunda toma con los ojos entornados. —Silbey, el chico nuevo, tiene buena mano. La ropa se vende sola —Brooke bebió un sorbo de café mientras señalaba con la mano libre—. Fíjate en ella cuando mueve el bate… Sí —asintió con la cabeza, complacida—. Movimientos precisos, sin restricciones aparentes. Se lo ve cómodo, sexy, eficiente —absorta en la pantalla, no notó que Parks le lanzaba una mirada—. Ésta es la que quiero usar —esperó en silencio, viendo la repetición del cuadrangular de Parks. Los movimientos preparatorios para el bateo, la concentración, el golpe y el seguimiento de la bola, la sonrisa satisfecha y el encogimiento de hombros. —Quiero conservar la parte final —continuó Brooke—. Cuando se encoge de hombros. De eso se trata. Esa chulería natural tiene su atractivo —Parks se atragantó

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con el café, pero Brooke no le hizo caso—. En mi opinión, este segmento es perfecto. Del siguiente no estoy tan segura. Vamos a tener que… Parks tomó la taza entre las dos manos y se sentó. Durante las siguientes dos horas, se vio en los monitores, escuchó cómo lo sopesaban, lo diseccionaban y lo juzgaban. Aunque al principio se sintió desconcertado, descubrió que verse en pantalla no le hacía sentirse como un idiota, pese a que estaba convencido de que así sería. Empezó a pensar que tal vez acabara disfrutando de aquel contrato de dos años. Aunque a lo largo de los años había oído muchas veces cómo la gente (los entrenadores, los comentaristas deportivos, otros jugadores) le hacía pedazos y volvía a recomponerlo, no tenía el mismo nivel de tolerancia cuando se trataba de oír a Brooke hablar con tanta naturalidad de su cara y su cuerpo, sus gestos y sus expresiones. En general, se dijo, era como si el producto a vender fuera él y no la ropa que llevaba puesta. Pusieron la película una y otra vez mientras Claire escuchaba sugerencias y comentarios ocasionales. Sí, tendrían que trabajar los primeros planos en la siguiente sesión, su cara era muy buena. Convendría grabar otro anuncio de treinta segundos lleno de acción para sacar partido a su forma de moverse, mostrando la resistencia de la ropa y su versatilidad. Tal vez probaran a ponerle pantalones de tenis, si tenía las piernas bonitas. Al oír aquello, Parks lanzó a Brooke una mirada fulminante, esperando a medias que ella diera su opinión al respecto. Brooke se dio cuenta y disimuló la risa con un ataque de tos. Le lanzó una sonrisa candorosa por encima de la cabeza de Claire y, de pronto, le guiñó un ojo. La rápida respuesta de su cuerpo hizo que Parks la mirara con el ceño fruncido. Iba vestida como un golfillo, con chinos amplios y una sudadera, y el pelo recogido hacia atrás en una trenza y atado con una goma. Parks sentía el olor esquivo de su perfume desde el otro lado de la habitación. —Esta mañana grabamos su voz —le dijo a Claire—. Creo que te gustará, aunque habrá que ver qué tal se las arregla cuando tenga que mantener un diálogo. ¿Tenemos los gráficos para la rotulación, Lila? —Sí, aquí están —pulsó unas cuantas teclas. En el monitor apareció el logotipo de los de Marco: un león de melena negra con fondo azul. El lema de la firma se deslizó lentamente por la pantalla hasta detenerse debajo del león. Permaneció en pantalla el tiempo suficiente para causar impacto. Luego desapareció. —Muy elegante —dijo Brooke—. Entonces, ¿estamos de acuerdo? La tercera toma del primer segmento y la quinta del segundo. —Os hemos ahorrado un montón de cortes, chicos —comentó EJ. mientras jugueteaba con un cigarrillo sin encender—. Vais a montarlo con los ojos cerrados. —Os agradecería que los mantuvierais abiertos —dijo Claire al levantarse—. Avisadme cuando esté montado y doblado. E.J., un trabajo espléndido, como siempre. —Gracias, señora Thorton.

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Ella le dio su taza vacía. —En cámara también —añadió. Los montadores se rieron por lo bajo cuando ella se dirigió hacia la puerta—. Espero que no te hayas aburrido mucho, Parks. —Al contrario —pensó en las discusiones acerca de su anatomía—. Ha sido muy instructivo. Claire le lanzó una sonrisa suave y perfectamente comprensiva. —Brooke, en mi despacho dentro de diez minutos —luego miró su reloj—. Ay, Dios. Quizá te apetezca comer con nosotras, Parks. —Te lo agradezco, pero tengo cosas que hacer. —Muy bien, entonces —ella volvió a sonreír, dándole una palmadita en el brazo—. Mucha suerte en las eliminatorias —se marchó, y Brooke se quedó mirándola con el ceño fruncido. —Seguro que ahora no como —masculló—. Si hubieras dicho que sí, Claire habría reservado mesa en Ma Maison. —Perdona —Parks la sacó al pasillo—. ¿Ese guiño quería decir que te gustan mis piernas? —¿Qué guiño? —Brooke lo miró inexpresivamente—. No sé de qué me hablas. Guiñar el ojo durante una sesión de montaje es muy poco profesional. Parks miró la puerta que ella había cerrado a su espalda. —Por cómo hablabais de mí, me he sentido como si fuera un producto. Brooke se rió a medias y sacudió la cabeza. —Parks, eres un producto. Él volvió a mirarla. A Brooke le sorprendió el destello de enfado de sus ojos. —No. Llevo puesto un producto. Ella abrió la boca y volvió a cerrarla con un suspiro cauteloso. —En realidad, depende de cómo se mire —dijo con cuidado—. Desde tu punto de vista, desde el punto de vista de los de Marco y hasta desde el del consumidor, la ropa es un producto. Desde el punto de vista del productor, del director, del director de fotografía, etcétera, tú eres un producto en la misma medida que lo es la ropa que llevas, porque tenemos que consideraros vendibles a los dos. Si no consigo que estés bien, lo que lleves puesto podría parecer ropa de saldo. Él veía la lógica de aquel razonamiento, pero no le interesaba. —No pienso ser una mercancía. —Parks, eres una mercancía cada vez que sales al terreno de juego. Esto no es muy distinto —levantó las manos, exasperada—. Vendes entradas para los partidos de los Kings, carteles y gorras de béisbol. No te pongas tan moralista con esto.

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—Primero soy quisquilloso y ahora moralista —masculló él con fastidio—. Supongo que todo se reduce a que vemos este… trabajito desde perspectivas distintas. Brooke sintió un leve aleteo de temor dentro de su pecho. —Ya te dije que sería difícil —dijo en voz baja. Él la miró a los ojos y comprendió que estaba a punto de erigir sus defensas. Pasó un dedo por su mejilla. —Y yo te dije que sería divertido —inclinándose hacia ella, le besó suavemente los labios—. Los dos tenemos razón. Tengo cosas que hacer. ¿Nos vemos aquí luego? Brooke se relajó e intentó convencerse de que el temor que había sentido eran imaginaciones suyas. —Si quieres. Pero seguramente estaré liada hasta eso de las cinco. —Está bien. Luego puedes hacerme esa cena que me prometiste anoche. Brooke levantó la barbilla. —No te prometí hacerte la cena —puntualizó—. Pero puede que lo haga. —El vino lo compro yo —Parks le lanzó una sonrisa antes de darse la vuelta. —Espera —Brooke fue tras él—. No tienes coche. Parks se encogió de hombros. —Tomaré un taxi —la vio vacilar y luchar por tomar una decisión. —No —dijo ella bruscamente, y comenzó a hurgar en su bolso—. Puedes usar el mío. Parks tomó las llaves y su mano. La conocía lo suficiente como para saber que no ofrecía su coche, ni nada que le importara, a la ligera. —Gracias. Brooke se puso colorada. Era la primera vez que Parks veía en ella un signo de azoramiento. —De nada —apartó rápidamente la mano y se dio la vuelta—. Nos vemos a las cinco —dijo por encima del hombro, sin detenerse. Se sentía un poco idiota mientras subía en ascensor al despacho de Claire. ¿Cómo era posible que se hubiera sonrojado porque Parks le hubiera dado las gracias por prestarle el coche? Miró los números que brillaban sobre la puerta del ascensor. Parks la conocía muy bien, se dijo. Demasiado bien, teniendo en cuenta lo poco que le había contado de sí misma. El ignoraba que aún guardaba el ejemplar de Mujercitas que le regaló su segunda madre de acogida. Ignoraba que había sentido adoración por aquellos padres temporales, y que se había sentido muy infeliz cuando su matrimonio se rompió y ella tuvo que marcharse a otro hogar de acogida. No sabía nada de la horrible niñita con la que había compartido habitación durante el que consideraba el

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peor año de su vida. Ni de los Richardson, que la habían tratado más como a una criada que como a una hija adoptiva. Ni de Clark. Con un suspiro, se pasó los dedos por la frente. No le gustaba recordar. No le gustaba saber que sus sentimientos hacia Parks, cada vez más fuertes, parecían forzarla a afrontar de nuevo el pasado. Al diablo, se dijo sacudiendo la cabeza. Aquello era el pasado. Bastantes problemas le causaba ya afrontar el presente. Más tranquila, salió al amplio pasillo enmoquetado del piso de dirección. La recepcionista, una chica muy guapa y de inmensa y saludable dentadura, se enderezó en la silla al verla llegar. Llevaba más de dos años trabajando allí y Brooke parecía seguir impresionándola más que Claire. —Buenas tardes, señorita Gordon. —Hola, Sheila. La señora Thorton me está esperando. —Sí, señorita —Sheila no le llevaría la contraria ni aunque su vida dependiera de ello. Ajena a la impresión que causaba, Brooke avanzó tranquilamente por el pasillo y cruzó unas grandes puertas de cristal. Allí, dos secretarias (a las que llamaban «las gemelas» únicamente porque sus mesas eran idénticas) trabajaban usando sus procesadores de texto. El despacho exterior era enorme, escrupulosamente moderno y silencioso como una catedral. —Señorita Gordon —la primera gemela sonrió mientras la segunda pulsaba el botón del interfono. —Me está esperando —dijo Brooke con sencillez, y pasó a su lado camino del despacho de Claire. La puerta se abrió sin hacer ruido. Brooke había recorrido la mitad de la moqueta de color plata cuando se dio cuenta de que Claire estaba profundamente dormida. Atónita, se paró en seco y se quedó mirándola. La silla en la que estaba sentada Claire era de respaldo alto y cuero gris claro. El escritorio de ébano relucía bajo montones de papeles bien ordenados. Claire tenía en la mano, sujetas flojamente, las gafas que usaba para leer. En la pared, a su derecha, colgaba una ilustración china en tinta y acuarela, y tras ella el sol de Los Angeles entraba a raudales por el ventanal. Indecisa, Brooke pensó en marcharse con el mismo sigilo con el que había llegado, pero luego juzgó mejor quedarse. Se acercó a la mullida silla de cuero de enfrente del escritorio, tomó asiento y carraspeó suavemente. Claire abrió los ojos. —Buenos días —dijo Brooke alegremente, y sonrió al verla confusa—. Si quieres dormir la siesta, estarás más cómoda en el sofá. —Sólo estaba descansando los ojos. —Ya. Claire ignoró el comentario y recogió los papeles que estaba leyendo antes de que la venciera la fatiga. —Quería que echaras un vistazo al guión del siguiente anuncio para de Marco.

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—Está bien —Brooke tomó automáticamente el guión—. Claire, ¿te encuentras bien? —¿Tengo mala cara? Brooke decidió tomar la pregunta al pie de la letra y la observó atentamente. Salvo porque tenía los párpados cargados, Claire estaba mejor que nunca. Casi resplandecía, se dijo. —Estás maravillosa. —Pues entonces —Claire se alisó el pelo y luego cruzó las manos. —¿No dormiste bien anoche? —insistió Brooke. —Lo cierto es que volví tarde a casa. Ahora, el guión. —¿Estuviste con Lee Dutton? —preguntó Brooke sin poder remediarlo. Claire le lanzó una sonrisa tolerante. —Pues sí. Brooke volvió a dejar el guión sobre la mesa. —Claire… —comenzó a decir, pero una llamada a la puerta la interrumpió. —Su comida, señora Thorton —la primera gemela entró con un carrito de comida. El olor a ternera asada hizo levantarse a Brooke. —Claire, te he juzgado mal —levantó la tapa del plato y aspiró—. Perdóname. —¿Creías que iba a dejar que pasaras hambre? —riendo, Claire se levantó y se acercó al sofá—. Brooke, querida, te conozco desde hace mucho tiempo. Ahora sé buena chica y tráeme mi ensalada y mi café. Brooke obedeció mientras masticaba una patata frita. —Claire, quiero hablar contigo sobre Lee Dutton. —Claro —Claire pinchó un trozo de rábano—. Siéntate y come, Brooke. Pasear mientras comes es malo para la digestión. Brooke se acercó al sofá con el plato en la mano. Lo dejó sobre la mesa baja, tomó la mitad de un sandwich de ternera asada y comenzó a decir: —¿De verdad estás saliendo con Lee Dutton, Claire? —¿Te parece inapropiado que una mujer de mi edad salga con un hombre, Claire? Pásame la sal. —¡Claro que no! —azorada, Brooke miró la mano que le tendía Claire. Le pasó el salero y dio un mordisco desafiante a su sandwich—. No seas ridícula —farfulló mientras masticaba—. Te imagino saliendo con hombres fabulosos. Lo que me cuesta es imaginarte saliendo por ahí con Lee Dutton. —¿Por qué?

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Brooke movió los hombros, incómoda. No pensaba que la conversación transcurriera así. —Bueno, es bastante simpático y muy agudo, desde luego, pero parece un poco… En fin… —suspiró y lo intentó de nuevo—. Digámoslo así: me lo imagino perfectamente en la bolera del barrio. Y a ti no. —No —Claire frunció los labios, pensativa—. Eso aún no lo hemos probado. —¡Claire! —exasperada, se levantó y empezó a pasearse de nuevo—. No me estás entendiendo. Mira, no quiero meterme en tu vida… —¿No? —su suave sonrisa hizo que Brooke volviera a sentarse en el sofá. —Tú me importas. Claire alargó el brazo y le apretó la mano. —Te lo agradezco, Brooke, pero hace mucho tiempo que puedo valerme por mí misma. Hasta he salido con unos cuantos hombres. Un poco más tranquila, Brooke se puso a comer otra vez. —Supongo que si de verdad creyera que le estás dando mucha importancia a esto… —¿Qué te hace pensar que no es así? —Claire se echó a reír al verla boquiabierta. —Claire, ¿estás…? ¿Estás…? —hizo un gesto, sin saber que sería capaz de expresar lo que pensaba. —¿Que si me estoy acostando con él? —concluyó Claire con su voz tranquila y bien timbrada—. Aún no. —Aún no —repitió Brooke, aturdida. —Bueno, no me lo ha pedido —Claire tomó otro bocado de ensalada y masticó pensativamente—. Yo creía que a estas alturas ya lo habría hecho, pero es bastante conservador. Muy tierno y chapado a la antigua. Por eso me gusta, en parte. Hace que me sienta muy femenina. A veces, en este negocio, una pierde esa sensación. —Sí, lo sé —Brooke tomó su té con hielo y se quedó mirándolo—. ¿Estás…? ¿Estás enamorada de él? —Creo que sí —Claire se recostó en el sofá gris y rosa—. Enamorada de verdad, sólo lo he estado una vez. Tenía tu edad, puede que fuera un poco más joven —por un instante, su sonrisa fue la de una joven—. Desde entonces, en todos estos años, no he conocido a nadie que me atrajera lo suficiente, con el que me sintiera lo bastante cómoda y segura como para casarme. Brooke bebió un largo sorbo de té. Creía entender muy bien lo que le había dicho Claire. —¿Estás pensando en casarte? —Estoy pensando que tengo casi cincuenta años. He levantado todo esto… — hizo un gesto que abarcaba toda la empresa—, tengo una casa cómoda, un círculo de

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amigos y conocidos agradable, suficientes retos nuevos como para no morirme de aburrimiento, y de pronto he conocido a un hombre que me da ganas de acurrucarme delante de la chimenea después de un largo día —sonrió despacio. Su sonrisa era muy bella, pero no era ya la de una niña—. Es una sensación muy placentera —dejó que sus ojos se deslizaran hacia Brooke, que la miraba atentamente—. Ojalá tú no tengas que esperar otros veinte años. Lo que Parks siente por ti no es una simple atracción pasajera. Brooke se levantó por tercera vez y empezó a pasearse por la habitación. —Hace poco tiempo que nos conocemos —dijo. —Tú te conoces muy bien, Brooke. —¿Sí? —se volvió con una sonrisa mordaz—. Puede que sepa lo que pienso, lo que siento. Pero no conozco a Parks. ¿Y si me entrego demasiado? ¿Qué le impedirá aburrirse de mí y marcharse? Claire la miró fijamente a los ojos. —No lo compares con otros, Brooke. No lo pongas a prueba por culpa de esos viejos resentimientos. —Claire… —se pasó una mano por el pelo y se acercó a la ventana—. Es lo último que quiero hacer, créeme. —¿Y qué es lo primero? —Siempre ha sido tener algo mío. Tener algo mío para que nadie pueda venir y decirme: «Eh, esto sólo te lo había prestado, devuélvemelo» —se rió un poco—. Es absurdo, pero supongo que nunca me he sacudido eso de encima. —¿Y por qué habrías de hacerlo? —preguntó Claire—. Todos queremos tener algo nuestro. Y para conseguirlo tú y yo sabemos que hay que correr algunos riesgos. —Me temo que me estoy enamorando de él —dijo Brooke en voz baja—. Y cuanto más me acerco, más miedo tengo de que todo se desplome bajo mis pies. Tengo la sensación de que necesito defenderme de algún modo; de que, si me enamoro de él, es necesario que conserve cierto control, cierto poder, para no acabar destrozada. ¿Te parece una locura? —No. No eres una de esas mujeres que se entregan completamente sin pedir nada a cambio. Lo hiciste una vez, pero eras muy niña. Tú necesitas un hombre fuerte, Brooke. Un hombre lo bastante fuerte como para no quedarse con todo — sonrió al ver que Brooke se volvía para mirarla—. Date un poco de tiempo —le aconsejó—. Las cosas suelen aclararse por sí solas. —¿Sí? La sonrisa de Claire se hizo más amplia. —A veces sólo tardan veinte años. Riendo, Brooke volvió al sofá. —Muchas gracias.

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Capítulo 8 Brooke se había sentado con las piernas cruzadas sobre la alfombra oriental, ligeramente descolorida, del salón de Claire. En algún momento de la cuarta entrada había renunciado a quedarse sentada en el sillón. A su derecha, Lee y Claire ocupaban un sofá de brocado de dos plazas. Billings se había superado preparando su especialidad, ternera a la Wellington, y había mascullado algo, ofendida, al comprobar que Brooke se había limitado a revolver la comida en el plato. Aunque se reprendía a sí misma por estar tan nerviosa, Brooke no había parado de pensar en el resultado de la eliminatoria desde que Parks se había marchado al estadio de los Valiants. Había podido escuchar parte del primer partido en la radio del coche mientras iba a un rodaje. Un miembro del equipo de producción se había anticipado y había llevado una radio portátil con auriculares por la que escuchar el partido entre toma y toma. Brooke había sentido una alegría arrolladura cuando los Kings ganaron el primer partido, y había experimentado frustración y nerviosismo cuando perdieron el segundo. Ahora estaba viendo el tercero en el televisor del pequeño y elegante salón de Claire. —El de la segunda base estaba fuera —protestó, retorciéndose, impotente, sobre la alfombra descolorida—. Cualquiera con ojos en la cara lo habría visto. Mientras ella despotricaba, el entrenador de los Kings, un hombre bajo y recio con cara de trasgo dispéptico, se puso a discutir con el arbitro de segunda base. De no haber estado tan furiosa, Brooke podría haber admirado sus gestos teatrales, su forma de levantar los ojos al cielo y señalar con dedo acusador la cara del arbitro. Éste siguió impertérrito y su decisión se dio por buena. Los Kings ganaban por apenas una carrera, y con un corredor en segunda base y uno eliminado, las cosas no pintaban bien. Cuando el siguiente bateador lanzó una bola por encima de la valla y la exigua ventaja cambió de manos, Brooke soltó un gruñido. —No lo soporto —dijo, golpeando la alfombra con los puños—. No puedo soportarlo. —Brooke está muy metida en el partido —le susurró Claire a Lee. —Ya lo he notado —le dio un ligero beso en la mejilla—. ¡Hueles de maravilla! Era agradable sentir que la sangre le subía a las mejillas. En sus más de veinticinco años de mujer adulta habían intentado conquistarla algunos maestros del arte de la seducción, pero no recordaba que ninguno de ellos la hubiera hecho sentir como Lee Dutton. De haber estado solos, se habría arrimado a él, pero, acordándose de Brooke, se limitó a apretarle la mano. —Toma un poco de vino, cielo —le dijo a Brooke, alargando la mano hacia la botella fría que tenía a su lado—. Es bueno para los nervios.

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Brooke, que acababa de exhalar un suspiro de alivio al ver batear al siguiente jugador, no se percató de su tono burlón. —Ya van tres eliminados —dijo, tomando la copa que le ofrecía Claire. —Dos —la corrigió Lee. —Sólo si crees a un arbitro corto de vista —replicó ella, y bebió un sorbo de vino. Al ver que él se reía, le lanzó una sonrisa por encima del hombro—. Por lo menos yo no lo llamo vago. —Espera y verás —le dijo Lee, y le guiñó un ojo a Claire cuando él le dio otra copa. —Algunos jugadores… —comenzó a decir Brooke, pero se interrumpió con un gemido al ver que una bola se dirigía como un cañonazo a la tercera base. Los músculos de su estómago se contrajeron al instante. Parks se lanzó a un lado, estirando el brazo hacia la bola. La agarró con la punta del guante justo antes de que su cuerpo chocara con el duro césped artificial. A Brooke pareció oír el crujido de sus huesos. —¡La ha atrapado! —exclamó Lee, dando un brinco que estuvo a punto de volcar el vino de Claire—. ¡Mirad eso! ¡Mirad eso! ¡La ha atrapado! —repitió mientras señalaba la pantalla, en la que se veía a Parks levantando el guante para mostrar la bola, todavía tumbado—. ¡El muy ca…! —se interrumpió a duras penas y carraspeó—. Parks es el mejor receptor de la liga —declaró—. ¡De todas las ligas! — se inclinó hacia delante para darle una palmadita en la espalda a Brooke—. Le ha robado la base, niña. Se la ha robado como que me llamo Lee. Al ver que Parks se levantaba y se sacudía la ropa, Brooke se relajó. —Quiero ver la repetición —murmuró—. A cámara lenta. —Vas a ver esa jugada montones de veces antes de que acabe la noche — predijo Lee—. Y otra vez en las noticias de las once. Eh, mirad —sonrió, señalando el televisor—. Eso sí que es tener sentido de la oportunidad. Brooke se concentró en el anuncio. Lo había visto una docena de veces en la sala de montaje y de nuevo en televisión, pero cada vez que lo veía buscaba defectos. Estudiaba los rótulos mientras sonaba la clara voz de Parks. —Es perfecto —dijo con una sonrisa—. Absolutamente perfecto. —¿Qué tal va el siguiente? —le preguntó Lee a Claire. —Estamos esperando a que Parks esté disponible. Queremos rodar la semana que viene. Lee volvió a recostarse, rodeando con un brazo a Claire. —Me va a encantar verlo durante las series mundiales. —Todavía tienen que ganar dos partidos —le recordó Brooke—. Y en éste pierden por una carrera, así que… —La ópera no se acaba hasta que canta la gorda —dijo Lee suavemente.

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Brooke volvió la cabeza para mirarlo. Claire estaba acurrucada a su lado, con una copa en la mano. La barriga de Lee tensaba los botones de su camisa de cuadros. Había apoyado un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna y movía el pie arriba y abajo, siguiendo alguna melodía. De pronto, a Brooke le pareció que formaban una pareja perfecta. —Me gustas, Lee —dijo con una amplia sonrisa—. De verdad. Él parpadeó dos veces. Luego esbozó una sonrisa vacilante. —Vaya, gracias, pequeña. Brooke acababa de darles su bendición, pensó Claire, riéndose para sus adentros mientras tomaba la mano de Lee.

Brooke se abrió paso tenazmente entre el gentío que llenaba el aeropuerto. Además del trasiego habitual del aeropuerto de Los Angeles, había montones de aficionados aguardando la llegada del equipo. Algunos llevaban pancartas hechas a mano; otros, banderines. Brooke notó con cierto regocijo que esa mañana habría un buen número de faltas en los colegios de la ciudad. Eso por no hablar del déficit de mano de obra. Después de vencer en la duodécima entrada, Brooke pensaba que los jugadores se merecían un poco de adulación. Se preguntaba, por otro lado, si podría abrirse paso hasta un lugar desde el que Parks pudiera verla. El impulso de darle una sorpresa había sido muy poco práctico, y era consciente de ello. Un padre que había hecho novillos sostenía en hombros a su hijo de segundo curso, que también había hecho novillos. Brooke sonrió. Tal vez no fuera práctico, pero iba a ser divertido. Se puso las gafas de sol sobre la cabeza, entornó los ojos para defenderse del sol y esperó a que el avión tocara tierra. Cuando éste dejó de ser un punto en el cielo y tomó forma, ella empezó a sentir un cierto nerviosismo. Comenzó a toquetear su bolso mientras permanecía de pie, embutida entre seguidores eufóricos. «Estará cansado», pensó entre el zumbido de las conversaciones. «Seguramente estará deseando irse a casa y dormir veinticuatro horas seguidas». Se pasó la mano por el pelo. «Debería haberle dicho que iba a venir». Cambió el peso del cuerpo al otro pie, cerró los dedos alrededor de la valla de alambre que tenía delante de sí y vio detenerse el avión. Los gritos de júbilo empezaron a oírse en cuanto la portezuela se abrió y se intensificaron al salir los primeros jugadores. Saludaban con la mano y, sin su uniforme, parecían cansados y en cierto modo vulnerables. «Hombres», pensó Brooke. Hombres corrientes que sufrían jet lag y quizás alguna que otra resaca. Entonces llegó a la conclusión de que los gladiadores debían de tener el mismo aspecto al día siguiente de una pelea, y sonrió. En cuanto lo vio se sintió a gusto. A su lado, una adolescente agarró a su acompañante y chilló: —¡Ahí está Parks Jones! ¡Es monísimo! Brooke sofocó la risa al pensar en cómo reaccionaría Parks si oía aquel adjetivo.

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—Cada vez que lo veo me tiemblan las piernas —la chica apretó su cuerpecillo contra la valla—. ¿Lo has visto en el anuncio? Cuando sonríe, es como si me estuviera mirando a mí. Casi me muero. Aunque no apartaba los ojos de Parks, Brooke sonrió para sus adentros. «Eso era justamente lo que me proponía», pensó, satisfecha. «¿Por qué me siento como si estuviera viendo volver a mi marido de la guerra?». Aunque su aguda vista de directora veía a un grupo de hombres cansados y tensos, los seguidores del equipo veían héroes y como tal los vitoreaban. Algunos de los jugadores se limitaban a saludar con la mano y seguían adelante, pero la mayoría se acercaron a la valla para cambiar unas palabras, alguna broma o un apretón de manos con sus fans. Brooke vio que Parks caminaba hacia la barrera con Snyder, el primer base. Se preguntó, viéndolos hablar con vehemencia, si estaban ideando una estrategia de juego. —Sólo harían falta veinticinco o treinta latas de espuma de afeitar para llenar su taquilla —insistía Snyder. —Se tardaría demasiado y además la espuma se evapora muy deprisa — comentó Parks—. Tenemos que ser prácticos, George. Snyder masculló una maldición y levantó la mano para saludar a la multitud, que lo aclamaba. —¿Se te ocurre una idea mejor? —Dióxido de carbono —Parks escudriñó el gentío mientras se acercaban—. Rápido y eficaz. —¡Eso es! —Snyder le dio una palmada en la espalda—. Sabía que tu cerebrito serviría para algo, Einstein. —Y puesto que te he ayudado a resolver los problemas técnicos —añadió Parks—, no quiero ver mi taquilla llena de espuma de afeitar. —Bueno, de acuerdo —dijo Snyder—. ¿Quieres mirar a esa gente? —su sonrisa se hizo más amplia—. Es fantástico. Parks comenzó a asentir. Entonces distinguió una melena roja en la que el sol ponía destellos dorados. El cansancio se disipó de pronto, como si alguien hubiera quitado un corcho. —Fantástico, sí —murmuró, y se fue derecho hacia Brooke. La adolescente que esperaba junto a Brooke dejó escapar un gemido y se agarró al brazo de su amiga. —Viene para acá —logró decir en un murmullo ahogado—. Viene para acá. Me va a dar algo. Brooke levantó la barbilla para que sus ojos quedaran al nivel de los de Parks cuando se detuvo al otro lado de la valla. —Hola —él cerró la mano sobre la suya, por encima de la valla de alambre. Brooke nunca había experimentado un gesto tan íntimo como aquél, por sencillo que fuese.

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—Hola —ella sonrió despacio, aceptando sin resistencia la oleada de deseo y la sensación de cercanía que experimentó. —¿Me llevas? —Claro. Él acercó los labios a los dedos aún cerrados en torno al alambre. —¿Nos vemos dentro? Tengo que recoger mi equipaje. Por el rabillo del ojo, Brooke vio que las dos adolescentes los observaban boquiabiertas. —Una recepción increíble, la de anoche. Parks sonrió antes de alejarse. —Gracias. Snyder lo agarró del brazo mientras Brooke volvía a perderse entre el gentío. —Oye, esa bola sí que me gustaría atraparla. —Ni lo sueñes —dijo Parks con sencillez, avanzando entre la fila de fans y manos extendidas. —Vamos, Parks, somos compañeros de equipo. Uno para todos y todos para uno. —Olvídalo. —El problema de Parks —comenzó a decirle Snyder a un hombre con pinta de abuelo que había detrás de la valla—, es que es un egoísta. Yo le hago quedar bien cuando lanza. Me aguanto cuando me tira una bola de pena. ¿Y cómo me lo agradece? —lanzó a Parks una sonrisa esperanzada—. Por lo menos podías presentármela. Parks sonrió mientras firmaba un trozo de papel que un fan había metido por un agujero de la valla. —No. Tardó casi media hora en desprenderse de la multitud y cruzar la terminal. Empezaba a impacientarse. El simple contacto de los dedos de Brooke le había abierto el apetito: quería más. Nunca antes se había sentido tan solo en un viaje. Aunque un partido se pospusiera por el mal tiempo o hubiera un día libre lejos de casa, siempre estaba rodeado de gente que conocía. Los jugadores acababan formando una familia, hasta el punto de pasar incontables noches juntos o preferir quedarse solos sin que nadie se ofendiera por ello. No, nunca antes se había sentido solo. Hasta ese momento. Había perdido la cuenta de las veces que había pensado en ella en los cuatro días anteriores, pero sabía que todo parecía haberse aclarado de pronto al verla allí de pie. Ahora la vio de nuevo.

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Estaba apoyada en una columna, cerca de la cinta del equipaje, con la maleta de Parks a sus pies. Sonrió, pero no se irguió al verlo. No soportaba la idea de que él se diera cuenta de cómo se le había acelerado el pulso. —Viajas ligero de equipaje —comentó. Él agarró su cara con una mano y, ajeno a la gente que pululaba a su alrededor, la atrajo hacia sí y la besó con vehemencia. —Te he echado de menos —murmuró contra su boca, y volvió a besarla. Los jugadores del equipo que aún seguían por allí comenzaron a vitorearlos. —Disculpa —Snyder dio a Parks una palmadita en el hombro y lanzó a Brooke una sonrisa encantadora—. Creo que estás en un error. George Snyder soy yo. Éste es el chico de los bates, un carcamal, el pobre —dio otra palmadita afectuosa a Parks. —¿Qué tal? —Brooke le tendió la mano y él se la estrechó con fuerza—. Fue una lástima que anoche te eliminaran dos veces. Se oyeron varios abucheos. Snyder hizo una mueca. —La verdad es que lo hice para que los Valiants se confiaran. —Ah —divertida, Brooke le lanzó una gran sonrisa—. Pues lo hiciste muy bien. —Perdona, Snyder, es hora de que te esfumes —Parks hizo una seña a dos compañeros de equipo, que agarraron a Snyder por los brazos y se lo llevaron de allí. —Vamos, Jones. No te pongas así —Snyder dejó que se lo llevaran, divertido—. Sólo quiero debatir mi estrategia con ella. —Adiós, George —Brooke lo saludó con la mano. Parks se agachó a recoger su bolsa. —Salgamos de aquí. Entrelazó los dedos con los de Brooke y ella no tuvo más remedio que seguirlo. —Parks, podrías haberme presentado a tus amigos. —Son peligrosos —repuso él—. Todos ellos. Ella se rió y apretó el paso para ponerse a su altura. —Sí, ya lo he notado. Sobre todo el que llevaba un bebé en cada brazo. —Hay algunas excepciones. —¿Tú eres una de ellas? Parks la agarró por la cintura y la apretó contra sí. —Aja. —Estupendo. ¿Quieres venir conmigo a casa y explicarme tu estrategia? —Es la mejor oferta que me han hecho hoy —tras dejar la bolsa en la parte de atrás del coche de Brooke, se acomodó en el asiento del copiloto.

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Acostumbrado a su forma de conducir, se relajó y empezó a desahogarse hablando acerca del partido de la víspera. Brooke apenas dijo nada. Le apetecía escucharle y se alegraba de haberse tomado el día libre para que pasaran unas horas juntos, a solas. —El anuncio se emitió en todos los partidos de la eliminatoria, ¿sabes? — comentó mientras salían de la ciudad. —¿Qué tal ha quedado? —Parks apoyó la cabeza en el asiento. Qué agradable era saber que no tenía que ir a ninguna parte, ni hacer nada en las siguientes veinticuatro horas. —Fabuloso —el tráfico se despejó y el Datsun comenzó a ganar velocidad—. Y sé de muy buena tinta que está funcionando de maravilla. —¿Hmm? —Había una adolescente en el aeropuerto… —Brooke le explicó lo que había dicho la chica, imitando a la perfección sus comentarios. Vio que Parks hacía una mueca al oír el término «monísimo», pero contuvo la risa y continuó. —Es agradable saber que hago furor entre las chicas de dieciséis años —dijo él con sorna. —Te sorprendería su capacidad de consumo —Brooke fue tomando tranquilamente las curvas de la angosta carretera—. No directamente, claro, pero sí indirectamente, a través de sus padres. Y como les gusta que sus novios también les hagan temblar las piernas, los empujarán a comprarse vaqueros, camisas, cinturones de Marco, etcétera, etcétera —se echó el pelo hacia atrás y lo miró—. Y es cierto que tienes una sonrisa fantástica. —Sí —él dejó escapar un suspiro modesto—. Es verdad. Brooke detuvo el coche frente a su casa con un frenazo intencionado que hizo soltar un exabrupto a Parks. Salió del coche antes de que él pudiera vengarse y avanzó por el camino. —Sólo por eso —dijo él mientras sacaba la bolsa de la parte de atrás—, no voy a darte el regalo que te he comprado. Brooke se dio la vuelta en la puerta, perpleja. —¿Me has comprado un regalo? Como parecía una niña esperando que le dieran una caja vacía envuelta en papel de regalo, Parks contestó con ligereza: —Sí. Pero estoy pensando seriamente en quedármelo. —¿Qué es? —¿Vas a abrir la puerta? Brooke se encogió de hombros, intentando fingir indiferencia mientras daba la vuelta a la llave.

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—He preparado leña para hacer fuego —dijo al entrar como una exhalación—. ¿Por qué no lo enciendes mientras yo preparo café? —Está bien —Parks dejó su bolsa y estiró sus músculos agarrotados por el viaje. Haciendo una mueca, se apretó las costillas doloridas todavía por el impacto contra el césped artificial. Notó que Brooke había metido en casa parte de su jardín: en una mesa, al otro lado de la habitación, había un jarrón lleno de radiantes zinias y crisantemos. La mesa, notó, era de estilo Reina Ana. El jarrón, de baratillo. Sonriendo, se acercó a la chimenea. Aquella mezcla entre lo práctico y lo exquisito armonizaba perfectamente con el carácter de Brooke. Parks encendió una cerilla y la acercó al papel cuidadosamente enrollado que había debajo de las astillas. La madera seca prendió con un chasquido y un bisbiseo. Parks aspiró aquel olor, que le devolvía imágenes del pasado: tardes pasadas en el cómodo salón de su casa familiar, acampadas con tíos y primos, fines de semana en Inglaterra, en casa de algún amigo de la universidad. Quería sumar a aquellos recuerdos la imagen de Brooke tendida entre sus brazos, delante del fuego, mientras hacían el amor despacio, infinitamente. Al oír que ella volvía, se levantó y se volvió para mirarla. Brooke entró con una bandeja en la que había dos copas y una botella. —He pensado que preferirías tomar vino. Parks sonrió y le quitó la bandeja. —Sí —dejó la bandeja en el puf, tomó la botella y examinó la etiqueta con una ceja levantada—. ¿Celebramos algo? —Precelebramos —contestó ella—. Espero que ganéis mañana —tomó ambas copas y se las tendió—. Y, si no ganáis, nos habremos bebido el vino en todo caso. —Buena idea —Parks sirvió el líquido diáfano y dorado en las copas. Tomó una e hizo chocar su borde con el de la copa de Brooke—. ¿Por el partido? —preguntó con una lenta sonrisa. Ella sintió de nuevo aquel rápido aleteo nervioso y asintió. —Por el partido —dijo, y bebió. Sus ojos se agrandaron, pero permanecieron fijos cuando Parks alargó la mano para tocar su pelo. —Lo he visto al sol —murmuró él—. Había mucha gente en el aeropuerto, pero aun así no sé qué habría hecho si esa valla no hubiera estado en medio —dejó que su cabello se deslizara entre sus dedos—. Han sido cuatro días muy largos, Brooke. Ella asintió y tiró de él hacia el sofá. Las curvas de su cuerpo parecían encajar de forma natural en las del cuerpo de Parks. —Estás tenso —dijo suavemente. —Son estos partidos de después de la temporada —la atrajo hacia sí, consciente de que los nervios se irían disipando antes de volver a agitarse, al día siguiente—.

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Puede que los que tienen suerte sean los jugadores que en octubre están en sus jardines, barriendo hojas. —Pero tú no lo crees. Parks se rió. —No, no lo creo. Las eliminatorias te machacan hasta que crees que estás a punto de estallar, pero en las series mundiales… —sacudió la cabeza. No quería adelantarse tanto. Según las reglas, debían ganar tres partidos de cinco, y aún no los habían ganado. De momento, no quería pensar en ello, sino en la mujer que tenía a su lado, en la tarde apacible y en la larga noche que los esperaba. Pensó que la había recordado así, un poco pensativa, con un olor a humo de leña y flores caídas mezclado con su perfume. Su mente vagó sin rumbo, cómodamente, mientras bebía el vino frío y veía danzar las llamas. —¿Has estado muy ocupada? Brooke ladeó la cabeza, asintiendo distraídamente. Tenía tan pocas ganas como él de pensar en el trabajo. —Como siempre —dijo vagamente—. E.J. me convenció para ir a ver una película horrorosa en la que los actores iban por ahí dando brincos vestidos con trajes mitológicos y disparaban rayos. —¿Venganza olímpica? —Salía un dragón parlante con tres cabezas. —Ésa es. La vi en Filadelfia el mes pasado, un día que suspendieron el partido por la lluvia. —Vi tres veces el micro en el encuadre. Su desdén profesional hizo reír a Parks. —Nadie más lo notó —le aseguró—. Estaban todos dormidos. —La ineptitud me mantiene despierta —apoyó la cabeza en su hombro. De pronto pensó en lo vacía que le había parecido su casa los días anteriores, y en lo acogedora que le parecía de pronto. Nunca antes había sentido la necesidad de compartirla. De hecho, siempre había sido muy celosa de sus posesiones. Ahora, sentada tranquilamente en el sofá, se daba cuenta de que había empezado a renunciar a su intimidad, voluntariamente y sin reparar en ello. Volvió la cabeza y observó el perfil de Parks—. Yo también te he echado de menos —dijo al fin. Él también volvió la cabeza y sus labios quedaron muy juntos, sin llegar a tocarse. —Eso esperaba —rozó con los labios su mejilla. Ella tembló. «Aún no», se dijo Parks, sintiendo un destello de deseo. «Aún no»—. Puede que te dé el regalo, después de todo. Brooke esbozó una sonrisa junto a su cuello. —Creo que no me has comprado nada.

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Parks se dio cuenta de su estratagema, pero decidió seguirle el juego. —Vas a tener que disculparte por eso —dijo, muy serio, al acercarse a su maleta. La abrió y rebuscó dentro. Cuando volvió a incorporarse, tenía una caja blanca en las manos. Brooke la miró con curiosidad, pero con el mismo recelo que Parks había advertido fuera. —¿Qué es? —Ábrelo y lo sabrás —sugirió él, dejando caer la caja en su regazo. Brooke le dio la vuelta, examinó la caja blanca y sencilla, comprobó su peso. No estaba acostumbrada a recibir regalos espontáneos y, desde que se conocían, Parks le había hecho dos. —No tenías por qué… —A la hermana de uno hay que hacerle un regalo por Navidad —dijo él suavemente, sentándose a su lado—. Pero tú no eres mi hermana, ni es Navidad. Brooke frunció el ceño. —No sé si entiendo ese razonamiento —murmuró, y abrió la tapa. Rodeado de papel de seda había un orondo hipopótamo de cerámica rosa, con largas pestañas, sonrisa coqueta y puntos de colores. Brooke lo sacó, riendo—. ¡Es precioso! —Me recordó a ti —comentó Parks, satisfecho al ver un destello de humor en sus ojos cuando ella lo miró. —¿Ah, sí? —Brooke volvió a levantar el hipopótamo—. Bueno, tiene unos ojos muy seductores —conmovida, acarició su grueso flanco de cerámica—. Es precioso, Parks, en serio. ¿Cómo se te ocurrió? —Pensé que encajaría perfectamente en tu zoo —al ver su mirada de desconcierto, señaló el mono y el oso de la estantería—. Y luego están el cerdo de la puerta de la calle, el conejito tallado que hay en tu habitación y el búho de porcelana del alféizar de la ventana de la cocina. Ella fue comprendiendo lentamente. Había animales de diversos tipos y materiales dispersos por toda la casa. Llevaba años coleccionándolos sin tener la menor idea de lo que estaba haciendo. Pero Parks se había dado cuenta. De pronto, se echó a llorar. Atónito y alarmado, Parks le tendió los brazos aunque ignoraba de qué tenía que consolarla. Aun así, había visto llorar las suficientes veces a sus hermanas como para saber que a menudo la lógica no tenía nada que ver con las lágrimas. Brooke eludió sus brazos, avergonzada, y, sintiéndose incapaz de detener su llanto, se levantó. —No, no, por favor. Dame un minuto. Odio hacer esto. Parks se dijo que debía respetar sus deseos, pero se acercó a ella. Pese a su resistencia, la abrazó. —No soporto verte llorar —masculló, y con una nota de exasperación añadió—: ¿Por qué lloras?

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—Pensarás que soy tonta. Odio portarme como una tonta. —Brooke… —él le puso firmemente una mano bajo la barbilla y le levantó la cara. Las lágrimas corrían por sus mejillas. A Parks sólo se le ocurrió besarla: besarle los labios suaves, las mejillas mojadas, los párpados húmedos. Lo que comenzó siendo un intento a ciegas de reconfortarla acabó convirtiéndose en pasión abrasadora. Parks sintió que el deseo se agitaba dentro de él al buscar de nuevo la boca de Brooke. Sus manos se movían entre el pelo de ella como si intentara abrirse paso entre sábanas de seda. Ella temblaba. Parks no sabía ya si sollozaba o jadeaba de deseo. Mientras, el beso iba haciéndose más y más profundo. Brooke se abrió para él. Nunca la había sentido tan entregada. Había bajado sus defensas, se dijo Parks, intentando contener el impulso de satisfacer rápidamente sus propios deseos. Le susurraba para consolarla y al mismo tiempo sus manos se movían suavemente, excitándola. A pesar de que era consciente de su debilidad, Brooke no se resistió. Quería perderse en aquel mundo neblinoso e ingrávido, en el que cada movimiento parecía ejecutarse a cámara lenta. Quería sentir aquel ardor, aquella luz deslumbrante que la dejaba sin respiración. Ansiaba el dulce bienestar que la arrastraba suavemente al sueño y la volvía perezosa cuando llegaba la mañana. Parks la tumbó en el suelo, y el olor a humo de leña se hizo más intenso. Brooke oía el chisporroteo y el siseo de los troncos consumidos por las llamas. Los largos y pacientes besos de Parks la mantenían en suspenso: se sentía a medias en el mundo real de la alfombra de lana en la que apoyaba la espalda, de los destellos rojizos de las llamas y el sol sobre sus párpados cerrados, y a medias en un mundo de ensueño que sólo los amantes conocían. Mientras su mente flotaba, dejándose seducir por cada una de aquellas sensaciones por separado, él la desvistió. Desabrochó con infinito cuidado los pequeños botones redondos de su blusa, como si pudiera esperar a que las estaciones cambiaran más allá de las altas ventanas. Allí no había tiempo, ni invierno, ni primavera, sólo un instante eterno. Brooke deslizó las manos bajo su camisa, dejó resbalar los dedos sobre su cuerpo cálido y fuerte. Con la misma paciencia que Parks, levantó la tela por encima de sus hombros y dejó la camisa a un lado. Piel con piel, yacieron frente al fuego mientras el sol entraba a raudales por las grandes ventanas y se derramaba sobre ellos. Sus besos se alargaron, interrumpidos únicamente por los jadeos, por los murmullos. Brooke sintió el sabor dulce y cálido del vino en la lengua de Parks, y se embriagó. Lentamente, sin dejar de besarla, él comenzó a explorar su cuerpo. Efímeros estremecimientos parecidos a punzadas recorrían la piel de Brooke, siguiendo la estela dejada por sus manos. Al sentir el leve roce de sus nudillos en el pecho, ella gimió, dejando escapar un líquido sonido de placer. Parks hundió más aún la lengua en su boca y se aprovechó tiernamente de aquella pequeña debilidad hasta que la droga hizo pleno efecto. Brooke quedó inerme, lánguida, completamente a su

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merced. Entonces y sólo entonces dio a sus labios la libertad de saborear de nuevo su piel. Era tan arrebatadora como su olor, y más erótica aún. La saboreó con la boca abierta y besos húmedos, hechizándola. De vez en cuando, la rápida presión de sus dientes sobre algún lugar sensible sobresaltaba de pronto a Brooke, que dejaba escapar un gemido al sentir el cambio. Después sus labios volvían a acariciarla y a doblegarla dulcemente. Una y otra vez la arrastró hacia el abismo y la condujo de regreso a las nubes, hasta que Brooke no supo ya qué deseaba más. Sintió que Parks le bajaba los pantalones al tiempo que desgranaba besos ardientes sobre su vientre. Una excitación ciega se apoderó de ella, dejándola indefensa, incapaz de hacer otra cosa que moverse al dictado de Parks. Sintió el aliento cálido de éste sobre su sexo, y los músculos de sus piernas temblaron y quedaron laxos. La boca de Parks seguía moviéndose despacio. Sus manos, que habían descubierto ya todos los puntos de placer del cuerpo de Brooke, seguían acariciándola sin prisa. La mantenían atrapada bajo una fina sábana de sedosa pasión. El poder que Brooke había experimentado otras veces recorría su cuerpo, pero estaba demasiado aturdida para darse cuenta. Se sentía en equilibrio sobre un filo muy estrecho (la tensa cuerda del deseo), y quería seguir caminando por él tanto como ansiaba lanzarse de cabeza al mar bravío y turbulento que había debajo. Luego, Parks se tumbó de nuevo sobre ella, la miró a los ojos un momento y bajó la cabeza para besarla. Estaba esperando, y ella lo sabía. Con las bocas aún unidas, Brooke lo guió dentro de sí. El gemido que dejó escapar se fundió dentro de la boca de Parks, ardiente y apasionado. Aunque se aferraba a él con súbita fiereza, él se movía lentamente. Brooke sintió que se colmaba, que se colmaba hasta el punto de estallar. Luego comenzó a estremecerse, a convulsionarse, hasta que pareció deslizarse por un sendero suave y fresco que la condujo de nuevo a un torrente. Como una nadadora atrapada en un remolino de agua blanca, se vio arrastrada de cima en cima mientras él se movía con sinuosa lentitud. Sentía su control tenso y firme, lo notaba en sus jadeos rápidos y esforzados, que se mezclaban con los suyos mientras él prolongaba el placer y la agonía. Luego Parks murmuró algo (una oración, una súplica, una promesa) y ambos cayeron tambaleándose al abismo.

Debía de haberse quedado dormido. Le parecía que había cerrado los ojos sólo un instante, pero cuando volvió a abrirlos el ángulo del sol había cambiado. Brooke estaba a su lado. Su cabello los envolvía a ambos. Sus ojos enormes permanecían alerta, observando los suyos. Llevaba mirándolo casi una hora. Parks sonrió y besó su hombro. —Perdona, ¿me he quedado dormido?

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—Un rato —escondió la cara contra su cuello un momento. Era como si Parks la hubiera despojado de la carne, dejando al descubierto sus pensamientos. No estaba segura de qué hacer al respecto—. Debes de estar agotado. —Ya no —dijo él sinceramente. Se sentía alerta, lleno de energía y… limpio. Esto último le hizo sacudir la cabeza. Pasó una mano por el brazo de Brooke—. Había una cosa que quería preguntarte antes de… distraerme —se incorporó apoyándose en el codo y la miró—. ¿Por qué llorabas? Brooke se encogió de hombros y empezó a apartarse. Parks la detuvo con firmeza. Sentía el esfuerzo que hacía ella por distanciarse de él, pero era consciente de que ya no podía permitirlo. Lo supiera ella o no, se había entregado a él completamente. Y Parks pensaba retenerla a su lado. —Brooke, no intentes mantenerme apartado —dijo suavemente—. Ya no te servirá de nada. Ella hizo amago de protestar, pero la mirada serena y fija de sus ojos la convenció de que sólo decía la verdad. Ello debería haberla advertido del camino que estaba tomando su corazón. —Has sido muy tierno por traerme ese regalo —dijo por fin—. No estoy acostumbrada a la ternura. Parks levantó una ceja. —Puede que eso sea parte de lo que te pasa. ¿Qué más hay? Brooke se sentó, suspirando. Esta vez, él la soltó. —No me había dado cuenta de que estaba coleccionando figurillas de animales —se echó el pelo hacia atrás con las manos y se abrazó las rodillas—. Me emocioné cuando me lo dijiste. De pequeña siempre quise tener un perro, un gato, un pájaro, cualquier cosa. Pero no pudo ser —volvió a encogerse de hombros y su cabello se agitó sobre su espalda desnuda—. Es un poco perturbador saber que todavía intento compensar esa falta. Parks sintió una punzada de compasión y procuró sofocarla. No había nada que enfadara más a Brooke. —Ahora tienes tu casa, tu vida. Puedes tener lo que quieras —alargó el brazo y sirvió más vino para los dos—. No tienes que compensar nada —bebió un sorbo mientras observaba su perfil. —No —murmuró ella—. No, tienes razón. —¿Qué clase de perro quieres? Brooke meció su copa y de pronto se echó a reír. —Uno feo —dijo, sonriéndole—. Uno muy feo —le puso una mano en la mejilla—. Ni siquiera te he dado las gracias. Parks se quedó pensando y asintió solemnemente mientras le quitaba la copa de la mano.

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—No, no me has dado las gracias —la tumbó bruscamente sobre sí—. ¿Por qué no me las das ahora?

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Capítulo 9 Claire fue a dar el visto bueno al decorado. Al fondo del estudio, indiferente a los montones de máquinas, luces y sombrillas, se veía un acogedor cuarto de estar. Los focos alumbraban un mullido sofá en viriles tonos marrones mientras los técnicos hacían los últimos ajustes. En una mesa, junto a él, había una lámpara Tiffany de la que parecía proceder la luz suave y sensual que el equipo se esforzaba por conseguir. Claire se abrió paso entre cables y cajas para observar la escena desde otro ángulo. Era elegante, se dijo. Y eficaz. A de Marco le había gustado el primer anuncio. Tanto, pensó Claire con una leve mueca, que había insistido en que su amante de turno apareciera en el segundo. En fin, así era el negocio del espectáculo, pensó Claire mientras echaba un vistazo a su reloj. Brooke se había quejado del casting, y luego había transigido mascullando que al menos de Marco no había insistido en que la chica hablara en el spot. El segmento en estudio iba a rodarse primero, aunque aparecería al final del anuncio cuando éste se emitiera. Pensando en el carácter de Parks, Brooke había decidido ocuparse primero de la parte que seguramente le resultaría más difícil y hacer luego el resto. Y de momento, pensó Claire, estaban teniendo suerte. Los Kings disputarían las series mundiales la semana siguiente, y el impacto de los anuncios sería mucho mayor. En el pasillo, fuera del estudio, se había montado un bufé. E.J., el coordinador de producción y el ayudante de cámara estaban ya sacándole partido. Brooke estaba en el estudio, mordisqueando un trozo de queso mientras supervisaba los detalles. —Maldita sea, Bigelow, esa luz parpadea otra vez. Cambia la bombilla o trae otra lámpara. Silbey, déjame ver el efecto que se consigue con ese nuevo gel. Silbey pulsó obedientemente un interruptor para que la luz pasara por el filtro coloreado y saliera cálida y sedosa. —Bueno, no está mal. ¿Y el sonido? La técnico de sonido se situó debajo del micrófono de ambiente. Con expresión candorosa, comenzó a recitar un poema infantil con algunas variaciones interesantes. Al oír una salva de aplausos, hizo una reverencia. —¿Algún problema? —preguntó Claire, acercándose a Brooke. —Ya los hemos resuelto. ¿Y tú? —Todo está listo. La estrella se está cambiando —enderezó distraídamente el extremo de su manga—. He visto a la chica. Es preciosa. —Menos mal —dijo Brooke con vehemencia—. ¿Va a venir de Marco? —No —Claire sonrió al sentir el tono resignado de la voz de Brooke. Ésta odiaba que amigos, novios o familiares merodearan por un rodaje—. Por lo visto

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Gina dice que la pondría nerviosa. Pero ha dejado claro que teníamos que tratarla como a una reina. —No pienso morderla —prometió Brooke—. He estado repasando las frases de Parks con él. Se las sabe al dedillo. Espero que no se atasque cuando estemos rodando. —No parece de los que se atascan. Brooke sonrió. —No. Y creo que empieza a disfrutar de todo esto, aunque le pese. —Bien. Tengo un guión que quiero que lea —por encima de sus cabezas, sobre una escalera, alguien lanzó un exabrupto. El terso rostro de Claire no se inmutó—. Hay un papel, uno pequeño, para el que me parece perfecto. Brooke la miró con curiosidad. —¿En una película? Claire asintió con la cabeza. —Para la televisión por cable. El casting no será hasta dentro de uno o dos meses, así que tiene tiempo de sobra para pensárselo. Me gustaría que tú también lo leyeras —añadió tranquilamente. —Claro —mientras daba vueltas a la idea de que Parks se convirtiera en actor, Brooke se volvió para dar otra orden. —Quizá quieras dirigirla. Brooke se calló de golpe. —¿Qué? —Sé que eres feliz dirigiendo anuncios —continuó Claire como si Brooke no la estuviera mirando con la boca abierta—. Siempre has dicho que disfrutas creando cortos rápidos e intensos, pero puede que ese guión te haga cambiar de idea. —Claire… —Brooke se habría echado a reír, de no estar atónita—. Lo más complejo que he dirigido ha sido un anuncio de sesenta segundos. —¿Como el reportaje sobre la nueva programación de otoño que hiciste el verano pasado? Tres estrellas de las principales cadenas televisivas me dijeron que eras una de las mejores realizadoras con las que habían trabajado nunca —dijo secamente, casi como si no fuera un cumplido—. Hace mucho tiempo que quiero meterte en algo así, pero no quería presionarte —Claire le dio unas palmaditas en la mano—. Y sigo sin querer presionarte. Pero lee el guión. Brooke asintió con la cabeza al cabo de un momento. —Está bien. Lo leeré. —Buena chica. Ah, ahí está Parks —lo miró de arriba abajo con aire crítico—. Madre mía —murmuró—, qué bien luce la ropa.

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Daba la impresión de haber elegido al azar el jersey de cachemira azul claro y los vaqueros grises y de que se los había puesto sin reparar en ello. El hecho de que le quedaran como un guante importaba menos que su desenvoltura: ese estilo espontáneo que procede no del dinero, sino de la elegancia natural. Y de eso Parks tenía de sobra, pensó Brooke. Bajo su cara atractiva y su cuerpo atlético había una elegancia con la que unos nacían y otros no. No podía enseñarse. Sostenía en la mano un vaso de ginger ale por encima de cuyo borde observaba la sala. Le pareció llena de cosas y desorganizada, con la excepción de la pequeña isla de orden que componían el sofá, la mesa y la lámpara. Se preguntó fugazmente cómo podía trabajar alguien entre aquellas serpientes de cables, aquellas enormes cajas negras y aquellos postes de luz. Entonces vio a Brooke. Ella podía, pensó con una sonrisa. Sencillamente, pasaba por encima del caos como una apisonadora, hasta que encontraba exactamente lo que buscaba. Podía haber llorado como una niña en sus brazos hacía apenas unas noches, pero cuando estaba trabajando era dura como la que más. Tal vez por eso, se dijo, se había enamorado de ella. Y quizá por eso iba a callárselo durante un tiempo. Si él se había asustado al darse cuenta, no había duda de que a Brooke le daría un ataque de pánico. No estaba preparada, ni mucho menos, para entregarle por completo su confianza. Brooke se acercó a él con los ojos entornados. Parks pensó, incómodo, que siempre le hacía sentirse como un maniquí de gran almacén cuando lo miraba así. Era su mirada de directora: calculadora y siempre al acecho de defectos y de encuadres nuevos. —¿Y bien? —preguntó él por fin. —Estás fantástico —si notó la leve irritación de su voz, prefirió ignorarla. Levantó la mano, le revolvió un poco el pelo y luego lo miró atentamente—. Sí, muy bien. ¿Estás nervioso? —No. Una sonrisa suavizó la cara de Brooke. —No frunzas el ceño, Parks, eso no va a ayudarte a meterte en tu papel. Vamos a ver… —le dio el brazo y empezó a llevarlo hacia el decorado—. Te sabes tus frases, pero tenemos listas unas cartulinas con el texto por si te quedas en blanco, así que no tienes de qué preocuparte. Queremos que produzcas una impresión de virilidad relajada y sutil. Recuerda que éste es el final del segmento. En la primera escena apareces en el estadio en uniforme, luego va la escena del vestuario, mientras te cambias, y después ésta. Luces suaves, un poco de coñac y una mujer bonita. —Y todo gracias a de Marco —dijo él con ironía. —La mujer, al menos —contestó ella en el mismo tono—. Lo que queremos transmitir es que la ropa debe ceñirse a la imagen que uno quiere proyectar. Con suerte, los hombres se convencerán de que la ropa de Marco es perfecta para ellos. Tú

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te sientas aquí —señaló un extremo del sofá—. Recuéstate tranquilamente, como cuando te relajas. Es una postura natural, pero no parece descuidada. Él frunció el ceño otra vez, irritado porque pudiera diseccionar cada uno de sus gestos y ponerle una etiqueta. —¿Ahora? —Sí, por favor —Brooke se retiró mientras Parks se acomodaba en el sofá—. Sí, muy bien… Echa el codo un poco para atrás sobre el brazo del sillón. Vale —sonrió de nuevo—. Eso es lo que quiero. Cada vez te manejas mejor en esto, Parks. —Gracias. —Esta vez tienes que hablar directamente a cámara —le dijo ella, y señaló la máquina apoyada en una plataforma rodante—. Tranquilamente, relajado. La chica aparecerá detrás de ti y se inclinará para darte una copa de coñac. No la mires, sólo tócale la mano y sigue hablando. Y sonríe —añadió mientras miraba su reloj—. ¿Dónde está la chica? Gina entró en ese preciso momento, alta y voluptuosa, seguida por una rubia de aspecto severo y dos hombres trajeados. Brooke notó que estaba más guapa en persona que en la fotografía que les había enviado de Marco, y eso que la foto era impresionante. Era joven, pero no demasiado. Brooke calculó que tenía unos veinticinco años, pero parecía madura. Tenía los ojos grandes y rasgados y el pelo muy negro. El vestido ceñido, cuyo escote se detenía justo allí donde imponía la censura, realzaba las curvas de su cuerpo. A aquélla no podría pedirle que adoptara una actitud distante, se dijo Brooke mientras veía a Gina cruzar el estudio. Cada uno de sus movimientos irradiaba fogosidad. Esta vez, buscaría puro sexo durante los cinco o seis segundos que Gina permanecería en pantalla. Para un anuncio de televisión de treinta segundos, sería más que suficiente. Hizo caso omiso de los murmullos de admiración y los codazos de los miembros del equipo y se acercó a conocer a la novia de Marco. —Hola —le tendió la mano con una sonrisa—. Soy Brooke Gordon, la realizadora. —Gina Minianti —ronroneó ella con una voz que hizo que Brooke lamentara inmediatamente que no fuera a decir ninguna frase. —Nos alegramos mucho de contar con usted, señorita Minianti. ¿Tiene alguna pregunta antes de que empecemos? Gina esbozó una leve sonrisa. —Come? —Si hay algo que no entiende —comenzó a decir Brooke, pero la rubia la interrumpió. —La signorina Minianti no habla enérgicamente—. ¿No la han informado?

inglés,

señorita

Gordon

—dijo

—¿No…? —Brooke se interrumpió y levantó los ojos al cielo—. Estupendo.

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—Soy la secretaria personal del señor de Marco. Traduciré encantada. Brooke lanzó a la rubia una mirada larga y dura y luego se dio la vuelta. —Todo el mundo a sus puestos —gritó—. Va a ser un día muy largo. —¿Algún pequeño tropiezo? —murmuró Parks cuando pasó a su lado. —Cállate y siéntate, Parks. Él reprimió una sonrisa y se adelantó para tomar la mano de Gina. —Signorina —comenzó a decir, y Brooke lo miró con pasmo al ver que continuaba en perfecto italiano. Gina sonrió, contestó con rapidez e hizo un ademán con la otra mano. —Está emocionada —comentó Parks, consciente de que Brooke se había parado en seco detrás de él. —Ya me lo imagino. —Siempre ha querido hacer cine en América —volvió a dirigirse a Gina y ella echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Luego se dio la vuelta, despidió a la rubia con un gesto y dio el brazo a Parks. Cuando la miraron, Brooke vio con asombro que el rubio californiano y la morena italiana se complementaban a la perfección. Aquellos cinco segundos y medio de película, se dijo, iban a crepitar como un incendio en el bosque… y a vender un montón de ropa. —Hablas muy bien italiano, por lo visto —comentó. —Eso parece —él sonrió otra vez. Notó que Brooke no estaba en absoluto celosa. Los miraba, en cambio, con apreciación, como si los estuviera viendo en pantalla—. Quiere que le haga de intérprete. —Está bien, dile que vamos a ensayar una vez para que sepa lo que tiene que hacer. ¡Luces! —se acercó al decorado y esperó pacientemente a Gina y Parks, que iban tras ella, con las cabezas muy juntas, mientras él iba traduciendo sus instrucciones—. Siéntate, Parks, y dile que observe con atención. Vamos a hacer la escena primero contigo —Parks se acomodó en el sofá, como ella le había dicho—. Hazlo desde el principio, como si estuviéramos grabando. El empezó a hablar tranquilamente, como si se dirigiera a unos amigos que habían ido de visita. «Perfecto», pensó Brooke, y tomó la copa de coñac y se acercó al sofá desde atrás. Se inclinó, dejando que su mejilla se acercara a la de Parks, y le ofreció la copa. Sin apartar la mirada de la cámara, Parks la aceptó y levantó los dedos de la otra mano para acariciar la mano que Brooke había posado sobre su hombro. Ella se irguió lentamente y salió del encuadre mientras él acababa de decir sus frases. —Pregúntale si entiende lo que tiene que hacer —ordenó Brooke. Al oír la pregunta de Parks, Gina levantó una de sus elegantes manos e hizo un gesto que parecía decir «por supuesto que sí». —Vamos a intentarlo —Brooke se colocó detrás de E.J. y de los ayudantes que manejarían la plataforma de la cámara para hacer los primeros planos—. Silencio —

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dijo, y los murmullos se acallaron—. Preparados… —sonó la claqueta: Parks Jones para de Marco, escena tres, toma uno. Brooke miró a Parks con los ojos entornados—. Acción. Él lo hizo bastante bien para ser la primera toma, pero Brooke decidió que aún no se había metido de todo en el papel. Gina siguió las instrucciones: llevó la copa, se inclinó sobre él con aire sugerente. Pero luego levantó la vista, sobresaltada, al notar que la cámara se acercaba. —Corten. Parks, explícale a Gina que no mire a la cámara, por favor —sonrió a la mujer con la esperanza de transmitirle paciencia y comprensión. A la quinta toma, tuvo que hacer acopio de ambas cosas. En lugar de acostumbrarse a la cámara, Gina parecía cada vez más nerviosa. —Cinco minutos de descanso —anunció. Los focos se apagaron y el equipo comenzó su peregrinación hacia el bufé. Con otra sonrisa, Brooke le indicó a Gina que se sentara con Parks y con ella en el sofá. —Parks, ¿puedes decirle que sólo tiene que mostrarse natural? Es preciosa y los pocos segundos que va a aparecer en pantalla tendrán un impacto tremendo. Gina escuchó con las cejas fruncidas. Luego lanzó una sonrisa a Brooke. —Grazie —tomando a Parks de la mano, lanzó una larga y emotiva perorata que resultó ser una disculpa por su torpeza y una petición para que le llevaran algo fresco con que calmar los nervios. —Traed un zumo de naranja a la signorina Minianti —ordenó Brooke—. Dile que no es nada torpe —continuó Brooke diplomáticamente—. Y que intente imaginarse que sois amantes y que cuando la cámara se apague… —Me hago una idea —dijo Parks con una sonrisa. Cuando volvió a hablar con Gina, ella soltó aquella risa gutural y sacudió la cabeza antes de contestar. —Dice que intentará imaginárselo —tradujo Parks—, pero que si se lo imagina demasiado bien Carlo me pisoteará la cara…. o algo parecido. —Todos tenemos que sacrificarnos por el arte —le dijo Brooke irónicamente—. Parks, sería de ayuda que le pusieras un poco más de fuego. —¿Un poco más de fuego? —repitió él, levantando una ceja. —Si un hombre no se enciende con una mujer así colgada de su hombro, es que necesita una transfusión —Brooke se levantó y le dio una palmadita en el hombro—. Mira a ver qué puedes hacer. —Todo sea por el arte —replicó él, lanzándole una sonrisa lobuna. Cuando E.J. volvió a colocarse tras la cámara, Brooke se acercó a él y masculló: —A ver si esta vez lo conseguimos. —Jefa, yo podría pasarme todo el día así —enfocó a Gina y lanzó un suspiro—. Creo que me he muerto e ido al cielo.

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—Puede que de Marco te mande derecho allí, si no te andas con cuidado. ¡A vuestros puestos! «Mejor», pensó. Sí, la sexta toma salió decididamente mejor. Pero no perfecta. Brooke pidió a Parks que le dijera a Gina que mirara a cámara con languidez antes de lanzarle a él una sonrisa con los ojos bajos. Pero parte de sus instrucciones se perdió en la traducción. —Corten. Dile que se quede junto a la cámara y preste atención. Brooke ocupó el lugar de Gina, se movió detrás de Parks mientras éste hablaba, sosteniendo en la mano la copa llena de té frío. Esta vez, cuando tomó la copa, Parks se llevó su otra mano a los labios y le dio un suave beso sin perder el hilo de la frase. Brooke sintió que una sacudida le recorría el brazo y olvidó apartarse. —Me ha parecido lo más natural —le dijo Parks, entrelazando sus dedos con los de ella. Brooke carraspeó, consciente de que su equipo los observaba con interés. —Pues inténtalo así, entonces —dijo con naturalidad. Volvió con E.J., pero cuando se dio la vuelta Parks seguía mirándola. Brooke sacudió la cabeza, exasperada. Conocía aquella mirada. Parks sonrió despacio. Su intención estaba clara como el agua. —¡A vuestros puestos! —gritó Brooke, intentando defenderse. Hicieron falta otras tres tomas para que consiguiera lo que buscaba. Acalorada pero satisfecha, Gina dio a Parks dos fuertes besos en las mejillas y luego se acercó a Brooke y le dijo algo. Brooke miró a Parks y vio una expresión divertida y candorosa en su mirada. —Limítate a darle las gracias —dijo él. —Gracias —dijo Brooke obedientemente cuando Gina le tomó la mano y se la estrechó. Después, se marchó con su séquito—. ¿Por qué le he dado las gracias? — Brooke usó la manga de la camisa para secarse el sudor de la frente. —Ha alabado tu buen gusto. —¿Ah, sí? —Dice que tienes un amante magnífico. Brooke bajó el brazo y lo miró. —¿De veras? —dijo tranquilamente. Parks sonrió, se encogió de hombros y se alejó para ver si quedaba algo en el bufet. Brooke se quedó mirándolo con los brazos en jarras. No le daría la satisfacción de sonreír. —Nos vemos en exteriores dentro de una hora —gritó.

***

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Brooke no se había equivocado al suponer que la tercera escena del anuncio, aunque breve, sería la más difícil de rodar. Para grabar la segunda, tuvieron que meter las luces, las máquinas y a todo el equipo en el vestuario de los Kings. Claire había conseguido que algunos de los compañeros de equipo más famosos de Parks aparecieran como figurantes o hicieran algún pequeño papel. En cuanto Brooke consiguió que dejaran de saludar a la cámara y de hacer declaraciones ficticias delante del micro, todo empezó a funcionar. Y funcionó muy bien. Como la grabación progresaba con relativa facilidad, Brooke pensó que el dolor de cabeza que empezaba a sentir en la base del cráneo era inexplicable. Sí, en el vestuario había mucho ruido entre toma y toma, y después de la primera hora, con tantos cuerpos bajo los focos, olía a vestuario, pero aquel dolor de cabeza era de pura tensión. Al principio se limitó a ignorarlo. Luego, cuando le fue imposible, comenzó a enfadarse consigo misma. No había razón para estar tensa. Parks hacía lo que le decía: se ponía el jersey de cachemira sobre el pecho desnudo en cada toma. Y cada vez que le sonreía, ella sentía una punzada dolorosa en la cabeza. Para cuando el equipo empezó a prepararse para la toma en el campo de béisbol, Brooke había logrado convencerse de que lo tenía controlado. Era sólo un dolor insidioso. En cuanto llegara a casa, se libraría de él con un par de aspirinas. Mientras observaba cómo colocaba el micrófono la técnico de sonido, sintió que un grueso brazo se deslizaba por sus hombros. —Hola —Snyder le sonrió, extrayendo de ella una sonrisa automática. Brooke pensó que era tan peligroso como un cocker spaniel. —¿Listo para la siguiente escena, George? Antes lo has hecho muy bien. Claro que esta vez no vas a salir en imagen. —Sí, quería comentarte que estás cometiendo un grave error por usar a Parks. Está demasiado flaco —flexionó el brazo musculoso. Brooke inclinó la cabeza, admirando su bíceps. —Me temo que el casting no es cosa mía. —Es una lástima. Oye, ahora que soy una estrella, ¿irás a recogerme al aeropuerto? —Olvídalo, Snyder —antes de que Brooke pudiera contestar, Kinjinsky se acercó con un bate en la mano y una bola en la otra—. No es tu tipo —sonrió a Brooke y señaló a su compañero con la cabeza—. Está especializado en bailarinas exóticas. —Mentira. Todo mentira —Snyder parecía de pronto un monaguillo crecidito. —Cuando mi hija sea mayor —añadió Kinjinsky—, la advertiré contra hombres como él —se acercó a la base, lanzó la bola al aire y la bateó hacia el centro del campo. —Kinjinsky es el mejor bateador de entrenamiento del equipo —le dijo Snyder a Brooke—. Lástima que sea tan malo con el bate cuando le lanzan la pelota.

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—Yo por lo menos llego de primera a segunda en menos de dos minutos y medio —replicó Kinjinsky. Snyder, acostumbrado a que se mofaran de él por lo poco que corría, puso cara de ofendido. —Tengo un problema anatómico. Es genético —le explicó a Brooke. —Ah —ella le siguió la corriente y fingió compadecerlo—. Qué pena. —Se llama pies de plomo —comentó Parks, acercándose a ellos. Al oír su voz, el dolor de cabeza que Brooke casi había olvidado volvió a dejarse sentir. Se volvió y vio a Parks mirándolos con una sonrisa divertida. Llevaba el uniforme completo, cuyo blanco deslumbrante realzaba el tono dorado de su piel. La gorra azul marino le daba una mirada segura y engreída. La miró despacio, posesivamente. Brooke sintió un aleteo en su estómago, además de aquel latido en la base del cuello. —Sólo estaba entreteniendo a tu chica —dijo Snyder jovialmente. —Brooke no es mía —pero había algo inconfundiblemente posesivo en su respuesta. Snyder comprendió que allí había algo mucho más profundo de lo que había imaginado. «Así que el hombre de hielo ha caído por fin fulminado por el rayo», se dijo. Tenía ingenio suficiente para bromear implacablemente y el carácter de un hombre capaz de curar las alas rotas de los pajaritos. —En cuanto vea lo guapo que estoy en pantalla, vas a quedarte sin trabajo. —De Marco no vende ropa para luchadores de sumo —replicó Parks. —Caballeros —dijo Brooke, interrumpiéndolos—, el equipo está listo. George, por favor, ocupa tu puesto en primera base para que Parks sepa dónde apuntar. —¡Uf! —él hizo una mueca—. Intenta no tomártelo al pie de la letra, Jones. No quiero figurar en la lista de lesionados la semana que viene. —Micrófono —Brooke se acercó a Kinjinsky—. Si puedes lanzárselas directamente a Parks… Pero no se lo pongas demasiado fácil. Quiero ver un poco de esfuerzo. Sonriendo, Kinjinsky lanzó otra bola. —Veré qué puedo hacer. Brooke se acercó a su equipo. —A vuestros puestos. Parks, ¿alguna pregunta? —Creo que puedo apañármelas —se situó en tercera base y levantó automáticamente un poco de polvo con los pies. Al mirar por la lente y enfocar a Parks, Brooke sintió otro cosquilleo en el estómago. Él cambió el peso del cuerpo a la otra cadera y le sonrió. Brooke retrocedió, haciéndole una seña a E.J. —Oye, jefa, ¿estás bien?

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—Sí. Empieza a grabar. La grabación salió perfectamente. Brooke sabía que podría haber usado la primera toma, pero decidió hacer dos más. Eran todas igual de buenas. Kinjinsky lanzaba la bola a Parks con el efecto suficiente para que éste tuviera que tirarse o que saltar; después Parks se la lanzaba a Snyder, que esperaba en primera base. —La tercera toma es la buena —anunció E.J. cuando Brooke dio por terminada la sesión. —Sí —se frotó la nuca sin darse cuenta. —Podría no haber atrapado esa bola —continuó E.J., mirando a Brooke mientras empezaba a recoger el equipo. —Parece que se le da bien hacer lo imposible —murmuró ella. —¿Te duele la cabeza? —¿Qué? —ella bajó la mirada y descubrió que E.J. la estaba mirando con atención—. No es nada —molesta, bajó la mano. Parks estaba en una de las bases, hablando con sus dos compañeros de equipo. Tenía la mano del guante en la cadera y sonreía a Snyder—. No es nada —repitió ella en un murmullo, y tomó un refresco de la nevera portátil. No era nada, se dijo mientras bebía. Lo que se agitaba dentro de ella, fuera lo que fuese, no podía ser más que producto del cansancio de un largo día de trabajo. Necesitaba una aspirina, una comida decente y ocho horas de sueño. Necesitaba alejarse de Parks. En cuanto aquella idea se le metió en la cabeza, se enfureció. Parks no tenía nada que ver, se dijo con vehemencia. «Estoy cansada, he trabajado demasiado y…». Sorprendió la mirada curiosa de E.J. y dio un respingo. —¿Te importaría largarte de una vez? Él sonrió. —Ya me voy. Llevaré la película a montaje. Brooke asintió brevemente y se acercó a la base para dar las gracias a Snyder y Kinjinsky. Antes de que Parks se volviera hacia ella, oyó que Snyder hablaba de unas ranas en el banquillo. —¿Qué tal ha ido? —Muy bien —el calor corría por su piel, demasiado físico, demasiado tangible. Fijó su atención en los compañeros de Parks—. Quería daros las gracias a los dos. Sin vuestra ayuda, las cosas no habrían salido tan bien. Snyder apoyó el codo en el hombro de Kinjinsky. —Acuérdate de mí cuando busques algo más que una cara bonita para un anuncio. —Lo haré, George.

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Parks esperó mientras charlaban e incluso hizo algunos comentarios, a pesar de que estaba concentrado en Brooke. Aguardó hasta que sus compañeros se alejaron hacia el vestuario. Después, agarró a Brooke por la barbilla y la miró atentamente. —¿Qué ocurre? Brooke se apartó para que dejara de tocarla. —¿Por qué crees que ocurre algo? —contestó. Al sentir su contacto, sus nervios habían empezado a resonar como campanas dentro de su cabeza—. Ha ido todo muy bien. Creo que te gustará, cuando esté montado. Durante las series mundiales van a emitirse los dos primeros anuncios, así que no rodaremos otro hasta noviembre —al darse la vuelta vio que casi todo el equipo se había marchado ya. Descubrió que quería irse antes de que Parks y ella estuvieran completamente a solas—. Tengo cosas que hacer en la oficina, así que… —Brooke… —Parks la cortó limpiamente—. ¿Por qué estás enfadada? —No estoy enfadada —conteniendo su furia, se volvió hacia él—. Ha sido un día muy largo, estoy cansada. Eso es todo. Parks sacudió la cabeza lentamente. —Prueba otra vez. —Déjame en paz —dijo ella con voz temblorosa, y ambos comprendieron lo cerca que estaba de perder los nervios—. Déjame en paz. Parks dejó caer el guante y la tomó en sus brazos. —Ni lo sueñes. Podemos hablar aquí o podemos volver a tu casa y aclarar esto. Tú decides. Ella lo apartó de un empujón. —No hay nada que aclarar. —Está bien. Entonces vámonos a cenar y a ver una película. —Te he dicho que tengo cosas que hacer. —Sí —él asintió lentamente—. Pero es mentira. La rabia llenó los ojos de Brooke. —No tengo por qué mentirte, lo único que tengo que hacer es decirte que no. —Cierto —contestó él, refrenando su mal humor—. ¿Por qué estás enfadada conmigo? —su tono era tranquilo, paciente. Pero sus ojos no. El sol que le daba en la cara acentuaba su feroz sexualidad. —No estoy enfadada contigo —dijo ella casi gritando. —La gente suele gritar cuando está enfadada. —Yo no estoy gritando —respondió Brooke, levantando la voz. Él ladeó la cabeza con curiosidad. —¿No? Entonces ¿qué estás haciendo?

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—Me temo que me estoy enamorando de ti —su expresión se volvió casi cómica después de que aquellas palabras escaparan de su boca. Lo miró con pasmo; después se tapó la boca con la mano, como si quisiera volver a meter dentro de ella lo que acababa de decir. —¿Ah, sí? —Parks no sonrió. Dio otro paso hacia ella. Algo arañaba su estómago como una ardilla dentro de una jaula—. ¿De veras? —No, yo… —ella miró a su alrededor buscando algún apoyo, pero descubrió que estaba sola con él. Sola en su terreno. Las gradas se alzaban como murallas, atrapándolos dentro del campo de hierba y tierra. Brooke retrocedió—. No quiero quedarme aquí. Parks la siguió. —¿Por qué tienes miedo, Brooke? —le acercó la mano a la mejilla y ella se detuvo—. ¿Por qué teme enamorarse una mujer como tú? —¡Porque sé lo que pasa! —dijo ella de pronto, con una mirada oscura y tormentosa que contrastaba con su tono tembloroso. —Muy bien. ¿Por qué no me lo explicas? —Dejaré de pensar. Bajaré la guardia —se pasó la mano por el pelo, nerviosa—. Me entregaré, perderé mi ventaja y luego, cuando acabe, no me quedará nada. Es lo que ocurre siempre —musitó, pensando en todos sus padres pasajeros, pensando en Clark—. No permitiré que vuelva a pasarme lo mismo. No puedo estar contigo por simple diversión, Parks. No está funcionando —sin darse cuenta de por dónde iba, había echado a andar hacia la tercera base. Parks sintió el calor de la moneda de oro en su pecho y decidió que era el destino. La siguió tranquilamente. Su porcentaje de errores en la esquina era muy pequeño. —Ya estás conmigo, te estés divirtiendo o no. Ella le lanzó una mirada penetrante. Parks no era ya el hombre afable y campechano, sino el guerrero. Brooke irguió los hombros. —Eso tiene remedio. —Inténtalo —la retó él y, agarrándola de la camisa, la atrajo hacia sí. Brooke echó la cabeza hacia atrás, enfurecida y más asustada que nunca en su vida. —No quiero volver a verte. Si no puedes seguir trabajando conmigo, arréglalo con Claire. —Oh, sí que puedo trabajar contigo —contestó él con suavidad—. Incluso puedo aceptar órdenes tuyas sin problema porque eres muy buena en lo tuyo. Te dije una vez que seguiría tus normas mientras la cámara estuviera grabando —miró a su alrededor para comprobar que no había ninguna cerca—. Es difícil vencer a un hombre en su propio terreno, Brooke. Sobre todo, si está acostumbrado a ganar. —Yo no soy un trofeo, Parks —dijo ella con sorprendente firmeza.

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—No —agarrando todavía su camisa, deslizó la otra mano por su mejilla, suavemente—. Los trofeos se ganan trabajando en equipo. Para conquistar a una mujer hay que usar el uno contra uno. Tiempo muerto, Brooke. Es hora de tomarse un descanso antes de que el juego empiece de nuevo —tocó su cuello. Ella se preguntó si sentía el palpito violento de su pulso. Luego, Parks sonrió con aquella sonrisa peligrosa que siempre la atraía—. Estoy enamorado de ti. Lo dijo con tanta calma, tan sencillamente, que Brooke tardó un momento en comprender. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. —No. Él levantó una ceja. —¿Que no te quiera o que no te lo diga? —Basta —apoyó las manos en su pecho, intentando apartarlo—. Esto no es cosa de broma. —No, no lo es. ¿Qué te da más miedo? —preguntó mientras estudiaba su cara pálida—. ¿Amar o ser amada? Brooke sacudió la cabeza. Se había esforzado mucho para no cruzar esa fina línea, para impedir que otros cruzaran desde el otro lado. Claire lo había hecho, y también E.J., y ella lo sabía. Allí había cariño. Pero amor… ¿Cómo era posible que una palabra de dos sílabas la dejara petrificada? —Si me preguntaras cuándo me enamoré de ti —murmuró Parks mientras masajeaba los músculos de su cuello—, no sabría decírtelo. No fue un rayo fulminante, no oí campanas, ni violines. Ni siquiera puedo decir que me sorprendió, porque lo vi venir. Y no intenté quitarme de en medio —sacudió la cabeza antes de inclinarse para besarla—. Esto no desaparecerá sólo porque lo desees, Brooke. El beso la hizo mecerse sobre sus talones. Fue duro y vehemente, sin la menor urgencia. Era como si Parks supiera que no podía ir a ninguna parte. Podía resistirse a él, pensó Brooke. Aún podía forcejear. Pero la tensión empezaba a abandonarla y una sensación de libertad que creía que nunca conocería por completo fue apoderándose de ella. Estaba enamorada. Parks sintió el cambio que se operaba dentro de ella y se retiró. No quería conquistarla mediante la pasión. La necesitaba demasiado para conformarse con eso. Entonces ella lo rodeó con los brazos y apretó la mejilla contra su pecho en un gesto no de deseo, sino de confianza. De un principio de confianza, quizá. —Dímelo otra vez —murmuró—. Dímelo una vez más. Parks la apretó, acariciándole el pelo mientras la brisa susurraba en el estadio vacío. —Te quiero. Con un suspiro, Brooke cruzó la línea. Levantó la cabeza y tomó su cara entre las manos.

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—Te quiero, Parks —susurró antes de urgir a sus labios a apropiarse de los suyos.

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Capítulo 10 Las sedes de un club de béisbol tienen un olor característico. Sudor, polvos para los pies, el perfume de los linimentos, la leve fragancia química de las piscinas y el aroma del café cubriéndolo todo. La mezcla de olores formaba hasta tal punto parte de su vida que Parks no la notó mientras se ponía la camiseta. Lo que sí notó fue la tensión. De ella no podía escaparse. Ni siquiera la batería de bromas que Snyder lanzaba tenazmente lograba romper la cortina de nerviosismo que esa tarde cubría el vestuario. Después de pasar meses juntos (trabajando, sudando, ganando y perdiendo) con un único objetivo, nada podía aplacar el nerviosismo de unos jugadores de béisbol que se enfrentaban al séptimo partido de las series mundiales. De haber ido en cabeza, el ambiente habría sido muy distinto. Las pequeñas molestias del final de la temporada (las piernas cansadas, los tirones leves) apenas se habrían notado. Pero los Kings habían perdido los dos partidos anteriores ante los Herons. Un deportista profesional sabe que la pericia no es el único factor decisivo a la hora de ganar. El impulso, la suerte, la oportunidad le sirven de contrapeso. Si los Kings hubieran podido alegar que estaban teniendo una mala racha, el ambiente habría sido más alegre en la sede del club. Pero lo cierto era que sus contrincantes habían jugado mejor que ellos. El número de batazos estaba casi igualado entre ambos oponentes, pero los Herons habían sabido sacarles partido, mientras que los Kings habían perdido carrera tras carrera. Ahora, ambos equipos tenían su última oportunidad. Luego, cuando el campeonato acabara, retomarían su vida normal. Parks miró a Snyder, que la semana siguiente estaría en su barco, en Florida. Pescando y contando embustes, como decía él, pensó Parks. Kinjinsky, que se estaba aplicando calor en las costillas, estaría jugando en Puerto Rico. Maizor, el primer lanzador, se estaría preparando para ser papá por vez primera cuando su mujer diera a luz en noviembre. Algunos, dependiendo del resultado de aquel partido, frecuentarían el circuito de los programas televisivos y los banquetes conmemorativos. Otros llevarían una vida tranquila hasta que, en febrero, comenzaran los entrenamientos. Y él haría anuncios, se dijo con una leve mueca. Aquella idea, sin embargo, no le hacía sentirse idiota, como meses antes. Actuar delante de la cámara (aunque Brooke no lo llamaría así) le producía cierto placer. Pero el contrato para posar como modelo fotográfico que le había preparado Lee no le entusiasmaba demasiado. Sonrió un poco mientras se ponía las zapatillas de tacos. Era todo publicidad, había dicho Brooke, añadiendo sencillamente que formaba parte del juego. Tenía razón, por supuesto. Solía tenerla en aquellas cosas. Pero Parks nunca se sentía del todo a gusto cuando lo miraba con aquella expresión serena y lo resumía con unas pocas palabras escogidas. ¿Acaso enamorarse de una mujer capaz de interpretar con tanta precisión cada una de sus expresiones, cada uno de sus gestos o sus palabras no habría desconcertado a cualquier hombre? «Afróntalo, Jones», se dijo, «podrías haber elegido a una mujer menos compleja». Podría, sí, pero no lo había hecho. Y como era

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a Brooke Gordon a quien quería, valía la pena esforzarse por conquistarla y conservarla a su lado. No era tan engreído como para pensar que lo había conseguido ya. Sí, ella lo quería, pero su confianza era muy tenue. Parks tenía la sensación de que estaba esperando a que hiciera un movimiento para tomar la ofensiva. Y así continuaba el partido. Era justo, se dijo. Ambos estaban programados para competir. Él no quería dominarla… ¿o sí? Frunciendo el ceño, sacó un bate de su taquilla y lo examinó con cuidado. A decir verdad, no estaba seguro. Brooke seguía desafiándolo, como había hecho desde el primer momento. Y ahora había tantas emociones mezcladas con su desafío que era difícil separarlas. Se había enfadado cuando ella se negó a cambiar sus planes para volar al este durante los partidos en el estadio de los Herons. Y ante su enfado ella se había mostrado muy fría. No podía dejar a un lado su trabajo, le había dicho, cuando a él le conviniera, o incluso cuando le conviniera ella, lo mismo que no podía hacerlo él. Aunque lo entendía, Parks se lo había tomado mal. Sólo quería que ella estuviera allí, quería saber que estaba en las gradas para levantar los ojos y verla. Quería saber que ella estaría allí cuando el largo partido acabara. Puro egoísmo, se dijo. Ambos lo tenían de sobra. Sonriendo amargamente, pasó la mano por el terso bate. Brooke le había dicho que no sería fácil. Llevaba mucho tiempo sola antes de que él entrara por la fuerza en su vida. Las circunstancias la habían convertido en lo que era, aunque todavía no le hubiera aclarado del todo cuáles eran esas circunstancias. Pero, pese a todo, era de ella, de aquella mujer fuerte, vulnerable, práctica y reservada, de quien él se había enamorado. A veces, sin embargo, no podía dominar las ganas de zarandearla y decirle que iban a hacer aquello a su manera. Imaginaba que lo que mejor ejemplificaba la situación en aquel momento era cómo habían dispuesto sus vidas. Él prácticamente se había mudado a casa de Brooke, aunque no habían hablado de ello. Pero sabía que Brooke consideraba la casa suya. Así pues, él estaba viviendo con ella, pero no vivían juntos. Parks no estaba seguro de tener paciencia suficiente para romper esa última y fina barrera sin dejar el agujero de entrada un poco mellado. Masculló una maldición, sacó de la taquilla un guante de bateo y se lo guardó en el bolsillo de atrás. Si tenía que usar un poco de dinamita, se dijo, lo haría. —Eh, Jones, vamos a entrenar un poco. —Sí —agarró su guante y deslizó la mano en su interior suave. Iba a aclarar las cosas con Brooke, se dijo. Pero primero tenía que ganar un trofeo.

Brooke avanzaba por el aparcamiento en busca de un sitio vacío, maldiciendo y tamborileando con los dedos sobre el volante alternativamente. —Sabía que deberíamos haber salido antes —masculló—. Tendremos suerte si encontramos sitio a menos de dos kilómetros del estadio.

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Recostado en su asiento, EJ. interrumpió sus murmullos malhumorados el tiempo justo para comentar: —Todavía queda un cuarto de hora para que empiece el partido. —Cuando alguien te consigue una entrada gratis —dijo Brooke puntillosamente—, lo menos que puedes hacer es estar listo cuando van a recogerte. ¡Ahí hay uno! —aceleró y se metió entre dos coches aparcados. Apenas quedó espacio libre entre uno y otro coche. Pisó el freno y miró a su compañero—. Ya puedes abrir los ojos, E.J. —dijo con sorna. Él abrió los ojos cautelosamente, uno tras otro. —Está bien… —miró al coche que había a su lado—. ¿Y ahora cómo salimos? —Abre la puerta y contén la respiración —le aconsejó ella mientras salía a duras penas por su lado—. Y date prisa, ¿quieres? Quiero estar allí cuando salgan al campo. —He notado que tu interés por el béisbol ha aumentado mucho este verano, jefa —dando gracias por estar tan flaco, E.J. salió del Datsun. —Es un juego interesante. —¿Sí? —E.J. sonrió, uniéndose a ella. —Cuidado, E.J., todavía tengo tu entrada. Podría venderla veinte veces antes de que lleguemos a la puerta. —Vamos, Brooke, puedes decirle a un amigo lo que ya ha salido en los periódicos. Ella frunció el ceño y se metió las manos en los bolsillos. Desde hacía más de una semana salían fotografías de Parks y ella en todos los periódicos que había mirado, acompañadas de pequeños artículos e insinuaciones. En Los Angeles, los chismorreos volaban. Y un famoso jugador de béisbol y su atractiva directora daban para muchos chismorreos. —Hasta se habla de ello en el gremio —continuó E.J., ignorando las nubes de tormenta que aparecieron en los ojos de Brooke—. Se dice que tal vez Parks se dedique al… negocio del espectáculo —dijo, lanzándole otra sonrisa—, más en serio. —Claire tiene un papel para él, si lo quiere —contestó Brooke, obviando su doble intención—. Es un papel pequeño, pero interesante. No quiero hablar de ello con Parks en profundidad hasta que acaben las series. Ya tiene suficientes cosas en las que pensar. —Sí, yo diría que desde hace algún tiempo tiene la cabeza muy ocupada. —E.J.… —comenzó a decir Brooke en tono de advertencia mientras entregaba sus entradas. —¿Sabes? —continuó él mientras se abrían paso por entre el gentío del interior del estadio—, siempre me he preguntado cuándo aparecería alguien capaz de zarandearte un poco. —¿Ah, sí? —no quería reírse, así que se puso las gafas de sol para ocultar su mirada de regocijo—. ¿Y crees que ese alguien ha aparecido?

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—Cariño, no puede uno acercarse a menos de diez pasos de vosotros sin notar el humillo de la pasión. He estado pensando… —se tocó la pechera de la camiseta como si se enderezara una corbata—… que, como amigo íntimo y compañero tuyo, tal vez debería preguntarle al señor Jones cuáles son sus intenciones. —Inténtalo, E.J., y te rompo todas las lentes —entre divertida y molesta, Brooke se dejó caer en su asiento—. Siéntate e invítame a un perrito caliente. Él hizo una seña al vendedor. —¿Con qué lo quieres? —Con todo lo que haya. —Venga, Brooke —buscó un par de billetes en su bolsillo y los cambió por dos perritos calientes y un par de refrescos fríos—. De colega a colega, ¿la cosa va en serio? —No vas a darte por vencido, ¿eh? —Es que me interesa. Brooke lo miró. Él sonreía, pero su sonrisa no era socarrona, como la que tan a menudo veía en su cara, sino sencilla y amistosa. Era, tal vez, la única arma contra la que ella no podía defenderse. —Estoy enamorada de él —dijo en voz baja—. Supongo que eso es bastante serio. —Superserio —contestó él—. Enhorabuena. —¿Es normal que me sienta como si caminara por el borde de un precipicio? — preguntó ella, sólo a medias en broma. —No lo sé —E.J. dio un mordisco a su perrito caliente, pensativo—. Nunca he estado en esa situación. —¿Nunca te has enamorado, E.J.? —Brooke se recostó en su asiento y sonrió—. ¿Tú? —No. Por eso paso tanto tiempo buscando —lanzó un suspiro profundo—. Es un asunto difícil, Brooke. —Sí —se quitó su gorra y le dio con ella—. Me juego algo a que sí. Ahora cállate: van a anunciar la alineación. «Un asunto difícil», pensó de nuevo. E.J. no iba descaminado, aunque hablara en broma. Buscar el amor era una ocupación muy solitaria, una dedicación a la que ella había renunciado (o eso creía) años antes. Encontrarlo (o haberse visto asaltada por él) era aún más complejo. Cuando lo encontrabas, se quedaba contigo por más que intentaras sacudírtelo de encima. Pero no era eso lo que intentaba ella, se dijo. Sólo intentaba hacer algunos arreglos para que le sentara como un guante. La tela del traje, sin embargo, cambiaba constantemente. —Con el número veintinueve, Parks Jones.

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La multitud vociferante pareció enloquecer cuando Parks salió trotando al terreno de juego para ocupar su lugar en la fila. Al colocarse junto a Snyder, dejó que sus ojos vagaran por el estadio. Se clavaron en los de Brooke. Con una sonrisa, se tocó la gorra, como solía. Era un gesto para la multitud, pero Brooke sabía que iba dirigido a ella personalmente. Parks no volvería a fijarse en ella hasta que el partido acabara. Y ella no esperaba otra cosa. —Hoy voy a marcar más tantos que tú, hombre de hielo —le advirtió Snyder mientras sonreía al público—. Así Brooke se dará cuenta de que está cometiendo un error. Parks no apartó los ojos de ella. —Va a casarse conmigo. Snyder se quedó boquiabierto. —¿En serio? Pero oye… —Sólo que no lo sabe todavía —añadió Parks con un murmullo. Chocó las manos con el exterior derecha, que batearía el quinto—. Pero lo hará. Brooke detectó un cambio en su sonrisa, una alteración sutil, pero inconfundible. Entornando los ojos, intentó descifrarla. —Está tramando algo —masculló. E.J. ajustó la lente de su pequeña cámara fotográfica. —¿Qué? —Nada —Brooke meció su bebida y los cubitos de hielo chocaron entre sí—. Nada. Una cantante de blues muy conocida se acercó al micro para cantar el himno nacional. Los jugadores de las dos filas se quitaron las gorras. El público se puso en pie y se quedó callado por primera y única vez hasta que acabara el partido, dos horas después. La tensión era tan palpable que Brooke pensó que podría alargar la mano hacia el cálido aire de octubre y asir un puñado de nervios. Creció y creció hasta estallar en vítores, gritos y silbidos cuando sonó la última nota del himno. Los Kings ocuparon sus puestos en el campo. Los comentaristas deportivos gustan de decir que el séptimo partido de las series mundiales es el acontecimiento deportivo supremo: la prueba final del trabajo en equipo y el esfuerzo individual. Aquél no fue una excepción. En la primera entrada, Brooke vio que el exterior central de los Kings se abalanzaba hacia una bola, estirándose hacia delante para atraparla a la carrera y aferrarse luego a ella mientras el impulso lo hacía rodar hacia delante. Vio al parador en corto de los Herons lanzarse en cuerpo y alma tras una bola para impedir que pasara por el hueco y se tradujera en un tanto sencillo. Al final de la cuarta entrada, los equipos estaban igualados a una carrera. Brooke había visto a Parks defender su posición en la tercera base, robar (como habría dicho Lee) dos sencillos seguros e iniciar la ejecución de una doble jugada. Mientras lo observaba, se dio cuenta de que jugaba a aquel juego como a todos los

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demás: con total concentración, con firmeza y tenacidad. Si estaba nervioso, si en algún lugar de su mente se agitaba la idea de que aquél era el partido, no se le notaba. Cuando se preparó para batear, Brooke se apoyó en la barandilla. Antes de entrar en la caja de bateo, Parks pasó la mano arriba y abajo por su bate, como si buscara alguna astilla. Esperaba la calma, no la calma del público vociferante, sino la calma interior. Imaginó a Brooke apoyada en la barandilla, con el pelo cayéndole sobre los hombros y la mirada fría y directa. El nudo de su estómago se deshizo. Al entrar en la base, su idea predominante era hacer avanzar al corredor. Con Snyder en primera base, tendría que lanzar la bola muy lejos del cuadro interior. Además, iban a lanzarle con mucho cuidado. Las dos veces que había salido a batear, había logrado colar un sencillo por el hueco entre la tercera base y el parador en corto. Se colocó en posición y miró fijamente a los ojos del lanzador. Lo vio lanzar, vio avanzar la bola hacia él, cambió de postura y probó su swing. La bola se escapó por la esquina. Bola uno. Parks salió de la caja y golpeó los tacos de sus zapatillas con el bate para sacudirles la tierra. Sí, iban a tener mucho cuidado con los lanzamientos. Pero podía conseguir que Snyder llegara a segunda con bastante facilidad. El problema era que la segunda base no era una buena posición para que Snyder anotara. El segundo lanzamiento, bajo y oblicuo, fue fallido. Parks comprobó la señal del entrenador de tercera base. No dejó que sus ojos se deslizaran hasta donde estaba sentada Brooke. Sabía que cualquier contacto, por breve que fuera, echaría por tierra su concentración. La siguiente bola se precipitó sobre él, le dio casi en los nudillos y rebotó fuera. El público exigió que se diera el bateo por bueno. Parks miró a Snyder y volvió a situarse en la caja. Confiando en igualar el marcador, el lanzador intentó otra curva rápida. En esa fracción de segundo, Parks cambió de postura. Bateó con las muñecas rígidas, dejando que fueran sus caderas las que movieran el bate. Tuvo la satisfacción de oír cómo la bola salía despedida del bate antes de que la multitud se pusiera en pie y empezara a chillar. La bola sobrevoló el centro del campo y, aunque tres hombres intentaron darle caza, ninguno logró atraparla antes de que se estrellara en la tierra de la zona de atención y rebotara, muy alta, pasando por encima del muro. Mientras los aficionados rugían en todo el estadio, Parks se conformó con un doble. El sudor le corría por la espalda, pero apenas lo notaba. Pensó en cierto momento que, si hubiera lanzado la bola un poco a la derecha, habría anotado dos tantos. Luego se olvidó de ello. Con Snyder en tercera, no podía conseguir una ventaja importante, de modo que se contentó con poner cerca de un metro entre el saco y él. Las probabilidades de que Farlo lanzara un toque de sacrificio para marcarle un tanto a Snyder eran

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escasas. El exterior podía lanzar una bola a cualquier área, pero no era un bateador potente. Parks se agachó y sacudió los brazos para aflojar los músculos. Farlo se quedó atrás rápidamente. Falló dos lanzamientos y enfadó al público. Parks se negaba a pensar en la posibilidad de volver a quedar encallado en la base. Los jugadores del cuadro interior les estaban apretando las tuercas. Buscaban una bola baja que pudieran convertir en una doble jugada. Parks vio el lanzamiento, pensó que sería una curva baja y se tensó. Farlo enseñó los dientes y bateó hacia el cuadro exterior derecho. Parks echó a correr por instinto antes de decirles conscientemente a sus pies que se pusieran en marcha. El entrenador de la tercera base le hacía señas de que siguiera. Parks dobló la tercera a toda velocidad y se dirigió a su base de destino sin vacilar. Vio agazapado al receptor, listo para recibir la bola, defendiendo la base como una muralla humana. Antes de lanzarse a la base deslizándose con los pies por delante y levantar una nube de polvo, Parks pensó fugazmente que el exterior derecha de los Herons era famoso por su brazo y su precisión. Sintió un fogonazo de dolor al chocar con el receptor, oyó el soplido de su contrincante al acusar el golpe y vio que el guante se tragaba la bolita blanca. Eran un amasijo de cuerpos y dolor cuando el arbitro estiró los brazos. —¡Quieto! El gentío enloqueció, los desconocidos se abrazaron, la cerveza se derramó. E.J. agarró a Brooke y se puso a bailar con ella. Su cámara se clavó en el pecho de Brooke, pero ella tardó unos segundos en darse cuenta. —¡Ese es mi hombre! —gritó E.J., empujándola con una pirueta hacia el espectador de su derecha, que lanzó al aire su caja de palomitas. «No», pensó ella sin aliento. «Es mi hombre». En la base, Parks no se concentró en los gritos de júbilo del gentío, sino en introducir en sus pulmones aire suficiente para volverse a levantar. La rodilla del receptor le había golpeado con fuerza las costillas. Se levantó, se sacudió el uniforme con energía y se dirigió al banquillo, donde lo esperaban sus compañeros de equipo. Esta vez, dejó que sus ojos buscaran los de Brooke. Ella estaba de pie, abrazando a E.J., pero su cara se suavizó con una sonrisa dirigida sólo a él. Parks se tocó la gorra y desapareció en el banquillo. El masajista tenía listo un spray frío para sus costillas. Parks se había olvidado de sus molestias mucho antes de ocupar su posición defensiva al comenzar la novena entrada. Los Herons habían reducido su ventaja a una carrera en la séptima manga del partido, a fuerza de sangre y agallas. Desde entonces, ambos equipos se mantenían firmes como rocas. Pero ahora Maizor estaba en apuros. Con sólo un hombre eliminado, tenía un corredor en segunda y un bateador potente acercándose a la caja. «Podríamos intentar eliminarlo», se dijo Parks mientras, de camino al montículo para hablar con su compañero, el receptor se echaba la máscara hacia atrás. Pero los Herons tenían otros buenos bateadores y

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algunos anotadores a los que no debía subestimarse. Parks se acercó tranquilamente al montículo y notó que Maizor estaba tenso como una cuerda. —¿Vas a ir a por él? —le preguntó mientras el receptor mascaba un chicle del tamaño de una pelota de golf. —Sí. Maizor va a encargarse de él, ¿verdad, Slick? —Claro —daba vueltas a la bola en su mano, una y otra vez—. Todos queremos dar una vuelta en el deportivo nuevo de Jones. Parks se encogió de hombros al oír aquella mención al premio al mejor jugador del año. Todavía les quedaban dos outs, y los tres lo sabían. —Una cosa —se ajustó la gorra—. No dejes que la lance hacia mí. Maizor masculló una maldición, sonrió y se relajó visiblemente. —Vamos a jugar. Miró por encima del hombro al corredor de segunda base. Satisfecho con su ventaja, disparó la bola hacia la caja de bateo. Parks casi oyó la ráfaga de viento cuando el bate se movió justo por encima de la bola. Kinjinsky le gritó que le pusiera más brío y lo intentara de nuevo. Lo hizo, pero esta vez el bateador golpeó la bola con fuerza. Como si alguien hubiera pulsado un botón, Parks fue a por ella, lanzándose hacia un lado mientras Kinjinsky corría a cubrirlo. Sólo dispuso de unos segundos para calcular la altura y la velocidad. Mientras dejaba caer su cuerpo hacia la bola, sintió que el corredor pasaba junto a él, camino de la tercera base. Aterrizó de rodillas y atrapó la bola en el bote corto. Sin pararse a ponerse en pie, disparó la bola hacia la tercera. Kinjinsky la atrapó y se mantuvo firme cuando el corredor se deslizó hacia él. —Sigues empeñándote en hacer que las jugadas fáciles parezcan complicadas —comentó el parador en corto cuando se cruzaron. Estaban los dos cubiertos de polvo y sudor—. Una más, chaval, sólo una más. Parks dejó que el rugido de la multitud lo bañara al agacharse en tercera base. Su semblante permanecía impasible. La carrera del empate se disputaba en primera base. Para cuando el marcador se puso tres a dos, estar en el cuadrángulo de juego era como estar en el ojo de un huracán. El ruido y las turbulencias procedentes de las gradas giraban a su alrededor como un torbellino. En el terreno de juego reinaba un silencio sepulcral. La bola salió disparada, voló fuera. Parks salió tras ella mientras volaba hacia las gradas. Corría a toda velocidad, como si el muro no se levantara delante de él. Podía atraparla, sabía que podía… si algún aficionado no alargaba el brazo y la agarraba. Con la mano libre, se agarró a la barandilla y levantó el guante. Sintió el impacto de la bola al cerrar el cuero a su alrededor. Mientras el público comenzaba a gritar, se descubrió mirando a los ojos a Brooke. La bola había estado a punto de caer en su regazo. —Buena recepción —inclinándose, ella le dio un beso en la boca.

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Entonces uno de sus compañeros de equipo lo agarró por la cintura, y el resto fue un delirio.

Le habían echado por encima más champán del que podía beberse. El champán se mezcló con el sudor y se llevó parte de su suciedad. Snyder se había colocado encima de una taquilla y desde allí vació dos botellas sobre cualquiera que se le puso a tiro, periodistas y directivos incluidos. Acusado de fanfarronear, Parks fue arrojado con toda la ropa a la bañera de hidromasaje. Se desnudó y se quedó allí tranquilamente, con media botella de champán. Desde allí concedió entrevistas mientras el agua calmaba sus dolores y a su alrededor se desataba el caos. El lanzamiento de su doble había sido una bola rápida y hacia el exterior. Sí, su deslizamiento al tocar base había sido arriesgado, teniendo en cuenta el brazo del exterior derecha, pero llevaba bastante ventaja. Siguió contestando preguntas cuando Snyder, con el uniforme empapado de champán, fue arrojado a la bañera con él. Parks se hundió un poco más en el agua y bebió directamente de la botella. Sí, la pelirroja de las gradas era Brooke Gordon, la realizadora de los anuncios de Marco. Parks sonrió cuando Snyder logró distraer al reportero. Los compañeros de equipo podían pincharse y meterse en los asuntos de los demás, pero se protegían unos a otros. Parks cerró los ojos un momento, sólo un momento. Quería revivir el instante en que Brooke se inclinó y lo besó en los labios. Aquella fracción de segundo, aquel momento triunfal, lo había intensificado todo. Parks había creído oír cada grito del público. Había visto brillar el sol en la pintura descascarillada de la barandilla, había sentido el calor abrasador del metal al cerrar la mano sobre él. Luego había visto los ojos de Brooke, cerca, delicados, bellísimos. Su voz suave le había transmitido euforia, regocijo y amor en dos palabras. Cuando se besaron, sus labios le habían parecido cálidos y tersos, y por un momento no había sentido nada más que eso. Sólo la textura sedosa de su boca. Ni siquiera había oído gritar el último out. Cuando sus compañeros de equipo lo llevaron a rastras al terreno de juego, ella se limitó a apoyar la barbilla en la barandilla y le sonrió. «Más tarde». Parks había oído lo que pensaba tan claramente como si lo hubiera dicho en voz alta. Pasaron dos horas antes de que el último periodista saliera de la sede del club. Los jugadores empezaban a calmarse. El primer arrebato de euforia del triunfo había pasado, sustituido por una sensación dulce que pronto se convertiría en nostalgia. La temporada había acabado. No habría más entrenamientos, más viajes de noche en avión con partidas de cartas y ronquidos. En aquel mundo, el hoy pasaba vertiginosamente y el mañana requería todos sus esfuerzos. Ahora, sin embargo, no había mañana, sino año siguiente. Algunos se habían sentado en los bancos del vestuario y hablaban tranquilamente. Mientras tanto, Parks se vestía. Miró a uno de los receptores, un muchacho de apenas diecinueve años que estaba acabando su primera temporada en primera división. Sostenía en las manos sus espinilleras como si no quisiera separarse de ellas. Parks guardó su guante en su macuto y de pronto se sintió viejo.

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—¿Qué tal tus costillas? —preguntó Kinjinsky cuando se echó el saco al hombro. —Bien —Parks señaló al muchacho del banco—. El chico apenas tiene edad de votar. —Sí —Kinjinsky, que tenía treinta y dos años, sonrió—. Es un fastidio, ¿eh? —se echaron los dos a reír mientras Parks cerraba su taquilla por última vez esa temporada—. Nos vemos en primavera, Jones. Mi mujer me está esperando. Parks cerró la cremallera de su bolsa mientras pensaba con una sensación de calidez que él también tenía una mujer, y que tardarían media hora en llegar a las montañas. —Hola, Parks —Snyder lo alcanzó antes de que llegara a la puerta—. ¿De verdad vas a casarte con ella? —En cuanto consiga convencerla. Snyder asintió con la cabeza sin cuestionar su afirmación. —Llámame cuando tengáis fecha. El padrino soy yo. Con una sonrisa, Parks le tendió la mano y estrechó la suya. —Por supuesto que sí, George —salió al pasillo, cerrando la puerta del vestuario y de la temporada. Cuando salió a la calle había oscurecido. Sólo quedaban algunos aficionados, pero les firmó autógrafos y les dedicó el tiempo que querían. Mientras firmaba la gorra de un chico de doce años, pensó vagamente en llevarse una botella de champán para Brooke y para él. Champán, un fuego en la chimenea y velas. Parecía un buen decorado para pedirle que se casara con él. Iba a ser esa noche, porque esa noche sentía que no podía perder. El aparcamiento estaba prácticamente desierto. Las farolas parpadeaban mientras anochecía. Entonces la vio. Estaba sentada en el capó de su coche, iluminada por la luz de una farola, con el pelo alrededor de la cara de facciones fuertes y piel delicada como una orla de fuego. El amor lo embargó, un amor posesivo que lo dejó sin aliento. Brooke no se movió; sólo sus labios se curvaron. Parks comprendió entonces que llevaba observándolo un rato. Luchó por dominar sus músculos antes de acercarse a ella. —Si hubiera sabido que estabas esperándome, habría salido antes —sintió de nuevo el dolor de sus costillas, pero no por el golpe. Era el dolor de un anhelo al que todavía no estaba acostumbrado. —Le dije a E.J. que se llevara mi coche. No me importaba esperar —alargó los brazos y le puso las manos sobre los hombros—. Enhorabuena. Parks dejó su bolsa sobre el asfalto, muy despacio, y hundió las manos en su melena. Se miraron a los ojos un momento, infinitamente, antes de que él agachara la cabeza para tomar lo que necesitaba.

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Sus emociones estaban más a flor de piel de lo que imaginaba. El placer de la victoria, el cansancio de conseguirla, los posos de la euforia y la tensión emergieron a la superficie y se vieron arrastrados por un deseo que lo abarcaba todo. Brooke. ¿Cómo iba a saber que aquella mujer acabaría por serlo todo para él? Un poco alterado por la intensidad de sus sentimientos, se apartó de ella. No podía uno ganar, si le temblaban las piernas. Pasó los nudillos por su mejilla, esperando ver la turbiedad leve y excitante de sus ojos. —Te quiero. Al oírlo, Brooke apoyó la cabeza en su pecho y respiró hondo. Parks olía a ducha, a un jabón de perfume sutil que traía a la imaginación gimnasios y vestuarios habitados sólo por hombres. Por alguna razón, aquello hizo que se sintiera intensamente femenina. La luz fue disipándose mientras permanecían allí abrazados, en silencio. —¿Demasiado cansado para celebrarlo? —murmuró ella. —Aja —él besó su pelo. —Bien —Brooke se apartó de él y se bajó del capó—. Te invito a cenar —abrió la puerta del copiloto y sonrió—. ¿Tienes hambre? Hasta ese momento, Parks no se había dado cuenta de que estaba hambriento. Lo poco que había comido antes del partido lo habían devorado los nervios. —Sí. ¿Puedo elegir el sitio? —El cielo es el límite.

Quince minutos después, Brooke recorrió con la mirada el interior chabacano del Hamburguer Heaven. —¿Sabes? —dijo mientras observaba las luces del techo, en forma de panecillos de sésamo—, había olvidado que tienes debilidad por la comida basura. —Cien por cien pura ternera —respondió Parks, levantando una enorme hamburguesa de dos pisos. —Si crees eso, es que eres capaz de creer cualquier cosa. Él sonrió y le ofreció una patata frita. —Eres una cínica. —Si empiezas a insultarme, no te leo las páginas de deportes —puso la mano sobre el periódico doblado que acababan de comprar—. Y entonces no te enterarás de los elogios que te dedica la prensa —viendo que él se encogía de hombros, indiferente, abrió el periódico—. Pues yo sí quiero oírlo —con una mano en su batido, comenzó a pasar páginas—. Aquí está… Vaya —se detuvo de pronto y frunció el ceño.

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—¿Qué pasa? —Parks se inclinó hacia delante. En la primera página había dos fotografías, una al lado de la otra. La primera era de su espectacular recogida en la final. La segunda, del impulsivo beso de Brooke. El pie de foto decía: Jones marca… por partida doble. —Muy bonito —dijo Parks—, teniendo en cuenta que no marqué, sino que atrapé un globo —volvió la cabeza para leer por encima el artículo que resumía los momentos cruciales del encuentro: las críticas y los elogios—. Hmm… «Y Jones puso el punto final dándose una carrera hasta la valla y atrapando la larga bola de Hennesey sobre las gradas en una de las mejores jugadas de la tarde. Como de costumbre, el mejor jugador del campeonato hace que lo imposible parezca cuestión de rutina. Recibió su recompensa de una atractiva pelirroja…» —aquí lanzó una breve mirada a Brooke—. «…Brooke Gordon, una afamada directora de spots publicitarios a la que se ha visto con el tercer base dentro y fuera del plato de rodaje». —Odio estas cosas —dijo Brooke con tal vehemencia que Parks la miró con sorpresa. —¿Qué cosas? —Que mi fotografía circule así por ahí. Y esas… esas especulaciones improvisadas. Esto, y esa estupidez que salió en el Times hace un par de días. —¿Ese artículo en el que te describían como una gitana cimbreña y de tizianesca cabellera con ojos del color del humo? —No tiene gracia, Parks —Brooke alejó de sí el periódico. —Tampoco es una tragedia —contestó él. —Deberían ocuparse de sus asuntos. Parks se echó hacia atrás y mordisqueó una patata. —Seguramente tú serías la primera en decirme que vivir delante del ojo público te convierte en propiedad pública. Brooke frunció el ceño, consciente de que ésas habían sido exactamente sus palabras cuando discutieron el asunto del contrato para posar como modelo. —Eres tú quien vive expuesto a las miradas de todo el mundo —replicó—. Es así como te ganas la vida. Yo no. Yo trabajo detrás de la cámara y tengo derecho a mi intimidad. —¿Alguna vez has oído mencionar él concepto de «culpable por complicidad»? —sonrió antes de que ella pudiera contestar. En lugar de un comentario cortante, ella dejó escapar un largo suspiro—. Por lo menos no van descaminados —añadió él—. A mí a menudo me recuerdas a una cíngara. Brooke tomó su hamburguesa con queso, arrugó el ceño y le dio un mordisco. —Sigue sin gustarme —masculló—. Creo que… —se encogió de hombros. No sabía si iba a parecer una idiota—. Siempre he sido muy susceptible con mi intimidad, y ahora… Lo que ocurre entre nosotros me importa demasiado como para

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querer compartirlo con todo el que tenga cincuenta centavos para comprar un periódico. Parks volvió a inclinarse hacia ella y la tomó de la mano. —Eso es muy bonito —dijo suavemente. El tono de su voz hizo emocionarse a Brooke. —No quiero que nos encerremos como un par de ermitaños, Parks, pero tampoco quiero que cada cosa que hagamos salga en las noticias de la noche. Con más despreocupación de la que sentía en ese momento, él se encogió de hombros y se puso a comer otra vez. —El amor es noticia… Y también el divorcio, cuando implica a gente famosa. —Esto no va a mejorar con la campaña de Marco, ni si decides aceptar ese papel en la película —Brooke sacó otra patata frita de su cucurucho y la miró con enfado—. Cuanto más famoso seas, más atención te prestará la prensa. Es como para volverse loco. —Podría romper mi contrato —sugirió él. —No seas ridículo. —Hay otra solución —dijo él, y vio a Brooke tragarse la patata frita y tomar otra. —¿Cuál? —Podríamos casarnos. ¿Quieres sal para las patatas? Brooke se quedó mirándolo. Luego descubrió que le faltaba la voz. —¿Qué has dicho? —Te he preguntado si querías sal —Parks le ofreció un sobrecito de papel—. ¿No? —dijo al ver que ella no contestaba ni se movía—. También he dicho que podíamos casarnos. —¿Casarnos? —repitió Brooke estúpidamente—. ¿Tú y yo? —La prensa se calmará pasado un tiempo. Las parejas tranquilamente casadas no son noticia. Las de novios, sí. Así es la naturaleza humana —apartó su hamburguesa y se inclinó hacia ella—. ¿Qué te parece? —Me parece que estás loco —logró decir Brooke con un murmullo—. Y no me hace gracia. Parks la agarró del brazo al ver que empezaba a levantarse del taburete. —No es broma. —¿Quieres… quieres casarte para que nuestra foto no salga en el periódico? —A mí me importa un bledo que nuestra foto salga en el periódico. Es a ti a quien le importa.

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—Entonces quieres casarte para… para que no me enfade —dejó de resistirse a que la agarrara del brazo, pero sus ojos estaban llenos de furia. —Nunca ha sido esa mi intención —contestó él—. No podría aplacarte ni aunque dedicara mi vida a ello. Quiero casarme porque estoy enamorado de ti. Voy a casarme contigo —puntualizó, enfadado de pronto—, aunque tenga que llevarte a rastras, chillando y pataleando. —¿Ah, sí? —Sí, lo que oyes. Más vale que vayas haciéndote a la idea. —Puede que yo no quiera casarme —Brooke apartó la comida que tenía delante—. ¿Qué te parece eso? —Es una lástima —Parks se recostó en el asiento y la miró con la misma furia con que lo miraba ella—. Porque yo sí quiero casarme. —Y con eso basta, ¿no? —Para mí, sí. Brooke cruzó los brazos sobre el pecho y lo miró con enfado. —¿Chillando y pataleando? —Si así quieres que sea… —También puedo morder. —Igual que yo. El corazón le palpitaba con fuerza contra las costillas, pero Brooke se dio cuenta de que no era por rabia. No, aquello no tenía nada que ver con la rabia. Parks estaba allí sentado, al otro lado de una mesa laminada cubierta de comida que parecía sacada de las fantasías de un niño de doce años, diciéndole que iba a casarse con ella le gustara o no. Brooke descubrió, para su asombro, que aquello le encantaba. Pero no estaba dispuesta a ponérselo fácil. —Puede que ganar las series mundiales se te haya subido a la cabeza, Parks. Vas a necesitar algo más que una rabieta para conseguir que me case contigo. —¿Y qué quieres? —preguntó él—. ¿Velas y música suave? —enfadado por echar por tierra sus propios planes, volvió a inclinarse hacia ella y la agarró de las manos—. Tú no eres de esas mujeres que necesitan un decorado, Brooke. Sabes lo fácil que es montarlo y lo poco que significa. ¿Qué demonios quieres? —Toma dos —contestó ella con calma—. Te sabes bien el texto —comenzó a decir con su fría voz de directora—, pero esta vez baja un poco el tono y prueba a mostrarte un poco más sutil. Pregunta —sugirió, mirándolo a los ojos—, no afirmes. Parks sintió que el enfado (o el miedo, quizá) escapaba de él. Sus manos se aflojaron. —Brooke —le levantó una mano y se la llevó a los labios—, ¿quieres casarte conmigo? —sonrió por encima de sus manos unidas—. ¿Qué tal ahora? Ella entrelazó los dedos con los suyos.

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—Perfecto.

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Capítulo 11 ¿Qué iba a hacer? Presa del pánico, Brooke se miraba fijamente en el espejo de cuerpo entero. ¿Cómo podía estar sucediendo todo tan deprisa? ¿Cómo era posible que las cosas se le hubieran ido de las manos de aquella forma? Un año antes (no, seis meses antes), ni siquiera sabía que Parks Jones existía. Y en menos de una hora estaría casada con él. Comprometida. De por vida. Para siempre. Desde el fondo de su cerebro, una vocecilla angustiada la instaba a huir. No se dio cuenta de que se había movido hasta que la hicieron volver al presente sin contemplaciones. —Estese quieta, señorita Gordon —ordenó Billings con firmeza—. Hay por lo menos dos docenas de estos botones tan pequeños —hablaba en tono quejoso, pero en el fondo consideraba muy inspirada la elección de Brooke: un vestido de raso color marfil, con el corpiño ceñido y la falda de vuelo. Un vestido de boda tradicional y de buena calidad, se dijo, no uno de esos trajes pantalón casi transparentes, ni esas minifaldas en color fucsia o escarlata. Siguió abrochando la fila de minúsculos botones de nácar de la espalda del vestido—. No se mueva —ordenó de nuevo al ver que Brooke se removía. —Billings —dijo Brooke débilmente—, creo que voy a vomitar. El ama de llaves la miró en el espejo. Estaba pálida y sus ojos parecían enormes, oscurecidos por un levísimo toque de sombra de color gris pizarra. En opinión de Billings, una novia debía parecer a punto de desmayarse. —Tonterías —dijo enérgicamente—. Sólo son los nervios. —Los nervios —repitió Brooke, arrugando el ceño—. Yo nunca me pongo nerviosa. Eso es ridículo. La inglesa sonrió fugazmente cuando Brooke cuadró los hombros. —Nervios, hormigueos, cosquillas en el estómago… Todas las mujeres los tienen el día de su boda. —Pues yo no —contestó Brooke, notando que le temblaban los músculos del estómago. Billings soltó un soplido mientras acababa de abrochar los botones. —Ya está, éste es el último. —Menos mal —masculló Brooke, y se dirigió a una silla antes de que Billings lograra detenerla. —No, no, no, nada de eso. No pienso permitir que se arrugue la falda. —Por el amor de Dios, Billings… —Una tiene que sufrir de vez en cuando. Brooke respondió con un exabrupto. Billings levantó las cejas y agarró el cepillo del tocador.

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—Bonita forma de hablar para una novia virginal. —Yo no soy una novia virginal —Brooke se apartó antes de que pudiere pasarle el cepillo—. Tengo veintiocho años —continuó mientras se paseaba por la habitación—. Debo de estar loca, debo de estar absolutamente chiflada. Ninguna mujer en su sano juicio acepta casarse con un hombre en una hamburguesería. —Va a casarse en el jardín de la señora Thorton —puntualizó Billings—. Y hace un día precioso. Su tono práctico hizo fruncir el ceño a Brooke. —Tampoco debí dejarme convencer por Claire. —¡Ja! —Brooke levantó las cejas al oír su exclamación. Billings la señaló amenazadoramente con el cepillo—. ¡Ja! —dijo otra vez, y Brooke cerró la boca—. Nadie la ha convencido de nada. Es usted una cabezota, terca y obstinada, y está temblando de miedo porque ahí abajo hay un joven tan cabezota, tan terco y obstinado como usted que va a hacerle sudar tinta. —Yo no estoy temblando de miedo —repuso Brooke, ofendida. Billings vio que se ponía colorada. —Está muerta de pánico. Brooke puso los brazos en jarras. —Parks Jones no me da ningún miedo. —¡Ja! —repitió Billings, acercando un taburete. Subiéndose a él, empezó a cepillarle el pelo—. Seguramente tartamudeará y le saldrá un gallito cuando diga «sí, quiero», como a una boba que no sabe lo que quiere. —Yo no he tartamudeado en toda mi vida —Brooke enunció puntillosamente cada palabra y miró con enojo el reflejo de ambas en el espejo—. Y nada hace que me salgan gallitos. —Ya veremos —muy satisfecha de sí misma, Billings le atusó la hermosa melena suelta. Después prendió en ella una delicada guirnalda de hibiscos blancos y rosas. Se había quejado de que unos lirios del valle o unos capullos de rosa serían más apropiados, pero en el fondo pensaba que aquellas flores exóticas eran maravillosas—. Bueno, ¿dónde están esos preciosos pendientes de perlas que le regaló la señora Thorton? —Allí —enfurruñada todavía, Brooke señaló el pequeño joyero que contenía el regalo de Claire. Deberían haberse escapado, como había sugerido Parks, pensó. ¿Qué le había hecho pensar que quería todas aquellas complicaciones? ¿Por qué había creído que quería casarse? Mientras los nervios empezaban a agitarse otra vez, sorprendió la mirada irónica de Billings. Levantó la barbilla. —Pues póngaselos —ordenó el ama de llaves con las perlas rosadas en la palma de la mano—. El señor Jones ha sido muy listo enviándole flores a juego con ellos.

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—Si tanto le gusta, ¿por qué no se casa usted con él? —masculló Brooke mientras se ponía los pendientes con dedos temblorosos. —Porque supongo que va a hacerlo usted —contestó Billings enérgicamente, y tragó saliva. Tenía un nudo en la garganta—. Aunque no tenga velo, ni cola como Dios manda —tenía ganas de darle un beso en la mejilla, pero sabía que si lo hacía sólo conseguiría que ambas se debilitaran—. Vamos, pues —dijo—. Es la hora. «Todavía puedo arrepentirme», se dijo Brooke mientras dejaba que Billings tirara de ella por el pasillo. «Todavía hay tiempo. Nadie puede obligarme a pasar por esto». El hormigueo de nerviosismo que sentía en el estómago se había convertido en una especie de calambre. «No puedo salir a ese jardín de ninguna manera». ¿Cómo era el dicho?, se preguntó. «Cásate con prisas y tendrás todo el tiempo del mundo para arrepentirte». Ella iba a casarse con prisas, no había duda. Hacía sólo cuatro días que Parks se lo había pedido. Cuatro días. Tal vez el mayor error había sido decírselo a Claire. Santo cielo, nunca había visto a nadie moverse tan deprisa. Llegó a la conclusión de que debía de estar en estado de shock cuando permitió que Claire la arrastrara a hacer planes y preparativos. Una ceremonia íntima en su jardín, un banquete con champán. ¿Escaparse? Claire había desdeñado aquella idea con un solo ademán. Escaparse era cosa de adolescentes estúpidos. ¿Y acaso no sería precioso casarse con traje de novia? Brooke se había descubierto atrapada en su red. Y allí seguía. Pero no, se dijo cuando Billings y ella llegaron al pie de las escaleras. Lo único que tenía que hacer era dar media vuelta y salir por la puerta. Podía meterse en su coche y marcharse, sencillamente. Como hacían los cobardes. Cuadrando los hombros, rechazó aquella idea. No huiría; saldría al jardín y explicaría con mucha calma que había cambiado de opinión. Sí, con eso bastaría. «Lo siento mucho», pensó, ensayando para sus adentros, «pero he decidido no casarme». Hablaría con mucha calma y mucha firmeza. —¡Ah, Brooke! Estás preciosa —y allí estaba Claire, vestida en seda azul clara, con una pátina de lágrimas en los ojos. —Claire… —Absolutamente preciosa. Ojalá hubieras dejado que tocaran la marcha nupcial. —No, yo… —No importa, mientras tú seas feliz —pegó su mejilla a la de Brooke—. Es una bobada, pero me siento como una madre. Imagínate, sentir por primera vez el instinto maternal a mis años. —Oh, Claire… —No, no, no voy a ponerme llorona ni sentimental, porque se me estropearía el maquillaje —se apartó, sollozando—. No todos los días soy dama de honor. —Claire, quiero que… —Están esperando, señora Thorton.

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—Sí, sí, claro —apretó rápidamente la mano de Brooke y salió a la terraza. —Ahora usted, señorita Gordon. Brooke se quedó donde estaba, preguntando si no preferiría, después de todo, tomar el camino de los cobardes. Billings le puso una mano en la espalda con firmeza y la empujó. Brooke se descubrió en la terraza, cara a cara con Parks. Él tomó su mano. Se la llevó a los labios con firmeza. Brooke se fijó en sus ojos, seguros, sonrientes. Parks llevaba un traje gris perla, más formal que cualquier otro que le hubiera visto Brooke. Sus ojos, en cambio, tenían la misma intensidad que Brooke veía en ellos cuando esperaba un lanzamiento. Se descubrió caminando con él por el centro de la terraza rodeada de flores y árboles ornamentales, capricho de Claire. «Todavía hay tiempo», pensó Brooke cuando el sacerdote comenzó a hablar con voz pausada y clara. Pero no pudo abrir la boca para detener lo que estaba ocurriendo. Siempre recordaría aquellos olores. El perfume a jazmín y vainilla, el dulce aroma de los alhelíes. No veía las rosas, en cambio, porque sus ojos estaban fijos en los de Parks. Él repetía las palabras del sacerdote, aquellas palabras repetidas incontables veces por incontables parejas. Ella, sin embargo, las oía como si hubieran sido pronunciadas por primera vez. Amor, honor, entrega. Sintió que el anillo se deslizaba en su dedo. Lo sintió, pero no lo vio, porque no podía apartar los ojos de los de Parks. Un pájaro empezó a trinar entre las ramas de un cerezo. Oyó su propia voz, fuerte y segura, repitiendo las mismas promesas. Y su mano colocó el símbolo de sus votos en el dedo de Parks, sin temblor alguno. Un compromiso, una promesa, un regalo. Luego sus labios se juntaron para sellarlo. «Iba a huir», recordó. —Te habría atrapado —murmuró Parks contra su boca. Atónita y molesta, Brooke se apartó. Él le sonreía con las manos aún entre su pelo. Para desconcierto de los invitados que ocupaban el apacible y fragante jardín, Brooke lanzó una maldición y le echó los brazos al cuello, riendo. —¡Eh! —Snyder dio a Parks un firme empujón—. ¡Deja sitio!

La idea que tenía Claire sobre una reunión íntima ejemplificaba a la perfección hasta qué punto era capaz de quedarse corto un productor. Aunque no se molestó en contar cabezas, Brooke calculó que había más de cien invitados «absolutamente imprescindibles». En realidad descubrió que no le molestaba: la fiesta era su regalo para Claire. Había una fuente de champán burbujeante, una tarta rosa y blanca de

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cinco pisos y bandejas de plata llenas de comida por las que, por una vez, Brooke no mostró ningún interés. Lo cual fue una suerte, porque se vio arrastrada de un invitado al siguiente y recibió besos, abrazos y felicitaciones hasta que todo se convirtió en un torbellino de colores y sonidos. Conoció a la madre de Parks, una mujer menuda y exquisita que la besó en la mejilla y rompió a llorar. Su padre le dio un fuerte abrazo y murmuró que ahora que se había casado, Parks se dejaría de bobadas y entraría en la empresa. Brooke descubrió que había heredado una familia entera de golpe: una familia grande y bulliciosa que no se amoldaba en absoluto a las fantasías de su infancia. Entre toda aquella confusión, sólo vio de lejos a Parks mientras pasaba de primo en primo para ser medida, sopesada y debatida como una nueva y fascinante adquisición. —Dejad a la chica un momento —una mujer recia, de cabello plateado, apartó a los demás con ademán imperioso—. Estos Jones son una panda de bobos —suspiró y luego miró a Brooke de arriba abajo—. Soy tu tía Lorraine —dijo, y le tendió la mano. Brooke aceptó el apretón y comprendió de manera instintiva que aquel gesto era más sincero y más íntimo que todos los besos que había recibido. Luego, de pronto, se acordó. —La moneda de oro. Lorraine sonrió, complacida. —Te lo ha contado, ¿eh? En fin, es un buen chico… más o menos —levantó una ceja recta y severa—. No te tratará mal, ¿verdad? Brooke sacudió la cabeza, sonriendo. —No, señora, en absoluto. Lorraine asintió y le dio una palmadita en la mano. —Bien. Espero que vayáis a visitarme dentro de seis meses. Una pareja necesita ese tiempo para resolver los primeros problemillas. Ahora, si yo fuera tú, agarraría a mi marido y me largaría cuanto antes de esta jaula de grillos —con aquel consejo, se alejó. Brooke sintió una primera punzada de afecto por su nueva familia. Aun así, pareció que pasaban horas antes de que pudieran escaparse. Brooke tenía intención de subir a cambiarse, pero, viendo una oportunidad, Parks la llevó fuera, la montó en su coche y arrancó. Al detenerse ante la puerta de la casa de Brooke, suspiró. —Lo conseguimos. —Hemos sido muy groseros —dijo ella. —Sí. —Y muy listos —inclinándose, lo besó—. Sobre todo porque has conseguido traer una botella de champán.

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—Soy muy rápido con las manos —explicó él al salir del coche. Brooke se rió, pero sintió un nuevo hormigueo de intranquilidad mientras subían por el camino. Parks le había dado la mano. Ella sentía en la piel la leve y extraña presión del anillo de boda. —Hay un problema —comenzó a decir, haciendo a un lado aquella sensación— . Me has sacado de la fiesta sin mi bolso —miró a la puerta y luego a Parks—. No tengo llaves. Parks se metió la mano en el bolsillo y sacó la suya. Un leve ceño frunció la frente de Brooke cuando recordó que ahora él tenía la llave de la puerta. La llave de su vida. Aunque notó su reacción, él no dijo nada, se limitó a meter la llave en la cerradura. La puerta se abrió sin hacer ruido. Parks levantó a Brooke en brazos, ella se echó a reír y aquel sutil desencuentro quedó olvidado. —No sabía que estuvieras tan chapado a la antigua —murmuró ella, besándole el cuello—, pero… —se interrumpió al oír un ladrido agudo y chillón. Asombrada, miró hacia abajo y vio que un perrillo marrón con el hocico negro correteaba alrededor de los pies de Parks y de vez en cuando se abalanzaba hacia sus tobillos—. ¿Qué es eso? —logró preguntar. —Tu regalo de boda —él apartó con el pie al cachorro, haciéndolo rodar por la alfombra—. ¿Te parece suficientemente feo? Brooke miró la cara chata del perrillo. —Oh, Parks… —susurró, casi llorando—. Qué tonto eres. —E.J. debió de traerlo hace una hora, si ha cumplido el horario previsto. El tipo de la perrera me tomó por loco cuando le dije que quería uno lo más feo posible. —¡Te quiero! —Brooke le apretó con fuerza el cuello y luego se desasió de sus brazos. Con su vestido de boda de raso, se arrodilló en el suelo para jugar con el cachorro. Parecía muy joven, pensó Parks mientras ella hundía la cara en el pelo del perrillo, demasiado joven. ¿Por qué se empeñaba él en dejar al descubierto sus debilidades si luego no estaba seguro de cómo manejarlas? Había mucha dulzura en ella, y sin embargo ¿se sentía él más a gusto cuando se mostraba arisca? Era a la mezcla, pensó al arrodillarse a su lado, a aquella mezcla fascinante a lo que no podía resistirse. —Nuestro primer hijo —Brooke se rió cuando el cachorro se tumbó, exhausto, sobre la alfombra. —Tiene tu nariz. —Y tus pies —replicó ella—. Va a ser enorme, a juzgar por lo grandes que son. —A lo mejor puedes sacarlo en algún anuncio de comida para perros — comentó él, haciéndola levantarse. La besó suavemente en la mejilla y después pasó los labios por su mandíbula, hasta el otro lado de la cara. Sintió el súbito temblor de su aliento en la piel—. El champán se está calentando —murmuró.

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—No tengo sed. Parks la llevaba lentamente hacia las escaleras mientras seguía depositando leves besos en su cara, sin tocar sus labios ardientes y ávidos. Empezaron a subir sin prisas y Parks fue desabrochando aquella larga hilera de botones. —¿Cuántos hay? —murmuró contra su boca. —Docenas —respondió Brooke y le aflojó la corbata cuando llegaron a mitad de la escalera. Los dedos de Parks eran hábiles. Antes de que llegaran a la puerta del dormitorio, le había bajado el vestido hasta la cintura. Brooke le quitó la chaqueta y, mientras mordisqueaba su cuello, le sacó la camisa de la cinturilla de los pantalones. —¿Vas a besarme de una vez? —preguntó, jadeante. —Mmm-hmm —pero él se limitó a hacerla enloquecer pasando los labios por su hombro mientras apartaba el vestido de raso. Luego se lo quitó, pasando lentamente las manos por su cuerpo hasta que quedó convertido en un montón de tela blanca a sus pies. Jugueteó con las prendas de encaje que llevaba ella: prendas minúsculas y transparentes, diseñadas para atormentar a los hombres. Intentaba dominarse mientras se dejaba atormentar. Siempre había aquella última pugna por conservar el control, antes de perderse en ella. Los dedos de Brooke se deslizaron por sus costillas desnudas y rozaron su tripa antes de que encontrara el botón de sus pantalones. Ella oyó que contenía el aliento bruscamente. Luego, sus manos se volvieron más exigentes. Ansiosa, se tumbó en la cama arrastrándolo consigo. ¿Por qué había tanta desesperación, ahora que estaban tan firmemente unidos el uno al otro? Aunque ninguno de los dos lo comprendía, ambos sentían lo mismo. El ansia de tocar, de saborear. De poseer. Abandonaron la ternura y una pasión ávida y primitiva ocupó su lugar. Los besos provocativos se detuvieron bruscamente cuando sus bocas se encontraron con ardiente dureza. Las manos de Brooke buscaban debilidades con la misma pericia que las de Parks. Cada gemido producía un nuevo estremecimiento de excitación, cada suspiro aumentaba el deseo torturante, hasta que ninguno de ellos supo ya si aquellos sonidos eran de placer o de desesperación. Y ambos se negaban a sucumbir al fuego. Parks encontró sus pechos tensos y firmes. Los buscó ansiosamente con la boca y una punzada desgarradora de placer atravesó a Brooke. Mientras gemía, vencida, lo atrajo hacia sí y comenzó a moverse sinuosamente bajo su cuerpo, hasta que Parks se perdió en su sabor. Piel con piel, el ritmo se aceleró. Se hizo cada vez más rápido, hasta que estuvieron jadeantes. Y sin embargo no se rindieron aún. Brooke pasó las manos por su espalda húmeda, por los músculos tensos que acentuaban su extraordinaria fortaleza. Pero la fortaleza física carecía de significado en las arenas movedizas de la pasión, de las que era imposible escapar. Estaban ambos atrapados en ellas, ambos incapaces de liberarse.

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Ella se movió con súbita fuerza y quedaron entrelazados, uno junto al otro. Brooke se apoderó de su boca, la devoró con la misma ansia con que era devorada, se apropió de ella tan ciegamente como Parks de la suya. Su melena caía sobre ellos, cubriendo sus caras. Parks no podía respirar sin respirarla a ella. Si hubiera podido pensar, se habría imaginado absorbido por ella. Pero ninguno de los dos pensaba, y el deseo se había vuelto demasiado grande para seguir resistiéndose a él. Brooke se dejó llevar cuando Parks la cambió de postura y, sin dejar de besarla, la penetró con algo próximo a la violencia. Luego sólo hubo velocidad y calor, y una fuerza que los impulsaba a ambos más allá de todo, salvo de ellos dos.

—¿Es normal que te desee cada vez más? —preguntó Brooke en voz alta. —Mmm —Parks no quería apartarse del cálido confort de su cuerpo. Yacía bajo él, apretada contra el colchón—. Por favor, no dejes de hacerlo. Estaba oscureciendo. La luz que se colaba por las ventanas era suave. Pronto sería de noche. Su noche de bodas. Y sin embargo Brooke seguía sintiéndose como una amante. ¿Cómo sería sentirse como una esposa? Levantó la mano y miró el anillo de su dedo. Tenía incrustados diamantes y zafiros que brillaban suavemente a la luz del crepúsculo. —No quiero que mañana sea distinto —pensó en voz alta—. No quiero que esto cambie. Parks levantó la cabeza. —Todo cambia. Te enfadarás si uso toda el agua caliente para ducharme. Y yo me enfadaré si tú te bebes todo el café. Brooke se echó a reír. —Tienes un talento especial para simplificar las cosas. —Son los inconvenientes cotidianos de una relación de pareja, señora Jones — dijo él, y la besó. Los ojos que habían empezado a cerrarse para el beso se abrieron como platos. —Jones —repitió—. Había olvidado ese detalle —se quedó pensando un momento—. Me recuerda a tu madre… Aunque fue muy amable, claro. Parks sofocó la risa. —No te preocupes. Y recuerda que vive a cinco mil kilómetros de aquí. Brooke se tumbó encima de él. —Tienes una familia estupenda. —Sí, y no conviene que nos mezclemos con ellos más de lo necesario.

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—Bueno… —Brooke apoyó la cabeza sobre su pecho—. No. Al menos, de momento —añadió, pensando en su tía. Se relajó de nuevo cuando él empezó a acariciarle el pelo lánguidamente—. Parks… —¿Hmm? —Me alegro de que decidiéramos venir aquí en lugar de irnos de viaje. —En Navidad iremos a Maui un par de semanas. Quiero que veas mi casa. Brooke pensó en su agenda si decidía dirigir la película para televisión, como quería Claire. De un modo u otro conseguiría esas dos semanas de vacaciones. —Te quiero. La mano de Parks se detuvo un momento. Luego la apretó con más fuerza. Brooke no decía a menudo aquellas dos palabras. —¿Te he dicho ya lo guapa que estabas cuando Billings te sacó a empujones a la terraza? Brooke levantó la cabeza. —¿Lo viste? Parks sonrió mientras seguía el contorno de su oreja con un dedo. —Es curioso, no esperaba que estuvieras tan aterrorizada como yo. Brooke lo miró un momento. Luego una sonrisa curvó sus labios. —¿De veras estabas aterrorizado? —Media hora antes de la boda, hice una lista de razones por las que debía suspenderla. Ella levantó una ceja. —¿Y eran muchas? —Perdí la cuenta —contestó él, pero no hizo caso al ver que ella entornaba los ojos—. Sólo se me ocurría una buena razón para seguir adelante. —¿Ah, sí? —levantó la barbilla y sacudió la cabeza—. ¿Y cuál era? —Que te quiero. Brooke apoyó la frente en la suya. —Conque sí, ¿eh? —Es la única que se me ocurría —pasó una mano por su cadera—. Aunque se me están ocurriendo dos o tres más. —Mmm. Como que será bueno para la campaña —comenzó a frotar la nariz justo detrás de su oreja. —Oh, claro. Esa es la primera razón de mi lista —Parks gruñó al sentir un primer estremecimiento—. La segunda es que así tendré a alguien que me ordene los calcetines.

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—De ésa puedes olvidarte —murmuró Brooke mientras se deslizaba hacia su hombro—. Claro que así tendrás mejor sintonía con el director cuando hagas esa película para la tele. —Aún no he decidido hacerla —sus piernas se enredaron con las de ella cuando cambiaron de postura—. ¿Tú sí? —Todavía no —sus ideas comenzaron a zozobrar cuando Parks tocó sus pechos—. Pero tú deberías hacerlo. —¿Por qué? Ella abrió los ojos perezosamente. —No debería decírtelo. Intrigado, Parks se apoyó en el codo y se puso a juguetear con su pelo. —¿Por qué no? Ella suspiró un poco y se encogió de hombros. —Lo último que necesitas es alguien que alimente tu ego. —Adelante —la besó en la nariz—. Puedo soportarlo. —Maldita sea, Parks, eres bueno. Él se detuvo cuando iba a enrollarse un mechón de su pelo en el dedo y la miró fijamente. —¿Qué has dicho? Brooke volvió a cambiar de postura. —Bueno, no quiero decir que puedas actuar —comenzó a decir—. No empieces a hacerte ilusiones. Él sonrió al ver que Brooke levantaba una ceja con ironía. —Eso está mejor. —Tienes buena presencia ante la cámara —continuó ella—. ¿Tienes idea de cuántas estrellas se mantienen en la cima únicamente haciendo de sí mismas? — Parks gruñó algo, más interesado en la curva de su cuello—. Tú sabes sacarte partido, Parks —insistió Brooke, apartándolo un momento—. Y si durante un tiempo al menos sólo haces papeles que se amolden a tu carácter… en fin, cuando estés listo para retirarte del béisbol podrías dedicarte a actuar. Él empezó a reírse, pero se detuvo al ver su mirada. —¿Lo dices en serio? Brooke lo miró fijamente. Luego soltó un largo suspiro. —Dentro de un par de semanas, cuando tenga que dirigirte, voy a odiarme, pero sí: eres muy, muy bueno, y deberías pensártelo. Y si te das aires de grandeza cuando te diga que repitas una toma doce veces, te… —¿Qué harás? —la desafió él.

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—No sé —contestó ella, amenazante—. Pero será algo despreciable. Él le lanzó una sonrisa maliciosa. —¿Me lo prometes? Como no podía parar de reír, Brooke le hizo rodar y acabó tumbada otra vez sobre él. —Sí. Y ahora voy a hacerte el amor hasta que se te disuelvan los huesos. —¿Eso está en mi contrato? —preguntó él. —Desde luego que sí.

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Capítulo 12 Era noviembre, pero Los Ángeles sufría una ola de calor que derretía la paciencia y achicharraba los nervios. Brooke no era una excepción. Parks y ella habían pasado diez días de aislamiento antes de que volviera a trabajar, pero esos días no habían estado exentos de problemas. «Nada lo está», se recordó mientras se abrochaba la blusa. ¿Qué necia creía que una luna de miel sí lo estaría? Ella, reconoció de mala gana mientras descargaban la grúa de la cámara. Claro que ¿hasta qué punto había pensado de verdad en los ajustes y cambios que tendrían que hacer, en los pequeños inconvenientes cotidianos, como los había definido Parks, que componían un matrimonio? Ella había asumido el apellido de Parks y, aunque mantendría el suyo para trabajar, los documentos legales los firmaría como Brooke Jones. Él había renunciado a su apartamento y se había mudado a su casa. Ella tenía su nombre y él la llave de su casa. ¿Por qué tenía la sensación de estar cuadrando un balance? Exasperada, se pasó el brazo por la frente. ¿Era eso el matrimonio, se preguntó, una serie de cuentas y balances? Hacía apenas tres semanas que estaba casada. Debería sentirse dichosa, estar resplandeciente. Pero se sentía frustrada, irritada e inquieta, quizá más aún porque sabía que Parks era tan poco dichoso como ella. Sacudiendo la cabeza, se dijo que debía dejar de pensar en aquello. Llevar sus problemas personales al trabajo no los resolvería. Seguramente los empeoraría, puesto que estaba dirigiendo a Parks. —Vamos, E.J., quiero ver el encuadre —sentada en el cesto de la grúa, a su lado, hizo una seña al operador para que los subiera. Bajo ellos se extendía una playa dorada. Las olas se alzaban blancas y espumosas, reflejando el brillo del sol y proyectando un arco iris. Brooke creyó sentir el vaho que despedía la carcasa caliente de la cámara. —Está bien, quiero un plano amplio cuando empiece. Luego enfócalo, pero no demasiado. Con este encuadre tendremos un buen perfil del caballo. Su piel contrasta bien con la tela de los vaqueros. Controla la velocidad. Quiero que sea tan lento que veamos moverse cada músculo. —¿De Parks o del caballo? —preguntó E.J. con una sonrisa. —De los dos —contestó Brooke, cortante, e hizo una seña para que los bajaran. Se limpió las palmas sudorosas en los pantalones y se acercó a Parks, que esperaba vestido únicamente con unos vaqueros ceñidos y de cintura baja—. Estamos listos. —Muy bien —Parks le lanzó una mirada larga y fija mientras enganchaba los pulgares en los bolsillos delanteros de sus pantalones. Ignoraba por qué estaba insatisfecho, o por qué sentía la necesidad de irritar a Brooke. Desde hacía un par de días la tensión no había dejado de aumentar entre ellos, acumulándose y cambiando de forma como una tormenta eléctrica. No había habido, sin embargo, ningún

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estallido de truenos, ningún relámpago que disipara la presión—. ¿Qué es lo que quieres? —Ya has visto el guión —le recordó ella. —¿No vas a decirme cuál es mi motivación? —No te pases de listo, Parks —le espetó ella—. Hace demasiado calor. —Sólo quería asegurarme de que sé lo que tengo que hacer para que no me hagas repetirlo media docena de veces. En los ojos de Brooke brilló un destello de ira que ella sofocó por la fuerza. No pensaba permitir que Parks forzara una escena. —Lo harás veinte veces si yo lo considero necesario —dijo con toda la calma que pudo—. Ahora súbete al caballo y galopa derecho por la orilla. Y disfruta. —¿Es una orden? —murmuró él con engañosa suavidad. —Es una directriz —contestó ella con firmeza—. La directora soy yo. Tú eres el protagonista. ¿Entendido? —Sí, entendido —la apretó contra sí y la besó con violencia. Sintió en la mano la humedad de su blusa, la rigidez airada de su cuerpo y la blandura de sus pechos. ¿Por qué estaba enfadado?, se preguntó mientras su mal humor seguía creciendo. ¿Por qué sentía que al mismo tiempo la arrastraba hacia sí y la empujaba a alejarse de él?—. ¿Has entendido tú eso? —preguntó y, dando media vuelta, montó en el caballo. Brooke lo miró con rabia (un hombre medio desnudo a horcajadas sobre un caballo alazán) y Parks le sonrió con aquel engreimiento que ella amaba y detestaba a un tiempo. Hacerle pagar por aquel pequeño triunfo sería un placer. Brooke giró sobre sus talones y volvió con el equipo. —Toma uno —ordenó, y luego esperó mientras pensaba en su venganza. Tomó el altavoz que le pasó su ayudante—. ¡A vuestros puestos! —Parks dejó que el caballo se adentrara en la orilla. Mientras lo observaba, Brooke se forzó a dejar en suspenso sus sentimientos íntimos y a pensar y sentir únicamente como directora—. Preparados. ¡Acción! «Está magnífico», pensó con un arrebato de orgullo e irritación. Parks emprendió un galope ligero y suave. El caballo pateaba las olas y el agua llegaba hasta muy alto. Las gotas relucían sobre su piel, tan morena que se confundía con el color del caballo. El viento que levantaba el galope agitaba el pelo de Parks y la crin del alazán. La fuerza, la elegancia de movimientos, la simplicidad de dos animales bellísimos… Brooke no necesitaba efectos especiales para saber cómo quedaría a cámara lenta. —Corten. ¿E.J.? —Fantástico —dijo él—. Las ventas de los vaqueros de Marco acaban de subir un diez por ciento.

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—Vamos a asegurarnos —se tiró de la espalda de la camisa húmeda y se acercó a Parks, que esperaba aún montado en el caballo. «Ha sido fantástico», pensó, «pero no perfecto». Al verla, Parks interrumpió su conversación con el entrenador del animal. —¿Y bien? —Ha estado bastante bien. Vamos a hacerlo otra vez. —¿Por qué? Ella ignoró la pregunta y acarició distraídamente el cuello terso del alazán. —Quiero que mires la playa mientras montas… hacia allí —esta vez no quería un erotismo cómodo y desinhibido, sino un asomo de lejanía, el atractivo del hombre solitario, aderezado con una sensualidad reconocible para cualquier mujer mayor de doce años. Parks se removió en la silla sin dejar de mirarla a los ojos. —¿Por qué? —Tú limítate a montar a caballo, Parks —respondió ella—. Deja que sea yo quien venda los pantalones. Él desmontó muy despacio. El entrenador recordó de pronto que tenía que hacer algo en otra parte. Tras ellos, los miembros el equipo parecieron de pronto muy atareados. Parks sujetó las riendas con una mano mientras Brooke y él se medían con la mirada. —¿Alguna vez se te pasa por la cabeza pedir las cosas? —dijo él en voz baja. —¿Se te pasa a ti por la cabeza seguir instrucciones? —replicó ella. Parks sintió cómo se secaba la sal sobre su piel. —Es una lástima que nunca hayas sabido trabajar en equipo, Brooke. —Esto no es un partido de béisbol —replicó ella, enfureciéndose—. Todos tenemos un trabajo que hacer. Y el tuyo consiste en hacer lo que te diga. El destello de ira que brilló en los ojos de Parks armonizaba perfectamente con el ánimo de Brooke. Ella estaba buscando pelea, quería que se gritaran y que sus gritos desgarraran la tensión de esos últimos días. Separando las piernas, se preparó para atacar y defenderse. —No —dijo él con una calma repentina que la dejó en desventaja—, ése no es mi trabajo. Mi trabajo es promocionar la ropa de Marco. —Y eso es lo que te estoy diciendo que hagas —se forzó a mimetizar su tono, aunque tenía ganas de gritar—. Si quieres portarte como una prima donna, espera a que hayamos acabado. Habla con tu agente, si tienes quejas. Parks la agarró bruscamente del brazo antes de que pudiera alejarse. —Estoy hablando con mi mujer. Con el corazón palpitándole en la garganta, ella miró la mano que la sujetaba.

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—Con tu directora —puntualizó con frialdad, mirándolo a los ojos—. Mi equipo tiene calor, Parks. Quiero acabar esto antes de que alguien se desmaye. Él la apretó con más fuerza, pero vio que tenía la cara acalorada y sudorosa. —No hemos acabado —le dijo al soltarla—. Esta vez, vas a tener que revisar bien las normas —montó a caballo y se alejó antes de que a ella se le ocurriera un comentario apropiado. Brooke frunció el ceño mientras volvía a la grúa. —Toma dos.

Parks no podía explicar su enfado de manera lógica y sucinta. Sólo sabía que estaba furioso. Mientras caminaba por los pasillos de la oficina de Brooke, sólo había una cosa que lo impulsaba: desahogar su furia con ella. No sabía exactamente por qué quería desahogarse, pero habría buscado pelea con ella después del rodaje si Brooke no se hubiera marchado sin avisarlo. Aunque no le hacía ninguna gracia hablar con ella en su despacho, se había enfrentado muchas veces a un contrincante en su propio terreno. Tenía experiencia. Lo único que tendría que hacer sería tomar primero la ofensiva. Pasó junto a la secretaria de Brooke sin decir palabra y empujó la puerta del despacho. Estaba vacío. —Lo siento, señor Jones —la secretaria se acercó apresuradamente, advertida por el brillo amenazante de sus ojos—. La señorita Gordon… la señora Jones no está. —¿Dónde está? —preguntó él, cortante. —Eh… Puede que en el despacho de la señora Thorton. Si espera un momento, lo comprobaré… —pero él ya había salido con paso largo y decidido. La secretaria empezó a mordisquearse la uña del dedo índice. Parecía que Brooke estaba en apuros. Qué suerte tenían algunas, pensó antes de volver a su mesa. Menos de cinco minutos después, Parks pasó junto a las gemelas de la oficina contigua al despacho de Claire y abrió la puerta de éste sin llamar. —¿Dónde está Brooke? —preguntó sin molestarse en saludar a Claire o a su agente. —Buenas tardes, Parks —dijo Claire tranquilamente—. ¿Te apetece un té? — siguió llenando la taza de Lee como si él no la estuviera mirando con furia. Parks echó un rápido vistazo al elegante servicio de té. —Estoy buscando a Brooke. —Pues me temo que aquí no vas a encontrarla —Claire dio un sorbo a su té y luego ofreció a Lee un plato de pastas de coco—. Se marchó hace media hora. ¿Te apetece una pastita, Parks? —No… —logró a duras penas contenerse—. Gracias. ¿Adónde fue?

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Claire mordisqueó la pasta y se limpió los dedos con una servilleta rosa de hilo. —¿No dijo que se iba a casa, Lee? —Sí. Y estaba de tan mal humor como él —lanzó a su cliente una blanda sonrisa antes de engullir un dulce. —Sí, ¿verdad? —Claire cruzó las manos sobre el regazo—. Dime una cosa, querido, ¿os habéis peleado? —No, no nos hemos peleado —masculló Parks. No sabía muy bien qué había pasado entre ellos. De pronto pensó que su agente y su productora parecían sentirse a sus anchas en el pequeño sofá de dos plazas—. ¿Qué estáis tomando? —preguntó. —Té —Claire sonrió secamente. —¿Por qué no te sientas y te calmas un poco? —sugirió Lee—. Da la impresión de que acabas de jugar nueve entradas enteras. —Hemos estado rodando en la playa —murmuró Parks. ¿Estaba enlazando Lee Dutton a Claire Thorton con el brazo o eran imaginaciones suyas? —¿Ha ido bien el rodaje? —preguntó Claire, divertida al ver su expresión. —Por lo visto, Brooke estaba satisfecha. —Por lo visto —murmuró Claire, y le lanzó una mirada directa—. ¿Cuándo vais a relajaros y a disfrutar de una vez por todas? Parks frunció el ceño. —¿Qué quieres decir? —Quiero decir que en toda mi vida he visto a dos personas que pasen tanto tiempo pinchándose la una a la otra. —¿Así lo llamas tú? —masculló él, metiéndose las manos en los bolsillos. —A falta de un término mejor —Claire dejó cuidadosamente su taza sobre el platillo—. Me doy cuenta, desde luego, de que los juegos de poder son una parte esencial de vuestra relación, y de que resulta en cierto modo estimulante, pero ¿no crees que es hora de que seáis una familia, además de contrincantes? —sin apartar la mirada, Claire se acurrucó en el brazo de Lee. Parks se quedó mirándola un minuto entero. Juegos de poder, repetía para sus adentros. Sí, desde luego, aquello era una parte sustancial de su relación. Los dos buscaban fortaleza, desafío, y habrían perdido el interés de no encontrar esa mezcla. Pero en cuanto a lo demás… Una familia… ¿Qué era lo que se agitaba insidiosamente al fondo de su mente? ¿Acaso no era cierto que no lograba acostumbrarse a la idea de que estuvieran viviendo en casa de Brooke, rodeados de sus cosas? Todavía se sentía incómodo, como un invitado. Mientras volvía a enojarse, recordó que habían hablado de ir a Maui. Él le había dicho que quería que viera su casa. Pero… Al tiempo que buscaba una excusa, comprendió que no encontraría ninguna. Dio media vuelta, se acercó a la ventana y miró fuera con el ceño fruncido.

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—No creo que Brooke esté preparada para tener una relación de ese tipo. Claire contestó con una palabra malsonante y Parks se volvió, divertido a medias. Lee se limitó a tomar otro dulce. —Lleva toda su vida buscando una familia. Tú lo sabes, aunque no sepas nada más de ella —Claire se levantó. De pronto estaba enfadada—. ¿Es posible que dos personas vivan juntas y no entiendas las necesidades y los sufrimientos del otro? ¿Qué te ha contado Brooke de su infancia? —Casi nada —comenzó a decir Parks—, pero… —¿Qué le has preguntado tú? —dijo Claire con aspereza—. Y no me digas que no querías entrometerte en sus asuntos —se apresuró a decir, atajándolo—. Eres su marido, tienes que entrometerte. Puedes ser lo bastante educado como para respetar su intimidad, pero así nunca sabrás qué necesita de verdad de ti. —Sé que necesita saber que tiene cosas suyas —contestó él—. No importa que sea una taza desportillada o una mesa Hepplewhite, mientras sean suyas. —¡Cosas! —exclamó Claire, airada—. Sí, necesita cosas. Bien sabe Dios que no las tuvo de niña, y que la niña que lleva dentro todavía sufre por ello. Pero sólo son un símbolo de lo que quiere de verdad. Brooke entró aquí a los dieciocho años con unos pocos dólares en el bolsillo y muchas agallas. Alguien a quien creía amar se lo había quitado todo, y no estaba dispuesta a permitir que eso volviera a ocurrir —su boca se tensó, sus ojos se empañaron al recordar—. Es cosa tuya demostrarle que no será así. —Yo no quiero quitarle nada —replicó Parks con vehemencia. —Pero quieres que te dé cosas —dijo Claire. —Claro que sí, maldita sea. La quiero. —Entonces escúchame. Brooke ha luchado toda su vida por tener algo suyo, por tener alguien que le perteneciera. Ahora tiene cosas. Se las ha ganado. Si quieres compartirlas con ella, si quieres compartir su vida, conviene que tengas algo muy especial que ofrecerle a cambio. Porque el amor no es suficiente. —¿Y qué sería suficiente? —replicó Parks, furioso porque le estuviera reprendiendo una persona a la que le doblaba el tamaño. —Más te vale averiguarlo. Parks se quedó mirándola un momento más. —Está bien —dijo con frialdad, y se marchó sin decir nada más. Lee se levantó del sofá y se acercó a Claire. Ella estaba sofocada por el enfado. Sus ojos de un azul desvaído tenían una mirada gélida. —¿Sabes? —dijo Lee, observándola—, nunca antes te había visto tan enfadada. —No suelo perder los nervios —Claire se atusó el pelo—. Jóvenes… —dijo, como si aquello lo explicara todo.

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—Sí —Lee la agarró de los hombros y la hizo darse la vuelta—. No saben lo que tienen —su cara redonda se tensó en una sonrisa—. ¿Qué te parecería pasar el resto de tu vida con un agente artístico con sobrepeso? El hielo de los ojos de Claire se fundió, pero el rubor siguió allí. —Lee, creía que nunca ibas a preguntármelo.

Parks intentaba abrirse paso entre el tráfico de Los Angeles cuando oyó la primera noticia sobre el fuego. Su enfado con Claire, la exasperación que le producía que ella no hubiera dicho más que la verdad, se esfumaron al instante cuando oyó el final de un noticiario en el que se informaba de incendios de monte bajo en el cañón Liberty: a menos de una hora de la apartada casa de Brooke. No, ya no sentía ira, sino un miedo angustioso que hacía que las manos le resbalaran sobre el volante. ¿Se había ido ella a casa?, se preguntaba frenéticamente mientras adelantaba a un Ferrari. ¿Habría puesto la televisión, o la radio, o no estaría de humor? Después de un día de rodaje tenso y caluroso, a menudo sólo se duchaba y dormía durante una hora. Para recargar pilas, había dicho él alguna vez, en broma. Ahora la idea lo aterrorizaba. Al avanzar por la carretera de montaña empezó a notar un olor a hojas quemadas. Una leve neblina de humo se elevaba hacia el cielo por el este. Treinta minutos, calculó, pisando el acelerador. Cuarenta, si tenían suerte. Tardaría casi la mitad en llegar allí. No había viento que apresurara el fuego, se recordó mientras luchaba por conservar la calma. Aún no se consideraba un incendio en toda regla. Seguramente Brooke estaría recogiendo las cosas más importantes. Tal vez incluso se cruzaran por la carretera. Ella podía aparecer en cualquier momento, doblando una curva a toda velocidad. Irían a un hotel, resolverían aquel asunto. Claire tenía razón: él no había indagado suficiente. Al principio se había prometido a sí mismo llegar a conocer a Brooke por completo. Era hora de cumplir esa promesa. Ya casi podía sentir el sabor del humo espeso y negro que antecedía al fuego. Vio a un grupo de animales pequeños (conejos, mapaches, un zorro) bajar corriendo por el otro carril de la carretera. Así pues, el fuego estaba cerca. Demasiado cerca. ¿Por qué demonios no aparecía Brooke en su coche, camino de un lugar seguro? Parks recorrió los últimos veinticinco kilómetros en medio de un torbellino de miedo y velocidad. Tan pronto vio el coche de Brooke aparcado en el camino de entrada, salió del suyo y corrió hacia la casa. Tenía que estar dormida, pensó, si no se había dado cuenta de que el fuego se acercaba. Aunque no tuviera la radio puesta, el humo y el olor a quemado tendrían que haberle servido de advertencia. Parks abrió bruscamente la puerta y empezó a llamarla a gritos. La casa estaba en silencio. No se oían movimientos apresurados, cajones que se cerraban, nada que indicara que estaba recogiendo precipitadamente sus cosas. Parks

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iba subiendo los peldaños de la escalera de dos en dos cuando oyó ladrar al perro. Masculló una maldición, pero siguió subiendo. Estaba tan asustado por Brooke que se había olvidado del animal. Y su miedo volvió a crecer cuando vio que la cama estaba vacía. Estaba atravesando a toda prisa la planta de arriba sin dejar de llamarla cuando vio que algo se movía más allá de la ventana. ¿Era lluvia?, se preguntó, deteniéndose el tiempo justo para mirar. No, era agua, no lluvia. Se acercó a la ventana y vio a Brooke. El alivio que sintió se transformó de inmediato en exasperación, y la exasperación en furia. ¿Qué diablos estaba haciendo de pie en el jardín de atrás, regando el césped cuando el humo era tan denso que por el este ya no se veían los árboles? Abrió la ventana de un tirón y gritó a través de la mosquitera: —Brooke, ¿qué demonios estás haciendo? Ella miró hacia arriba, sobresaltada. —¡Parks! ¡Gracias a Dios! Baja a ayudarme, no tenemos mucho tiempo. ¡Y cierra la ventana! —gritó—. Podría entrar alguna chispa. ¡Date prisa! Él se puso en marcha a toda velocidad, dispuesto a zarandearla y a llevarla a rastras al coche. Cuando estaba a mitad de la escalera, saltó por encima de la barandilla y se dirigió a la puerta de atrás. —¿Qué estás haciendo? —preguntó otra vez. Pero en vez de zarandearla se descubrió abrazándola tan fuerte que le crujieron los huesos. Si no hubiera oído la radio, si ella se hubiera quedado dormida… Mil posibilidades desfilaron por su cabeza mientras la besaba frenéticamente. El súbito aullido del viento lo hizo volver en sí. Un cosquilleo de terror recorrió su espalda. El viento avivaría el fuego y alimentaría las llamas. El incendio se convertiría en una tormenta de fuego. —Tenemos que salir de aquí. Había empezado a arrastrarla cuando se dio cuenta de que ella se resistía. —¡No! —Brooke se apartó de él de un tirón y volvió a recoger la manguera. —Maldita sea, Brooke, no nos quedan más de quince minutos. La agarró del brazo y ella volvió a desasirse. —Sé cuánto tiempo queda —dirigió el chorro de agua hacia la casa, empapando la madera. El ruido del agua redoblaba en el aire, superponiéndose a la furia creciente del viento. Parks se dio cuenta de que estaba mojada y sucia y de que sólo llevaba una bata. Acababa de salir de la ducha cuando el boletín especial de noticias de la radio la avisó de que se acercaba el incendio. Parks miró las manchas de tierra y hierba de su bata de seda y se dio cuenta de lo que había estado haciendo. En torno a la casa, el terreno estaba despejado. Brooke lo había despejado con sus propias manos. Parks vio los arañazos y la sangre seca de sus manos, sus piernas y sus tobillos. Ahora, mientras el cachorro ladraba como un loco a su alrededor, estaba empapando la casa.

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—¿Estás loca? —preguntó Parks cuando la furia ahogó un primer destello de admiración. La agarró de nuevo, rasgando la costura del hombro de la bata—, ¿Sabes lo que es una tormenta de fuego? —Sí, lo sé —le golpeó las costillas con el codo al apartarse—. Si no vas a ayudarme, quítate de en medio. Aún tengo que mojar la mitad de la casa. —Vas a salir de aquí —Parks le quitó la manguera y empezó a arrastrarla—, aunque tenga que dejarte inconsciente. Brooke le dio un fuerte puñetazo en la mandíbula que los sorprendió a ambos por igual. El golpe bastó para liberarla. Se tambaleó hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó de rodillas. —He dicho que te quites de en medio —siseó, pero se atragantó cuando el humo inundó sus pulmones. Parks la levantó de un tirón. En sus ojos había tanto miedo y tanta furia como en los de Brooke. —¿Vas a enfrentarte a una tormenta de fuego con una manguera, idiota? ¡La casa es de madera y cristal! —gritó, zarandeándola—. De madera y cristal —repitió, y tosió al señalar la casa—. ¿Merece la pena morir por ella? —Merece la pena luchar por ella —respondió ella gritando contra el humo y el viento mientras sus lágrimas empezaban a fluir—. ¡No voy a entregársela al fuego! ¡No lo permitiré! —intentó desasirse otra vez, con más desesperación que antes. —¡Maldita sea, Brooke! ¡Para! —la agarró por los hombros, clavándole las uñas—. No hay tiempo. —El fuego no se quedará con ella. Con nuestra casa no. ¿Es que no lo entiendes? —levantó la voz, no por histeria, sino por fiera determinación—. Con nuestra casa no. Parks dejó de zarandearla y descubrió que estaba abrazándola otra vez. De pronto, como en una oleada, comprendió lo que sucedía, y esa comprensión trajo consigo en su estela todas las emociones que había experimentado. ¿Era eso a lo que se refería Claire, se preguntó, al decir que el amor no era suficiente? El amor bastaba para empezar, pero para continuar hacían falta todos los sentimientos de los que era capaz el ser humano. «Nuestra casa», había dicho ella. Con aquellas dos palabras, Brooke lo había cimentado todo. Parks la apartó de sí. Ella lloraba, respiraba con dificultad. Tenía los ojos enrojecidos, pero su mirada era firme. Parks comprendió que nunca había sentido tantas cosas por otra persona, y que jamás las sentiría. Y de pronto supo qué preguntas y qué respuestas le eran necesarias para conocerla por entero. Sin decir nada, la soltó y recogió la manguera. Brooke se quedó donde estaba mientras él dirigía el chorro hacia la casa. Se secó las lágrimas con el dorso de la muñeca. —Parks… Él se volvió, esbozando aquella amarga sonrisa de gladiador.

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—Merece la pena luchar por ello —Brooke dejó escapar un suspiro trémulo al cerrar la mano sobre la suya—. Vamos a necesitar toallas para respirar y un par de mantas. Tráelas mientras riego el resto de la casa. Pareció que pasaban horas mientras trabajaban juntos, empapando la madera y mojándose constantemente el uno al otro y al perro. Entre tanto, el humo iba haciéndose cada vez más espeso. El viento chillaba, amenazando con rasgar la manta que Parks había echado encima de Brooke. El calor, pensó ella. No podría soportarlo. Pero las llamas seguían lejos. Algunas veces casi se convencía de que el incendio cambiaría de rumbo, pero luego el humo volvía a sofocarla y ella empuñaba la manguera para sustituir a Parks, hasta que ya no pudo pensar. Sólo había una meta: salvar la casa que había compartido con Parks, el símbolo de todo cuanto había necesitado a lo largo de su vida: un hogar, una familia, amor. Con las toallas pegadas a la cara, dieron vueltas a la casa, empapando el tejado, los costados, todas las superficies que el calor parecía secar inmediatamente. Ya no hablaban, pero trabajaban sistemáticamente. Dos pares de brazos, dos pares de piernas, moviéndose con un único objetivo: proteger lo que era suyo. Parks fue el primero en ver las llamas, y se quedó tan atónito que casi no pudo moverse. No era un honor, se dijo. Era el infierno. Y se precipitaba hacia ellos. Enormes lenguas de fuego se desprendían del núcleo del incendio como lanzas. Y en medio de aquel calor insoportable, Parks sintió el sudor helado del miedo. —Ya basta —con un movimiento rápido, agarró a Brooke del brazo y recogió al cachorro. —¿Qué haces? No podemos marcharnos ahora —tosiendo y dando traspiés, Brooke intentó desasirse. —Si no nos vamos ya, podríamos morir —la metió en el coche de un empujón y le puso al cachorro en brazos—. Maldita sea, Brooke, hemos hecho todo lo que podíamos —tenía las manos resbaladizas cuando giró la llave—. No merece la pena morir por cosas que pueden comprarse. —¡Tú no lo entiendes! —se limpió la suciedad y las lágrimas con el dorso de la mano—. Todo… todo lo que tengo está ahí. No puedo dejar que el fuego se trague todo… todo lo que significa algo para mí. —Todo —repitió él con un murmullo. Detuvo el coche y la miró con los ojos enrojecidos—. Está bien, si eso es lo que sientes, volveré y haré lo que pueda —su voz sonaba extrañamente plana e inexpresiva—. Pero quédate aquí, por Dios. No quiero que te pongas en peligro. Antes de que Brooke pudiera asimilar lo que había dicho él o lo que hacía, Parks se marchó. Por un momento, la histeria se apoderó de ella. Tembló, incapaz de moverse o de pensar. El fuego iba a llevarse su casa, todas sus posesiones. Se quedaría sin nada, como tantas otras veces antes. ¿Cómo iba a afrontarlo otra vez después de tantos años de lucha, de trabajo, de anhelo?

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El cachorro se retorció en sus brazos y gimió. Brooke lo miró con perplejidad. ¿Qué estaba haciendo allí sentada mientras su casa corría peligro? Tenía que volver, tenía que volver y salvar… a Parks. El miedo la dejó paralizada y un instante después la hizo salir del coche de un salto y correr a través del humo. Ella le había hecho volver: Parks había vuelto por ella. ¿Por qué?, pensó, desesperada. ¿Qué intentaba salvar ella? Madera y cristal: eso había dicho él. Nada más. Parks era su hogar, el verdadero hogar que había buscado toda su vida. Lo llamó a gritos, sollozando, mientras el humo lo cubría todo a su alrededor. Oía el fuego… o el viento. Ya no sabía si eran cosas distintas. Sólo sabía que, si perdía a Parks, lo perdería todo. Así que gritó su nombre una y otra vez mientras luchaba por abrirse paso entre el humo para llegar hasta él. Por un instante no pudo respirar. No sabía dónde estaba, ni hacia dónde corría. Una imagen brilló como un fogonazo en su cabeza: se vio a sí misma de jovencita, acercándose a una casita de dos plantas en la que iba a pasar un año de su vida. No recordaba los nombres de las personas que serían sus padres durante esos doce meses, sólo esa sensación de desorientación y soledad. Siempre se había sentido tan sola al llegar como al marcharse. Siempre se había sentido separada, siempre una intrusa, hasta que conoció a Parks. Lo vio correr hacia ella entre la cortina de humo. Antes de que pudiera separar una imagen de otra, estaba en sus brazos. —¿Qué ha pasado? —preguntó él—. Te he oído gritar. Pensaba que… — escondió la cara en su cuello un momento mientras el miedo refluía—. Maldita sea, Brooke, te dije que te quedaras en el coche. —Sin ti, no. Vamonos, por favor —tiraba de su brazo por el camino, hacia el coche. —La casa… —No significa nada —contestó ella con vehemencia—. Nada tiene sentido sin ti —antes de que él pudiera reaccionar, se sentó tras el volante. En cuanto Parks estuvo a su lado, enfiló la sinuosa carretera. El humo comenzó a disiparse casi dos kilómetros después. Fue entonces cuando Brooke comenzó a salir de su estado de shock, estremeciéndose y sollozando de nuevo. Se apartó de la carretera, apoyó la cabeza en el volante y se echó a llorar. —Brooke… —Parks le acarició suavemente el pelo húmedo y enmarañado—. Lo siento. Sé que la casa te importaba mucho. Todavía no sabemos si ha quedado destruida o si podrá repararse. Podemos… —¡Al diablo la casa! —levantó la cabeza y lo miró con rabia y desesperanza—. Debo de estar loca para haberme comportado así. Mandarte allí cuando… —se interrumpió, lanzó una maldición y salió del coche dando un portazo. Parks la siguió. —Brooke… —Tú eres lo que más me importa en la vida —se volvió hacia él, respiró hondo para contener las lágrimas—. No espero que lo creas después de cómo me he

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comportado, pero es la verdad. No podía desprenderme de la casa, de las cosas, porque había esperado mucho para tenerlas. Necesitaba que me proporcionaran una identidad —sus palabras eran tan dolorosas que tuvo que tragar saliva—. Durante mucho tiempo sólo tuve cosas prestadas. Sólo pensaba que, si me quedaba sin la casa, sin esas cosas, estaría perdida otra vez. No espero que lo entiendas… Parks tomó su cara entre las manos. —Lo entenderé, si tú me dejas. Brooke dejó escapar un largo y trémulo suspiro. —Nunca he pertenecido a ningún lugar, a ninguna persona. Nunca. Por eso me da miedo confiar en la gente. Siempre me decía que algún día, cuando tuviera mis cosas, mi casa, no tendría que compartirlas, no tendría que pedir nada. Me lo prometí a mí misma porque no podría haber sobrevivido sin esa esperanza. Y olvidé deshacerme de ella cuando dejé de necesitarla. —Tal vez —le acarició la mejilla con el pulgar—. O tal vez lo hayas hecho sin darte cuenta. Allí, hace un rato, dijiste que era nuestra casa. —Parks… —puso las manos sobre las de él—. No me importa que la casa se queme, que todo desaparezca. Tengo todo lo que necesito, todo lo que amo, aquí mismo, en mis manos. Estaban mojados, sucios, exhaustos. Vivos. Parks miró su cara ennegrecida, su pelo apelmazado, sus ojos enrojecidos. Nunca le había parecido más hermosa. Con la garganta dolorida por el humo, con los ojos llorosos, le tendió los brazos. Cayeron juntos sobre la hierba. Brooke se reía y lloraba mientras la besaba. Tenía la cara manchada de carbonilla y lágrimas, pero los labios de Parks volaban sobre ella. La pasión de ambos se fundió en una sola. No sentían sus arañazos cuando se tocaron. Un ansia tan volátil como el fuego al que se habían enfrentado se apoderó de ellos. Cuando los jirones de la bata de Brooke desaparecieron, la ropa empapada de Parks siguió el mismo camino y yacieron entrelazados, desnudos sobre la hierba. Sus bocas se encontraron una y otra vez, absorbiendo fortaleza y euforia la una de la otra, aferrándose, más allá del humo y el hedor que dejaba el incendio, a un mundo límpido y radiante. Brooke sabía que nunca se había sentido tan lúcida, tan asombrosamente viva. En su cuerpo parecían vibrar un millar de latidos que se volvían más y más erráticos cada vez que Parks la tocaba. Abrazada a él, pegada a su cuerpo, experimentó una confianza absoluta. Parks la protegería, ella lo defendería contra cualquier fuerza exterior que los amenazara. Durante el incendio, habían dejado de ser un hombre y una mujer. Se habían convertido en un todo. En algún lugar bajo el tumulto de su pasión, Brooke sintió paz. Se había encontrado a sí misma. Hicieron el amor mientras el humo se convertía en neblina por encima de sus cabezas. Y cuando estuvieron agotados, siguieron abrazándose, incapaces de romper aquella unidad recién descubierta. —Te has hecho daño —murmuró Parks, tocando una herida de su hombro.

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—No siento dolor —pegó los labios a su garganta y comprendió que nunca olvidaría aquel olor a humo, a ceniza, a amor—. Te pegué. —Sí, ya me di cuenta. Ella cerró los ojos al notar una sonrisa en su voz. —Sólo estabas pensando en mi. Lo siento. —Ahora tú estás pensando en nosotros —Parks besó su sien—. Y yo me alegro. —Hemos ganado —musitó ella. Parks levantó la cabeza para mirarla. Limpió con el pulgar un tiznón de su piel. Era del color de sus ojos, pensó al verlo en su propia carne. —Hemos ganado, Brooke. —Todo. Sus labios se curvaron antes de volver a besarla. —Todo. Brooke le hizo apoyar la cabeza sobre su hombro y acarició su pelo. Las motas de ceniza seguían flotando sobre ella, como recuerdos. —Una vez dije que no quería que cambiara nada. Tenía miedo. Pero estaba equivocada —cerrando los ojos, sintió su cercanía—. Ahora no es lo mismo. —Es mejor —murmuró él—. Y eso es lo que cuenta. Es lo que contará siempre. Ella suspiró, consciente de que la satisfacción que había buscado siempre se hallaba compendiada en un único hombre, en un solo amor. —Pero seguiremos jugando, ¿verdad? Esta vez, cuando levantó la cabeza, Parks sonreía. Brooke curvó los labios. —Con nuestras propias normas.

Fin

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